31

Wallander se quedó en Lund el resto del día. Cada hora se sentía más seguro de sus pensamientos. Las mayores posibilidades que tenían de encontrar la solución al problema de quién había asesinado a los tres hombres radicaban en Katarina Taxell. Estaban buscando a una mujer. No cabía ninguna duda de que había una mujer involucrada. Pero no sabían si actuaba sola ni conocían los motivos que la impulsaban.

La conversación con la madre de Katarina Taxell no condujo a nada. Empezó a dar vueltas por el piso y a buscar histéricamente a su hija desaparecida y a su nieto. Se quedó tan confundida, al final, que tuvieron que pedir ayuda y ocuparse de que recibiera asistencia médica. Pero, para entonces, Wallander ya estaba convencido de que ella no sabía dónde se había metido su hija. Localizaron inmediatamente a las contadas amigas que, según la madre, podían haberla recogido. Todas se quedaron perplejas. Wallander, sin embargo, no se fiaba de lo que oía por teléfono. A petición suya, Birch seguía al tanto de todo y fue a visitar personalmente a todas las personas con las que había hablado Wallander. Katarina Taxell seguía desaparecida. Wallander estaba seguro de que la madre estaba bien informada de las amistades de su hija. Además, su preocupación era auténtica. De haberlo sabido, habría dicho dónde se encontraba Katarina.

Wallander también fue a la gasolinera. Le pidió al testigo, Jonas Hader, de veinticuatro años, que le contara sus observaciones. Para Wallander fue como encontrarse con el testigo perfecto. Jonas Hader parecía contemplar siempre lo que le rodeaba como si sus observaciones pudieran transformarse en cualquier momento en un testimonio decisivo. El Golf rojo se había detenido delante de la casa al mismo tiempo que una furgoneta de reparto de periódicos salía de la gasolinera. Pudieron localizar al chofer de la furgoneta, que estaba seguro, a su vez, de haber salido de la gasolinera a las nueve y media en punto. Jonas Hacer se había fijado en muchas cosas, entre otras, que había una gran pegatina en el cristal trasero del Golf. Pero la distancia era tan grande que no había podido ver el dibujo o lo que ponía. Repitió que el coche había salido de estampía en una maniobra que, a su juicio, parecía hecha por un hombre. Lo único que no había visto era al chofer. Llovía, así que los limpiaparabrisas estaban funcionando. Aunque se hubiera esforzado no habría podido ver nada. En cambio estaba seguro de que Katarina Taxell iba vestida con un abrigo verde claro, llevaba una gran bolsa de la marca Adidas y el bebé iba envuelto en una mantilla azul. Todo había sucedido muy deprisa. Había salido por la puerta al mismo tiempo que el coche se paraba. Alguien, desde dentro, abrió la puerta de atrás. Ella dejó al niño y luego metió la bolsa en el maletero. Después abrió la portezuela del coche por el lado de la calle y se montó en él. El conductor arrancó antes de que acabara de cerrar del todo la portezuela. Jonas Hacer no pudo ver la matrícula. Pero Wallander tuvo la impresión de que lo había intentado. De lo que Jonas Hader sí estaba seguro era de que ésa fue la única vez que vio el coche rojo allí, junto a la puerta de atrás.

Wallander regresó al piso con la sensación de que había obtenido confirmación de algo, aunque no sabía muy bien qué. ¿Qué era una fuga precipitada? Pero ¿cuánto tiempo llevaba planeada? ¿Y por qué? Mientras tanto, Birch estuvo hablando con los policías que se habían turnado para vigilar la casa. Wallander pidió especialmente que dijeran si habían visto a alguna mujer en las cercanías de la casa. Alguien que fuera y viniera, que tal vez apareciera más de una vez. Pero, a diferencia de Jonas Hader, los policías hicieron muy pocas observaciones. Habían estado pendientes de la puerta, de quién entraba y quién salía, y eso sólo lo habían hecho los que vivían en la casa. Wallander se empeñó en que identificaran a todas y cada una de las personas observadas. Como en la casa vivían catorce familias, los policías se pasaron la tarde subiendo y bajando las escaleras para controlar a los habitantes del edificio. Fue así como Birch dio con alguien que tal vez había hecho una observación de interés. Se trataba de un hombre que vivía dos pisos más arriba de Katarina Taxell. Era un músico jubilado y, según Birch, describió su existencia como un «pasarse horas en la ventana, viendo llover y oyendo en su cabeza la música que jamás volvería a tocar». Había sido fagotista en la orquesta sinfónica de Hälsingborg y parecía —siempre según Birch— una persona melancólica y amargada que vivía en una gran soledad. Precisamente esa mañana creyó ver a una mujer al otro lado de la plaza. Una mujer que se acercaba a pie, que de repente se paró, dio unos pasos atrás y se quedó inmóvil mirando la casa antes de darse la vuelta y desaparecer. Cuando llegó Birch con sus informaciones, Wallander pensó de inmediato que ésa podía ser la mujer que buscaban. Alguien había venido de fuera y había visto el coche, que, por supuesto, no debía haber estado aparcado precisamente delante de la puerta. Alguien había venido a visitar a Katarina Taxell. De la misma manera que ésta había recibido visitas en el hospital.

