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AGOSTO DE 2011

CAMBRIDGE, MASSACHUSETTS

Cuando Julia y Gabriel volvieron a casa la última semana de agosto, se encontraron una plétora de correo por abrir. Él miró por encima a los sobres que Rebecca había dejado ordenados sobre el escritorio y decidió deshacer la maleta antes.

Julia se quedó en el estudio. Echó un vistazo a la puerta y se levantó silenciosamente para cerrarla.

Sabía que estaba a punto de violar la confianza de Gabriel, pero se dijo que sus acciones estaban justificadas por el silencio de él y su negativa a contarle qué le pasaba.

En el escritorio había un cajón que él nunca abría. Hasta entonces, ella tampoco se había atrevido nunca a abrirlo.

Un día, él la encontró a punto de hacerlo mientras buscaba papel para la impresora y lo cerró diciéndole que allí guardaba recuerdos que no le gustaba recordar. Luego la distrajo sentándola sobre su regazo en la butaca de terciopelo rojo y haciéndole el amor.

Desde aquel día, Julia no había vuelto a abrir el cajón. Pero en ese momento, frustrada y preocupada, se sentó a la mesa dispuesta a buscar por su cuenta las respuestas que su marido se negaba a darle. Había pensado que le contaría lo que le preocupaba en Florencia, pero no lo hizo.

Sinceramente, estaba asustada, y no sabía cómo actuar.

Si él no estaba dispuesto a hablar, tal vez sus recuerdos lo harían.

Las ilustraciones de Botticelli, que habían pasado mucho tiempo guardadas en una caja de madera en ese mismo cajón, ya no estaban allí. Estaban en un lugar mucho más adecuado como era la Galería de los Uffizi. Con cuidado, Julia cogió el primer objeto y lo sostuvo en la mano.

Era el reloj de bolsillo de su abuelo. En Toronto se lo había visto llevar a Gabriel alguna vez, pero desde que estaban en Cambridge no lo había sacado del cajón. Era un reloj de oro con una larga cadena que acababa en un llavero en forma de pez. Abriéndolo con cuidado, leyó la inscripción:

Para William,

mi amado esposo.

Te quiere, Jean.

Julia volvió a cerrarlo y lo dejó encima de la mesa.

El siguiente objeto que encontró fue una vieja locomotora de latón que había conocido días mejores. Se lo imaginó de pequeño, aferrándose a la locomotora y exigiendo que se la llevaran cuando se marcharon de Nueva York. Se le encogió el estómago.

Dejó el tren sobre la mesa y volvió a concentrarse en el cajón. Vio una caja de madera y la abrió. Dentro encontró un collar de grandes perlas de los Mares del Sur y un anillo de brillantes. Julia lo examinó buscando una inscripción, pero no había ninguna. Encontró también dos pulseras de plata y otro collar, todo de Tiffany’s.

Las joyas tenían que ser de la madre de Gabriel, pero se preguntó de dónde las habría sacado. Él le había hablado varias veces de la precariedad en la que habían vivido su madre y él. ¿Cómo podía ser que alguien tan pobre tuviera esas joyas? ¿Por qué no las había vendido cuando el dinero empezó a escasear?

Julia negó con la cabeza. La infancia de Gabriel había sido trágica, pero, sin duda, la vida de su madre también.

Cerró la caja y se centró en las fotografías que encontró dentro de varios sobres. Les echó un vistazo rápido. Había fotos de él y de su madre. También unas cuantas de un hombre solo y una mujer sola. Debían de ser los padres de Gabriel, pero, curiosamente, en ninguna foto estaban juntos.

La madre tenía el pelo oscuro como el de su hijo, pero a diferencia de éste, tenía los ojos también oscuros, que destacaban sobre su piel pálida. Era de rasgos delicados y muy hermosa.

El padre de Gabriel tenía el pelo gris y penetrantes ojos color zafiro. Era un hombre maduro, pero seguía siendo atractivo, aunque tenía un aire duro e implacable que a Julia no le gustó. En las fotografías casi nunca sonreía.

