Gabriel no tuvo que esperar mucho. La primera semana de octubre se sometió a la reversión de la vasectomía. Esta vez fue Julia la que se saltó las clases para acompañarlo al hospital.
La mañana de la operación se despertó oyendo las notas de Fever, cantada por Peggy Lee. No era el tipo de música que Gabriel solía escuchar por las mañanas, pero la elección sonaba prometedora. Se puso la bata y se acercó al baño.
Él estaba delante del espejo, afeitándose. Tenía el pelo húmedo de la ducha y las puntas se le empezaban a rizar. Estaba desnudo de cintura para arriba. Una toalla de color azul oscuro le colgaba de las caderas. Un gran deseo de recorrer el músculo en forma de uve que le empezaba bajo el ombligo se apoderó de Julia.
Como de costumbre, Gabriel había usado una brocha clásica para extenderse la espuma de afeitar sobre la cara. Sus ojos, del color de los zafiros, se clavaban en el espejo tras el cristal de las gafas. Se llevó la navaja a la cara y empezó.
—¿Espiando desde la puerta, señora Emerson? —le preguntó sin mirarla.
—He oído la música y he venido a ver qué era lo que te estaba causando fiebre.
Él se detuvo y le dirigió una mirada abrasadora.
—Creo que ya sabes la respuesta.
—Sé lo que me eleva la temperatura a mí. No hay nada más sexy que ver al hombre que amas afeitándose.
Él aclaró el jabón de la navaja.
—Me alegra oír eso, ya que tengo que hacerlo cada día —replicó, con los ojos brillantes—. A menos que te hayas aficionado a mi barba. Me parece recordar que la disfrutaste bastante anoche.
Bajó la vista hacia los muslos de Julia.
Ella se ruborizó al recordar la noche anterior… tumbada de espaldas, con la incipiente barba de Gabriel entre las piernas…
Él agitó una mano delante de sus ojos.
—Un penique por tus pensamientos.
—Perdona, ¿decías?
Gabriel se echó a reír.
—Te he preguntado que cómo estás esta mañana.
—Ah, bien, muy bien. ¿Y tú? ¿Estás nervioso?
—No mucho, pero me alegro de que me acompañes. Tengo que estar en el hospital a las diez, lo que nos deja un montón de tiempo para actividades extracurriculares. En seguida acabo de afeitarme. Ve pensando en algo que me ayude a superar las próximas tres semanas.
Siguió con el ritual del afeitado, moviendo la navaja hábilmente.
—Se me está ocurriendo algo. —Julia se acercó y empezó a besarlo en la espalda.
—Creo que deberíamos esperar a que acabara de afeitarme. Me estás distrayendo.
—¿Ah, sí?
Ella insistió. Esta vez, mientras lo besaba le acarició los hombros, sintiendo cómo se tensaban.
—No puedo contenerme, Profesor. Me gusta tocarte.
Le resiguió la línea de los bíceps y bajó hasta los antebrazos, admirando los músculos y tendones que encontraba por el camino. Con los labios recorrió los montículos y valles de su columna vertebral hasta llegar a los hoyuelos que parecían guiñarle el ojo desde el borde de la toalla.
Él apoyó la mano con fuerza en el mármol del lavabo.
—No puedo afeitarme si me tocas.
—En ese caso… podría afeitarte yo.
—¿Ah, sí?
Cruzaron una ardiente mirada.
—A ti te gusta darme de comer. Tal vez descubra que a mí me gusta afeitarte.
—Estás muy provocadora esta mañana.
—Tal vez yo también necesite un recuerdo atrevido que me ayude a superar estas tres semanas de celibato matrimonial.
Dejando la navaja sobre el mármol, Gabriel la llamó con el dedo. Julia se colocó delante de él, en el lugar que él le señaló. Con un ágil movimiento, la levantó y la sentó sobre el mármol.
Le separó las rodillas, apartando la bata, y se colocó entre sus piernas.
—¿Tan temprano y ya sin bragas? —preguntó, bajando la vista.
—No me ha dado tiempo de ponérmelas.
—Soy un tipo con suerte. —Gabriel sonrió mientras jugueteaba con el cinturón de la bata—. Y por suerte para los dos, todavía no te ha venido la regla.
Julia lo detuvo, apoyando las manos sobre la de él.
—¿Me enseñas a afeitarte?
—Afeitarse está sobrevalorado.
—Me gustaría hacerlo.
Él suspiró teatralmente, como si estuviera poniendo a prueba su paciencia, antes de volver a coger la navaja.
—Afeita en el sentido en que crece el pelo, pero sin apretar. La navaja está muy afilada.
Dando un paso atrás, le mostró la técnica mirándose en el espejo. Satisfecho con la demostración, aclaró la navaja antes de colocarla en la mano de Julia.
Ella lo miró y luego miró el filo de la navaja que brillaba bajo la luz halógena.
—¿Pánico escénico, señora Emerson?
—Tengo miedo de hacerte sangrar.
Él la miró.
—Pues ya sabes cómo me sentí yo la primera vez.
