Aún no era demasiado tarde.
Birch había tenido tiempo de poner en marcha un magnetófono. Al cabo de una hora larga, la cinta de Lund estaba en Ystad. Se reunieron en el despacho de Wallander, donde Svedberg había instalado un magnetófono.
Escucharon la conversación de Katarina Taxell con su madre con gran excitación. La conversación fue corta. Eso fue también lo primero que pensó Wallander. Katarina Taxell no quería hablar más de lo necesario.
Escucharon una vez, y luego otra. Svedberg le dio unos auriculares a Wallander para que se acercara más a las dos voces.
—¿Mamá? Soy yo.
—¡Dios mío! ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
—No ha pasado nada. Estamos bien.
—¿Dónde estás?
—En casa de una amiga.
—¿En casa de quién?
—De una amiga. Sólo quería llamarte para decirte que todo va bien.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué te has ido?
—Ya te contaré.
—¿En casa de quién estás?
—Tú no la conoces.
—No cuelgues. Dame el número de teléfono.
—Voy a colgar ya. Sólo quería llamar para que no estés preocupada.
La madre intentó decir algo más, pero Katarina Taxell cortó. El diálogo constaba de catorce réplicas, la última de las cuales quedó interrumpida.
Escucharon la cinta no menos de veinte veces. Svedberg escribió las réplicas en un papel.
—Es la frase número once la que nos interesa —dijo Wallander—. «Tú no la conoces». ¿Qué quiere decir con eso?
—La verdad —dijo Ann-Britt Höglund.
—No me refiero a eso exactamente —puntualizó Wallander—. «Tú no la conoces» puede significar dos cosas. Que la madre no la ha visto nunca. O que la madre no ha comprendido lo que ella significa para Katarina Taxell.
—Lo primero es lo más probable —dijo Ann-Britt Höglund.
—Espero que te equivoques —contestó Wallander—. Eso nos facilitaría mucho el identificarla.
Mientras hablaban, Nyberg escuchaba con los auriculares puestos. El ruido que se filtraba les indicó que tenía el volumen muy alto.
—Se oye algo al fondo —dijo Nyberg—. Algo que golpea.
Wallander se puso los auriculares. Nyberg tenía razón: se oían unos golpes sordos regulares al fondo de la grabación. Los otros también escucharon, uno detrás de otro. Ninguno de ellos pudo decir con seguridad qué era.
—¿Dónde estará? —preguntó Wallander—. Ha llegado a algún sitio. Está en casa de esa mujer que fue a buscarla. Y en algún lugar, al fondo, hay algo que da golpes.
—Puede ser cerca de un edificio en construcción —aventuró Martinsson.
Era lo primero que decía desde que había decidido reanudar el trabajo.
—Es una posibilidad.
Volvieron a escuchar. El golpeteo estaba allí. Wallander tomó una determinación.
—Vamos a enviar la cinta al laboratorio de Linköping. Les pediremos que la analicen. Si podemos identificar el ruido, sería una ayuda.
—¿Cuántas obras de construcción habrá sólo en Escania? —preguntó Hansson.
—Puede ser otra cosa —repuso Wallander—. Algo que puede darnos una idea de dónde se encuentra.
Nyberg desapareció con la cinta. Los otros se quedaron en el despacho de Wallander, apoyados en las paredes y en la mesa.
—A partir de este momento, hay tres tareas esenciales —continuó Wallander—. Tenemos que concentrarnos. Por ahora dejaremos otros aspectos de la investigación como están. Tenemos que seguir investigando la vida de Katarina Taxell. ¿Quién es? ¿Quién ha sido? ¿Quiénes son sus amigos? Los pasos de su vida. Eso es lo primero. Lo segundo está relacionado con eso, es decir: ¿en casa de quién está?
Hizo una breve pausa antes de continuar.
—Esperaremos a que Hansson regrese de Lödinge. Pero cuento con que nuestra tercera tarea sea empezar a excavar en la finca de Holger Eriksson.
Nadie tuvo nada que objetar. Se separaron. Wallander se dirigiría a Lund y pensaba llevarse a Ann-Britt Höglund con él. Ya era bastante tarde.
—¿Tienes quien te cuide a los niños? —le preguntó cuando se quedaron solos en el despacho.
—Sí. Por el momento, mi vecina necesita dinero, gracias a Dios.
—¿Cómo puedes permitírtelo? Tu sueldo no es muy alto.
