WASHINGTON, D. C.
Esa tarde, Simon Talbot llamó a la puerta de la oficina de su padre en la casa familiar de Georgetown. Robert, el director de campaña de su padre, lo había ido a buscar y le había ordenado que volviera a casa inmediatamente.
No tenía ni idea de qué podía ser tan urgente. Aquella mañana se había despedido de April tras pasar un fin de semana tranquilo pero muy activo sexualmente. El fin de semana siguiente tenía previsto sorprenderla volando a Durham. Pronto acabaría el semestre y la ayudaría a trasladar sus cosas y su vida al apartamento de Washington, a su lado, donde tenía que estar.
—Adelante —dijo el senador.
Simon abrió la puerta y se acercó a la silla situada frente al escritorio de su padre.
—No te molestes en sentarte. Esto no nos llevará mucho tiempo —lo interrumpió el hombre, malhumorado y seco como siempre—. ¿Has visto esto? —Dejó caer un montón de fotografías, que se desparramaron por la mesa.
Simon miró la foto que le quedaba más cerca. Cogiéndola, la examinó y palideció inmediatamente.
—¿Y bien? ¿Las habías visto antes? —repitió su padre, iracundo, elevando el tono de voz y dando un sonoro puñetazo en la mesa.
—No. —Simon volvió a dejar la foto en la mesa, lentamente, mientras un escalofrío de miedo le recorría la espalda.
—Eres tú, ¿no?
—Ah…
—¡No me mientas! ¿Eres tú?
—Sí. —Simon sintió una opresión en el pecho que le dificultaba respirar.
—¿Sacaste tú las fotos?
—No, papá, te lo juro. No tengo ni idea de quién las hizo.
Su padre maldijo en voz alta.
—Éstas son copias. ¿Tienes idea de cómo han llegado a mis manos?
Él negó con la cabeza.
—Me las ha dado el senador Hudson. Alguien le envió los originales a tu novia. Ella se lo contó a su padre, quien hizo copias y me las envió.
La opresión del pecho de Simon empeoró.
—¿April las ha visto?
—Sí. Se puso histérica. Su madre ha tenido que ir a Durham para estar con ella. Ha tenido que llevarla al hospital.
—¿A qué hospital? ¿Cómo se encuentra?
—¡Céntrate en el problema, chico, por el amor de Dios! ¿Tienes idea de lo que esto significa para la campaña?
Simon apretó los puños.
—¿No puedes olvidarte de la campaña ni por un minuto? ¿Sabes si April hizo alguna tontería? ¿En qué hospital está?
—Tenemos suerte de que los Hudson no estén interesados en hacernos chantaje. Lo único que quieren es que te alejes de su hija y la dejes en paz. La boda se ha cancelado, obviamente. Mañana harán el anuncio oficial.
Simon se sacó el móvil del bolsillo y marcó una tecla. Se llevó el teléfono al oído, pero poco después un mensaje grabado le hizo saber que ese número ya no estaba en servicio.
—Papá, puedo explicarlo. Déjame que hable con April. No es lo que ella piensa.
—¡Ni se te ocurra! —bramó su padre—. Robert ha reconocido a la chica que sale en las fotos. Era una becaria que aún estaba en el instituto y que hizo prácticas en mi oficina. ¿Es que no te das cuenta del daño que has causado? ¿Cómo has podido ser tan imbécil?
—Pero de esto hace un año. La fecha está mal. Te juro que a April le he sido fiel. La amo.
—¿La amas? —se burló su padre—. Pero no dejaste a tu puta pelirroja.
Simon dio un paso adelante.
—No es verdad. Rompí con ella. Lo digo en serio, papá. April es distinta a las demás.
El senador movió la mano en el aire como si estuviera espantando una mosca.
—Es demasiado tarde. Ella ya no quiere saber nada de ti. Y no me extraña. La chica de las fotos tenía diecisiete años y trabajaba para mí. Te acostaste con ella y la incitaste a beber y a consumir drogas. ¡Y todo está registrado en esas jodidas fotos! —Barrió la superficie de la mesa con el brazo, lanzándolo todo por los aires: fotos, bolígrafos y papeles.
—Papá, te juro que puedo arreglarlo. Déjame hablar con April.
—No. —El senador se levantó, fulminando a su hijo con la mirada—. Los Hudson quieren que la dejes en paz y eso es exactamente lo que vas a hacer.
—Pero, papá, yo…
—¡Haz lo que te mandan por una vez en la vida! —vociferó el hombre.
Simon agarró un jinete de bronce que había sobre la mesa y lo lanzó contra la pared.
—¡Eres tú el que nunca me escuchas! —exclamó—. Te pasas la puta vida gritando y dando órdenes, pero nunca escuchas. Así que jódete. Que se joda la campaña y la familia. Lo único que me ha importado en la vida es April y no pienso perderla.
Con esas palabras, salió del despacho dando un portazo.
***
Sentado en la comisaría de Durham, Simon pensaba que era una amarga ironía.
(Ya que, a diferencia de Gabriel, Simon no conocía el auténtico significado de la palabra «ironía»).
Había intentado hablar con April en repetidas ocasiones, pero sin éxito. Le había enviado flores y cartas, pero se las habían devuelto todas sin abrir. Le escribió emails, pero ella le bloqueó el acceso a su cuenta.
Luego probó a esperarla a la puerta de su casa, pero lo único que consiguió fue que lo arrestaran. Ahora estaba sentado en una comisaría de policía, esperando enterarse de si habían interpuesto cargos contra él. No tenía abogado y sabía que esta vez no podía contar con la ayuda de su padre.
Su último arresto —tras el asalto a Julia— había sido merecido. La furia se había adueñado de él y había querido hacerla sufrir. Pero con April había actuado movido por el amor. Su única esperanza en esos momentos era aceptar el arresto y declararse culpable. Tal vez más adelante pudiese arreglar las cosas. Tal vez April o su madre, que era una mujer amable y compasiva, le concedieran cinco minutos para explicarse.
No sabía quién le había hecho esas fotos. No le había contado a Natalie ese encuentro, aunque ella había estado en esa habitación de hotel otras veces. Tal vez había contratado a alguien para que lo espiara.
Pero estaba convencido de que había sido Natalie la que se las había enviado a April. Era la única que ganaba algo rompiendo el compromiso de Simon. De un solo golpe, lo había perjudicado a él, a April y a la campaña de su padre. Y la conocía. Era una zorra vengativa, muy capaz de hacer algo así.
Así que, mientras esperaba a que pasara el tiempo para volver a acercarse a April y hacer las paces con ella, le haría una visita a Natalie en Sacramento.
Con estas ideas en la cabeza, Simon esperaba que le comunicaran su destino legal. No tenía ni idea de que Jack Mitchell estaba sentado en su oscuro Oldsmobile a la puerta de la comisaría, pensando en su sobrina embarazada y sonriendo.