28

A la mañana siguiente, Julia se despertó con los ronquidos de su marido. No roncaba muy a menudo, pero cuando lo hacía era una fuerza de la naturaleza.

(Incluso los especialistas en Dante roncan de vez en cuando).

Julia había dormido profundamente toda la noche. Gabriel le había dado un regalo. El regalo de saber que ella era la culminación de su vida sexual, igual que él lo era para ella. Sintió una deliciosa mezcla de excitación e incertidumbre ante la perspectiva de repetir las actividades de la noche anterior.

Gabriel la amaba. Ese conocimiento le daba la confianza necesaria para cederle el control. Pero como C. S. Lewis había dicho refiriéndose a Aslan, Gabriel no era manso. Había en él una pizca de peligro, algo imprevisible.

Cautelosa, no lo despertó ni le informó de que estaba roncando. En vez de eso, decidió saltarse las convenciones y bañarse desnuda en el jacuzzi.

Éste estaba en la terraza de su dormitorio y su vecino más cercano vivía a varios kilómetros de distancia, así que Julia no se molestó en ponerse el albornoz. Se metió en el agua y dejó que el sol y la brisa le acariciaran el rostro, mientras el agua le calmaba los músculos doloridos y las partes más íntimas.

Adormilada, oyó la voz de Gabriel. Al abrir los ojos, lo vio frente a ella cubierto sólo con los bóxers, hablando por el iPhone.

Durante unos instantes se quedó admirando la belleza salvaje de su indómito profesor.

Con la vista, trazó las curvas de sus músculos y las líneas de los tendones que definían sus brazos. Observó el vello que le cubría el pecho y el que descendía desde su ombligo hasta la goma de los calzoncillos.

Julia miró a su alrededor, a las colinas y valles que rodeaban la casa. Nadie podía verlos.

Bruscamente, Gabriel finalizó la conversación y dejó el teléfono en una mesita cercana.

—¿Puedo acompañarte? ¿O prefieres que te haga un espectáculo privado? —preguntó, flexionando los brazos teatralmente.

Ella tragó saliva.

—¿Qué va incluido en el precio?

Él sonrió muy lentamente.

—Lo que usted desee. Estoy aquí para servirla, señora Emerson. —Bajó la voz—. Así que, usted dirá: ¿cómo puedo complacerla?

Cuando Julia le indicó que quería que se acercara, Gabriel se quitó los bóxers y entró en el agua. Julia se sentó sobre él y lo abrazó.

—Lo único que quiero es el placer de tu compañía.

Él también la abrazó y Julia le apoyó la cabeza en el hombro.

—Gracias por lo de anoche.

—Soy yo el que debería darte las gracias, señora Emerson.

—A veces soy un poco obtusa. Hasta ahora no se me ha ocurrido que anoche te tomaste tantas molestias porque estabas tratando de animarme —comentó Julia, jugueteando con el vello que le cubría los pectorales.

—No del todo. Al menos, no sólo por eso. Llevábamos unos días sin hacer el amor. Mientras has tenido el período he tenido tiempo para pensar en cómo recuperar la conexión. —Levantándole el pelo, le acarició la nuca.

—Sólo quería que supieras que valoro las molestias que te tomas. Agradezco mucho cómo lo planificas todo y también que reconozcas cuándo estoy baja de moral. —Le apoyó la mano sobre el tatuaje, cerca del corazón—. Y te agradezco que me dijeras que el sexo conmigo es el mejor que has conocido.

—Es la verdad. El sexo contigo es distinto. La atracción y la química son innegables, pero además contamos con el amor y el afecto. Con todos esos elementos combinados…

—Gracias. —Julia lo interrumpió rozándole los labios con un beso.

—¿Con quién hablabas?

—Con Scott.

—Oh, ¿de verdad? ¿Qué dice?

—Tammy y él quieren ir a Boston con Quinn un fin de semana este otoño y preguntaba si podían dormir en casa.

—Será divertido.

—Le he dicho que lo consultaría contigo, pero que estaremos encantados de que vengan.

—Me alegro de que tu hermano y tú hayáis arreglado las cosas.

Le besó la barbilla.

—A veces desearía que fuéramos de la misma edad. Podríamos haber ido al baile de graduación juntos.

Gabriel le hizo cosquillas con la nariz.

—Habría sido un honor llevarte a ti al baile, pero me alegro de que no nos conociéramos cuando era joven.

—¿Por qué?

—Porque no te habría tratado como te mereces.

Julia cambió de postura para mirarlo a los ojos.

—No me lo creo. Me trataste bien la noche que nos conocimos, en el huerto de manzanos. Te habrías comportado igual de adolescente.

—Es posible. Hay algo en ti que saca lo mejor de mí. —Gabriel sonrió—. Si quieres, puedo organizar un baile de graduación aquí, para los dos solos.

Ella se echó a reír.

—Tendría que comprarme un vestido demasiado corto y a mi padre le daría un infarto.

—No recuerdo haberlo invitado —bromeó él, gruñendo antes de besarla—. ¿Cómo de corto?

—Para mí, si queda por encima de la rodilla ya es corto. Soy tímida.

Él le mordisqueó el labio inferior.

—No me lo pareciste anoche.

