Empezaron a excavar temprano por la mañana el viernes 21 de octubre. La luz era aún muy débil. Wallander y Hansson habían marcado el primer cuadrado con cinta de acordonar. Los policías, con chándal y botas de goma, sabían lo que buscaban.
Su desagrado se mezclaba con el frío aire matinal. Wallander tenía la sensación de encontrarse en un cementerio. Y, quizás, en algún lugar en la tierra, tropezaran con los restos de una persona muerta. Le dijo a Hansson que se vería obligado a responsabilizarse de las excavaciones. Wallander, por su parte, tenía que trabajar con Birch para localizar cuanto antes a la camarera que hizo que Katarina Taxell se riera una vez en una calle de Lund.
Wallander permaneció una media hora en el barro, donde habían empezado a excavar los policías. Luego subió por el sendero hasta el patio donde le esperaba su coche. Llamó a Birch y le encontró en su casa. La noche anterior Birch sólo había podido saber que era en Malmö donde tal vez pudieran conseguir el nombre de la camarera que buscaban. Birch estaba tomando café cuando llamó Wallander. Quedaron en encontrarse a la puerta de la estación de ferrocarril de Malmö.
—Anoche hablé con un responsable de la concesionaria de los vagones-restaurante —dijo Birch riendo—. Tengo la sospecha de que le pillé en un momento muy poco oportuno.
Wallander tardó en comprender.
—En pleno acto amoroso —Birch se reía a carcajadas—. A veces es de lo más divertido ser policía.
Wallander se dirigió a Malmö. Se preguntaba cómo podía saber Birch que había irrumpido en pleno acto amoroso. Luego empezó a pensar en la camarera que buscaban. Era la cuarta mujer que aparecía en la investigación que les ocupaba desde hacía exactamente un mes. Antes estaba Krista Haberman. Además, Eva Runfeldt y Katarina Taxell. La camarera desconocida era la cuarta mujer. Se preguntó si habría otra mujer, una quinta. ¿Era a ella a quien buscaban? ¿O llegarían a la meta cuando localizaran a la camarera del tren? ¿Fue ella la que visitó de noche la Maternidad de Ystad? Sin poder explicárselo del todo, dudaba de que fuera la camarera la mujer que realmente buscaban. Tal vez ella les hiciera avanzar. No se atrevía a esperar mucho más.
Atravesó el grisáceo paisaje de otoño en su viejo coche. Pensó distraídamente cómo sería el invierno. ¿Cuándo fue la última vez que tuvieron una Navidad con nieve? Hacía tanto, que no podía acordarse.
Cuando llegó a Malmö tuvo suerte y pudo aparcar junto a la puerta principal de la estación. Por un instante, se sintió tentado de entrar a tomar una taza de café antes de que llegara Birch. Pero no lo hizo. Apenas había tiempo.
Descubrió a Birch al otro lado del canal. Iba hacia el puente. Seguramente había aparcado arriba, en la plaza. Se saludaron. Birch llevaba en la cabeza un gorro que le quedaba pequeño. No se había afeitado y parecía falto de sueño.
—¿Habéis empezado a cavar?
—A las siete.
—¿La encontraréis?
—Es difícil saberlo. Pero la posibilidad existe.
Birch asintió sombríamente. Luego señaló la estación.
—Vamos a ver a un hombre que se llama Karl-Henrik Bergstrand. Por lo general no llega al trabajo a esta hora. Me dijo que hoy llegaría lo más pronto posible para recibirnos.
—¿Es a quien interrumpiste en un momento inoportuno?
—Puedes creerlo.
Entraron en la sección administrativa de la Compañía Sueca de Ferrocarriles y salió a recibirles Karl-Henrik Bergstrand. Wallander le miró con curiosidad y trató de imaginarse el momento del que había hablado Birch. Luego comprendió que era su propia inexistente vida sexual la que le trastornaba.
Alejó avergonzado esos pensamientos. Karl-Henrik Bergstrand era un hombre joven, de unos treinta años. Wallander supuso que representaba el nuevo perfil juvenil de la compañía. Se saludaron y se presentaron.
—Su pregunta es inusual —dijo Bergstrand sonriendo—. Pero vamos a ver lo que podemos hacer.