—Yo no puedo permitírmelo. Pero mi marido gana bastante. Eso nos salva y nos hace ser una familia envidiable hoy día.
Wallander telefoneó a Birch y le dijo que iban de camino.
Dejó que condujera Ann-Britt Höglund. No confiaba ya en su coche, a pesar de la costosa reparación.
El paisaje se esfumaba lentamente en el anochecer. Soplaba un viento frío sobre los campos.
—Empezaremos en casa de la madre de Katarina Taxell —dijo Wallander—. Luego volveremos al piso otra vez.
—¿Qué es lo que esperas encontrar? Ya lo has registrado. Y sueles ser minucioso.
—Nada nuevo. Pero, a lo mejor, una relación entre dos detalles que no he descubierto antes.
Ann-Britt Höglund conducía deprisa.
—¿Acostumbras a arrancar a todo gas? —preguntó Wallander de repente.
Ella le echó una mirada fugaz.
—A veces. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque no sé si fue una mujer quien conducía el Golf rojo. El coche que fue a recoger a Katarina Taxell.
—¿No lo sabemos con toda seguridad?
—No —contestó Wallander terminantemente—. No lo sabemos con seguridad. No sabemos casi nada con seguridad.
Iba mirando por la ventanilla. En ese momento pasaban por el palacio de Marsvinsholm.
—Hay otra cosa que tampoco sabemos con seguridad —dijo, al cabo de un rato—. Pero de la que me voy convenciendo cada vez más.
—¿Qué?
—Que está sola. Que no hay ningún hombre cerca. No hay nadie en absoluto. No estamos buscando a una mujer que pueda hacernos ir más allá. No hay más allá detrás de ella. No hay nada. Es ella. Nadie más.
—¿Dices que es ella la que ha cometido los asesinatos? ¿La que cavó la fosa de estacas y estranguló a Runfeldt, después de tenerlo preso? ¿La que tiró al lago a Blomberg vivo, metido en un saco?
Wallander contestó con otra pregunta:
—¿Te acuerdas de que al principio de la investigación hablamos del lenguaje del asesino? ¿De que quería decirnos algo? ¿De lo ostentoso en la manera de hacer? Pues ahora vengo a darme cuenta de que, desde el principio, vimos bien. Pero pensamos mal.
—¿Qué una mujer se comportaba como un hombre?
—Tal vez no el comportamiento propiamente dicho. Pero las acciones que cometía nos hacían pensar en hombres brutales.
—¿Y entonces debimos fijarnos en las víctimas? ¿Puesto que eran brutales?
—Eso es. No en el asesino. Leímos una historia equivocada en lo que vimos.
—Pero es precisamente esto lo que resulta difícil —dijo ella—. Que una mujer sea verdaderamente capaz de hacer esto. No estoy hablando de fuerza física. Yo, por ejemplo, soy tan fuerte como mi marido. Le cuesta una barbaridad ganarme cuando echamos un pulso.
Wallander la miró asombrado. Ella lo notó y se echó a reír.
—Cada uno se divierte a su manera.
Wallander asintió.
—Recuerdo que yo jugaba con mi madre a engancharnos los dedos cuando era pequeña. Pero creo que ganaba yo.
—A lo mejor te dejaba ganar.
Torcieron hacia Sturup.
—Yo no sé cómo motivará esa mujer sus acciones. Pero, si damos con ella, me parece que vamos a encontrar a alguien cuya existencia jamás hubiéramos sospechado.
—¿Un monstruo femenino?
—Quizá. Pero ni eso siquiera es seguro.
El teléfono del coche interrumpió la conversación. Contestó Wallander. Era Birch. Les indicó cómo tenían que conducir para ir a casa de la madre de Katarina Taxell.
—¿Cómo se llama de nombre?
—Hedwig. Hedwig Taxell.
Birch dijo que anunciaría que estaban en camino. Wallander calculó que llegarían en poco más de media hora.
El ocaso lo envolvía todo alrededor de ellos.
Birch les esperaba en la escalera. Hedwig Taxell vivía en el último de una serie de chalets adosados a las afueras de Lund. Wallander supuso que las casas fueron edificadas en los primeros años sesenta. Tejados planos, cajones cuadrados vueltos hacia pequeños patios interiores. Recordaba haber leído que esos tejados a veces se hundían a raíz de alguna nevada intensa. Birch les había estado esperando mientras ellos buscaban el camino para llegar.
