29

Poco antes de medianoche, Wallander se dio cuenta de que estaban llegando al límite de sus fuerzas. Llevaban reunidos desde las cinco y sólo habían hecho breves pausas para ventilar la sala de reuniones.

Hansson había encontrado la apertura que estaban necesitando. Habían logrado establecer una relación. Los perfiles de una persona que se movía como una sombra entre los tres hombres asesinados comenzaban a aparecer. Aunque seguían siendo sumamente cautos a la hora de dar por cierto el motivo, tenían ya, sin embargo, la impresión de que estaban moviéndose en las lindes de una serie de sucesos relacionados entre sí por la venganza.

Wallander les había reunido para avanzar todos juntos por el impracticable terreno. Hansson aportó una dirección. Pero todavía no tenían un plan que seguir.

El equipo tuvo, además, una vacilación. ¿Podía ser esto verdaderamente cierto? ¿Qué una misteriosa desaparición ocurrida muchos años antes, investigada en profundidad por policías de Jämtland, ya fallecidos, pudiera ayudarles a descubrir a un asesino que, entre otras muchas cosas, ponía afiladas estacas de bambú en un foso de Escania? Cuando se abrió la puerta y entró Nyberg, pocos minutos después de las seis, las dudas se desvanecieron. Nyberg ni siquiera fue a ocupar su sitio en el extremo de la mesa. Por una vez había dado muestras de excitación, cosa que nadie recordaba haber visto jamás.

—Había una colilla en el embarcadero —proclamó—. Logramos identificar una huella dactilar en ella.

Wallander le miró perplejo.

—Eso es imposible. ¿Huellas dactilares en una colilla?

—Hemos tenido suerte —replicó él—. Tienes razón, por lo general es imposible. Pero hay una excepción. Cuando el cigarrillo está liado a mano. Y éste lo estaba.

El silencio de la sala era sepulcral. Primero, Hansson encontraba un posible y hasta probable vínculo entre una mujer polaca, desaparecida desde hacía muchos años, y Holger Eriksson. Y ahora venía Nyberg diciendo que habían aparecido huellas dactilares en la maleta de Runfeldt y en el lugar donde encontraron a Blomberg dentro del saco.

Era como si aquello fuera excesivo para asumirlo en tan poco tiempo. Una investigación que venía arrastrándose, casi sin empuje, empezaba a acelerarse seriamente.

Después de dar la noticia, Nyberg se sentó.

—Un asesino fumador —dijo Martinsson—. Es más fácil de encontrar hoy que hace veinte años. Cada vez hay menos gente que fuma.

Wallander asintió distraído.

—Tenemos que seguir combinando estos asesinatos. Con tres personas muertas, necesitamos por lo menos nueve combinaciones. Huellas dactilares, horas, todo lo que apunte a un denominador común definitivo.

Miró a su alrededor en la habitación.

—Necesitaríamos establecer un horario minucioso. Sabemos que la persona o las personas que están detrás de esto actúan con una brutalidad escalofriante. Hemos encontrado un elemento casi exhibicionista en la forma en que las víctimas han sido asesinadas. Pero no hemos logrado leer el lenguaje del asesino. El código que hemos mencionado anteriormente. Tenemos la vaga sospecha de que nos habla. Él o ella o ellos. Pero ¿qué es lo que intentan decirnos? No lo sabemos. La cuestión ahora es ver si hay algún esquema determinado en todo esto que aún no hemos descubierto.

—¿Te refieres a si el asesino actúa cuando hay luna llena? —preguntó Svedberg.

—Eso es. La luna llena simbólica. ¿Cómo es en este caso? ¿Existe? Me gustaría que alguien hiciera un horario. ¿Hay algo ahí que pueda darnos una orientación?

Martinsson dijo que él se encargaría de recoger y ordenar todos los datos que tenían. Wallander sabía que, por iniciativa propia, había adquirido unos programas de ordenador elaborados por el cuartel general del FBI en Washington. Supuso que ahora Martinsson veía la posibilidad de utilizar alguno de ellos.