Les invitó a entrar en su espacioso despacho. Para Wallander, la seguridad en sí mismo que irradiaba era sorprendente. Cuando él tenía treinta años, estaba inseguro de casi todo en la vida.
Bergstrand se sentó detrás de la gran mesa escritorio. Wallander se fijó en los muebles de la habitación. Posiblemente, eso explicaba por qué eran tan altos los precios de los billetes de tren.
—Estamos buscando a una persona empleada en un vagón-restaurante —empezó Birch—. No sabemos mucho, salvo que se trata de una mujer.
—Una abrumadora mayoría de los empleados de nuestra empresa son mujeres —respondió Bergstrand—. Un hombre hubiera sido mucho más fácil de encontrar.
Wallander levantó la mano.
—¿Cómo lo llamáis ahora, Restaurantes de Tráfico o Servicio sobre Ruedas?
—De las dos formas.
Wallander se dio por satisfecho. Miró a Birch.
—No sabemos cómo se llama. Tampoco sabemos qué aspecto tiene.
Bergstrand le miró perplejo.
—¿Y para qué quieren encontrar a alguien de quien se sabe tan poco?
—A veces no hay más remedio —terció Wallander.
—Sabemos en qué tren trabajaba.
Le dio a Bergstrand los datos que había recibido de Annika Carlman. Bergstrand movió la cabeza.
—Esto es de hace tres años.
—Ya lo sabemos —dijo Wallander—. Pero es de suponer que la compañía tiene un fichero de sus empleados.
—En realidad, yo no puedo responder a esto —dijo Bergstrand con aire aleccionador—. Esto es un consorcio dividido en muchas empresas. Los restaurantes son una filial. Tienen su propia administración de personal. Son ellos los que pueden contestar a sus preguntas. No nosotros. Pero, naturalmente, colaboramos cuando es necesario.
Wallander empezaba a sentirse un poco impaciente y molesto.
—Vamos a dejar clara una circunstancia fundamental —cortó—. No estamos buscando a esta camarera por gusto. Queremos dar con ella porque puede aportar valiosa información sobre una complicada investigación criminal. No nos interesa quién contesta a nuestras preguntas. Pero sí que se haga lo más pronto posible.
Las palabras surtieron efecto. Bergstrand parecía haber comprendido. Birch miró, alentador, a Wallander, que continuó:
—Supongo que tú podrás encontrar a la persona que esté en condiciones de darnos respuesta a nuestras preguntas. Así que aquí esperamos.
—¿Son los asesinatos de la zona de Ystad? —preguntó Bergstrand con curiosidad.
—Exactamente. Y esa camarera puede saber algo de interés.
—¿Es sospechosa?
—No. No es sospechosa. No va a caer ninguna sombra ni sobre los trenes ni sobre los bocadillos.
Bergstrand se levantó y salió de la habitación.
—Parecía un poco engreído —comentó Birch—. Hiciste bien en ponerle en su sitio.
—Lo que estaría bien es que volviera con una respuesta y, además, rápido.
Mientras esperaban a Bergstrand, Wallander llamó a Hansson, a Lödinge. La respuesta fue negativa. Estaban llegando al centro del primer cuadrado. Aún no habían encontrado nada.
—Por desgracia, se ha corrido la voz —informó Hansson—. Hemos tenido muchos curiosos por aquí.
—Mantenlos a distancia. No podemos hacer nada más.
—Nyberg quería hablar contigo. A propósito de la grabación de la llamada a la madre de Katarina Taxell.
—¿Consiguieron identificar el golpeteo del fondo?
—Si entendí bien lo que dijo Nyberg, el resultado fue negativo. Pero es mejor que hables con él.
—¿Es posible que no puedan decir nada en absoluto?
—Dicen que había alguien cerca del teléfono que golpeaba el suelo o la pared. Pero eso ¿de qué nos sirve?
Wallander se dio cuenta de que había empezado a alimentar esperanzas demasiado pronto.
