AGOSTO DE 2003
CAMBRIDGE, MASSACHUSETTS
—Gabriel, cariño, es hora de levantarse.
Una suave mano femenina le acariciaba la barba incipiente y, por un momento, se relajó. No estaba seguro de dónde estaba ni de quién era la mujer desnuda tumbada a su lado, pero tenía una voz sexy y un tacto agradable. Abrió los ojos lentamente.
—Hola, nene. —Unos ojazos azules lo miraban con devoción.
—Paulina —gruñó él, cerrando los ojos.
Tenía un dolor de cabeza horrible y lo único que quería era dormir. Pero el profesor Pearson no aceptaba excusas de sus profesores auxiliares, lo que significaba que tenía que ir a la universidad aunque fuera a rastras.
(Tal vez aceptase la muerte como excusa para faltar a clase. Pero no era seguro).
—Son las ocho. Tienes tiempo de ducharte y desayunar. Y tal vez de algo más —sugirió ella, deslizándole la mano por el vientre. Luego le rodeó el miembro con la mano y…
Y su erección matutina se marchitó como una flor muerta.
La apartó con brusquedad.
—Ahora no.
—Siempre dices lo mismo. ¿Es porque estoy engordando? —Se sentó a su lado, dejando a la vista su vientre redondeado y sus pechos generosos.
Gabriel no respondió, lo que no dejaba de ser una respuesta.
—Puedo hacerte disfrutar. Lo sabes —suplicó ella, abrazándolo y besándole el cuello—. Te quiero.
—Te he dicho que ahora no. ¡Joder!, ¿estás sorda? —Se liberó de su abrazo antes de apoyar los pies en el suelo. Estaba frío, pero casi no lo notaba.
Sólo tenía ojos para una cosa: los restos de polvo blanco que había en la mesilla de noche. En segundos se hizo con el espejo, la cuchilla de afeitar y el billete de cinco dólares.
El mundo desapareció y de repente fue como si su cuerpo y su mente volvieran a despertarse, pero esta vez con movimientos seguros y rápidos. Un instante después de haberse metido la cocaína por la nariz, todo volvía a estar claro. Más que despierto, estaba alerta. Y podía pensar. Podía funcionar.
Encendió un cigarrillo sin acordarse de que su —lo que fuera— estaba en la cama, observándolo. Tras ponerse la bata, ella se fue a la cocina, ya que no quería exponer a su hijo en común al humo del tabaco.
Cuando se acabó el cigarrillo, Gabriel se duchó y se bebió el café que ella le había dejado junto a la pica, antes de lavarse los dientes y afeitarse. Mentalmente había empezado a hacer una lista de todo el trabajo que tenía pendiente para la tesis, aparte de la interminable lista de tareas que le había encargado el profesor Pearson.
No tenía tiempo de examinar su vida ni sus actos. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que era un esclavo, adicto a la cocaína, la nicotina, la cafeína y el alcohol.
También era esclavo de sus pasiones, al menos cuando la polla le funcionaba. Aunque vivía con Paulina e iba a tener un hijo con ella, seguía manteniendo relaciones con varias mujeres. Y nunca se le había pasado por la cabeza que tuviera que dejar de acostarse con ellas. De hecho, no pensaba. Sólo actuaba.
—Eres muy guapo —le dijo ella, observándolo desde la puerta, con una mano apoyada en el vientre por encima de la bata de seda negra.
Como siempre, Gabriel no le hizo caso. Tampoco se fijó en los ojos inyectados en sangre que lo miraban desde el espejo, ni en sus ojeras, ni en que estaba cinco o seis kilos más delgado de la cuenta.
—Te he preparado el desayuno —dijo Paulina esperanzada—. Huevos revueltos y tostadas.
—No tengo hambre.
—Te espera una jornada muy larga. Pearson no te va a dejar parar en todo el día.
—Déjame en paz de una puta vez. Te he dicho que no tengo hambre.
—Lo siento —se disculpó ella, bajando la vista—. Está todo listo. Sólo tienes que comértelo.
Los ojos de Gabriel, fríos como los zafiros, se clavaron en Paulina a través del espejo.
—De acuerdo —accedió, apretando los dientes.
Sonriendo para sus adentros, ella desapareció en la diminuta cocina.
Poco después, Gabriel apareció vestido con el uniforme completo de estudiante de doctorado en Harvard. No le faltaba nada, ni los Levi’s ni la chaqueta de pana. Se sentó a la mesa y trató de desayunar. Se había acabado la tercera taza de café y estaba a punto de encenderse otro cigarrillo cuando se fijó en que Paulina lo estaba observando con mirada hambrienta.
—¿Qué?
Ella se sentó en su regazo y le rodeó el cuello con los brazos.
Él gruñó al notar su peso y no vio que la joven hacía una mueca al darse cuenta.
—Sé que tienes prisa —le susurró al oído—. Sólo te pido un beso antes de irte.
—Paulina, yo…
Ella lo interrumpió con sus labios, metiéndole la lengua con avidez en la boca.
Gabriel la sujetó por la cintura, notando que su cuerpo empezaba a reaccionar.
—Vamos, cariño —le susurró Paulina, desabrochándole el botón del pantalón—. No tardaremos nada.
—No tengo tiempo —la rechazó, levantándola de su regazo y haciendo una mueca por el esfuerzo—. Tal vez esta noche.
—Pero por las noches escribes —protestó ella, decepcionada.
—Puedo sacar un rato.
—Podrías, pero no lo haces —replicó, cogiéndole la mano—. Gabriel, te quiero. Hace mucho que no lo hacemos. Por favor.
Sus grandes ojos azules se llenaron de lágrimas y el labio inferior le empezó a temblar.
Él puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, pero rapidito.
Arrastrando la silla hacia atrás, se señaló la bragueta.
—Ya puedes empezar.
Paulina se arrodilló ante sus piernas con avidez y le bajó la cremallera.