Poco después de las cinco se agruparon en torno al edificio llamado Hansgården. Soplaba un fuerte vendaval y todos estaban helados. Rodearon la casa en una maniobra fantasmal. Después de una breve discusión, Wallander y Ann-Britt Höglund decidieron entrar. Los demás tomaron posiciones en las que cada uno tenía contacto próximo por lo menos con otro.
Dejaron los coches donde no pudieran verse desde la finca e hicieron a pie el último tramo. Wallander vio enseguida el Golf rojo aparcado delante de la casa. Mientras viajaban hacia Vollsjö le asaltó la preocupación de que ella ya se hubiera ido. Pero allí estaba el coche. Todavía. La casa permanecía a oscuras y en calma. No se apreciaba ningún movimiento. Wallander tampoco había visto ningún perro guardián.
Todo sucedía muy deprisa. Se colocaron en sus posiciones. Luego Wallander le pidió a Ann-Britt Höglund que comunicara a los demás por el transmisor-receptor que esperaban unos minutos antes de entrar.
Esperar, ¿qué? Ella no comprendía la razón. Wallander tampoco se había explicado. ¿Quizás era porque necesitaba prepararse? ¿Terminar un movimiento interior que aún no estaba listo? ¿O tenía necesidad de establecer una zona franca para sí mismo en la que pudiera repasar durante unos minutos todo lo que había sucedido? Estaba allí, helado de frío y todo le parecía irreal. Durante un mes habían estado persiguiendo una escurridiza y desconcertante sombra. Ahora se aproximaban a la meta. En el punto donde la batida daría por terminada la caza.
Era como si se viera obligado a liberarse de la sensación de irrealidad que experimentaba ante todo lo sucedido. Especialmente en relación con la mujer que estaba en la casa y a la que iban a detener ahora. Para todo esto necesitaba un respiro.
Por eso dijo que iban a esperar.
Se agazapó con Ann-Britt Höglund al abrigo de un granero en ruinas. La puerta exterior estaba a unos veinticinco metros. Pasaba el tiempo. Pronto amanecería. No podían esperar más.
Wallander ordenó que fueran armados. Pero pretendía que todo ocurriera sin sobresaltos. Katarina Taxell estaba en la casa con su hijo recién nacido.
Nada podía salir mal. Que ellos mantuvieran la calma era lo más importante de todo.
—Vamos —dijo—. Da el aviso.
Ann-Britt Höglund habló en voz baja por el transmisor-receptor. Oyó varias confirmaciones de que la habían entendido. Sacó su pistola. Wallander sacudió la cabeza.
—Guárdala en el bolsillo. Pero no te olvides de en cuál.
La casa permanecía en silencio. Ningún movimiento. Echaron a andar, Wallander delante, Ann-Britt Höglund detrás. El viento seguía soplando con intensidad. Wallander miró una vez más el reloj. Las cinco y diecinueve minutos. Yvonne Ander debía de haberse levantado ya si pensaba llegar a tiempo a su trabajo en el tren de la mañana. Se detuvieron ante la puerta. Wallander contuvo el aliento. Llamó y dio un paso atrás. Con la mano agarraba la pistola en el bolsillo derecho de la chaqueta. No ocurría nada. Dio un paso adelante y volvió a llamar. Tocó al mismo tiempo la cerradura. La puerta estaba cerrada con llave. Insistió en su llamada. De pronto empezó a sentirse inquieto. Golpeó la puerta. Seguía sin producirse una reacción. Algo no funcionaba.
—Vamos a entrar —anunció—. Comunícalo. ¿Quién cogió la palanqueta? ¿Por qué no la cogimos nosotros?
Ann-Britt Höglund habló con voz firme en el transmisor-receptor. Se colocó de espaldas al viento. Wallander no perdía de vista las ventanas de los lados de la puerta. Svedberg llegó corriendo con la ganzúa. Wallander le dijo que volviera enseguida a su sitio. Luego metió la palanqueta y empezó a hacer fuerza. La puerta se rompió a la altura de la cerradura. En el vestíbulo había luz. Sin proponérselo había sacado el arma. Ann-Britt Höglund le siguió rápidamente. Wallander se agachó y entró. Ella fue detrás, un poco de lado, cubriéndole con su pistola. Todo estaba en silencio.
—¡Policía! —gritó Wallander—. Buscamos a Yvonne Ander.