—No es probable que fuera el crío de Katarina Taxell —continuó Hansson—. Se ve que tenemos un especialista que puede filtrar frecuencias o algo parecido. Tal vez consiga saber si la llamada vino de lejos o si se produjo en las proximidades de Lund. Pero parece que es un proceso muy complicado. Nyberg dijo que tardaría por lo menos dos días.
—Tendremos que contentarnos con eso —dijo Wallander.
En ese momento Bergstrand regresó al despacho. Wallander se apresuró a cortar la conversación con Hansson.
—Tardará un rato. Por un lado, se trata de una lista de servicio de hace tres años. Por otro, el consorcio ha sufrido muchos cambios desde entonces. Pero he dicho que es importante. Están trabajando a tope.
—Esperaremos —dijo Wallander.
Bergstrand no pareció muy entusiasmado de tener a los dos policías sentados en su despacho. Pero no dijo nada.
—Un café —pidió Birch—. Es una de las especialidades de la Compañía Sueca de Ferrocarriles. ¿Se puede tomar también fuera de los vagones-cafetería?
Bergstrand salió de la habitación.
—No creo que esté acostumbrado a traer café —dijo Birch satisfecho.
Wallander no contestó.
Bergstrand volvió con una bandeja. Luego se disculpó diciendo que tenía una reunión urgente. Ellos se quedaron sentados en el despacho. Wallander tomó el café sintiendo cómo aumentaba su impaciencia.
Pensó en Hansson. Sopesó si no debía dejar a Birch solo, mientras identificaban a la camarera. Decidió quedarse media hora más.
—He intentado ponerme al tanto de todo lo que ha pasado —dijo Birch, de repente—. Reconozco que nunca he vivido nada parecido. ¿Es verdaderamente posible que sea una mujer la que está detrás de esto?
—No podemos hacer caso omiso de lo que sabemos —respondió Wallander.
Al mismo tiempo le asaltó de nuevo la impresión que no dejaba de atormentarle. El temor de haber llevado toda la investigación a un terreno lleno de trampas. En cualquier momento podía abrirse una bajo sus pies.
Birch callaba.
—Asesinos en serie que sean mujeres no ha habido apenas en este país —dijo luego.
—Si es que ha habido alguna siquiera —repuso Wallander—. Además, no sabemos si es la que ha cometido los crímenes. El rastro que tenemos nos lleva a ella sola, o a otra persona que está detrás.
—¿Y piensas que ella, por lo demás, se dedica a servir café en los trenes entre Estocolmo y Malmö?
Las dudas de Birch eran evidentes.
—No —replicó Wallander—. Yo no pienso que se dedique a servir café. La camarera, probablemente, sólo es el cuarto paso en el camino.
Birch dejó de preguntar. Wallander consultó el reloj. Pensó en llamar a Hansson otra vez. La media hora estaba tocando a su fin. Bergstrand seguía ocupado con su reunión. Birch leía un folleto que hablaba de las excelencias de la Compañía Sueca de Ferrocarriles.
Transcurrió la media hora. La impaciencia de Wallander empezaba a ser penosa.
Apareció de nuevo Bergstrand.
—Parece que se va a resolver —dijo animoso—. Pero tardará un rato todavía.
—¿Cuánto?
Wallander no ocultaba su impaciencia ni su irritación. Se daba cuenta de que probablemente era injusto. Pero no podía evitarlo.
—¿Media hora tal vez? Están repasando los ficheros. Esas cosas llevan tiempo.
Wallander asintió en silencio.
Siguieron esperando. Birch dejó el folleto y cerró los ojos. Wallander se acercó a una ventana y paseó la vista por la ciudad. A la derecha se veía la terminal de los aerodeslizadores. Pensó en cuando había estado allí esperando a Baiba. ¿Cuántas veces? Dos. Parecía que fueran más. Volvió a sentarse. Llamó a Hansson. Seguían sin encontrar nada. Las excavaciones llevarían tiempo. Hansson dijo también que había empezado a llover. Wallander conjeturó lúgubremente acerca del volumen de la deprimente tarea.
«Esto es un disparate de cojones», pensó de repente. «He llevado esta investigación directamente a la catástrofe».
Birch empezó a roncar. Wallander consultaba incesantemente el reloj.
Volvió Bergstrand y Birch despertó sobresaltado. Venía con un papel en la mano.