Aquel día Wallander desplegó una enorme y dinámica obstinación. Le pidió a Birch que volviera a hablar con las amigas de Katarina Taxell y les preguntase si alguna de ellas había estado camino de hacerles una visita a ella y a su hijo. Todas las respuestas fueron unívocas. Ninguna de sus amigas había estado camino de hacerlo y ninguna había cambiado de opinión de repente. Birch trató de extraer del fagotista jubilado una descripción de la mujer. Pero lo único que podía afirmar con seguridad era que se trataba de una mujer. Había sido aproximadamente a las ocho. El dato era un poco vago porque los tres relojes de la casa marcaban horas diferentes.

La energía de Wallander fue inagotable aquel día. Envió a Birch, que no parecía molesto por que Wallander le diera órdenes como a un subordinado, a diferentes misiones, al tiempo que él empezaba a registrar sistemáticamente el piso de Katarina Taxell. Lo primero que le pidió a Birch fue que los técnicos de la policía criminal de Lund tomasen huellas dactilares en el piso. Luego las compararían con las que tenía Nyberg. Todo el día estuvo también en contacto telefónico con Ystad. En cuatro ocasiones habló precisamente con Nyberg. Ylva Brink había olido la funda de plástico, que todavía exhalaba un débil resto del aroma original. No estaba nada segura. Podía ser el mismo perfume que notó la noche en la que sufrió el ataque en el servicio de Maternidad. Pero no podía asegurarlo. Todo era muy vago y confuso.

También habló por teléfono dos veces con Martinsson. Ambas, llamó a su casa. Terese estaba todavía asustada y decaída, como era de esperar. Martinsson mantenía su decisión de dimitir, de dejar la policía.

Wallander consiguió, sin embargo, la promesa de que esperaría al día siguiente para escribir su renuncia. A pesar de que ese día Martinsson no podía pensar más que en su hija, Wallander le contó minuciosamente lo que había pasado. Estaba seguro de que Martinsson le escuchaba, aunque sus comentarios fueran escasos y distraídos. Pero Wallander sabía que tenía que mantener a Martinsson en la investigación. No quería que tomase una decisión de la que se arrepintiera después. Habló también varias veces con Lisa Holgersson. Hansson y Ann-Britt Höglund actuaron con mucha firmeza en el colegio donde habían atacado a Terese. En el despacho del director hablaron por separado con los tres chicos implicados. También lo hicieron con los padres y con los profesores. Según Ann-Britt Höglund, con quien también habló Wallander ese mismo día, Hansson había estado magnífico cuando reunieron a todos los alumnos para informarles de lo sucedido. Los alumnos estaban indignados y los tres atacantes, al parecer, se sintieron muy aislados. Ella no creía que volviera a ocurrir.

Eskil Bengtsson y los demás habían sido puestos en libertad. Pero Per Åkeson iba a procesarles. Posiblemente, lo ocurrido con la hija de Martinsson podía servir para que muchas personas empezaran a cambiar de idea. Eso era, en todo caso, lo que esperaba Ann-Britt Höglund. Pero Wallander tenía sus dudas. Pensaba que, en lo sucesivo, se verían obligados a dedicar grandes esfuerzos para combatir diferentes clases de milicias ciudadanas privadas.

La novedad más importante del día llegó, sin embargo, a través de Hamrén, que se había encargado de una parte de las tareas de Hansson. Poco después de las tres de la tarde consiguió localizar a Göte Tandvall. Inmediatamente llamó a Wallander.

