JULIO DE 2011
ITALIA
Julia y Gabriel se despidieron de Katherine, de Paul y de Oxford unos días después de la conferencia. Las últimas palabras que Julia intercambió con su amigo fueron especialmente incómodas. Conociéndole, ella se dio cuenta de que algo iba mal, pero cuando le preguntó qué pasaba, él murmuró algo sobre ansiedad por la tesis.
Cuando le dio un abrazo de despedida, la estrechó con un poco más de fuerza de lo habitual y durante un poco más de tiempo. Cuando Julia le dijo que seguirían en contacto, él asintió en silencio. Ella disculpó su actitud pensando que sentía nostalgia de su antigua amistad.
Mientras tanto, Gabriel distrajo a Katherine para darles un poco de intimidad. No lo alegró ver a Paul tan incómodo, mientras trataba de parecer feliz y despreocupado para no entristecer a Julia.
Ellos dos viajaron a Roma, donde celebraron el cumpleaños de Gabriel el día diecisiete de julio, con una visita especial a los Museos Vaticanos. Sin embargo, hubo una sorprendente ausencia de sexo museístico.
(Ni siquiera Gabriel se sintió inclinado a rendirse a la tentación dentro del Vaticano).
Pasaron varios días en Asís, donde rezaron y encendieron velas en la cripta de san Francisco. Aunque Gabriel y Julia no se contaron sus plegarias, ambos supusieron que rezaban el uno por el otro, por su matrimonio y por el don de un bebé.
Julia, además, rezó pidiendo fuerza y sabiduría. Gabriel pidió bondad y valor. Ambos rezaron por Rachel y Aaron, pidiéndole a Dios que bendijera su unión con un hijo.
A finales de julio llegaron por fin a su casa de Todi, un pueblo de Umbría. La casa, situada cerca de un huerto de frutales, tenía una piscina cercada, rodeada en un extremo por arbustos de lavanda. Las flores perfumaban el aire. Julia colocó unas cuantas entre las sábanas de la cama.
Cuando se despertó al día siguiente, Gabriel se había ido. No se extrañó. El sol ya estaba alto y sus rayos entraban por el balcón. Alargó la mano y notó que las sábanas estaban frías. Sobre la almohada, que olía a colonia Aramis mezclada con lavanda, encontró una nota:
Buenos días, querida:
Dormías tan plácidamente que no he querido despertarte.
He ido a buscar unas cuantas cosas al mercado de Todi.
Llámame al móvil si necesitas algo.
Te quiero,
Gabriel
Posdata: eres arrebatadora
Julia sonrió. Era una nota sencilla, muy parecida a muchas otras que Gabriel le había escrito. Pero en un rincón, casi como una ocurrencia de última hora, había dibujado a lápiz su perfil mientras dormía. Bajo el dibujo había escrito: Mi Beatriz.
No sabía que tuviera talento para el dibujo, aunque su habilidad en otras disciplinas ya dejaba adivinar una multiplicidad de habilidades manuales. El esbozo era bastante bueno. Lo conservaría. Tal vez lo enmarcaría.
Sonriendo, bajó los pies descalzos al suelo y se dirigió hacia el armario. No le apetecía vestirse, así que se puso una de las camisas de Gabriel, abrochándose un par de botones antes de rebuscar en los cajones unos calcetines.
Desde el piso de abajo, le llegó la voz de él. Bajó la escalera con entusiasmo y entró en la cocina.
—Hola. —Gabriel la besó en la frente mientras dejaba la compra en la encimera—. Estás muy guapa.
Cuando lo hubo soltado todo, le dio un beso en cada mejilla antes de aprisionarla entre sus brazos.
—¿Has dormido bien? —preguntó, posando los labios en su pelo.
—Muy bien. Entre los días en Asís y la noche pasada, creo que he dormido más que durante los últimos meses juntos. —Le besó la nuez y Gabriel se apartó como si le hubiera hecho cosquillas—. Gracias por el dibujo.
—De nada.
—No sabía que supieras dibujar.
—Querida, me encantaría pintarte si pudiera… con los dedos.
—Deja de provocarme, Profesor. Cada vez que pienso en pintura, me acuerdo de lo que hicimos en Selinsgrove. Y me pongo muy caliente. —Bromeando, Julia hizo un mohín.
—Luego me ocuparé de eso, te lo prometo. —Gabriel la soltó y le dedicó una sonrisa ladeada—. Me gustan tus calcetines.
Ella se miró los pies y flexionó los dedos.
—Los rombos son sexies.
—Desde luego. Un amigo me dijo una vez que los rombos eran el diseño de la seducción.
—Tienes unos amigos muy raros… —replicó Julia, negando con la cabeza y comiéndose una uva.
Gabriel empezó a guardar la compra, observándola con el rabillo del ojo.
—Se te ve contenta.
Ella se sentó en la encimera de un salto y empezó a balancear las piernas.
—Lo estoy. Por fin he dejado atrás la conferencia y lo hemos pasado muy bien tanto en Roma como en Asís. Estoy enamorada de mi marido y puedo disfrutar de esta maravillosa casa con él. Soy la mujer más afortunada del universo.
Gabriel alzó mucho las cejas.
—¿Del universo? Hum. Seguro que a los habitantes de la galaxia vecina no les gustará oírlo.
Ella le dio una patada de broma con el pie cubierto por el calcetín de rombos.
—Eres un empollón.
Volviéndose hacia ella, Gabriel le agarró el pie y lo levantó hasta que lo tuvo a la altura del hombro. Julia se echó hacia atrás y se apoyó en la encimera para mantener el equilibrio.
—¿Qué me has llamado? —preguntó él, fingiendo estar enfadado, aunque sus ojos azules como zafiros brillaban divertidos.
—Ejem, te he llamado empollón.
Gabriel alzó una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Y crees que un empollón haría esto? —preguntó, acariciándole el empeine con pericia.
Cuando ella suspiró de placer, él le quitó los calcetines y los tiró al suelo por encima del hombro.
—Vamos a comprobar si es verdad que te pones tan caliente como dices. —Su voz la hizo estremecer.
Gabriel le subió la mano por la pierna lentamente, entreteniéndose en la corva hasta que ella gruñó.
—Julianne —susurró él, con mirada juguetona.
—¿Sí?
—No te has puesto bragas.
Con un dedo, le acarició la parte interna del muslo una y otra vez, a ritmo lento.
Cuando sus dedos se acercaron a la parte de Julia que quedaba expuesta, ella empezó a respirar aceleradamente.
—Los empollones no tienen fama de ser muy buenos amantes. —Gabriel retiró la mano de entre sus piernas y le apoyó un dedo en la boca.
Cuando ella separó los labios, le deslizó el dedo en su interior. Julia se lo rodeó, succionándolo ligeramente para luego soltarlo.
Gabriel le guiñó un ojo antes de usar el dedo húmedo para acariciarle la parte alta del muslo.
—¿Crees que un empollón haría esto? —Gabriel se inclinó hacia ella y sopló sobre el reguero de saliva que había dejado allí.
Cuando Julia se estremeció, él sonrió travieso y recorrió el mismo camino con la nariz.
Levantándose, la besó apasionadamente antes de apartarse con brusquedad. Sin darle tiempo a protestar, se dejó caer de rodillas frente a ella.
—Mmm —murmuró, colocándose las piernas de Julia sobre los hombros—. Esta encimera tiene la medida perfecta. Supongo que tienes razón al decir que eres la mujer más afortunada del universo.