—Por poco llega la llamada antes de colocar el magnetófono —dijo.
—La verdad es que la suerte no nos ha favorecido demasiado por ahora —contestó Wallander—. ¿Qué impresión tienes de Hedwig Taxell?
—Está muy preocupada por su hija y por el bebé. Pero parece más serena que la última vez.
—¿Nos ayudará? ¿O protegerá a su hija?
—Yo creo, sencillamente, que quiere saber dónde se encuentra.
Pasaron al cuarto de estar. Sin poder decir por qué, Wallander tuvo la impresión de que la habitación recordaba al piso de Katarina Taxell. Hedwig Taxell entró y les saludó. Birch, como de costumbre, se colocó en segundo plano. Wallander la observó. Estaba pálida. Sus ojos se movían, inquietos. Él no se sorprendió. Lo percibió en su voz en el magnetófono. Estaba inquieta y preocupada hasta el límite de sus fuerzas. Por eso hizo que le acompañara Ann-Britt Höglund. Tenía una gran capacidad de calmar a personas inquietas. Hedwig Taxell no parecía estar en guardia. Parecía más bien contenta de no tener que quedarse sola. Se sentaron. Wallander había preparado sus primeras preguntas.
—Señora Taxell, vamos a necesitar su ayuda para obtener respuesta a una serie de preguntas acerca de Katarina.
—¿Por qué iba a saber algo ella de esos horribles asesinatos? La verdad es que ha tenido un hijo hace muy poco.
—Nosotros no pensamos que ella tenga nada que ver con los crímenes —dijo Wallander amablemente—. Pero nos vemos obligados a buscar informaciones por muchos sitios diferentes.
—¿Qué podía saber ella?
—Eso es lo que espero que usted pueda decirme.
—¿No sería mejor que se dedicaran ustedes a buscarla? No entiendo lo que ha pasado.
—No creo en absoluto que corra peligro —dijo Wallander, sin poder disimular completamente sus dudas.
—Ella nunca se ha portado así.
—¿No tiene usted la menor idea de dónde puede estar?
—Trátame de tú.
—¿No tienes idea de dónde está?
—No. Es incomprensible.
—¿Tiene muchos amigos Katarina?
—No, no muchos. Pero los que tiene, la quieren. No sé dónde puede estar.
—A lo mejor hay alguien a quien no ve tan a menudo. Alguien a quien haya conocido hace poco.
—¿Quién iba a ser?
—O tal vez alguien a quien conoció antes. Y que ahora haya vuelto a frecuentar.
—Eso me lo hubiera dicho. Tenemos buenas relaciones. Mucho mejores de lo que suelen ser las relaciones entre madres e hijas.
—No estoy pensando tampoco en secretos ni nada de eso —dijo pacientemente Wallander—. Pero es muy raro que una persona lo sepa todo de otra. ¿Sabes tú, por ejemplo, quién es el padre de su hijo?
Wallander no había previsto lanzarle la pregunta como un golpe. Pero ella retrocedió.
—He intentado que me lo diga. Pero no ha querido.
—Así que no sabes quién es. Ni puedes adivinarlo.
—Yo no sabía siquiera que tenía relaciones con un hombre.
—Pero sí sabías que mantuvo relaciones con Eugen Blomberg.
—Lo sabía. Pero no me gustaba.
—¿Por qué? ¿Porque estaba casado?
—Eso no lo supe hasta que vi la esquela en el periódico. Fue un choque para mí.
—¿Por qué no te gustaba?
—No lo sé. Era desagradable.
—¿Sabías que maltrataba a Katarina?
Su espanto era auténtico. Por un instante Wallander sintió pena por ella. Todo un mundo se le venía abajo. Se iba a ver obligada a reconocer que era mucho lo que ignoraba de su hija. Que toda la confianza que había creído que existía entre ellas era poco más que una cáscara. O, por lo menos, bastante precaria.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que le pegaba?
—Mucho peor. La hacía objeto de malos tratos de diversa índole.
Ella le miraba incrédula. Pero se dio cuenta de que Wallander decía la verdad. No podía defenderse.
—Creo también que hay una posibilidad de que sea Eugen Blomberg el padre de su hijo. A pesar de que habían roto.
Ella movió lentamente la cabeza. Pero no dijo nada. Wallander temió que se derrumbase. Miró a Ann-Britt Höglund. Ella afirmó con la cabeza. Él lo interpretó como que podía seguir. Birch permanecía inmóvil, detrás.
