OCTUBRE DE 2011
DURHAM, CAROLINA DEL NORTE
—¿Qué estás haciendo? —April entró en la cocina descalza y cubierta sólo por la camisa de su novio.
Él estaba cocinando huevos con beicon en una sartén.
—Preparo el desayuno. —Con una sonrisa, Simon se volvió hacia ella y le dio un rápido beso en los labios—. ¿Cómo has dormido?
—Bien. —April estiró los brazos por encima de la cabeza y se echó a reír—. Duermo mejor contigo que sola.
—Yo también —admitió él, más para sí mismo que para que lo oyera.
April sacó el zumo de naranja de la nevera y sirvió un vaso para cada uno.
—Duermo mejor contigo, pero me siento culpable.
—¿Culpable? —Simon se volvió hacia ella, espátula en mano—. ¿Por qué?
April bajó la cabeza, mirando fijamente el zumo de naranja.
—Porque dormimos juntos pero no estamos casados.
Simon se quedó pasmado.
El concepto de la castidad le resultaba tan remoto como la Luna. Lo había conocido anteriormente con Julia, pero le había parecido algo estúpido y molesto, algo que debía destruir mediante la seducción o la manipulación.
Sin embargo, lo que sentía con April era muy distinto. No estaba seguro, pero podría tratarse de remordimiento.
Era una experiencia nueva para él.
—El sexo no es malo.
—Es curioso que digas eso. —Ella tamborileó en el vaso—. Tú me has enseñado que el sexo es algo muy, muy bueno. Me encanta. Y me encanta estar contigo.
—Entonces, ¿qué problema hay?
—Me enseñaron que tenía que esperar hasta el matrimonio y no lo he hecho.
Simon se volvió hacia el fogón sin saber qué decir. Siguió cocinando unos segundos, pero luego apagó el fuego y retiró la sartén.
Se limpió las manos en la parte trasera de los bóxers mientras se acercaba a ella.
—Te dijeron que tenías que esperar, porque tus padres no querían que algún capullo se aprovechara de ti.
—Simon —lo reprendió ella—. No digas palabrotas.
—Lo siento. Tus padres querían protegerte.
—No son sólo mis padres. En la Iglesia dicen lo mismo.
—Bueno, estoy seguro de que también tratan de protegerte y me parece bien, pero nuestra situación es distinta.
April levantó la cabeza.
—¿Lo es?
—Sí. —Simon la abrazó.
—¿Por qué? —sonaba cautelosa—. No lo entiendo.
—No estoy contigo para pasar el rato. Disfruto mucho del sexo contigo, pero también disfruto de tu compañía. Cuando estamos juntos puedo bajar la guardia. No tengo que ser el hijo del senador Talbot. Puedo ser yo mismo porque tú me aceptas como soy.
—Yo siento lo mismo. —April se acurrucó contra su pecho—. Pero cuando te marchas me siento mal.
—Es porque nos queremos.
—Ojalá pudiéramos quedarnos así para siempre —susurró ella, abrazándolo con fuerza por la cintura.
—Ojalá. —Simon se sorprendió al darse cuenta de que lo deseaba de verdad.
En el poco tiempo que hacía que se conocían, había llegado a quererla mucho. Su relación era muy cómoda y satisfactoria. No se imaginaba que pudiera acabar.
—Te quiero, Simon.
A él se le hizo un nudo en la garganta. No era idiota. Sabía lo que era April: una joven hermosa, amable e increíble. No una persona hastiada y cínica como él, ni una trepadora social como Natalie. Pero tampoco era como Julia, esa mojigata que siempre estaba asustada. Julia lo había hecho sentir como si fuera un animal, indigno de tocarla.
April probablemente se había despertado esa mañana, había decidido que lo amaba y se lo había dicho. Sin darle más vueltas, sin jueguecitos, sin aspiraciones políticas detrás.
Casi sin darse cuenta, Simon respondió:
—Yo también te quiero.
April lo abrazó con todas sus fuerzas y empezó a dar saltitos.
—¡Es genial! —gritó—. ¡Soy tan feliz!
—Yo también. —Sonrió al ver su cara tan alegre y su exuberancia juvenil y la besó.