No pasó nada. Volvió a gritar. Avanzó con cuidado hacia la habitación de enfrente. Ella le siguió. La irrealidad volvió a aparecer. Wallander entró en una estancia grande y abierta. Paseó la pistola por la habitación. Todo estaba vacío. Bajó la pistola. Ann-Britt Höglund permanecía al otro lado de la puerta. La sala era grande. Había lámparas encendidas. Junto a una de las paredes vieron un horno de amasar con una forma extraña.
De pronto se abrió una puerta al otro lado de la habitación. Wallander se sobresaltó y alzó de nuevo la pistola, Ann-Britt Höglund puso una rodilla en el suelo. Katarina Taxell entró por la puerta. Iba en camisón. Parecía asustada.
Wallander y Ann-Britt Höglund bajaron el arma.
En ese instante Wallander se dio cuenta de que Yvonne Ander no estaba en la casa.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Katarina Taxell.
Wallander se acercó a ella.
—¿Dónde está Yvonne Ander?
—No está aquí.
—¿Dónde está?
—Supongo que camino de su trabajo.
Wallander tenía ahora mucha prisa.
—¿Quién vino a buscarla?
—Ella siempre va en coche.
—Pero su coche está aquí aparcado.
—Tiene dos coches.
«Así de fácil», pensó Wallander. «No tenía sólo el Golf rojo».
—¿Estás bien? —preguntó luego—. ¿Y tu hijo también?
—¿Por qué no íbamos a estar bien?
Wallander echó una mirada rápida por la estancia. Luego le dijo a Ann-Britt Höglund que llamara a los otros. Disponían de muy poco tiempo y tenían que seguir la búsqueda.
—Traed a Nyberg —pidió—. Hay que inspeccionar esta casa del derecho y del revés.
Los policías se reunieron en la gran habitación blanca.
—Se ha ido —informó Wallander—. Va camino de Hässleholm. Al menos no hay razón para suponer otra cosa. Va a empezar a trabajar. Allí subirá también al tren un pasajero que se llama Tore Grundén. Es el próximo a matar en su lista.
—¿Será posible que vaya a matarle en el tren? —preguntó Martinsson incrédulo.
—No lo sabemos —contestó Wallander—. Pero no podemos permitirnos más asesinatos. Tenemos que detenerla antes.
—Hay que avisar a los colegas de Hässleholm —dijo Hansson.
—Lo haremos por el camino. Que Hansson y Martinsson vengan conmigo. El resto puede empezar a registrar la casa. Y a hablar con Katarina Taxell.
Hizo un gesto en dirección a la muchacha, que estaba junto a una de las paredes. La luz era gris. Parecía fundirse con la pared, diluirse, borrarse. ¿Podía palidecer tanto una persona que dejara de ser visible?
Se fueron al coche. Hansson conducía. Martinsson estaba a punto de telefonear a Hässleholm cuando Wallander le pidió que esperara.
—Creo que es mejor que esto lo hagamos nosotros. Si se arma un caos, no sabemos lo que puede pasar. Esa mujer puede ser peligrosa. Me doy cuenta ahora. Peligrosa también para nosotros.
—¿Cómo no va a ser peligrosa? —dijo Hansson, sorprendido—. Ha matado a tres personas, clavándoles estacas, estrangulándolas, ahogándolas. Si una persona así no es peligrosa, no sé yo quién puede serlo.
—No sabemos siquiera qué aspecto tiene Grundén —dijo Martinsson—. ¿Daremos su nombre por los altavoces de la estación? Ella llevará uniforme, es de suponer.
—Tal vez —contestó Wallander—. Ya veremos cuando lleguemos. Pon las luces. Tenemos prisa.
Hansson conducía deprisa. Con todo, el tiempo escaseaba. Cuando les faltaban veinte minutos, Wallander creyó que llegaban.
Luego tuvieron un pinchazo. Hansson lanzó un juramento y frenó. Cuando vieron que había que cambiar la rueda izquierda trasera, Martinsson quiso llamar de nuevo a los colegas de Hässleholm. Por lo menos podían mandarles un coche. Pero Wallander dijo que no. Lo tenía decidido. Llegarían de todas maneras. Cambiaron la rueda a toda velocidad, con el viento tirándoles de la ropa. Luego siguieron adelante. Hansson volaba ahora, el tiempo se les escapaba de las manos y Wallander trataba de decidir qué iban a hacer. Le resultaba difícil imaginar que Yvonne Ander matase a Tore Grundén delante de los ojos de los pasajeros que esperaban o subían a los trenes. No casaba con su forma de hacer las cosas anteriormente. Llegó a la conclusión de que, de momento, debían olvidar a Tore Grundén. La buscarían a ella, a una mujer de uniforme, y la detendrían lo más discretamente posible.