Luego empezaron a hablar de que, en realidad, sí había un centro. Ann-Britt Höglund puso el fragmento de un mapa del Estado Mayor en un proyector. Wallander se colocó al borde de la imagen luminosa.

—Empieza en Lödinge —señaló en el mapa—. De algún lugar llega una persona que comienza a vigilar la finca de Holger Eriksson. Suponemos que se desplaza en coche y que ha utilizado el camino de carros que hay al otro lado de la colina donde Eriksson tenía la torre. Un año antes quizás esta misma persona entró en su casa. Sin robar nada. Posiblemente para darle un aviso, como un presagio. Eso no lo sabemos. Aunque tampoco tiene que tratarse, necesariamente, de la misma persona.

Wallander señaló Ystad.

—Gösta Runfeldt está a punto de viajar a Nairobi, donde va a estudiar unas orquídeas raras. Todo está listo. La maleta hecha, el dinero cambiado, el billete. Incluso ha pedido un taxi para la hora temprana de la mañana en que va a ponerse en viaje. Pero no hay tal viaje. Desaparece completamente durante tres semanas.

El dedo volvió a moverse. Ahora señaló el bosque de Marsvinsholm, al oeste de la ciudad.

—Un corredor que se entrenaba le encuentra una noche. Atado a un árbol y estrangulado. Esquelético, sin fuerzas. De alguna manera, tuvo que estar prisionero el tiempo que estuvo desaparecido. Hasta aquí tenemos dos asesinatos en dos sitios diferentes, con Ystad como una especie de punto medio.

El dedo regresó al noreste.

—Encontramos una maleta en la carretera de Sjöbo. No muy lejos de un punto donde se tuerce para ir a la finca de Holger Eriksson. La maleta está a la vista, en el arcén. Pensamos inmediatamente que la tiraron donde apareció. Podemos, con razón, hacernos la pregunta de por qué justamente allí, ¿porque ese camino le conviene al asesino? No lo sabemos. Pero la pregunta es más importante de lo que quizás hemos pensado hasta ahora.

Wallander movió la mano otra vez. Hacia el lago Krageholmssjön, en el suroeste.

—Aquí encontramos a Eugen Blomberg. Eso significa que tenemos una zona delimitada que no es muy extensa. Treinta o cuarenta kilómetros entre los puntos más alejados. Entre estos sitios no se tarda más de media hora en coche.

Se sentó.

—Vamos a sacar unas cuantas conclusiones, prudentes y provisionales —añadió—. ¿Qué nos indica todo esto?

—Conocimiento del lugar —contestó Ann-Britt Höglund—. El sitio en el bosque de Marsvinsholm esta muy bien elegido. La maleta ha sido colocada en un lugar donde no hay ninguna casa desde la cual se pueda ver que un automóvil se detiene y alguien se baja y se deshace de un objeto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Martinsson.

—Porque lo he comprobado personalmente.

Martinsson no dijo nada más.

—Se tiene conocimiento del lugar o se obtiene conocimiento de éste —continuó Wallander—. ¿De qué se trata en este caso?

No estaban de acuerdo. Hansson opinaba que una persona de fuera podía muy bien aprender a moverse por los sitios que le interesaran. Svedberg pensaba lo contrario. Sobre todo la elección del paraje donde encontraron a Gösta Runfeldt indicaba que el asesino tenía un profundo conocimiento de la zona.

El propio Wallander tenía sus dudas. Anteriormente se había imaginado de forma vaga a una persona que venía de fuera. Ahora ya no estaba tan seguro.

No alcanzaron ningún acuerdo. Las dos posibilidades existían y había que tenerlas en cuenta hasta más ver. Tampoco pudieron descubrir un centro indiscutible. Con regla y compás, terminaban en las proximidades del punto donde apareció la maleta de Runfeldt. Pero eso no les llevaba a ninguna parte.

Esa noche volvieron una y otra vez a la maleta. Por qué había sido colocada junto a la carretera. Y por qué había sido rehecha por una persona que probablemente era una mujer. Tampoco pudieron darse una explicación convincente de por qué faltaba ropa interior. Hansson aventuró que tal vez Runfeldt fuera una persona anormal que nunca llevaba nada debajo. Pero nadie se lo tomó en serio. Tenía que haber otra explicación.