—Margareta Nystedt —dijo—. Debe de ser la persona que buscan. Estaba a cargo de la cafetería precisamente ese día, a esa hora.
Wallander se levantó de un salto.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Dejó de trabajar con nosotros hace aproximadamente un año.
—Mierda —dijo Wallander.
—Pero tenemos su dirección —continuó Bergstrand—. No tiene por qué haber cambiado sólo por haber dejado de trabajar en nuestros restaurantes.
Wallander le arrebató el papel. Era una dirección en Malmö.
—Avenida Carl Gustaf —leyó—. ¿Dónde está eso?
—Junto al parque Pildam —contestó Bergstrand.
Wallander vio que había un número de teléfono. Pero decidió no llamar. Quería ir directamente.
—Gracias por tu ayuda —le dijo a Bergstrand—. Parto de la base de que esto es verdad. Que era ella la que estaba de servicio esa vez.
—La Compañía Sueca de Ferrocarriles es conocida por su seguridad —dijo Bergstrand—. Eso significa también que controlamos a nuestros empleados. Tanto en nuestros negocios como en nuestras filiales.
Wallander no sabía a qué se refería. Pero no tenía tiempo de preguntar.
—Nos vamos —le dijo a Birch.
Se alejaron de la estación. Birch dejó su coche y fue con Wallander. Tardaron menos de diez minutos en encontrar la dirección. Era un edificio de cinco plantas. Margareta Nystedt vivía en la cuarta. Subieron en el ascensor. Wallander llamó a la puerta antes de que Birch hubiera tenido tiempo de salir del ascensor. Esperaron. Volvieron a llamar. Nadie abría. Wallander juraba para sus adentros. Luego tomó una decisión rápida. Llamó a la puerta de al lado. La puerta se abrió casi al instante. Un señor mayor miraba severamente a Wallander. Llevaba la camisa desabrochada. En la mano llevaba un cupón de apuestas a medio llenar. A Wallander le pareció que tenía algo que ver con trotones. Sacó su placa.
—Buscamos a Margareta Nystedt.
—¿Qué ha hecho? Es una señora joven, muy amable. Y su marido también.
—Sólo necesitamos unas informaciones —dijo Wallander—. No está en casa. No abre nadie. ¿No sabe usted, por casualidad, dónde podríamos encontrarla?
—Trabaja en los barcos aerodeslizadores. Es camarera.
Wallander miró a Birch.
—Gracias por su ayuda —contestó Wallander—. Y suerte con los caballos.
Diez minutos más tarde aparcaban delante de la terminal.
—Me parece que no podemos aparcar aquí.
—Me trae sin cuidado.
Tenía la sensación de que iba corriendo. Si se detenía, todo se vendría abajo.
Tardaron unos minutos en saber que, esa mañana, Margareta Nystedt trabajaba en el Springaren. Acababa de salir de Copenhague y se calculaba que estaría en el muelle dentro de poco más de media hora. Wallander, mientras tanto, fue a llevar el coche a otro sitio. Birch se quedó en un banco del vestíbulo de salida leyendo un periódico roto. El encargado de la terminal fue a decirles que podían esperar en la sala de personal. Preguntó si querían que tomase contacto con el barco.
—¿De cuánto tiempo dispone? —preguntó Wallander.
—En realidad, tiene que volver a Copenhague en la próxima salida.
—No podrá ser.
El hombre era servicial. Les prometió que Margareta Nystedt permanecería en tierra. Le aseguraron que no era sospechosa de ningún delito.
Wallander salió al aire libre cuando el barco atracó en el muelle.
Los pasajeros luchaban contra las ráfagas de viento. Se sorprendió de que tantas personas cruzasen el estrecho un día laborable. Esperó impaciente. El último pasajero era un hombre con muletas. Inmediatamente detrás salió a cubierta una mujer de uniforme. El hombre que había recibido anteriormente a Wallander estaba a su lado haciéndole señas.
Margareta Nystedt bajó por la pasarela. Era rubia, tenía el pelo corto y era más joven de lo que Wallander imaginaba. Se paró ante él y cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía frío.
—¿Eres tú el que quiere hablar conmigo? —preguntó.