—Sus amigos. Necesitamos verles. Hablar con ellos.
—Ya he dicho quiénes son. Y ya habéis hablado con ellos.
Dio tres nombres. Birch asintió desde su sitio.
—¿No hay nadie más?
—No.
—¿Es miembro de alguna asociación?
—No.
—¿Ha hecho algún viaje al extranjero?
—Tenemos costumbre de hacer un viaje juntas una vez al año. Casi siempre en las vacaciones de invierno. A Madeira. Marruecos. Túnez.
—¿Tiene alguna afición especial?
—Lee mucho. Le gusta la música. Pero la empresa que tiene le roba mucho tiempo. Trabaja demasiado.
—¿Alguna otra cosa?
—Algunas veces juega al bádminton.
—¿Con quién? ¿Con alguna de sus amigas?
—Con otra profesora. Me parece que se apellida Carlman. Aunque yo no la conozco.
Wallander no sabía si era importante. Pero era, en todo caso, otro nombre.
—¿Trabajan en la misma escuela?
—Ya no. Antes. Hace unos años.
—¿No recuerdas cómo se llama de nombre? —No la he visto nunca.
—¿Dónde jugaban?
—En el estadio Victoria. Está muy cerca del piso de Katarina.
Birch abandonó discretamente su sitio y salió al vestíbulo. Wallander sabía que había empezado a buscar a la mujer que se apellidaba Carlman.
No tardó ni cinco minutos.
Birch le hizo un gesto a Wallander, que se levantó y fue tras él. Ann-Britt Höglund, mientras tanto, trató de averiguar con exactitud qué era lo que Hedwig Taxell sabía en realidad de la relación de su hija con Eugen Blomberg.
—Fue fácil —dijo Birch—. Annika Carlman. La pista la reservaba y la pagaba ella. Tengo la dirección. No está lejos de aquí. Lund sigue siendo una ciudad pequeña.
—Vamos, pues.
Regresó al cuarto de estar.
—Annika Carlman. Vive en la calle Bankgatan.
—No he oído nunca su nombre —contestó Hedwig Taxell.
—Os dejamos solas un rato —anunció Wallander—. Tenemos que hablar con ella enseguida.
Fueron en el coche de Birch. Tardaron menos de diez minutos. Eran las seis y media. Annika Carlman vivía en un edificio de principios de siglo. Birch llamó al portero automático. Contestó una voz masculina. Birch se presentó. Cuando llegaron al segundo piso, les aguardaba un hombre.
—Soy el marido de Annika —dijo éste—. ¿Qué ha pasado?
—Nada —contestó Birch—. Tenemos sólo unas preguntas.
El hombre les hizo pasar. El piso era grande y lujoso. Desde alguna habitación se oía música y voces infantiles. Enseguida llegó Annika Carlman. Era alta y vestía ropa de entrenamiento.
—Son unos policías que quieren hablar contigo. Pero parece que no ha pasado nada.
—Tenemos que hacer algunas preguntas sobre Katarina Taxell —dijo Wallander.
Se sentaron en una habitación con las paredes cubiertas de libros. Wallander se preguntó si también sería profesor el marido de Annika Carlman.
Fue directo al grano.
—¿Conoces bien a Katarina Taxell?
—Jugábamos al bádminton. Pero no teníamos trato íntimo.
—Estás enterada de que ha tenido un hijo, claro.
—No hemos jugado desde hace cinco meses. Por esa razón precisamente.
—¿Ibais a empezar de nuevo?
—Quedamos en que ella me llamaría.
Wallander le dio los nombres de las tres amigas de Katarina Taxell.
—No las conozco. Katarina y yo sólo jugábamos al bádminton.
—¿Cuándo empezasteis a jugar?
—Hará unos cinco años. Trabajábamos en la misma escuela.
—¿Se puede jugar al bádminton regularmente con una persona durante cinco años sin llegar a conocerla?
—Es completamente posible.
Wallander meditó cómo seguir. Annika Carlman daba respuestas claras y precisas. Sin embargo, sentía que se alejaban de algo.
—¿No la viste nunca con alguien?
—¿Hombre o mujer?
—Empecemos con un hombre.
—No.
—¿Ni siquiera cuando trabajabais juntas?