Acto seguido, ella le acarició la mejilla, cubierta por la incipiente barba.

—Tu amor me vuelve valiente.

—Eso está bien, porque pienso seguir amándote, siempre. —Bajando las manos hasta su cintura, la abrazó, estrechándola contra su pecho—. Siento lo de Paul.

—Yo también. —La expresión de Julia se volvió melancólica—. A partir de ahora, si tenemos problemas los solucionaremos entre nosotros, te lo prometo.

—Sí, yo también te lo prometo. —Gabriel se aclaró la garganta—. Me temo que, cuando las parejas se casan, su amistad con otras personas cambia.

Ella se encogió de hombros.

—Supongo.

—He descuidado nuestra vida social. Te prometo esforzarme más. Podemos invitar a gente a cenar a casa. Y te acompañaré al pub cuando vayas con los demás estudiantes.

—Pensaba que no te gustaba relacionarte con estudiantes. Nunca antes has querido acompañarme.

Gabriel le acarició la mandíbula con el pulgar.

—Haría casi cualquier cosa por hacerte feliz. No quiero que lamentes ni un solo segundo que pasemos juntos. —Sus ojos se oscurecieron de deseo—. Así que ven aquí.

***

Horas más tarde, Gabriel oyó que sonaba el teléfono de la casa, pero lo ignoró.

Sin embargo, finalmente la curiosidad le pudo y asomó la cabeza por la puerta del estudio. Desde lejos, oyó a Julia charlar alegremente en italiano. Intrigado, bajó a la cocina, preguntándose quién podría ser.

No, fra Silvestro. Non é necesario.

Julia vio llegar a Gabriel y alzó un dedo, pidiéndole que esperara.

Allora dovremmo organizzare una festa per i bambini. Non per me.

Gabriel alzó las cejas y se acercó a ella. Apoyándose en la encimera, escuchó:

Sì, per i bambini. Possiamo festeggiare i loro compleanni. —Julia guardó silencio y Gabriel oyó la voz del franciscano al otro extremo de la línea.

»Ci dovranno essere regali, palloncini e una torta. E del gelato. —Se echó a reír—. Certo. E’ proprio quello che vorrei. Ci vediamo, allora. Arrivederci.

Colgó el teléfono.

—¡Madre mía!

—¿De qué iba eso?

—Era fra Silvestro, del orfanato de Florencia.

—¿Para qué llamaba?

—Quería hablar contigo, pero cuando le he dicho que no te podías poner, se ha mostrado encantado de hablar conmigo.

Gabriel sonrió.

—Vaya. Querría convencerte de algo y ha pensado que serías un objetivo más fácil.

—Es posible. Quería dar una fiesta para celebrar nuestra visita de la semana que viene.

—¿Y le has dicho que no? —preguntó él, sorprendido.

—Le he pedido que la fiesta sea para los niños, no para nosotros. Nosotros no la necesitamos.

Julia volvió a lo que estaba haciendo antes de que sonara el teléfono, que era preparar una comida ligera.

Gabriel la abrazó por detrás.

—Te veo muy decidida.

—Es por los niños.

—Esta parte de ti siempre me ha sorprendido, Julianne. No te importa renunciar a tus deseos, pero no te rindes nunca cuando se trata de defender los deseos de otro.

—No creas. No renuncio a mis deseos tan fácilmente. No renuncié a ti, ¿lo has olvidado? Y eso que al principio no me lo pusiste nada fácil. Te comportaste de un modo horrible. —Lo miró de reojo.

Él arrastró los pies de lado a lado.

—Pensaba en el Magdalen College. Tú querías dormir allí, pero cuando insistí en mudarnos al hotel, estuviste de acuerdo.

Ella se volvió para mirarlo.

—A veces me faltan energías para enfrentarme a ti. Estabas a disgusto en la habitación. Y no me gusta que estés a disgusto.

Gabriel le besó el cuello.

—Creo que necesitas ir a una fiesta.

—Tienes razón. —Ella levantó las manos y le hundió los dedos en el pelo—. Necesito una fiesta privada en la que pueda quitarle a mi guapo marido sus vaqueros favoritos. —Susurrándole al oído, añadió—: Las gafas puedes dejártelas puestas.

Él se echó a reír y tiró de ella hasta que sus caderas quedaron unidas.

—No sabía que te ponían los hombres con gafas.

—Pues ya lo sabes. ¿Sabes lo que tú sientes cuando me ves con tacones? Pues es lo mismo que siento yo cuando te veo con gafas. Pero primero tengo que llamar a la ayudante de fra Silvestro para pedirle que alquile un poni.

Gabriel enderezó la espalda.

—¿Un poni?

—¿Te parece mala idea?

—¿Se pueden alquilar ponis? ¿En Florencia?

—No lo sé. Pero no creo que ninguno de los niños haya visto nunca un poni. Ni que haya podido montar en uno. He pensado que les gustaría.

Gabriel se contagió del entusiasmo de su esposa.

—Tú encárgate de los regalos para los niños. Yo me ocuparé del poni.

—Gracias —dijo ella, con un guiño descarado—. Ah, y ya que te ofreces, alquila también unos cuantos animales de granja para que puedan acariciarlos.