—¿Margareta Nystedt?
—Soy yo.
—Entremos. No hay por qué estar aquí pasando frío.
—No tengo mucho tiempo.
—Tienes más del que tú crees. No vas a hacer el próximo viaje.
Ella se detuvo sorprendida.
—¿Por qué no? ¿Quién ha decidido eso?
—Necesito hablar contigo. Pero no tienes por qué preocuparte.
De repente, Wallander tuvo la impresión de que se había asustado. Durante una fracción de segundo pensó que se había equivocado. Que era ella a la que estaban esperando. Que ya tenía a la quinta mujer a su lado, sin haber tenido que ver a la cuarta.
Luego comprendió, con idéntica rapidez, que tenía que ser un error. Margareta Nystedt era una mujer joven y frágil. Nunca hubiera podido llevar a cabo el esfuerzo físico que aquellos crímenes requerían. Algo en su apariencia le decía que no era ella a quien buscaban.
Fueron al edificio de la terminal donde esperaba Birch. El personal tenía una salita de estar reservada. Se sentaron en un viejo tresillo tapizado de plástico. La habitación estaba vacía. Birch se presentó. Ella le dio la mano. Tenía una mano delicada. «Como la pata de un pájaro», pensó Wallander de manera confusa.
Contempló su cara. Calculó que tendría veintisiete o veintiocho años. Llevaba una falda corta. Bonitas piernas. La cara muy maquillada. Tuvo la impresión de que cubría con pintura algo que no le gustaba en su rostro. Estaba nerviosa.
—Siento que hayamos tenido que tomar contacto contigo de esta manera —dijo Wallander—. Pero hay cosas, a veces, que no pueden esperar.
—Como, por ejemplo, mi barco —contestó ella.
Su voz tenía un acento notablemente duro. Wallander no se lo esperaba. No sabía, en realidad, qué era lo que se esperaba.
—Eso no es problema. He hablado con uno de tus superiores.
—¿Qué es lo que he hecho?
Wallander la contempló pensativo. Ella no tenía la menor idea de por qué estaban él y Birch allí. De eso no cabía la menor duda.
Las trampas crujían y rechinaban bajo sus pies.
Su inseguridad era muy grande.
Ella repitió su pregunta: ¿qué había hecho?
Wallander le echó una mirada a Birch, que miraba a hurtadillas las piernas de la chica.
—Katarina Taxell —dijo Wallander—. ¿La conoces?
—Sé quién es. Conocerla es otra cosa.
—¿Cómo la conociste? ¿Cuál fue vuestra relación?
Ella sufrió un sobresalto en el sofá negro de plástico.
—¿Le ha pasado algo?
—No. Contesta a mis preguntas.
—¡Contesta tú a la mía! Yo sólo tengo una. ¿Por qué me haces preguntas sobre ella?
Wallander comprendió que se había mostrado demasiado impaciente. Había ido demasiado rápido. Su agresividad estaba, en realidad, justificada.
—No le ha pasado nada a Katarina. Tampoco es sospechosa de haber cometido ningún delito. Igual que tú. Pero necesitamos algunas informaciones sobre ella. Eso es todo lo que puedo decir. Cuando hayas contestado a mis preguntas, me iré de aquí y tú podrás volver a tu trabajo.
Ella le escudriñó la cara. Él notó que empezaba a creerle.
—Hace aproximadamente tres años, te relacionabas con ella. En esa época trabajabas como camarera en los restaurantes de los ferrocarriles.
Pareció sorprenderse de que supiera cosas de su pasado. Wallander tuvo la impresión de que se ponía en guardia, lo que, a su vez, hizo que él mismo aguzara su atención.
—¿Es cierto?
—Claro que es cierto. ¿Por qué iba a negarlo?
—¿Y conocías a Katarina Taxell?
—Sí.
—¿Cómo la conociste?
—Trabajábamos juntas.
Wallander la miró inquisitivamente antes de continuar.
—Pero Katarina Taxell era profesora.
—Sí, pero se había tomado un descanso. Durante una temporada trabajó en los trenes.
Wallander miró a Birch, que movió la cabeza. Tampoco él lo sabía.