En la parte trasera del cajón, debajo de un viejo osito de peluche, encontró un diario personal. En la guarda delantera había escrito:

Propiedad de Suzanne Elizabeth Emerson.

Julia abrió una página al azar y leyó:

Estoy embarazada.

Owen quiere que aborte.

Me ha dado dinero y me ha dicho que concertará cita con el médico. Dice que si le hago este favor, buscará la manera de que estemos juntos.

Pero no me veo capaz de hacerlo.

Julia cerró el diario de golpe y lo guardó apresuradamente al fondo del cajón. Gabriel podría entrar en cualquier momento y se enfadaría mucho si descubría lo que había hecho.

Ella ya se arrepentía. Tenía las palabras de Suzanne Emerson grabadas en la mente. Si Gabriel leyera aquel diario, odiaría aún más a su padre.

Dejó el peluche donde lo había encontrado, junto con las fotos y la caja de las joyas. Estaba a punto de guardar la locomotora cuando se fijó en la carta que estaba encima de la pila del correo que había llegado en su ausencia.

No reconoció la caligrafía, pero no hacía falta. El nombre y la dirección de Paulina estaban claramente escritos en una esquina del sobre. No sabía cómo lo había hecho, pero el caso era que ella había descubierto la nueva dirección de Gabriel y le había enviado una carta.

A su casa. La casa que compartía con su esposa.

El primer impulso de Julia fue tirar la carta al fuego. Pero ya había empezado a ocultarle cosas a su marido, como que había leído el diario personal de su madre a escondidas. No quería que la lista de secretos siguiera creciendo.

Sosteniendo el sobre a distancia, lo llevó a la habitación y se lo dio.

—Gracias, ya me ocuparé del correo más tarde. —Iba a tirar la carta sobre la cama, pero Julia lo impidió.

—Mira el remitente.

Gabriel miró la carta y maldijo.

—¿Por qué me escribe? Ni siquiera Carson, mi abogado, recibe ya noticias de ella.

Julia permaneció mirándolo en silencio.

Él abrió el sobre, esperando encontrar una larga carta manuscrita. Para su sorpresa, el sobre sólo contenía una tarjeta.

Leyó rápidamente el contenido.

—Es una invitación de boda. —Al volver la tarjeta, encontró unas líneas manuscritas:

Gabriel,

No te preocupes. No se me ocurriría invitarte a mi boda.

Sólo quería comunicarte que voy a casarme.

Después de todos estos años, finalmente voy a convertirme en esposa y madre de dos niñas maravillosas.

Ahora los dos somos felices. Las cosas por fin han acabado bien.

Besos y abrazos,

P.

Gabriel le alargó la participación de boda a Julia para que la leyera.

—Se casa —afirmó ésta.

—Sí.

—¿Cómo te sientes? —Julia escudriñó su cara.

Él volvió a meter la tarjeta en el sobre y se golpeó la palma de la mano con ella.

—Creo que Paulina lo ha expresado perfectamente. Los dos somos felices. Ha encontrado la familia que buscaba. —La miró a los ojos—. Y debe agradecértelo a ti.

—¿A mí?

—Fuiste tú la que me convenció de que lo mejor para ella sería alejarse. Que nunca sería feliz si seguía dependiendo de mí. Tenías razón.

Incómoda, Julia cambió el peso de pie, consciente de que acababa de fisgar entre sus posesiones personales hacía un momento.

—También tenías razón sobre Maria —admitió con tristeza.

Ella lo abrazó.

—Preferiría no tener razón en lo de Maria, pero, a veces, amar a alguien significa dejarlo marchar.

—Yo nunca te dejaré marchar. Me enfrentaré a cualquiera que trate de apartarte de mí —dijo Gabriel con fiereza.

Julia lo besó en los labios.

—Pues recuérdalo mientras tratas de poner en orden tus ideas. Sea lo que sea lo que te preocupe, estoy aquí. Y no voy a irme a ninguna parte.

Con un beso de despedida, salió de la habitación.

Mirando la invitación, Gabriel regresó al pasado.