A las nueve de la noche, interrumpieron la sesión para ventilar la sala. Martinsson se fue al despacho a telefonear a casa, Svedberg se puso la chaqueta para dar un paseo. Wallander entró en un retrete a refrescarse la cara. Se miró al espejo. Tuvo la sensación de que su aspecto había cambiado después de la muerte de su padre. No podía decir, sin embargo, en qué consistía la diferencia. Movió la cabeza ante su imagen. Tenía que conseguir tiempo enseguida para pensar en lo sucedido. Su padre había muerto hacía varias semanas. Todavía no se había dado cuenta del todo de lo que había ocurrido. Eso le hacía sentir una vaga mala conciencia. Pensó también en Baiba. Tanto como le importaba y no la llamaba nunca.

Dudaba muchas veces de que un policía pudiera combinar su profesión con otra cosa. Lo que, por descontado, no era verdad. Martinsson tenía una relación estupenda con su familia. Ann-Britt Höglund cargaba, prácticamente sola, con la responsabilidad de los dos hijos. Era Wallander como persona privada quien no era capaz de hacer la combinación, no el policía.

Bostezó ante su imagen. Oyó por el pasillo que ya estaban volviendo. Decidió que ahora tenían que empezar a hablar de la mujer que se vislumbraba al fondo. Tratarían de verla y de ver el papel que realmente desempeñaba.

Eso fue también lo primero que dijo cuando se cerró la puerta.

—Se vislumbra a una mujer en todo esto. El resto de la noche, mientras podamos, tenemos que analizar este trasfondo. Hablamos de un motivo de venganza. Pero no somos especialmente claros. ¿Significa eso que nos equivocamos? ¿Qué miramos en dirección equivocada? ¿Qué puede haber una explicación completamente distinta?

Esperaron en silencio a que continuase. Pese a que el ambiente era apagado y cansino, notó que la concentración se mantenía.

Empezó retrocediendo. Regresó a Katarina Taxell, en Lund.

—Dio a luz aquí en Ystad. La visitaron dos noches. Aunque lo niega, yo estoy convencido de que la mujer desconocida fue a verla a ella precisamente. Así pues, miente. La cuestión es por qué. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué no quiere revelar su identidad? De todas las mujeres que aparecen en esta investigación, Katarina Taxell y la mujer vestida de enfermera son las dos primeras. Yo creo también que podemos partir de la base de que Eugen Blomberg es padre del niño que no llegó a ver. Katarina Taxell miente también sobre la paternidad. Cuando estuvimos en Lund con ella tuve la sensación de que casi no dijo una palabra que fuera verdad. Pero no sé por qué. Sin embargo me parece que podemos contar con que ella posee una clave importante de todo este cúmulo de enigmas.

—¿Por qué no la detenemos? —preguntó Hansson con cierto ardor.

—¿Con qué fundamento lo haríamos? —contestó Wallander—. Además, acaba de dar a luz. No podemos tratarla de cualquier manera. Creo que no diría nada más ni nada diferente de lo que ha dicho hasta ahora porque la sentáramos en una silla en la policía de Lund. Tenemos que tratar de andar a su alrededor, de buscar en su entorno, de extraer la verdad de algún modo.

Hansson asintió de mala gana.

—La tercera mujer en el entorno de Eugen Blomberg es su viuda —continuó diciendo Wallander, después del cruce de palabras con Hansson—. Nos dio informaciones importantes. Pero lo decisivo es el hecho de que no parece lamentar su muerte. Él la maltrataba, y a juzgar por las cicatrices, durante mucho tiempo y de forma grave. Esto confirma indirectamente la historia con Katarina Taxell, ya que dice que su marido siempre tuvo aventuras extramatrimoniales.

En el momento de pronunciar las últimas palabras pensó que estaba hablando como un pastor anticuado de alguna secta religiosa. Se preguntó cómo se habría expresado Ann-Britt Höglund.

—Digamos que los detalles en torno a Blomberg constituyen un patrón sobre el que volveremos.