—Tiene una tienda de antigüedades en Simrishamn —dijo Hamrén—. Si he entendido bien, también viaja para comprar antigüedades que luego exporta a Noruega y a otros países.

—¿Es legal eso?

—No creo que sea directamente ilegal. Tal vez lo hace porque los precios son más altos allí. Luego, depende, claro está, de qué clase de antigüedades sean.

—Quiero que vayas a verle. No tenemos tiempo que perder. Además estamos ya bastante dispersos. Vete a Simrishamn. Lo más importante que necesitamos confirmar es si de verdad existió una relación entre Holger Eriksson y Krista Haberman. Aunque eso no significa, desde luego, que Göte Tandvall no tenga otras informaciones que también puedan interesarnos.

Tres horas más tarde volvió a llamar Hamrén. Estaba en el coche a la salida de Simrishamn. Había hablado con Göte Tandvall. Wallander esperaba con ansiedad.

—Göte Tandvall es una persona extremadamente precisa. Parece tener una memoria muy compleja. Algunas cosas no las recordaba en absoluto. En otros casos era clarísimo.

—¿Krista Haberman?

—La recordaba. Me dio la impresión de que debió de ser muy guapa. Y estaba completamente seguro de que Holger Eriksson la conocía. Se habían encontrado por lo menos en dos ocasiones. Entre otras cosas, creía recordar que vieron el regreso de los ánsares una mañana temprano en el cabo de Falsterbo. O tal vez fueran grullas. De eso, no estaba seguro.

—¿También es aficionado a ver pájaros?

—Le arrastraba su padre contra su voluntad.

—Pero, en todo caso, sabemos lo principal —dijo Wallander.

—Parece que Krista Haberman y Holger Eriksson sí están ligados.

Wallander se sintió asaltado por un súbito malestar. Se dio cuenta con horrorosa claridad de lo que estaba empezando a pensar.

—Vuelve a Ystad. Siéntate y revisa todos los datos de la investigación que tratan de la desaparición propiamente dicha. Cuándo y dónde fue vista por última vez. Quiero que hagas un resumen de esa parte del material. La última vez que fue vista.

—Parece que se te ha ocurrido algo.

—Krista Haberman desapareció —dijo Wallander—. No la encontraron nunca. ¿Qué indica eso?

—Que ha muerto.

—Más que eso. No olvides que nos movemos en los aledaños de una investigación criminal en la que hombres y mujeres son víctimas de la violencia más brutal que se pueda imaginar.

—¿Quieres decir, pues, que la asesinaron?

—Hansson me ha hecho una exposición del material reunido en torno a su desaparición. La idea de un asesinato ha estado presente todo el tiempo. Pero como no ha sido posible probar nada, no ha predominado frente a otras posibles explicaciones de su desaparición. Es una manera correcta de pensar, hablando policialmente. Nada de conclusiones precipitadas, todas las puertas abiertas hasta que se pueda cerrar una. Tal vez ahora nos hayamos acercado a esa puerta.

—¿La habría matado Holger Eriksson?

Wallander pudo oír por el tono de Hamrén que era la primera vez que lo pensaba.

—No lo sé. Pero, a partir de este momento, no podemos hacer caso omiso de esa posibilidad.

Hamrén prometió preparar el resumen. Llamaría en cuanto lo acabara.

Después de la conversación, Wallander abandonó el piso de Katarina Taxell. No tenía más remedio que comer algo. Encontró una pizzería cerca de la casa. Comió demasiado deprisa y empezó a dolerle el estómago. No se dio cuenta siquiera del sabor de la comida.

Tenía prisa. La sensación de que pronto ocurriría algo le desazonaba. Como nada indicaba que la cadena de asesinatos se hubiera roto, trabajaban contra reloj. No sabían tampoco de cuánto tiempo disponían. Recordó que Martinsson había prometido establecer un horario con todo lo ocurrido hasta la fecha. Lo habría hecho ese día si Terese no hubiera sufrido el ataque. Cuando volvía al piso de Katarina Taxell decidió que eso no podía esperar. Se detuvo al abrigo de una parada de autobús y telefoneó a Ystad. Tuvo suerte. Ann-Britt Höglund respondió a la llamada. Ya había hablado con Hamrén y sabía que habían podido confirmar que Krista Haberman y Holger Eriksson se conocían. Wallander le pidió que hiciera ella el horario de los sucesos que había prometido hacer Martinsson.