Llegaron a Hässleholm y Hansson, con los nervios, empezó por equivocarse, aunque aseguró que conocía el camino. Wallander ahora también estaba de mal humor y cuando llegaron a la estación casi empezaron a gritarse unos a otros. Saltaron del coche con la luz de policía. Tres hombres, pensó Wallander, en lo mejor de su vida, que parecían ir a atracar la caja de la estación o, por lo menos, a coger un tren a punto de irse. El reloj indicaba que tenían tres minutos por delante. Las 7:49. Los altavoces anunciaron el tren. Pero Wallander no logró entender si decían que llegaba o que había llegado ya. Les pidió a Martinsson y a Hansson que se calmaran. Saldrían al andén, un poco separados, pero manteniendo siempre el contacto entre los tres. Cuando la encontraran, se acercarían rodeándola y le dirían que les acompañase. Wallander suponía que ése sería el momento crítico. No podían estar seguros de cómo iba a reaccionar. Tenían que estar preparados, no con las armas sino con los brazos. Insistió en ello varias veces. Yvonne Ander no usaba armas. Ellos tenían que estar preparados pero debían reducirla sin disparar.
Luego salieron al exterior. El viento seguía soplando con fuerza. El tren aún no había entrado en la estación. Los pasajeros se protegían del vendaval donde podían. Eran muchos los que iban a viajar hacia el norte ese sábado por la mañana. Llegaron al andén, Wallander delante, Hansson tras él, Martinsson cerca de las vías. Wallander vio enseguida a un jefe de tren hombre que estaba fumando un cigarrillo. La tensión le había hecho sudar. A Yvonne Ander no la veía. A ninguna mujer de uniforme. Buscó con la mirada a un hombre que pudiera ser Tore Grundén. Pero era, naturalmente, inútil. El hombre no tenía rostro. Era sólo un nombre tachado en un macabro cuaderno de notas. Intercambió miradas con Hansson y Martinsson. Luego miró hacia la estación por si ella venía de allí. Al mismo tiempo, el tren entraba en la estación. Se dio cuenta de que algo estaba fallando por completo. Todavía se resistía a pensar que ella tuviera previsto matar a Tore Grundén en el andén. Pero no podía estar completamente seguro. Demasiadas veces le había tocado ver cómo personas muy calculadoras perdían el control de repente y empezaban a actuar impulsivamente y en contra de sus costumbres de siempre. Los pasajeros empezaron a recoger sus equipajes. El tren estaba entrando. El jefe de tren había tirado el cigarrillo. Wallander comprendió que no tenía elección. Tenía que hablar con él. Preguntarle si Yvonne Ander había subido ya al ferrocarril. O si había pasado algo con su horario de trabajo. El tren frenó. Wallander tuvo que abrirse paso entre los pasajeros que se apresuraban a escapar del viento y a subirse al vagón. De repente descubrió a un hombre solo, un poco más allá, en el andén. Iba a coger su maleta. Junto a él había una mujer. Llevaba un abrigo muy largo que el viento azotaba. Un tren se acercaba por el lado contrario. Wallander no llegó a estar nunca seguro de haber entendido la situación. Pero, a pesar de ello, reaccionó como si estuviera muy clara. Se lanzó arrollando a los pasajeros que se interponían en su camino. Tras él iban Hansson y Martinsson sin saber en realidad adónde. Wallander vio cómo la mujer agarraba de pronto al hombre por detrás. Parecía muy fuerte. Casi le levantó del suelo. Más que comprender, Wallander intuyó que la mujer pretendía tirarle contra el tren que entraba por la otra vía. Como no llegaba, dio un grito. A pesar del estruendo de la locomotora, ella debió de oírle. Bastó un segundo de vacilación. Miró a Wallander. Martinsson y Hansson ya estaban a su lado. Corrieron hacia la mujer, que ahora había soltado al hombre. El viento le había levantado el largo abrigo. Wallander vislumbró el uniforme debajo. De repente, ella levantó la mano e hizo algo que por un instante detuvo de golpe a Hansson y a Martinsson. Se arrancó el pelo. El viento se apoderó de él inmediatamente y desapareció por el andén. Debajo de la peluca tenía el pelo corto. Echaron a correr de nuevo. Tore Grundén seguía sin comprender qué era lo que había estado a punto de ocurrir.