—Era muy retraída. Había un profesor que parecía estar interesado por ella. Pero Katarina actuaba con mucha frialdad. Se podría decir que de manera claramente disuasoria. Se llevaba muy bien con los alumnos. Era buena profesora. Una profesora firme y capaz.
—¿La has visto alguna vez en compañía de una mujer?
Wallander ya había perdido la esperanza en la pertinencia de la pregunta cuando la formuló. Pero se había resignado demasiado pronto.
—Pues, sí —contestó ella—. Hará unos tres años.
—¿Quién era?
—No sé cómo se llama. Pero sé lo que hace. Todo fue una coincidencia de lo más sorprendente.
—¿Qué es lo que hace?
—Lo que hace ahora, no lo sé. Pero entonces, era camarera en un vagón-restaurante.
Wallander frunció el entrecejo.
—¿Te encontraste con Katarina Taxell en un tren?
—Casualmente la vi de lejos por la ciudad con una mujer. Yo iba por la otra acera. Ni siquiera nos saludamos. Unos días más tarde, fui a Estocolmo. Entré en el vagón-cafetería poco después de pasar Alvesta. Al ir a pagar, reconocí a la que estaba trabajando. Era la mujer que yo había visto con Katarina.
—No sabes cómo se llama, claro.
—No.
—Pero se lo contarías a Katarina luego…
—Pues la verdad es que no. Debí de olvidarlo. ¿Es importante?
Wallander se acordó de repente del horario de trenes que encontró en el escritorio de Katarina Taxell.
—Tal vez. ¿Qué día era? ¿Qué tren?
—¿Cómo voy a acordarme? —contestó ella sorprendida—. Hace tres años de esto.
—A lo mejor tienes algún almanaque antiguo. Nos gustaría que hicieras lo posible por recordar.
Su marido, que había permanecido en silencio, escuchando, se levantó.
—Voy a buscar el almanaque. ¿Fue en 1991 o en 1992?
Ella hizo memoria.
—Fue en 1991. Febrero o marzo.
Pasaron unos minutos en silenciosa espera. El hombre volvió y le dio un viejo almanaque negro. Ella pasó varios meses. Pronto encontró lo que buscaba.
—Fui a Estocolmo el 19 de febrero de 1991. Con un tren que salía a las siete y doce. Volví tres días más tarde. Fui a ver a mi hermana.
—¿No viste a esa mujer en el viaje de vuelta?
—No he vuelto a verla nunca.
—Pero estás segura de que era ella. La que viste por la calle aquí en Lund. Con Katarina.
—Sí.
Wallander la miró reflexivamente.
—¿No hay ninguna otra cosa que creas que puede ser importante para nosotros?
Ella negó con la cabeza.
—Me doy cuenta ahora de que no sé verdaderamente nada de Katarina. Pero juega bien al bádminton.
—¿Cómo la describirías como persona?
—Es difícil. Eso quizá sea ya una descripción. Es una persona difícil de describir. Tiene un humor muy variable. Puede estar alicaída. Pero esa vez que la vi por la calle con la camarera, iba riéndose.
—¿Estás segura de eso?
—Sí.
—¿Alguna otra cosa que te parezca importante?
Wallander vio que se esforzaba por ayudarles.
—Me parece que echa de menos a su padre —dijo al cabo de un rato.
—¿Por qué crees eso?
—Es difícil decirlo. Se trata más bien de una impresión que tengo. Por su comportamiento con hombres que eran tan mayores que podían haber sido su padre.
—¿Cómo se comportaba?
—Perdía algo de su manera de ser natural. Como si se sintiera insegura.
Wallander meditó un momento lo que ella acababa de decir. Pensó en el padre de Katarina, muerto cuando ella era aún una niña. Se preguntó también si las palabras de Annika Carlman podía explicar algo de la relación que Katarina había tenido con Eugen Blomberg.
La miró de nuevo.
—¿Nada más?
—No.
Wallander le hizo un gesto a Birch y se levantó.
—Entonces, no los molestamos más.
—Como comprenderéis, siento mucha curiosidad —dijo ella—. ¿Por qué hace preguntas la policía si no ha pasado nada?
—Han pasado muchas cosas —contestó Wallander—. Pero no con Katarina. Desgraciadamente, ésa es la única respuesta que puedo darte.
Salieron del piso. Luego se quedaron de pie en el rellano de la escalera.
—Tenemos que encontrar a esa camarera —dijo Wallander—. Excepto una fotografía de cuando era joven y estaba de visita en Copenhague, nadie ha descrito a Katarina Taxell como una persona risueña.