—No estoy nada seguro de que sea importante. Pero sabemos muy poco de los movimientos de esta mujer. A lo mejor la imagen de un centro geográfico se esclarece si establecemos un horario.

—Ahora hablas de «esta mujer».

—Sí. Pero no sabemos si está sola. Tampoco sabemos cuál es su papel.

—¿Qué crees que ha pasado con Katarina Taxell?

—Se ha ido. Se ha ido muy rápidamente. Alguien ha notado que la casa estaba vigilada. Se ha marchado porque tiene algo que ocultar.

—¿Es verdaderamente posible que haya matado a Eugen Blomberg?

—Katarina Taxell es un eslabón de una larga cadena. Si es que encontramos unos cuantos eslabones que podamos ensamblar. Ella no representa ni un principio ni un final. Me resulta difícil imaginar que haya matado a nadie. Lo más probable es que forme parte del grupo de mujeres que han sido objeto de malos tratos.

La sorpresa de Ann-Britt Höglund fue sincera.

—¿También ella ha sido maltratada? Eso no lo sabía.

—A lo mejor no le han pegado ni la han rajado. Pero tengo la sospecha de que la han maltratado de alguna otra manera.

—¿Mentalmente?

—Más o menos.

—¿Blomberg?

—Sí.

—Y ¿cómo es posible que dé a luz a su hijo? Si es cierto lo que piensas de la paternidad de Blomberg.

—Al ver cómo llevaba a su hijo en brazos, se notaba que no estaba muy contenta de tenerle. Pero hay muchas lagunas —reconoció Wallander—. El trabajo policial es siempre cuestión de encajar soluciones provisionales. Tenemos que hacer hablar al silencio y que las palabras cuenten cosas con significados ocultos. Tenemos que intentar ver a través de los hechos, ponerlos de cabeza para hacerlos ponerse de pie.

—De esto no oí hablar a nadie en la academia de policía. ¿No te habían invitado a ti a dar conferencias?

—Nunca en la vida. Yo no sé hablar ante la gente.

—Sabes y muy bien —replicó ella—. Pero no lo quieres reconocer. Además, creo que en el fondo tienes ganas de hacerlo.

—Bueno, de todas maneras, eso no importa mucho ahora mismo.

Luego pensó en lo que ella había dicho. ¿Era cierto que tenía ganas de hablar a los futuros policías que se estaban formando? Siempre estuvo convencido de que su resistencia era auténtica. Ahora, de repente, empezaba a dudarlo.

Salió de la parada de autobús y anduvo deprisa bajo la lluvia. Ahora había empezado también a hacer viento. Siguió registrando metódicamente el piso de Katarina Taxell. En una caja, en el fondo de un ropero, encontró muchos cuadernos de diarios que se extendían hasta muy atrás en el tiempo. El primero había empezado a escribirlo cuando tenía doce años. Wallander se sorprendió al ver una hermosa orquídea en la tapa. Había seguido escribiendo diarios con la misma energía durante los años de adolescencia y hasta su edad adulta. El último diario que encontró en el ropero era de 1993. Pero después de septiembre no había nada escrito. Siguió buscando sin encontrar la continuación. Sin embargo, estaba seguro de que existía. Le pidió ayuda a Birch, que ya había terminado de buscar testigos en el edificio.

Birch encontró las llaves del sótano. Tardó una hora en registrarlo. Tampoco allí había ningún diario. Wallander estaba convencido de que se los había llevado. Estaban en la bolsa Adidas que Jonas Hader la vio poner en el maletero del Golf rojo.