—¡Yvonne Ander! —gritó Wallander—. ¡Alto, policía!
Martinsson llegó hasta ella. Wallander vio cómo extendía el brazo para agarrarla. Luego todo sucedió muy deprisa. Ella golpeó con el puño derecho, con dureza y decisión. El golpe le dio a Martinsson en la mejilla izquierda. Se desplomó sin emitir un ruido en el andén. Detrás de Wallander, alguien dio un grito. Un pasajero había comprendido lo que estaba ocurriendo. Hansson se paró en seco al ver a Martinsson en el suelo. Hizo gesto de coger su pistola, pero ya era demasiado tarde. Ella agarró a Hansson por la chaqueta y le dio un rodillazo con toda su fuerza en la entrepierna. Se inclinó un instante sobre él. Luego echó a correr por el andén. Se quitó a tirones el largo abrigo y lo tiró lejos de sí. Ondeó al viento y se lo llevó una ráfaga. Wallander se detuvo junto a Martinsson y Hansson para ver cómo estaban. Martinsson había perdido el conocimiento. Hansson gemía y estaba pálido. Cuando Wallander levantó la vista, ella había desaparecido. Echó a correr por el andén. La divisó a lo lejos cruzando las vías. Se dio cuenta de que no la alcanzaría. Además no sabía cómo estaba Martinsson. Se dio la vuelta y vio que Tore Grundén ya no estaba. Llegaron corriendo algunos funcionarios de los ferrocarriles. En plena confusión, nadie entendía, naturalmente, qué había ocurrido en realidad.
Más tarde Wallander recordaría la hora siguiente como un caos que no parecía acabar nunca. Había tratado de hacer muchas cosas al mismo tiempo. Pero nadie comprendía lo que decía. Además los pasajeros del tren no paraban de dar vueltas a su alrededor. En medio de aquella confusión increíble, Hansson empezaba a recuperarse. Pero Martinsson seguía inconsciente, Wallander estaba furioso porque la ambulancia no llegaba nunca y sólo cuando aparecieron en el andén unos desconcertados policías de Hässleholm, consiguió hacerse, por lo menos, una idea aproximada de la situación. Martinsson había recibido un buen golpe. Pero la respiración era tranquila. Cuando los hombres de la ambulancia se lo llevaron, Hansson había conseguido ponerse en pie y le acompañó al hospital. Wallander explicó a los policías que habían estado a punto de detener a una mujer que trabajaba en el tren. Pero se les había escapado. En ese momento Wallander también advirtió que el tren se había ido. Se preguntó si Tore Grundén se habría subido a él. ¿Se habría dado cuenta siquiera de lo cerca que había estado de morir? Wallander se percató de que nadie entendía sus palabras. Era su placa y su autoridad lo que, a pesar de todo, les hacía aceptar que era un policía y no un demente.
Lo único que le preocupaba, aparte del estado de salud de Martinsson, era dónde se habría metido Yvonne Ander. Llamó a Ann-Britt Höglund durante los agitados minutos del andén y le contó lo sucedido. Ella respondió que estarían preparados en caso de que regresara a Vollsjö El piso de Ystad fue puesto también bajo vigilancia de inmediato. Pero Wallander dudaba. No creía que se presentara allí. Ahora sabía que la estaban vigilando. Que le estaban pisando los talones y que no cejarían hasta darle alcance. ¿Adónde podía ir? ¿Una fuga al azar? No podía desechar esa posibilidad. Al mismo tiempo, algo contradecía esa alternativa. Ella hacía planes continuamente. Era una persona que buscaba salidas muy bien pensadas. Wallander llamó a Ann-Britt Höglund de nuevo. Le pidió que hablara con Katarina Taxell. Que le hiciera una sola pregunta: ¿tenía Yvonne Ander otro escondite? Los demás interrogantes podían esperar.
—Es que yo creo que siempre tiene una solución de reserva. Puede haber mencionado una dirección, un lugar, sin que Katarina haya pensado en ello como en un escondite precisamente.
—Quizá se decida por el piso de Katarina Taxell en Lund.
Wallander se dio cuenta de que eso podía ser acertado.
—Llama a Birch. Dile que se ocupe él de eso.
—Tiene las llaves del piso —dijo Ann-Britt Höglund—. Lo ha dicho Katarina.