Pasó a hablar de Runfeldt. Siguió retrocediendo hasta el suceso que estaba más alejado en el tiempo.

—Gösta Runfeldt era un hombre probadamente brutal. Lo atestiguan sus hijos. Detrás del amante de las orquídeas se escondía una persona muy diferente. Era además detective privado. No sabemos por qué. ¿Buscaba emociones? ¿No le bastaba con las orquídeas? No sabemos. Se puede adivinar que era una persona de naturaleza complicada y oscura.

Luego pasó a hablar de su esposa.

—Hice un viaje para ver un lago en las afueras de Ålmhult sin saber a ciencia cierta qué iba a encontrar. Pruebas no tengo. Pero puedo muy bien figurarme que Runfeldt, en realidad, mató a su esposa. Lo que pasó allí, sobre el hielo, no lo sabremos nunca. Los protagonistas han muerto. No hay testigos. Y, sin embargo, tengo la impresión de que alguien ajeno a la familia lo sabía. A falta de algo mejor tenemos que pensar en la posibilidad de que la muerte de la esposa guarda relación con el destino de Runfeldt.

Wallander pasó a hablar del desarrollo de los hechos.

—Va a viajar a África. Pero no llega a hacerlo. Algo se interpone. No sabemos cómo ocurre la desaparición. En cambio podemos precisar el tiempo bastante bien. No tenemos ninguna explicación del atraco a la floristería. Tampoco sabemos dónde lo han tenido preso. La maleta puede, claro está, señalarnos un vago rastro geográfico. Creo también que podemos atrevernos a sacar la prudente conclusión de que, de alguna manera, la maleta la ha vuelto a hacer una mujer. La misma mujer que, en ese caso, ha fumado un cigarrillo liado a mano en el embarcadero desde donde fue empujado al agua el saco con Blomberg en su interior.

—Pueden ser dos personas —objetó Ann-Britt Höglund—. Una la que ha fumado el cigarrillo y ha dejado huellas dactilares en la maleta. Y otra la que ha vuelto a hacer la maleta.

—Tienes razón —reconoció Wallander—. Cambio de opinión para afirmar que por lo menos ha estado presente una persona.

Miró a Nyberg.

—Estamos buscando —señaló éste—. Estamos buscando en la finca de Holger Eriksson. Hemos encontrado muchísimas huellas dactilares. Pero por ahora ninguna que coincida.

Wallander se acordó de repente de un detalle.

—La pinza de la tarjeta de identificación. La que encontramos en la maleta de Runfeldt. ¿Tenía huellas?

Nyberg movió la cabeza negativamente.

—Debería haberlas tenido —dijo Wallander sorprendido—. ¿No se usan los dedos para ponerse y quitarse una pinza?

Nadie tenía una explicación lógica que darle. Wallander continuó.

—Hasta aquí nos hemos acercado a unas cuantas mujeres de las cuales hay una que se repite —resumió—. Tenemos también malos tratos a mujeres y, tal vez, un asesinato encubierto. La cuestión que hemos de plantearnos es quién ha podido estar enterado. Quién ha podido tener motivo para vengarse. Suponiendo que el motivo sea la venganza.

—Tal vez tengamos una cosa más —dijo Svedberg rascándose la nuca—. Tenemos dos viejas investigaciones policiales que se han añadido al material. Y que quedaron estancadas. Una de Östersund y otra de Ålmhult.

Wallander asintió.

—Queda Holger Eriksson. Otro hombre brutal. Con mucho esfuerzo, aunque tal vez sea mejor decir con mucha suerte, podemos encontrar también a una mujer en su vida. A una polaca desaparecida hace casi treinta años.

Miró a su alrededor en la mesa antes de terminar su resumen.

—Con otras palabras, hay una pauta. Hombres brutales y mujeres desaparecidas, maltratadas y tal vez asesinadas. Y un paso más atrás, una sombra que sigue la huella de estos sucesos. Una sombra que tal vez sea una mujer. Una mujer que fuma.

Hansson dejó caer su lápiz en la mesa y movió la cabeza.