Al final, sólo le quedaba el escritorio. Había echado un vistazo rápido a los cajones. Ahora lo registraría a fondo. Se sentó en una butaca antigua cuyos brazos terminaban en cabezas de dragón. El escritorio era una cómoda en la que la tabla de escribir podía funcionar como tapa abatible del armario. En la parte superior pudo ver fotografías enmarcadas. Katarina Taxell de pequeña. Aparece sentada en el césped. Al fondo, muebles de jardín blancos. Figuras borrosas. Alguien lleva un sombrero blanco. Katarina Taxell está sentada junto a un perro grande. Mira directamente a la cámara. Un gran lazo en el pelo. El sol cae oblicuo por la izquierda. Otra foto: Katarina Taxell con su madre y su padre. El ingeniero de la refinería azucarera. Lleva bigote y da la impresión de estar muy seguro de sí mismo. De aspecto, Katarina Taxell se parece más a su padre que a su madre. Wallander sacó la fotografía y la miró por detrás. No había fecha. La foto era de un estudio de Lund. La siguiente era de cuando terminó el bachillerato. Gorra blanca, flores en torno al cuello. Está más delgada, más pálida. El perro y el ambiente de la foto del césped quedan lejos. Katarina Taxell vive en otro mundo. La última fotografía, en el extremo. Es antigua, los bordes han palidecido. Se ve un paisaje árido junto al mar. Un hombre y una mujer mayores miran fijamente a la cámara. Al fondo, lejos, un barco con tres mástiles, anclado, sin velas. Wallander pensó que la imagen podía ser de Öland. Hecha a finales de siglo. Serían los abuelos paternos o maternos de Katarina Taxell. Tampoco había nada escrito por detrás. Colocó de nuevo la fotografía. «No hay ningún hombre», pensó. «Blomberg no está. Eso puede explicarse. Pero tampoco hay otro. Ese padre que tiene que existir». ¿Significaba eso algo? Todo significaba alguna cosa. La cuestión era qué. Abrió uno por uno los cajoncitos que formaban la parte superior del escritorio. Cartas, documentos. Facturas. En un cajón, notas escolares. Su mejor nota era en geografía. En cambio, flojeaba en física y en matemáticas. En otro cajoncito, fotografías de carnet de un fotomatón. Tres caras de chica, muy juntas, haciendo muecas. Otra foto hecha en la calle Stroget de Copenhague. Ahora están sentadas en un banco. Se ríen. Katarina Taxell, en el extremo del banco, a la derecha. También ella se ríe. Otro cajón con cartas. Algunas antiguas, del año 1972. Un sello representa al barco de guerra de la Armada real Wasa. «Si el escritorio guarda los secretos más íntimos de Katarina Taxell, es que no los tiene», pensó Wallander. Una vida impersonal. Nada de pasiones, nada de aventuras estivales en islas griegas. Pero, en cambio, una nota muy alta en geografía. Continuó registrando los cajones. Nada le llamó la atención. Pasó luego a los cajones de la parte inferior. Nada de diarios. Tampoco agendas. Wallander se sentía incómodo por estar revolviendo en capas y capas de recuerdos impersonales. La vida de Katarina Taxell no dejaba huellas. No podía verla. ¿Se vería ella a sí misma siquiera?

Echó hacia atrás la silla. Cerró el último cajón. Nada. Ahora no sabía más que antes. Arrugó la frente. Había algo que no era normal. Si la decisión de irse había sido rápida, y estaba convencido de ello, no había debido de tener mucho tiempo para coger todo lo que, tal vez, no quería que se descubriera. Los diarios los tendría, con toda seguridad, a mano. Podría salvarlos en caso de incendio. Pero en la vida de una persona hay siempre algún aspecto sin ordenar, y aquí no había nada. Se levantó y separó con cuidado el escritorio de la pared. No había nada por detrás. Volvió a sentarse pensativo. Había visto algo. Algo que no se le había ocurrido hasta ese momento. Se quedó inmóvil tratando de hacer memoria. No eran las fotos. Tampoco las cartas. ¿Qué era? ¿Las notas? ¿Los contratos de alquiler? ¿Las facturas de la tarjeta de crédito? No, no era nada de eso. ¿Qué quedaba, pues?

«Sólo queda el mueble», pensó. El escritorio. Luego, se acordó. Era algo de los cajoncitos. Sacó uno de ellos de nuevo. Luego otro. Los comparó. Luego los sacó y escudriñó el interior de la cómoda. Nada. Volvió a colocar los cajones. Sacó el de más arriba de la parte izquierda del escritorio. Luego el otro. Entonces lo descubrió. Los cajoncitos tenían una profundidad diferente. Extrajo el más pequeño y le dio la vuelta. Allí había otra abertura. El cajón era doble. Tenía un departamento secreto en la parte de atrás. Lo abrió. Sólo había un objeto. Lo sacó y lo depositó frente a él encima de la mesa.

Un horario de trenes. De la primavera de 1991. De los trenes entre Malmö y Estocolmo.

Sacó los otros cajones, uno por uno. Encontró otro departamento secreto, vacío.