Un coche policial llevó a Wallander al hospital. Hansson se sentía mal y estaba en una camilla. Se le habían inflamado los testículos y se encontraba en observación. Martinsson seguía sin recuperar el conocimiento. Un médico habló de una conmoción cerebral profunda.
—El hombre que le pegó debe de ser muy fuerte.
—Sí —contestó Wallander—. Sólo que el hombre era una mujer.
Abandonó el hospital. ¿Dónde se habría metido? Algo bullía en el subconsciente de Wallander. Algo que podía significar el hallazgo de su paradero o, por lo menos, deber adónde pensaba ir.
Luego se acordó de lo que era. Se quedó completamente inmóvil delante del hospital. Nyberg había sido muy claro. «Las huellas dactilares del torreón tienen que ser de una ocasión posterior». La posibilidad existía, aunque no fuera muy grande. Yvonne Ander podía parecerse a él. Una persona que, en situaciones apuradas, buscaba la soledad. Un sitio en el que pudiera hacerse una visión de conjunto. Tomar una decisión. Todos sus actos daban la impresión de basarse en una detallada planificación y en un minucioso horario. Ahora la existencia se había derrumbado en torno a ella.
Decidió que, en todo caso, valía la pena intentarlo.
El lugar estaba, naturalmente, acordonado. Pero Hansson había dicho que el trabajo no se reanudaría antes de que obtuvieran los refuerzos pedidos. Wallander supuso también que la vigilancia se haría mediante coches patrulla. Además ella podía acudir al lugar por el camino que había usado antes.
Wallander se despidió de los policías que le habían ayudado. En realidad, aún no comprendían lo sucedido en la estación de ferrocarril. Pero Wallander prometió que se les informaría durante el día. No era más que una detención de pura rutina que se les había escapado de las manos. Nada grave. Los policías que tenían que permanecer en el hospital no tardarían en recuperarse.
Wallander se sentó en el coche y llamó por tercera vez a Ann-Britt Höglund. No dijo de qué se trataba. Sólo dijo que saliera a su encuentro en el desvío de la finca de Holger Eriksson.
Eran más de las diez cuando Wallander llegó a Lödinge. Ann-Britt Höglund le esperaba de pie junto a su coche. El último tramo hasta la finca lo hicieron en el vehículo de Wallander. Se detuvo a cien metros de la casa. Hasta aquí no había dicho nada. Ella le miró inquisitiva.
—Puedo muy bien estar equivocado —dijo Wallander—. Pero tal vez haya una posibilidad de que venga aquí. Al torreón de los pájaros. Ha estado allí antes.
Le recordó lo que había dicho Nyberg de las huellas dactilares.
—¿Qué va a hacer Yvonne Ander aquí? —preguntó ella.
—No lo sé. Pero está acosada. Necesita tomar una decisión de algún tipo. Además no es la primera vez que vuelve por aquí.
Se apearon del coche. El viento soplaba con intensidad.
—Encontramos ropas de hospital —informó ella—. También una bolsa de plástico con unos calzoncillos. Me parece que habrá que partir de la base de que Gösta Runfeldt estuvo encerrado en Vollsjö.
Ya habían llegado a la casa.
—¿Qué hacemos si está en la torre?
—La detenemos. Yo voy por el otro lado del montículo. Si llega, es allí donde deja el coche. Luego tú bajas por el sendero. Esta vez, con las armas en la mano.
—Yo no creo que vaya a venir.
Wallander no contestó. Sabía que la posibilidad de que tuviera razón era grande.
Se colocaron al abrigo del viento en el patio. Las ráfagas habían arrancado las cintas de acordonamiento en el foso donde estaban excavando para encontrar a Krista Haberman. El torreón abandonado se dibujaba nítidamente en la luz del otoño.
—Esperaremos en todo caso un rato —dijo Wallander—. Si viene, ya no tardará.
—Hay orden de busca y captura en toda esta zona —dijo ella.
—Si no la encontramos, no tardará en ser buscada por todo el país.
Se quedaron callados un momento. El viento azotaba su ropa.
—¿Qué es lo que la impulsa? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—A eso sólo puede contestar ella. Pero ¿no habría que suponer que también ella ha sufrido malos tratos?
Ann-Britt Höglund no respondió.
—Yo creo que es una persona muy sola. Y ha entendido el sentido de su vida como una vocación de matar en nombre de otros.
—Una vez pensamos que estábamos buscando a un mercenario —comentó ella—. Y ahora estamos a la espera de que una mujer que es jefe de tren aparezca en un torreón abandonado.
