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Ese mismo día, Christa Peterson entró en el Departamento de Italiano de la Universidad de Columbia pocos minutos antes de su cita con la catedrática Lucia Barini. Tras escapar del profesor Pacciani, había vuelto a Nueva York para curarse las heridas —tanto internas como externas— y para poner en marcha su plan de venganza.

Cuando se acordaba de lo que le había pasado en el hotel Malmaison de Oxford no usaba la palabra «violación», aunque de hecho había sido violada. Giuseppe Pacciani la había obligado a mantener relaciones sexuales y había usado la violencia para dominarla. Pero por las razones que fuera, Christa prefería pensar en ello como en una pérdida de control. Se lo había arrebatado y lo había usado en su contra. Pensaba pagarle con la misma moneda. Pero se aseguraría de que sufriera más.

Pacciani le había enviado un email con una disculpa poco sincera. Ella lo había ignorado.

De hecho, había decidido dedicar buena parte de sus energías a arruinarle la vida. Le escribió una larga carta a su esposa —en italiano—, contándole los detalles de su relación desde que era alumna suya en Florencia. Añadió fotografías (algunas de ellas, pornográficas) y copias de antiguos correos subidos de tono. Y por si con eso no bastaba para complicarle la vida, estaba dispuesta a esperar el momento adecuado para hacer algo realmente dañino.

Por eso, cuando le llegó la noticia de que el profesor Pacciani pensaba presentarse para una plaza en su propio departamento, Christa concertó una cita con la profesora Barini.

Tan obsesionada estaba con esa venganza, que apenas había tenido tiempo para pensar en el profesor Emerson y en Julianne. De hecho, casi se había olvidado de ellos.

Como había llegado un poco pronto, fue a comprobar si tenía cartas en el casillero. Encontró una que parecía comercial, con el membrete de un importante bufete de abogados. Rápidamente, la abrió y leyó lo que decía.

—Maldita sea —murmuró.

El profesor Emerson no hablaba en vano cuando le dijo que pensaba obligarla a cerrar la boca. Tenía en la mano una orden conminándola a desistir de su actitud, en la que se detallaban varios incidentes de difamación pública. Cada uno de ellos estaba descrito con todo detalle e iba acompañado de las implicaciones legales de cada afirmación. La carta amenazaba con nuevas acciones en caso de que insistiera en su actitud difamatoria hacia Gabriel o su esposa, y se reservaba el derecho de emprender otras acciones respecto a las difamaciones que ya se habían producido.

—¡Mierda! —exclamó.

Sólo por despecho, una parte de ella quería escribir una respuesta descarada al bufete y continuar con su cruzada para arruinar la vida de los Emerson.

Pero mientras paseaba la vista por los nombres escritos sobre los casilleros, se dio cuenta de que sería una estupidez. Si quería ser admitida en el programa de doctorado y acabar doctorándose, no podía hacer nada que pusiera al departamento en mal lugar.

(Aparte de que en esos momentos tenía otro objetivo en su punto de mira).

Mientras se metía la carta en el bolso, decidió olvidarse de los Emerson y centrar toda su atención en destruir la carrera del profesor Pacciani. Para conseguirlo, iba a tener que sacar su lío amoroso a la luz.

Entró en el despacho de la profesora Barini y, representando el papel de estudiante insegura y fácilmente manipulable, eso fue exactamente lo que hizo.