Se echó hacia atrás en la butaca y contempló el horario de trenes. No entendía qué importancia podía tener. Pero aún era más difícil entender por qué lo habían puesto en el departamento secreto. Estaba convencido de que no se encontraba allí por equivocación.

Birch entró en la habitación.

—Mira esto —dijo Wallander. Birch se colocó detrás de él. Wallander le señaló el horario—. Estaba escondido en el lugar más secreto de Katarina Taxell.

—¿Un horario de trenes?

Wallander meneó la cabeza.

—No lo entiendo.

Lo hojeó página por página. Birch acercó una silla y se sentó a su lado. Wallander pasaba las hojas. No había nada escrito, ninguna página más sobada que otra que se abriera sola. Pero al pasar la penúltima página se detuvo. Birch también lo había notado. Una salida de Nässjö estaba subrayada. De Nässjö a Malmö. Salida a las 16:00. Llegada a Lund a las 18:42. A Malmö a las 18:57.

Nässjö, 16:00. Alguien había subrayado todas esas horas.

Wallander miró a Birch.

—¿Te dice esto algo?

—Nada.

Wallander dejó el papel.

—¿Qué puede tener que ver Katarina Taxell con Nässjö?

—Nada que sepamos —respondió Wallander—. Pero, naturalmente, cabe la posibilidad. Nuestra mayor dificultad ahora mismo es que, por desgracia, todo parece ser imaginable y posible. No podemos distinguir detalles o contextos que puedan cancelarse de inmediato como de menor importancia.

Wallander había recibido unas cuantas bolsas de plástico del técnico que estuvo en el piso recogiendo huellas dactilares que no pertenecieran a Katarina Taxell ni a su madre. Guardó el horario de trenes con ellas.

—Me lo llevo. Si no tienes nada en contra.

Birch se encogió de hombros.

—No te va a servir ni para saber las horas de los trenes. Caducó hace casi tres años y medio.

—Yo viajo poco en tren.

—Pues puede resultar muy descansado. Yo prefiero el tren al avión. Se dispone de un rato para uno mismo.

Wallander pensó en su último viaje en tren, cuando regresó de Ålmhult. Birch tenía razón. Hasta había dormido un rato durante el trayecto.

—Ahora ya no podemos hacer nada más. Creo que es hora de volver a Ystad.

—¿Anunciamos la desaparición de Katarina Taxell y de su hijo?

—Todavía no.

Salieron del piso. Birch cerró con llave. Fuera, casi había dejado de llover. El viento llegaba a ráfagas y era frío. Eran ya las nueve menos cuarto. Se despidieron junto al coche de Wallander.

—¿Qué hacemos con la vigilancia de la casa?

Wallander reflexionó.

—Déjala seguir por ahora. Pero esta vez sin olvidar la parte de atrás.

—¿Qué crees que puede pasar?

—No sé. Pero la gente que desaparece puede decidir regresar.

Wallander salió de la ciudad. El otoño se hacía sentir dentro del vehículo. Puso la calefacción. A pesar de ello, notaba frío.

«¿Cómo seguimos ahora?», se preguntó a sí mismo. «Katarina Taxell ha desaparecido. Después de un largo día en Lund, vuelvo a Ystad con un viejo horario de trenes en una bolsa de plástico».

Con todo, ese día había dado un importante paso adelante. Holger Eriksson conocía a Krista Haberman. Habían logrado establecer una relación cruzada entre los tres hombres asesinados. Apretó involuntariamente el acelerador. Quería saber lo más pronto posible cómo le iba a Hamrén. Al llegar al cruce del aeropuerto de Sturup, torció hacia la parada de autobús y llamó a Ystad. Contestó Svedberg. Lo primero que hizo fue preguntar por Terese.

—La están ayudando mucho en el colegio. Sobre todo, los demás alumnos. Pero lleva tiempo.

—¿Y Martinsson?

—Está abatido. Dice que va a dejar la policía.

—Ya sé. Pero no creo que tenga que ser así.

—Probablemente seas tú el único que pueda convencerle.

—Lo haré.

Luego preguntó si había pasado algo importante. Svedberg no sabía muy bien. Acababa de volver de una reunión con Per Åkeson para pedirle que le ayudara a conseguir el material de la investigación policial en torno a la muerte de la esposa de Gösta Runfeldt en Ålmhult.