—Aquello del mercenario tal vez no estuviera tan traído por los pelos —dijo Wallander pensativo—. Dejando a un lado que es una mujer y que no cobra. Que sepamos. Hay algo que recuerda lo que un día fue una premisa nuestra equivocada.
—Katarina Taxell dijo que la conoció a través de un grupo de mujeres que solían reunirse en Vollsjö. Pero su primer encuentro fue en un tren. En eso tenías razón. Parece ser que le preguntó por una moradura que Katarina Taxell tenía en una sien. No se había creído sus subterfugios. Eugen Blomberg la había maltratado. No me enteré muy bien de cómo ocurrió. Pero nos confirmó que Yvonne Ander había trabajado antes en un hospital y además como auxiliar de ambulancia. En los dos sitios ve a muchas mujeres maltratadas. Luego toma contacto con ellas. Las invita a Vollsjö. Podría decirse, quizá, que constituyen un grupo de apoyo muy informal. Ella se entera de quiénes son los hombres que han maltratado a esas mujeres. Y luego pasa algo. Katarina reconoció también que Yvonne Ander fue a verla al hospital. La última vez le dijo el nombre del padre. Eugen Blomberg.
—Y con eso firmó su sentencia de muerte —dijo Wallander—. A mí me parece además que se ha preparado para esto durante bastante tiempo. Ha debido de ocurrir algo que lo ha desencadenado todo. Lo que es, ni tú ni yo lo sabemos.
—¿Lo sabrá ella?
—Tenemos que partir de esa base. Si no, está loca de remate.
Siguieron esperando. Las ráfagas de viento iban y venían sin cesar. Un coche policial se acercó a la entrada del patio. Wallander les dijo que no volvieran hasta nueva orden. No dio ninguna explicación. Pero se mantuvo muy firme.
Siguieron esperando. Ninguno de los dos tenía nada que decir.
A las once menos cuarto Wallander puso con cuidado la mano en el hombro de Ann-Britt Höglund.
—Ahí está —dijo en voz baja.
Ella miró. Una persona apareció en el montículo. No podía ser otra que Yvonne Ander. Estaba de pie mirando a su alrededor. Luego empezó a trepar al torreón.
—Tardaré veinte minutos en dar la vuelta —dijo Wallander—. Entonces empiezas a ir tú hacia allí. Estaré en la parte de atrás por si intenta huir.
—¿Qué pasa si me ataca? Tendré que disparar.
—Yo impediré que lo haga. Estaré allí.
Fue corriendo al coche y condujo todo lo rápidamente que pudo hasta el camino de carros que llevaba a la parte de atrás del montículo. Pero no se atrevió a ir en el coche hasta el final. Iba jadeando por la carrera. Tardaba más de lo previsto. Había un coche aparcado en el camino. También un Golf, pero negro. Sonó el teléfono en el bolsillo de Wallander. Se detuvo. Podía ser Ann-Britt.
Era Svedberg.
—¿Dónde estás? ¿Qué coño está pasando? —preguntó éste.
—No puedo entrar en eso ahora. Pero estamos en la finca de Holger Eriksson. Sería bueno que vinieras tú con alguien más. Hamrén, por ejemplo. Ahora no tengo tiempo de seguir hablando.
—Llamo porque tengo algo que decirte. Hansson telefoneó desde Hässleholm. Tanto él como Martinsson están mejor. Martinsson ha vuelto en sí, por lo menos. Pero Hansson quería saber si habías recogido su pistola.
Wallander se paró en seco.
—¿Su pistola?
—Dijo que él no la tenía.
—Yo tampoco.
—¿No se habrá quedado tirada en el andén?
Entonces Wallander cayó en la cuenta. Vio todo el desarrollo de los hechos nítidamente delante de sí. Ella había agarrado la chaqueta de Hansson y le había dado un fuerte rodillazo en la entrepierna. Luego se había inclinado rápidamente sobre él. Entonces cogió la pistola.
—¡Maldita sea! —exclamó Wallander.
Antes de que Svedberg tuviera tiempo de contestar, cortó la conversación y guardó el teléfono en el bolsillo. Había puesto en peligro a Ann-Britt Höglund. La mujer que estaba arriba en el torreón iba armada.
Wallander corría. El corazón le latía como un martillo en el pecho. Miró el reloj y supuso que ella ya debía de estar andando por el sendero. Se paró de repente y marcó el número de su móvil. No obtuvo respuesta. Seguramente había dejado el teléfono en el coche.