—La Compañía Sueca de Ferrocarriles debe tener listas de sus empleados —dijo Birch—. Pero no sé si podremos saberlo esta noche. Comoquiera que sea, es una cuestión de hace tres años.
—Tenemos que intentarlo —dijo Wallander—. No puedo, claro está, pedir que lo hagas tú. Podemos hacerlo desde Ystad.
—Vosotros tenéis ya bastante trabajo. Yo me encargo.
Wallander se dio cuenta de que Birch era sincero. No era un sacrificio.
Volvieron al chalet de Hedwig Taxell. Birch dejó a Wallander allí y siguió a la comisaría para empezar la búsqueda de la camarera del tren. Wallander se preguntó si era una tarea factible.
Cuando iba a llamar a la puerta, zumbó su teléfono. Era Martinsson. Wallander notó en su voz que estaba saliendo de su desaliento. Evidentemente, iba más rápido de lo que se había atrevido a suponer Wallander.
—¿Qué tal va todo? —preguntó Martinsson—. ¿Estás todavía en Lund?
—Estamos tratando de localizar a una camarera de tren —contestó Wallander.
Martinsson era lo bastante inteligente como para no seguir preguntando.
—Aquí han pasado algunas cosas —continuó Martinsson—. En primer lugar, Svedberg ha encontrado a la persona que se ocupaba de imprimir los poemarios de Holger Eriksson. Al parecer, es muy mayor. Pero lúcido. Además, no tiene reparos en decir lo que piensa de Holger Eriksson. Al parecer, siempre tenía problemas a la hora de cobrar su trabajo de impresor.
—¿Dijo algo que no supiéramos?
—Parece que Holger Eriksson ha hecho muchos y regulares viajes a Polonia desde que terminó la guerra. Se aprovechaba de la miseria reinante para comprarse mujeres. Cuando volvía, presumía de sus hazañas. Este viejo impresor dijo de verdad lo que pensaba.
Wallander recordó lo que le había comentado Sven Tyrén en una de sus primeras conversaciones. Ahora se confirmaba. Krista Haberman no había sido la única mujer polaca en la vida de Holger Eriksson.
—Svedberg pensaba si valdría la pena tomar contacto con la policía polaca —dijo Martinsson.
—A lo mejor —contestó Wallander—. Pero de momento, creo que podemos esperar.
—Hay más —dijo Martinsson—. Vas a hablar con Hansson.
Se oyeron chirridos en el auricular. Luego, la voz de Hansson.
—Creo que ya tengo una idea clara de quién trabajaba la tierra de Holger Eriksson —empezó—. Todo se caracteriza, al parecer, por una sola cosa.
—¿Qué?
—Un follón incesante. Si he de creer a mis informadores, Holger Eriksson tenía una capacidad asombrosa para hacerse enemigo de la gente. Se podría pensar que ésa era la pasión de su vida. Crearse nuevos enemigos constantemente.
—Las tierras —dijo Wallander con impaciencia.
Oyó el cambio de voz de Hansson al contestar. Se había hecho más grave.
—El foso donde encontramos a Holger Eriksson atravesado por las estacas.
—¿Qué pasa con él?
—Fue excavado hace unos años. Antes, no existía. Nadie entendió, en realidad, por qué lo hizo Eriksson. No era necesario para el drenaje. El barro que sacaron aumentó el montículo donde está la torre.
—Un foso no es lo que yo me había imaginado —dijo Wallander—. No parece probable que tenga nada que ver con una posible tumba.
—Ésa fue también mi primera idea —repuso Hansson—. Pero luego surgió otra cosa que me hizo cambiar de opinión.
Wallander contuvo el aliento.
—El foso se hizo en 1967. El labrador con el que hablé estaba seguro de lo que decía. Se excavó a finales del otoño de 1967.
Wallander comprendió inmediatamente la importancia de lo que decía Hansson.
—Eso quiere decir, entonces, que el foso se construye al mismo tiempo que Krista Haberman desaparece.
—Mi labrador es todavía más exacto. Sostiene que el foso se excavó a finales de octubre. Se acuerda porque hubo una boda en Lödinge el 31 de octubre. Si partimos de la fecha en que Krista Haberman fue vista con vida por última vez, los tiempos coinciden exactamente. Un viaje en coche desde Svenstavik. La mata. La entierra. Se excava un foso. Un foso que, en realidad, no es necesario.