Wallander le pidió que convocara una reunión con el grupo para las diez.

—¿Has visto a Hamrén? —preguntó por último.

—Está con Hansson revisando el material sobre Krista Haberman. Dijiste que eso corría prisa.

—A las diez, pues —repitió Wallander—. Si hubieran terminado para entonces, se lo agradecería.

—¿Quieres que encuentren a Krista Haberman antes?

—No exactamente. Pero algo parecido.

Wallander dejó el teléfono en el asiento de al lado. Se quedó allí sentado en la oscuridad. Pensaba en el departamento secreto. En el cajón oculto de Katarina Taxell que contenía un horario caducado.

No lo entendía. En absoluto.

A las diez de la noche ya estaban reunidos. El único que faltaba era Martinsson. Empezaron hablando de lo que había ocurrido por la mañana. Todos sabían que Martinsson había decidido dimitir inmediatamente.

—Voy a hablar con él —dijo Wallander—. Quiero saber a ciencia cierta si de verdad está decidido a dimitir. Si es así, nadie va a impedírselo, desde luego.

No hablaron más de ello. Wallander hizo una breve exposición de lo sucedido en Lund. Hicieron diferentes conjeturas acerca de por qué habría huido Katarina Taxell y qué motivos podía tener para hacerlo. Se preguntaron también si se podría localizar el coche. ¿Cuántos coches Golf de color rojo puede haber en Suecia?

—Una mujer con un niño recién nacido no puede desaparecer sin dejar rastro —dijo Wallander finalmente—. Creo que lo mejor que podemos hacer ahora es armarnos de paciencia. Hemos de seguir trabajando con lo que tenemos pendiente.

Miró a Hansson y a Hamrén.

—La desaparición de Krista Haberman. Un hecho ocurrido hace veintisiete años.

Hansson le hizo una seña a Hamrén.

—Tú querías saber detalles en torno a la desaparición propiamente dicha. Pues bien, la última vez que alguien la vio fue en Svenstavik, el martes 22 de octubre de 1967. Iba dando un paseo por el pueblo. Como has estado allí, puedes verlo delante de ti. A pesar de que el centro ha sido modificado desde entonces. No había nada especial en que saliera a dar un paseo. El último que la ve es un leñador que llega en bici desde la estación. Eso ocurre a las cinco menos cuarto de la tarde. Ya ha oscurecido. Pero ella va por el camino iluminado. El hombre está seguro de que era ella. Después de eso, nadie volvió a verla. Hay, sin embargo, varios testimonios que señalan que un coche de fuera pasó por el pueblo esa noche. Eso es todo.

Wallander guardó silencio.

—¿Hay alguien que haya mencionado la marca del coche? —preguntó luego.

Hamrén miró sus anotaciones. Luego movió la cabeza y salió de la habitación. Cuando regresó, traía más papeles en la mano. Nadie decía nada. Por fin encontró lo que buscaba.

—Uno de los testigos, un agricultor cuyo nombre es Johansson, afirma que era un Chevrolet. Un Chevrolet azul marino. Estaba completamente seguro de ello. Hubo un taxi en Svenstavik que era del mismo tipo. Aunque de color azul claro.

Wallander asintió.

—Svenstavik y Lödinge están lejos —dijo despacio—. Pero si no recuerdo mal Holger Eriksson vendía coches de la marca Chevrolet en esa época.

La sala quedó en silencio.

—Me pregunto si no habrá hecho Holger Eriksson el largo viaje hasta Svenstavik —continuó—. Y si Krista Haberman no le habrá acompañado de regreso.

Wallander se volvió hacia Svedberg.

—¿Tenía Eriksson la finca ya entonces?

Svedberg movió la cabeza afirmativamente.

Wallander miró a su alrededor en la habitación.

—Holger Eriksson murió atravesado por estacas al caer en una fosa. Si es cierto, como pensamos, que el asesino quita la vida a sus víctimas de forma que refleje fechorías cometidas por éstas anteriormente, me parece que podemos empezar a barruntar una conclusión sumamente desagradable.

Deseaba equivocarse. Pero no creía hacerlo.

—Creo que tenemos que empezar a buscar en las tierras de Holger Eriksson —dijo—. Me pregunto si no estará Krista Haberman enterrada en ellas, en algún sitio.

Eran las once menos diez. Miércoles 19 de octubre.