Echó a correr de nuevo. Su única posibilidad era llegar antes. Ann-Britt Höglund no sabía que Yvonne Ander iba armada.
El miedo le hacía correr aún más deprisa. Ya estaba en la parte de atrás del montículo. Ella tenía que estar ya casi junto al foso. «Ve despacio», dijo para si mismo. «Cáete, resbala, lo que sea. No corras. Ve despacio». Había empuñado la pistola y subía la loma por la parte de atrás del torreón, dando traspiés y tropezando. Cuando llegó a la cima vio que ella ya estaba junto al foso. Tenía su pistola en la mano. La mujer de la torre aún no le había descubierto. Gritó diciendo que estaba armada, que Ann-Britt se fuera corriendo de allí.
Al mismo tiempo apuntó con su pistola a la mujer que estaba de espaldas a él, en lo alto de la torre.
En ese instante sonó un tiro. Wallander vio cómo Ann-Britt Höglund sufría una sacudida y caía de espaldas en el barro. Fue como si alguien le atravesara con una espada su propio cuerpo. Miró fijamente el cuerpo inmóvil en el barro y apenas intuyó que la mujer del torreón se había vuelto rápidamente. Se echó a un lado y empezó a disparar contra la torre. El tercer tiro acertó en el cuerpo de la mujer, que se dobló y perdió al mismo tiempo la pistola de Hansson. Wallander echó a correr por delante de la torre hacia el barro. Se resbaló en el foso y subió al otro lado. Cuando vio a Ann-Britt Höglund, de espaldas en el barro, pensó que estaba muerta. Que la habían matado con la pistola de Hansson y que todo era culpa suya.
Durante un instante no vio otra salida que disparar contra sí mismo. Allí donde estaba, a unos metros de ella. Luego notó que se movía débilmente. Cayó de rodillas a su lado. Toda la parte delantera de su guerrera estaba ensangrentada. Estaba muy pálida y le miraba con ojos asustados.
—Está bien —murmuró él—. Está bien.
—Iba armada —musitó—. ¿Cómo es que no lo sabíamos?
Wallander notó que se le caían las lágrimas. Luego llamó a la ambulancia.
Más tarde recordaría que, mientras esperaba, estuvo rezando una oración incesante y confusa a un dios en el que, en realidad, no creía. Como a través de una niebla se dio cuenta de la llegada de Svedberg y Hamrén. Poco después, se llevaron a Ann-Britt Höglund en una camilla. Wallander estaba sentado en el barro. No consiguieron que se levantara. Un fotógrafo que se había pegado a la ambulancia le hizo una fotografía de esa guisa.
Sucio, solo, acongojado. El fotógrafo consiguió hacer esa única foto antes de que Svedberg, furioso, le echara de allí. Gracias a las presiones de Lisa Holgersson, la foto no llegó a publicarse nunca.
Mientras tanto, Svedberg y Hamrén bajaron a Yvonne Ander del torreón. Wallander le había dado en la parte de arriba de un muslo. Sangraba mucho pero su vida no corría ningún peligro. También a ella se la llevaron en una ambulancia. Svedberg y Hamrén lograron finalmente arrancar a Wallander del barro y lo llevaron casi a rastras hasta la casa.
Entonces llegó el primer informe de Ystad.
Ann-Britt Höglund había recibido un tiro en el vientre. La herida era grave y su estado, crítico.
Wallander fue con Svedberg a buscar su propio coche. Svedberg dudó hasta el último momento si debía dejar que condujera solo hasta Ystad. Pero Wallander dijo que estaba bien. Se fue directamente al hospital y se sentó en el pasillo a esperar información acerca de cómo evolucionaba Ann-Britt Höglund. Aún no había tenido tiempo de lavarse. Sólo cuando los médicos, al cabo de muchas horas, creyeron estar en condiciones de garantizar que se había estabilizado, Wallander se fue del hospital.
De repente, desapareció. Nadie se dio cuenta de que ya no estaba allí. Svedberg empezó a preocuparse. Pero pensó que conocía a Wallander lo suficiente como para comprender que ahora sólo quería estar en paz.
Wallander abandonó el hospital poco antes de medianoche. El viento seguía siendo intenso y la noche prometía ser muy fría. Se sentó en el coche y fue al cementerio donde estaba enterrado su padre. Buscó la tumba en la oscuridad y se quedó allí un rato, completamente vacío, con el barro que todavía no había tenido tiempo de quitarse. A eso de la una volvió a su casa, llamó a Riga y tuvo una larga conversación con Baiba. Después de eso, se quitó toda la ropa y se metió en la bañera.