—Bien —dijo Wallander—. Esto es importante.
—Si ella está allí, sé exactamente dónde tenemos que empezar a buscar. El labrador dice que el foso empezaron a construirlo al sureste del montículo. Eriksson alquiló una excavadora. Los primeros días, trabajó él. El resto de la acequia dejó que lo hicieran otros.
—Entonces es ahí donde tenemos que empezar a excavar —dijo Wallander sintiendo que su malestar se acrecentaba.
Lo que más deseaba era haberse equivocado. Ahora tenía la seguridad de que Krista Haberman estaba enterrada en algún lugar cercano al que Hansson había localizado.
—Empezamos mañana. Quiero que lo organices todo.
—Va a ser imposible mantener esto en secreto.
—Al menos tenemos que intentarlo. Háblalo con Lisa Holgersson. Con Per Åkeson. Y con los demás.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo Hansson dubitativo—. En caso de que la encontremos. ¿Qué prueba eso, en realidad? ¿Qué la ha matado Holger Eriksson? De eso ya partimos, aunque no podamos probar nunca la culpabilidad de un hombre muerto. No en este caso. Pero ¿qué importancia reviste para la investigación que tenemos entre manos ahora mismo?
La pregunta era más que pertinente.
—Sobre todo, saber que vamos por buen camino —contestó Wallander—. Que el motivo que vincula estos asesinatos es la venganza. O el odio.
—¿Y sigues pensando que es una mujer?
—Sí —contestó Wallander—. Ahora más que nunca.
Cuando terminó la conversación Wallander se quedó de pie en la noche de otoño. El cielo estaba despejado, sin nubes. Un viento suave le pasó por la cara.
Pensó que se estaban acercando poco a poco a algo. Al centro que buscaba desde hacía exactamente un mes.
Con todo, no sabía en absoluto lo que iban a encontrar allí.
La mujer que trataba de ver ante sí se le escapaba sin cesar.
Al mimo tiempo, sospechaba que él, en algún lugar, quizá podría comprenderla.
Llamó a la puerta y entró.
Abrió con cuidado la puerta de los durmientes. El niño yacía boca arriba en la cuna que ella había comprado ese mismo día.
Katarina Taxell, encogida en posición fetal, en la cama de al lado.
Se quedó completamente inmóvil mirándoles. Era como si se viera así misma. O tal vez era su hermana la que estaba en la cuna.
De repente, ya no pudo seguir viendo con claridad. Por todas partes estaba rodeada de sangre. No era sólo un niño que nacía en sangre. La vida misma tenía su origen en la sangre que manaba cuando se cortaba la piel. Sangre que tenía sus propios recuerdos de las venas por las que había fluido una vez. Podía verlo con toda claridad. Su madre gritando y el hombre allí, inclinado sobre ella, encima de una mesa en la que yacía con las piernas separadas. Aunque hacía más de cuarenta años, el tiempo le daba alcance galopando tras ella. Toda su vida tratando de liberarse. Pero no era posible. Los recuerdos terminaban siempre apoderándose de ella.
Pero ahora sabía que ya no tenía que temer esos recuerdos. No ahora, cuando su madre estaba muerta y ella tenía libertad de hacer lo que quería. Lo que debía hacer. Para mantener alejados todos esos recuerdos.
La sensación de vértigo desapareció con la misma rapidez que había llegado. Se aproximó cautelosamente a la cama y miró al niño dormido. No era su hermana. Este niño ya tenía un rostro. Su hermana no llegó a vivir lo suficiente para tenerlo. Éste era el hijo recién nacido de Katarina Taxell. No el de su madre. El hijo de Katarina Taxell, que se libraría para siempre de sufrir. Se libraría de la persecución de los recuerdos.
Ahora volvió a sentirse tranquila por completo. Los recuerdos se habían ido. Ya no la perseguían corriendo a sus espaldas.
Lo que hacía era justo. Impedía que la gente sufriera como sufría ella. A los hombres que habían cometido actos violentos y que la sociedad misma no castigaba, ella les hacía recorrer el más duro de todos los caminos. Por lo menos ella se figuraba que así era. Que un hombre al que una mujer le quitaba la vida no podía comprender nunca lo que en realidad le había ocurrido.