Julia notó que se le aceleraba el corazón. Él había estado muy ansioso ese día, pero al mismo tiempo había sido muy delicado con ella.
Gabriel le dio un beso en la muñeca y le mordisqueó suavemente la piel.
—Irás con cuidado.
Separando la bata de seda, hizo que se deslizara por los hombros de Julia. Luego le apoyó una mano entre los pechos, sintiendo el latido de su corazón.
Ella alzó una ceja.
—¿Quieres que te afeite medio desnuda?
—No. —Gabriel se le acercó—. Quiero que me afeites como Dios te trajo al mundo, completamente desnuda —le aclaró con un susurro ronco.
Se tomó su tiempo para deshacer el nudo del cinturón de la bata. Parecía que estuviera desenvolviendo un regalo. Cuando acabó, volvió a colocarse entre sus rodillas.
—No hay nada más sexy que ver a la mujer que amas afeitándote… mientras disfrutas de su cuerpo.
Julia se estremeció al notar el aire corriendo sobre su piel acalorada. Le apoyó la mano en el hombro para estabilizarse.
Cuando él asintió, empezó.
El filo de la navaja se deslizó con facilidad, sin necesidad de hacer presión. Durante el proceso, los ojos de Gabriel permanecieron clavados en los de ella.
Bajó las manos hasta la cintura de Julia y empezó a acariciarle los huesos de las caderas con los pulgares.
—No creo que sea buena idea. Podría cortarte.
—Puede ser un buen ejercicio de autocontrol para los dos.
Trazó un camino con los dedos, subiendo hasta llegar a sus pechos. Una vez allí, se los rodeó suavemente. Cuando ella gimió, volvió a deslizar las manos hasta su cintura.
—Me gusta sentir tu piel bajo mis dedos.
Julia le devolvió la mirada.
—A mí también.
Tras tragar saliva con dificultad, Julia volvió a su tarea, tratando de ignorar las sensaciones que le despertaban los dedos de su marido sobre las costillas y entre los pechos. Cuando él empezó a juguetear con sus sensibles pezones, se detuvo.
—Supongo que esto quiere decir que confías en mí —dijo ella, con las manos temblorosas.
Gabriel le pasó los pulgares sobre los prominentes pezones.
—Confío en ti, Julianne. Más que en nadie en el mundo.
Con su mirada, intensa pero cargada de ternura, comunicaba mucho más que con sus palabras.
—Cuando te veo, tengo que tocarte. No puedo reprimirme.
Le apoyó las manos en los pechos, pero no se los apretó con fuerza, porque sabía que iba a tener la regla pronto y los tenía sensibles.
Cuidadosamente, Julia lo afeitó por donde él no lo había hecho, mientras Gabriel la acariciaba, excitándola. La respiración se le aceleró.
Él bajó las manos y las apoyó en los muslos de ella por encima de las rodillas, donde su piel seguía más sensible de la cuenta por las atenciones que le había dedicado la noche anterior. Muy lentamente, fue ascendiendo.
Poco después, Julia dio el afeitado por concluido y se echó hacia atrás para contemplar el resultado.
—Creo que ya hemos acabado.
Él le dio un rápido beso.
—Gracias.
—No hay de qué. —Julia dejó la navaja y se echó hacia atrás, apoyándose en las manos.
—Pero no creo que hayamos acabado. —Con los ojos brillantes, Gabriel se acercó al vértice entre sus piernas y le acarició los rizos con los pulgares.
Ella se pasó la lengua por el labio inferior.
—Pues quítate la toalla, Profesor.
***
La operación de Gabriel fue totalmente rutinaria, sin nada que destacar. Lo que fue remarcable fue la cara de preocupación del cirujano cuando salió a hablar con Julia a la sala de espera.
—Señora Emerson —la saludó, sentándose a su lado en una silla vacía.
Ella cerró el portátil.
—¿Cómo está?
—La operación ha ido bien. No ha sido fácil, pero todo estaba dentro de lo esperable. Hemos recogido parte del esperma y lo hemos congelado siguiendo las instrucciones de su marido.
—Gabriel dijo que tenía usted un porcentaje de éxito muy alto —comentó Julia esperanzada.
—Así es. Algunos de mis pacientes han engendrado un hijo sólo tres meses después de la intervención. Pero cada caso es diferente. —Volvió a ponerse serio—. Su esposo ha sufrido una reacción a la anestesia.
—¿Una reacción? —El corazón de Julia se aceleró—. Pero ¿está bien?
—Se pondrá bien, pero ha estado vomitando. Lleva una sonda intravenosa y me gustaría que se quedara a pasar la noche. Ahora está en recuperación. Dentro de un rato lo llevarán a una habitación. La avisarán para que pueda ir a hacerle compañía.
El cirujano la miró con preocupación.
—Este tipo de reacciones a la anestesia general no son raras. Lo mantendremos en observación esta noche y probablemente mañana podamos dejar que se vaya.
Tras darle unas palmaditas en la mano, desapareció por unas puertas batientes.