—¿Cuándo fue eso?
—En la primavera de 1991. No lo puedo decir con más exactitud.
—Y trabajabais juntas.
—No siempre. Pero bastantes veces.
—Y también salíais en el tiempo libre.
—A veces. Pero no éramos amigas íntimas. Lo pasábamos bien y nada más.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Nos distanciamos cuando ella dejó el tren. La amistad no daba más de sí.
Wallander se dio cuenta de que decía la verdad. Su cautela también había desaparecido.
—¿Tenía novio Katarina en aquella época?
—La verdad es que no lo sé.
—Si trabajabais juntas y además os veíais en el tiempo libre, deberías haberlo sabido, ¿no?
—No habló nunca de nadie.
—¿No la viste tampoco nunca con nadie?
—Nunca.
—¿Tenía otras amigas?
Margareta Nystedt pensó un poco. Luego le dio a Wallander tres nombres. Los mismos nombres que Wallander ya sabía.
—¿Nadie más?
—No, que yo sepa.
—¿Has oído alguna vez el nombre de Eugen Blomberg?
Ella volvió a pensar un momento.
—¿No es ese que fue asesinado?
—Justamente. ¿Puedes acordarte de si Katarina Taxell te habló alguna vez de él?
Ella le miró muy seria.
—¿Fue ella la que lo hizo?
Wallander se agarró a su pregunta.
—¿Piensas que sería capaz de matar a alguien?
—No. Katarina era enormemente pacífica.
Wallander no sabía muy bien cómo seguir.
—Vosotras ibais y veníais entre Malmö y Estocolmo. Seguro que teníais mucho que hacer. Pero, a pesar de ello, tenéis que haber hablado entre vosotras. ¿Estás segura de que nunca habló de alguna otra amiga? Esto es muy importante.
Él vio que hacía esfuerzos por recordar.
—No. No puedo acordarme.
En ese instante Wallander detectó una brevísima vacilación en ella. Margareta vio que él lo había notado.
—Quizá. Pero me cuesta acordarme.
—¿De qué?
—Tiene que haber sido justo antes de que dejara el trabajo. Yo estuve enferma con gripe una semana.
—¿Qué pasó entonces?
—Cuando volví al trabajo, estaba diferente.
Wallander estaba ahora en tensión. También Birch había observado que sucedía algo.
—¿Diferente en qué sentido?
—No sé cómo explicarlo. Tan pronto estaba triste como alegre. Era como si se hubiera transformado.
—Intenta describir la transformación. Puede ser muy importante.
—Normalmente, cuando no teníamos nada que hacer, solíamos sentarnos en la pequeña cocina que hay en los vagones-restaurante. Hablábamos y hojeábamos revistas. Pero cuando volví después de la gripe dejamos de hacerlo.
—¿Qué pasaba entonces?
—Ella se iba.
Wallander esperaba que continuara, pero no lo hizo.
—¿Se iba del vagón-restaurante? Porque del tren no iba a salir. ¿Qué decía que iba a hacer?
—No decía nada.
—Pero tú le preguntarías. Estaba diferente. Ya no se sentaba a hablar.
—A lo mejor le pregunté. No me acuerdo. Pero no contestaba. Se iba de allí y punto.
—¿Siempre ocurría lo mismo?
—No. Fue al final, poco antes de marcharse, cuando cambió. Era como si se hubiera encerrado dentro de sí misma.
—¿Piensas que veía a alguien en el tren? ¿A algún pasajero que viajaba con asiduidad? Parece muy raro.
—No sé si veía a alguien o no.
Wallander no tenía más preguntas. Miró a Birch. Tampoco él tenía nada que añadir.
El barco estaba saliendo del puerto.
—Puedes descansar ahora. Quiero que me llames si te acuerdas de alguna cosa más.
Escribió su nombre y su número de teléfono en un papel y se lo entregó.
—No recuerdo nada más —dijo ella.
—¿A quién ve Katarina en un tren? —preguntó Birch—. ¿A un pasajero que viaja incesantemente entre Malmö y Estocolmo? Además no trabajan siempre en el mismo tren. Parece completamente absurdo.