—No es verosímil pensar que hay una mujer de por medio —afirmó—. Y que al parecer tiene una fuerza física colosal y una fantasía macabra para encontrar refinados métodos de asesinar. ¿De qué manera podría interesarle lo que les ha sucedido a esas otras mujeres? ¿Es acaso amiga de ellas? ¿Cómo se han cruzado los caminos de estas personas?

—La pregunta no es sólo importante —contestó Wallander—. Es probablemente decisiva. ¿Cómo han entrado en contacto esas personas unas con otras? ¿Dónde hay que empezar a buscar? ¿Entre los hombres o entre las mujeres? Un comerciante de coches, poeta local y observador de pájaros; un amante de las orquídeas, detective privado y comerciante de flores; y, finalmente, un investigador de alergias. Blomberg, por lo menos, no parece haber tenido intereses insólitos. No parece haber tenido interés por nada. ¿O empezamos por las mujeres? Una madre que miente acerca de quién es el padre de su hijo recién nacido. Una mujer que se ahogó en el lago Stångsjön a las afueras de Ålmhult hace diez años. Una mujer polaca, que vivía en Jämtland y a la que le gustaban los pájaros, desaparecida desde hace casi treinta años. Y, por último, esta mujer que se desliza subrepticiamente por las noches en la Maternidad de Ystad y derriba comadronas. ¿Dónde están los puntos de contacto?

El silencio duró mucho rato. Todos se esforzaban por encontrar la respuesta. Wallander esperaba. El momento era importante. Lo que deseaba, sobre todo, era que alguien sacara una conclusión inesperada. Rydberg le había dicho muchas veces que la misión más importante del responsable de una investigación era estimular a sus colaboradores para que pensaran lo inesperado. Quería saber si lo había conseguido. Por fin, fue Ann-Britt Höglund la que rompió el silencio.

—Hay trabajos en los que dominan las mujeres —dijo—. Si estamos buscando a una enfermera, verdadera o falsa, parece que el sitio adecuado es la sanidad.

—Además, los pacientes llegan de lugares diferentes —continuó Martinsson—. Si pensamos que la mujer a la que buscamos ha trabajado en urgencias, habrá visto desfilar a muchas mujeres maltratadas. Ellas no la conocen. Pero ella sí sabe quiénes son. Sabe su nombre, su historial clínico.

Wallander comprendió que Ann-Britt Höglund y Martinsson habían dicho algo que podía ser verdad.

—No sabemos, a ciencia cierta, si es enfermera —dijo—. Lo único que sabemos es que no trabajaba en el departamento de Maternidad de Ystad.

—¿Por qué no puede trabajar en otro sitio del mismo hospital? —propuso Svedberg.

Wallander asintió con la cabeza lentamente. ¿Sería tan sencillo como eso? ¿Una enfermera del hospital de Ystad?

—Eso sería fácil de saber —dijo Hansson—. Aunque la documentación de los pacientes es un objeto sagrado que no puede tocarse ni abrirse, debería ser posible saber si la mujer de Gösta Runfeldt estuvo ingresada por malos tratos. Y, por qué no, también Krista Haberman. Wallander tomó otra dirección.

—Runfeldt y Eriksson, ¿han sido denunciados en alguna ocasión por malos tratos? Habría que averiguarlo. Y, en ese caso, esto empieza a parecer un camino a seguir.

—También hay otras posibilidades —alegó Ann-Britt Höglund, como si tuviera la necesidad de cuestionar su propuesta anterior—. Hay otros lugares de trabajo en los que dominan las mujeres. Existen grupos de apoyo para mujeres. Hasta las mujeres policía de Escania tienen su propia red de contacto.

—Tenemos que investigar todas las alternativas —resolvió Wallander—. Nos llevará tiempo. Pero creo que debemos darnos cuenta de que esta investigación se dispersa en muchos sitios a la vez. Sobre todo en el pasado. Revisar viejos papeles resulta siempre pesado, pero no veo otra posibilidad.

Las últimas dos horas antes de la medianoche las dedicaron a diseñar diferentes estrategias que deberían seguir en paralelo. Comoquiera que Martinsson no había conseguido encontrar hasta el momento ninguna relación entre las tres víctimas, no tenían más alternativa que buscar a lo largo de muchos caminos al mismo tiempo. Poco antes de la medianoche ya no avanzaban más.