***
—¿Gabriel? —susurró Julia para calmarlo. Había estado gimiendo y moviéndose en sueños en la cama del hospital. Inclinándose sobre él, le cogió la mano—. Cariño, ya ha pasado todo. Te pondrás bien.
Él abrió los ojos bruscamente.
Julia le apartó el pelo de la frente.
—Hola, mi niño.
Él cerró los ojos.
—Así me siento, como un niño pequeño. O mejor dicho, me siento como si estuviera en el infierno. Estoy mareado.
—¿Vas a vomitar?
Él negó con la cabeza.
—Estoy cansado.
—Entonces duerme, cariño. Yo estoy a tu lado.
—Niño bueno —murmuró antes de dormirse otra vez.
Julia le dio un beso en la frente.
«Amo a este hombre de todo corazón. Daría la vida por él. Lo daría todo por él».
Era raro ver a Gabriel tan vulnerable. Casi nunca se ponía enfermo. Y cuando estaba despierto, su sola presencia desprendía una energía que llenaba cualquier estancia.
Pero ahora su personalidad estaba apagada. Estaba callado, débil, indefenso.
Recordó la vez que se había ocupado de él cuando lo encontró borracho en Toronto. Lo había ayudado a llegar a su piso y, una vez allí, le había vomitado encima.
(Encima de ella y del jersey de cachemira verde botella).
Recordó que lo había llevado hasta la ducha y lo había ayudado a limpiarse. Pasándose las manos por el pelo, pensó en cómo sería cuidar de un bebé. En esos momentos, parecía algo muy remoto, casi inalcanzable.
Al volver a mirar el hermoso rostro de su marido, se dio cuenta de que algo en su interior estaba cambiando. Algo había empezado a cambiar.
***
—¿Cómo está? —preguntó Rebecca, preocupada, cuando Julia entró en la cocina la tarde siguiente.
Dejó la bandeja encima de la encimera antes de contestar:
—Está durmiendo. Decía que tenía molestias, pero no quería tomarse las pastillas. He tenido que amenazarlo.
Rebecca se echó a reír.
—Qué milagro. ¿Cómo lo has conseguido?
Julia dejó los platos sucios en el fregadero.
—Le he recordado que cuanto más tarde en recuperarse, más tendremos que esperar para practicar sexo. Me ha quitado el bote de pastillas de la mano. No creo que volvamos a tener problemas para que se tome la medicación.
Rebecca sacudió la cabeza, disimulando una sonrisa.
—Estoy preparando sopa de pollo y panecillos caseros para cenar. ¿Qué te parece? —La mujer se acercó a la cocina, donde un pollo entero estaba hirviendo a fuego lento en una gran olla.
—Me parece genial, gracias.
—¿Quieres que me quede a pasar el fin de semana?
—No, estaremos bien solos. —Julia miró a Rebecca con interés—. ¿Te quedarías?
La mujer volvió a tapar la olla.
—Por supuesto. Puedo quedarme siempre que me necesitéis, excepto durante las vacaciones. Incluso en vacaciones, si lo sé con tiempo, puedo arreglármelas. Sé que sonará idiota, pero ya os considero parte de la familia.
Julia se apoyó en la encimera.
—No es idiota. Nosotros pensamos lo mismo. La vida es mucho más fácil cuando estás en casa. La ropa sucia desaparece y aparece milagrosamente limpia en su sitio. La nevera y el congelador siempre están llenos y todo está inmaculado. Yo no sería capaz de hacer lo que tú haces.
—Estoy segura de que sí podrías. Lo que no podrías sería estudiar al mismo tiempo. Hay que elegir, una cosa u otra. —Momentos después, preguntó—: ¿Vendrá la familia de visita?
Julia se secó las manos en el delantal y se dirigió a la isla central de la cocina. Había un iPad apoyado en un soporte, como si fuera un libro de cocina. Abrió la aplicación Calendario y buscó los compromisos de los Emerson.
—No, entre mi ecografía y la intervención de Gabriel decidimos que sería mejor que vinieran después de Navidad. Al fin y al cabo, nos veremos en casa en Acción de Gracias. —Hizo una mueca de disculpa—. Lo siento, pensaba que te lo había comentado.
Rebecca hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.
—Ningún problema. Ahora lo cambio en la agenda.
—No pensaba que Gabriel fuera a estar tan débil después de la operación —comentó Julia—. Insiste en que quiere ir a trabajar mañana, pero no lo veo claro. Aún le duele mucho.
—Los hombres son unos pacientes horribles. No se toman la medicación, no hacen lo que les mandan y nunca admiten que están enfermos. Me recuerdan a los gatos.
La chica soltó una risita.
—Lo tendré en cuenta.
—De hecho, es más fácil darle una pastilla a un gato que a un hombre. Aunque, por otro lado, los hombres no arañan.
Julia se echó a reír a carcajadas.
—Menos mal que está arriba. Se enfadaría si se enterara de que lo estamos comparando con un gato.
Rebecca le guiñó un ojo.
—Miau.