Todo estaba en silencio. Eso era lo principal. Había hecho bien en ir a buscarla a ella y al niño. Hablar tranquilamente, escuchar y decir que todo lo ocurrido era para bien. Eugen Blomberg se había ahogado. Lo que decía el periódico de un saco y cosas por el estilo no eran más que rumores y exageraciones sensacionalistas. Eugen Blomberg había desaparecido. Si había tropezado o dado un traspié y se había ahogado luego, no era culpa de nadie. El destino lo había querido. Y el destino era justo. Eso lo había repetido una y mil veces y parecía que Katarina Taxell ya empezaba a comprender.
Había hecho bien en ir a buscarla. Aunque eso significara que ayer tuviera que decirles a las mujeres que aquella semana tendrían que saltarse la reunión. No quería alterar su horario. Eso creaba confusión y hacía que le costara trabajo dormir. Pero fue necesario. Todo no se podía planear. A pesar de que ella prefería no reconocerlo.
Mientras Katarina y su hijo estuvieran a su lado, ella viviría también en la casa de Vollsjö. Del piso de Ystad había cogido solamente lo más importante. Los uniformes y la cajita en la que guardaba los pedazos de papel y el libro de nombres. Ahora que Katarina y su hijo dormían, no necesitaba esperar más. Volcó los pedazos de papel en la parte superior del horno, los revolvió y, luego, empezó a recogerlos.
El noveno papel que desdobló tenía la cruz negra. Abrió el registro y siguió despacio las hileras de nombres. Se detuvo en la cifra 9. Leyó el nombre: TORE GRUNDÉN. Se quedó totalmente inmóvil, con los ojos mirando al vacío. La imagen del hombre fue apareciendo poco a poco. Primero como una sombra vaga, unos trazos apenas perceptibles. Luego un rostro, una identidad. Ahora le recordaba. Quién era. Qué había hecho.
Hacía más de diez años. Ella trabajaba entonces en el hospital de Malmö. Una noche poco antes de Navidad. Ella estaba en urgencias. La mujer que trajo la ambulancia estaba muerta al llegar. Había muerto en un accidente de coche. Su marido la acompañaba. Estaba impresionado, pero bastante sereno. Ella había sospechado inmediatamente. Lo había visto tantas veces… Como la mujer estaba muerta no pudieron hacer nada. Ella llevó a un lado a uno de los policías presentes y le preguntó lo que había ocurrido. Había sido un trágico accidente. Su marido había dado marcha atrás para salir del garaje sin ver que ella estaba detrás. La había atropellado y una de las ruedas traseras del coche, que estaba muy cargado, le aplastó la cabeza. Era un accidente que no debía haber ocurrido. Pero que, con todo, ocurrió. En un momento de descuido, levantó la sábana y vio a la mujer muerta. Aunque no era médico, le pareció que por el cuerpo se veía que había sido atropellada más de una vez. Luego empezó a investigar el asunto. La mujer que ahora yacía muerta en una camilla, había ingresado en el hospital varias veces con anterioridad. Una vez se había caído de una escalera de mano. Otra, se había dado un fuerte golpe en la cabeza contra un suelo de cemento al dar un traspié en el sótano. Ella escribió una carta anónima a la policía diciendo que era un asesinato. Habló con el médico que había reconocido el cuerpo. Pero no pasó nada. El hombre fue condenado a pagar una multa o quizás a prisión condicional por lo que vino a calificarse de imprudencia temeraria. Luego no pasó nada más. Y la mujer fue asesinada.
Hasta ahora. Cuando todo volvería a estar de nuevo en su sitio. Todo, excepto la vida de la mujer. Que no recobrarían.
Empezó a planear la serie de los acontecimientos.
Pero algo la molestaba. Los hombres que vigilaban la casa de Katarina Taxell. Habían venido para ponerle obstáculos. A través de Katarina iban a intentar acercarse a ella. Tal vez ya habían empezado a sospechar que era una mujer la que estaba detrás de lo que estaba sucediendo. Con eso ya contaba. Primero debían pensar que era un hombre. Luego empezarían a dudar. Finalmente, todo giraría en torno a su propio eje para convertirse en lo contrario.
Pero, naturalmente, no la encontrarían nunca. Nunca jamás.
Miró el horno. Pensó en Tore Grundén. Vivía en Hässleholm y trabajaba en Malmö.
De pronto ideó cómo debía ocurrir. Daba casi sonrojo de puro fácil.
Lo que tenía que hacer, podía hacerlo en el trabajo. En horario de trabajo. Y cobrando.