Wallander oía vagamente lo que decía Birch. Se había enredado en una idea que no quería que se le escapase. No podía ser un pasajero. Tenía que ser, pues, alguien que se encontraba en el tren por las mismas razones que ella. Alguien que trabajaba allí.
Wallander miró a Birch.
—¿Quién trabaja en un tren? —preguntó.
—Supongo que hay un maquinista.
—Más.
—Revisores. Uno o varios. Jefes de tren se llaman ahora.
Wallander asintió. Pensó en la conclusión a la que había llegado Ann-Britt Höglund. El tenue bosquejo de una pauta. Una persona que estaba libre de manera irregular pero repetida. Como las personas que trabajan en un tren.
Se levantó.
Estaba también el horario de trenes en el cajoncito secreto.
—Creo que vamos a volver a hablar con Karl-Henrik Bergstrand.
—¿Buscas más camareras?
Wallander no contestó. Ya estaba saliendo de la terminal.
Karl-Henrik Bergstrand no pareció alegrarse mucho de ver otra vez a Wallander y a Birch. Wallander fue directo al grano, casi empujándole desde la puerta hasta sentarle en su sillón.
—El mismo periodo. La primavera de 1991. Había una persona de nombre Katarina Taxell que trabajaba para vosotros. O para la empresa que sirve el café. Lo que quiero es que me saques a todos los maquinistas y revisores o jefes de tren o como se llamen, que trabajaban en los mismos turnos que Katarina Taxell. Me interesa sobre todo una semana de la primavera de 1991 en la que Margareta Nystedt estuvo de baja por enfermedad. ¿Comprendes lo que he dicho?
—No puedes estar hablando en serio. Es una tarea imposible coordinar todos esos datos. Tardaríamos meses.
—Digamos que tienes dos horas de tiempo —contestó Wallander amablemente—. Si hace falta, le pediré al director general de la policía que llame por teléfono a su colega el director general de la Compañía Sueca de Ferrocarriles. Y le pediré que se queje de la lentitud que demuestra un empleado de Malmö llamado Bergstrand.
El hombre sentado detrás de la mesa entendió. Fue como si aceptase el desafío.
—Haremos lo imposible. Pero llevará unas horas.
—Si lo haces lo más rápidamente que puedas, que lleve el tiempo que sea.
—Esta noche podéis dormir en alguno de nuestros locales. O en el hotel Prize. Tenemos un convenio.
—No —dijo Wallander—. Cuando tengas los datos que he pedido, los mandas por fax a la policía de Ystad.
—Permíteme sólo aclarar que no se trata de revisores o jefes de tren. El nombre es jefes de tren y nada más. Uno de ellos actúa como comandante en jefe del tren. La base de nuestro sistema es, en realidad, la graduación militar.
Wallander asintió. Pero no dijo nada.
Cuando salieron de la estación eran casi las diez y media.
—Así que piensas que es alguna otra persona que trabajaba en la Compañía Sueca de Ferrocarriles en esa época, ¿no?
—Tiene que ser eso. No hay otra explicación lógica.
Birch se puso el gorro.
—Eso significa que tenemos que esperar.
—Tú en Lund y yo en Ystad. El magnetófono debe seguir en casa de Hedwig Taxell. Katarina puede volver a llamar.
Se separaron delante de la estación. Wallander se sentó en el coche y condujo hacia la salida de la ciudad. Se preguntó si estaría llegando a la última de las cajas chinas. ¿Qué encontraría? ¿Un espacio vacío? Lo ignoraba. Su preocupación era muy grande.
Entró en una gasolinera próxima a la última glorieta antes de enfilar la carretera de Ystad. Llenó el depósito y fue a pagar. Al salir oyó que sonaba el teléfono que había dejado en el asiento. Abrió la puerta precipitadamente y respondió.
Era Hansson.
—¿Dónde estás?
—Camino de Ystad.
—Creo que será mejor que vengas.
Wallander se estremeció. El teléfono estuvo a punto de caérsele.
—¿La habéis encontrado?
—Creo que sí.
Wallander no dijo nada. Luego condujo directamente hasta Lödinge.
El viento había aumentado y había cambiado de dirección y soplaba ahora del norte.