Luego se vistió de nuevo y volvió al hospital. Fue entonces cuando, un poco pasadas las tres, entró en la habitación de Yvonne Ander, fuertemente custodiada. Ella dormía cuando entró silenciosamente en la habitación. Estuvo un buen rato contemplando su rostro. Luego se marchó sin decir una palabra.
Pero al cabo de una hora volvió. De madrugada llegó al hospital Lisa Holgersson y dijo que habían conseguido localizar al marido de Ann-Britt Höglund en Dubai. Llegaría al aeropuerto de Kastrup ese mismo día.
Nadie sabía si Wallander se enteraba de lo que se le decía. Permanecía sentado, inmóvil, en una silla. O junto a una ventana, con la vista clavada en el fuerte vendaval. Cuando una enfermera le ofreció una taza de café, se echó a llorar de repente y tuvo que encerrarse en un retrete. Pero casi todo el tiempo se lo pasaba sentado en su silla, sin moverse, mirándose las manos.
Casi al mismo tiempo que el marido de Ann-Britt Höglund aterrizaba en Kastrup, un médico dio la noticia que todos esperaban. Sobreviviría. Y, seguramente, no le quedarían tampoco secuelas de ningún tipo. Había tenido suerte. Pero tardaría en reponerse; la convalecencia sería larga.
Wallander oyó al médico de pie, como si estuviera recibiendo una sentencia. Luego, salió del hospital y desapareció en el viento.
El lunes 24 de octubre se dictó prisión preventiva contra Yvonne Ander por asesinato. Seguía aún en el hospital. No había dicho ni una sola palabra, ni siquiera al abogado que le habían asignado de oficio. Wallander intentó interrogarla por la tarde. Ella no hizo más que mirarle sin contestar a sus preguntas. Cuando estaba a punto de irse, Wallander se volvió desde la puerta y le dijo que Ann-Britt Höglund se salvaría. Le pareció que había una sombra de reacción por parte de ella, como de alivio, quizás incluso de alegría.
Martinsson fue dado de baja por conmoción cerebral. Hansson se reincorporó al trabajo, aunque durante varias semanas le fue difícil caminar y sentarse.
Pero lo principal fue que, en ese tiempo, empezaron la laboriosa tarea de comprender lo que realmente había pasado. De lo único que no consiguieron encontrar una prueba determinante fue de si el esqueleto que, con la misteriosa excepción de una tibia, extrajeron en su totalidad de las tierras embarradas de Holger Eriksson, eran verdaderamente los restos de Krista Haberman o no. Nada indicaba que no lo fueran. Pero nada se pudo demostrar.
Sin embargo, lo sabían. Y una grieta en el cráneo les dio también la deseada respuesta de cómo la había matado Holger Eriksson hacía más de veinticinco años. Pero todo lo demás se fue esclareciendo, aun que despacio y con interrogantes que no se podían cerrar del todo. ¿Mató Gösta Runfeldt a su mujer? ¿O fue un accidente? La única que podía contestar era Yvonne Ander y ésta seguía sin decir nada. Iniciaron un peregrinaje por su vida y salieron con una historia que sólo en parte explicaba quién era y, tal vez, por qué había obrado así.
Una tarde, después de haber mantenido una larga reunión, Wallander terminó diciendo una cosa que parecía pensar desde hacía mucho.
—Yvonne Ander es la primera persona que conozco que esté cuerda y loca al mismo tiempo.
No explicó lo que quería decir. Pero nadie tuvo tampoco la menor duda de que eso expresaba exactamente su opinión.
Todos los días, durante ese tiempo, Wallander fue a ver a Ann-Britt Höglund al hospital. No podía librarse de la sensación de culpa que le atenazaba. En eso, no servía de nada lo que le dijeran. Él consideraba que la responsabilidad de lo ocurrido era suya y punto. Era algo con lo que tenía que vivir.
Yvonne Ander seguía sin hablar. Una tarde, a última hora, Wallander estaba solo en su despacho leyendo de nuevo la voluminosa colección de cartas que había intercambiado con su madre.
Al día siguiente fue a verla a la prisión.
Ese día empezó también a hablar.
Era el 3 de noviembre de 1994.
Justamente esa mañana, el paisaje que rodeaba Ystad amaneció con escarcha.