Hansson formuló la última pregunta, la que todos habían estado esperando a lo largo de toda aquella larga noche.

—¿Volverá a suceder?

—No lo sé —contestó Wallander—. Por desgracia, temo que así sea. Tengo la sensación de que hay algo incompleto en lo sucedido. No me preguntes por qué. Es exactamente como lo estoy diciendo. Algo tan ajeno a lo policial como una sensación. Intuición, tal vez.

—Yo también tengo una sensación —dijo Svedberg.

Lo dijo con tanto ímpetu que todos se sorprendieron.

—¿No será que nos enfrentamos a una serie de asesinatos que van a seguir indefinidamente? Si se trata de alguien que apunta con dedo vengativo a hombres que han maltratado a mujeres, esto no se va a acabar nunca.

Wallander sabía que Svedberg muy bien podía estar en lo cierto. Él había tratado todo el tiempo de rechazar esa idea.

—El riesgo existe —contestó—. Lo que a su vez significa que tenemos que encontrar rápidamente a quien ha hecho esto.

—Refuerzos —dijo Nyberg, que apenas había hablado durante las dos últimas horas—. Si no, es imposible.

—Sí —reconoció Wallander—. Comprendo que vamos a necesitarlos. Especialmente después de lo que hemos hablado esta noche. Ya no podemos trabajar más de lo que trabajamos.

Hamrén levantó la mano indicando que quería decir algo. Estaba sentado junto a los dos policías de Malmö en uno de los extremos de la mesa.

—Me gustaría insistir en esto último —dijo—. Yo, pocas veces, por no decir ninguna, he participado en un trabajo policial tan efectivo y con tan pocas personas como aquí. Como estuve también este verano, puedo constatar que, evidentemente, no se trata de una excepción. Si pedís refuerzos, no puede haber nadie en su sano juicio que os los deniegue.

Los dos policías de Malmö asintieron con la cabeza.

—Lo hablaré con Lisa Holgersson mañana —dijo Wallander—. Voy a tratar también de que vengan dos mujeres. Al menos, puede que eso anime el ambiente.

La fatigada atmósfera se alivió por un momento. Wallander aprovechó la ocasión para levantarse. Era importante saber cuando poner fin a una reunión. Ahora era el momento. No avanzaban más y necesitaban dormir.

Wallander fue a su despacho a buscar su chaqueta. Hojeó el montón de avisos de llamadas, que aumentaba sin cesar. En lugar de ponerse la chaqueta, se dejó caer en la silla. Por el pasillo se oían pasos que se alejaban. Al poco rato, todo quedó en silencio. Enfocó la lámpara sobre la mesa. La habitación quedó en penumbra.

Eran las doce y media. Sin pensarlo, cogió el teléfono y marcó el número de Baiba en Riga. Sus hábitos de sueño eran muy irregulares, exactamente como los suyos. A veces se acostaba pronto y a veces se pasaba levantada la mitad de la noche. Nunca se sabía de antemano. Ahora contestó enseguida. Estaba despierta. Como de costumbre, trató de adivinar por el tono de su voz si se alegraba de su llamada. Nunca estaba seguro. Esta vez tuvo la impresión de que ella estaba un poco a la expectativa. Eso le hizo sentirse inseguro de repente. Quería tener garantías de que todo estaba bien. Preguntó cómo estaba y le explicó lo difícil que era la investigación. Ella quiso saber algunas cosas. Luego, él ya no supo cómo continuar. El silencio empezó a ir de un lado para otro entre Ystad y Riga.

—¿Cuándo vienes? —preguntó él por fin.

Baiba le contestó con una pregunta que le sorprendió, aunque debería haberlo hecho.

—¿Quieres verdaderamente que vaya?

—¿Por qué no iba a querer?

—No llamas nunca. Y cuando llamas, dices que, en realidad, no tienes tiempo de hablar conmigo. ¿Cómo vas a tener tiempo de verme si voy?

—Eso no es así.

—¿Cómo es entonces?

