—Disculpe, ¿podría repetirlo? —Julia estaba mirando a su ginecóloga con los ojos muy abiertos.
Era la tercera semana de septiembre y acababa de someterse a sus exámenes ginecológicos. Se suponía que era un trámite para descartar posibles problemas de infertilidad. Pero los comentarios de la doctora indicaban que el examen no había tenido nada de rutinario.
—Quiero que te hagas una ecografía. Mi secretaria se pondrá en contacto con el centro radiológico del hospital Mount Auburn para concertar la cita. Que te la hagan inmediatamente. Lo apuntaré en la petición —añadió, escribiendo rápidamente en el historial médico de Julia.
Ella sintió que se le encogía el estómago.
—Entonces, ¿es serio?
—Potencialmente serio. —La ginecóloga dejó de escribir y la miró a los ojos—. Ha sido una suerte que vinieras a visitarte ahora. He encontrado algo en uno de tus ovarios. Quiero saber de qué se trata. Ve a hacerte la ecografía. El radiólogo te hará un informe y a partir de ahí veremos lo que hay que hacer.
—¿Cáncer? —Julia casi no se atrevía a pronunciar la palabra.
—Es una posibilidad. O también podría ser un quiste benigno. Pronto lo sabremos. —La doctora Rubio siguió escribiendo—. No te saltes la ecografía. Es importante que sepamos de qué se trata cuanto antes.
Julia permaneció inmóvil. Sólo podía pensar en Grace.
***
—Cariño, estoy en pleno seminario. ¿Puedo llamarte cuando acabe? —preguntó Gabriel en voz baja cuando cogió la llamada.
—Oh, lo siento. Me había olvidado. Nos vemos en casa.
Julia estaba aturdida, tratando de no llorar. Al otro lado de la línea oyó pasos y una puerta que se cerraba.
—He salido al pasillo. ¿Qué pasa?
—Voy de camino hacia casa. Nos veremos allí. Por favor, pide disculpas a tus alumnos de mi parte.
Colgó antes de echarse a llorar. La voz de Gabriel, tan paciente y cariñosa, le hizo perder el control de sus emociones.
Acababa de esconder la cara entre las manos cuando el teléfono volvió a sonar. No tuvo que mirar la pantalla para saber quién llamaba.
—Ho… ¿Hola?
—¿Qué ha pasado?
—Te lo contaré a la hora de la cena —respondió ella entre sollozos.
—No, vas a contármelo ahora o cancelaré el seminario e iré a buscarte. Me estás preocupando.
—La doctora ha encontrado algo durante el examen.
Gabriel permaneció en silencio unos momentos. Luego inspiró hondo.
—¿Qué es lo que ha encontrado?
—Todavía no lo sabe. Tengo que hacerme una ecografía en el hospital Mount Auburn lo antes posible.
—¿Estás bien?
—Sí. —Julia mintió lo mejor que pudo.
—¿Dónde estás?
—Volviendo a casa dando un paseo.
—Quédate donde estás. Voy a buscarte.
—Pero tendrás que anular el seminario.
—No podría concentrarme sabiendo que estás sola y llorando. Quédate donde estás. Te llamo en un minuto.
—Estoy bien. Sólo es la impresión.
—No estás bien. Dame un minuto.
—Ya casi estoy en casa. Nos vemos allí.
Cortó la llamada.
Maldiciendo entre dientes, Gabriel abrió la puerta del aula y canceló la clase.
***
Mientras esperaban a que llegara el día de la ecografía, Gabriel recibió una llamada de su urólogo. Al parecer, su producción de esperma era normal. El profesor Emerson era gloriosamente fértil.
(Entre paréntesis, debe destacarse que él nunca dudó de su fertilidad).
Sin embargo, el alivio quedó apagado por la intranquilidad que sentía por Julia. Aunque exteriormente trataba de poner buena cara para no preocuparla, por dentro estaba muy asustado.
Julia era joven y estaba sana. Claro que Grace también era joven y sana antes de ponerse enferma. Tenía cáncer de mama y habían tardado un tiempo en diagnosticárselo.
Gabriel era un hombre fuerte y tan viril que no solía sentirse nunca impotente. Pero contemplar a su amada esposa dar vueltas por las noches en la cama lo hacía sentir indefenso. Ella era luz, vida, amor y bondad. Y era posible que estuviera muy enferma.
Cerró los ojos y rezó.
—¿Cariño? —La voz de Julia le llegó en la oscuridad.
—¿Sí?
—Quiero que me prometas una cosa.
Él se volvió de lado para verla mejor.
—Lo que quieras.
—Prométeme que, si me pasa algo, te cuidarás.
—No digas esas cosas —contestó de forma más brusca de lo que habría querido.
—Lo digo en serio, cariño. Ya sea pronto o cuando sea una ancianita arrugada de pelo gris, quiero que me prometas que seguirás en la senda que has iniciado. Que serás un buen hombre, que vivirás una buena vida y que tratarás de encontrar la felicidad.
Gabriel sintió que las emociones se le agolpaban en la garganta, impidiéndole respirar.
—No encontraré la felicidad si no estás conmigo.
—Encontraste la paz sin mí —susurró ella—. Encontraste la paz en Asís. Podrías vivir sin mí. Ambos sabemos que podrías.
Él le apoyó una mano en el vientre y le acarició la piel desnuda.
—¿Cómo puede nadie vivir sin corazón?
Ella le cubrió la mano con la suya.
—Richard lo hace.
—Richard no es más que un caparazón hueco; una sombra de lo que fue.
—Quiero que me lo prometas. Creo que has exagerado tanto al ponerme en un pedestal, que si me pasara algo temo lo que pudieras hacer…
—Siempre tendré que luchar contra las adicciones, Julianne, pero no creo que vuelva jamás a mi vida anterior. —Con un hilo de voz, añadió—: Si lo hiciera, estaría realmente solo.
—Te prometo que, desde donde esté, haré todo lo que pueda por ayudarte. —Su voz era un susurro desesperado.
—Estoy convencido de que lo harías. Si tú fueras san Francisco y yo Guido da Montefeltro, vendrías en busca de mi alma, ¿verdad?
—Te lo juro, aunque no creo que tu alma esté en peligro.
Gabriel le acarició la mejilla con el pulgar.
—Ya basta de esta conversación tan dramática. Si necesitas que te lo prometa para quedarte tranquila, te lo prometo. Pero no te atrevas a dejarme solo.
Julia asintió, relajándose.