No supo el porqué de su reacción. Ni cuando sucedió ni más tarde. Trató de contener su propio impulso. Pero no pudo. Colgó el auricular de golpe. Se quedó con los ojos clavados en el teléfono. Luego se levantó y se marchó. Al pasar por la central de coordinación ya se había arrepentido. Pero conocía a Baiba lo suficiente para saber que no iba a coger el teléfono aunque la llamara.

Salió al aire de la noche. Un coche policial se alejaba hasta desaparecer junto a la torre de agua.

No hacía viento. El aire era frío. El cielo estaba despejado. Martes, 19 de octubre.

No entendía su reacción. ¿Qué habría ocurrido si hubiera estado a su lado?

Pensó en los hombres asesinados. Fue como si, de pronto, viera algo que no había visto antes. Una parte de sí mismo estaba escondida en toda esta brutalidad que le rodeaba. Él era una parte de ella.

La diferencia era de grado. Nada más.

Sacudió la cabeza. Sabía que llamaría a Baiba temprano por la mañana. Entonces contestaría. No tenía por qué ser tan grave. Ella comprendería. A ella también podía causarle irritación el cansancio. Y entonces le tocaría a él comprender.

Era la una. Debía irse a casa a dormir. O pedirle a una patrulla nocturna que le llevara. Echó a andar. La ciudad estaba desierta. En algún sitio patinó un coche con estrépito de neumáticos. Luego, silencio. Cuesta abajo hacia el hospital.

El equipo de investigación estuvo reunido durante casi siete horas. No había ocurrido nada en realidad. Y, sin embargo, fue una reunión rica en acontecimientos. «En los intervalos surge la claridad», dijo Rydberg una vez que estaba bastante borracho. Pero Wallander, que se encontraba por lo menos tan borracho como él, había entendido. Además, no lo había olvidado. Estaban en la terraza de Rydberg. Hacía cinco o seis años. Rydberg aún no estaba enfermo. Era una noche de junio, poco antes de San Juan. Se habían reunido para celebrar algo, Wallander había olvidado el qué.

En los intervalos surge la claridad.

Había llegado a la altura del hospital. Se detuvo. Dudó un momento. Luego rodeó el ala del edificio y llegó a urgencias. Llamó al timbre. Cuando le contestó una voz preguntó si la comadrona Ylva Brink estaba de servicio. Así era, y pidió que le dejaran pasar.

Ella salió a su encuentro hasta las puertas de cristal. Vio en su cara que estaba preocupada. Le sonrió. Su intranquilidad no disminuyó. Tal vez su sonrisa no fuera una sonrisa. O había poca luz.

Entraron. Ella le preguntó si quería tomar café. Él movió negativamente la cabeza.

—Voy a estar sólo un momento. ¿Estás muy ocupada?

—Sí. Pero tengo un ratito. Si no puede esperar hasta mañana…

—Seguramente puede esperar. Pero he aprovechado que iba hacia mi casa.

Estaban en la oficina. Una enfermera que iba a entrar se detuvo al ver a Wallander.

—No tiene importancia —dijo, y se marchó.

Wallander se inclinó sobre la mesa escritorio. Ylva Brink se había sentado en una silla.

—Supongo que habrás pensado bastante —empezó—. En la mujer aquella que te golpeó, me refiero. En quién era y por qué estaba aquí, por qué hizo lo que hizo. Le habrás dado vueltas y más vueltas. Has hecho una excelente descripción de su cara. Pero tal vez haya algún pequeño detalle que has recordado después.

—Tienes razón en que le he dado muchas vueltas. Pero he dicho todo lo que podía recordar de su cara.

—Pero no de qué color tenía los ojos.

—Porque no se los vi.

—Uno suele recordar los ojos de la gente.

—Fue todo muy rápido.

Él la creyó.

—Tal vez haya algo aunque no se refiera a su cara. Puede haber tenido una manera especial de moverse. O una cicatriz en una mano. Una persona está compuesta por muchos detalles. Nos parece que recordamos con mucha rapidez. Como si la memoria volase. En realidad es al contrario. Imagínate un objeto que casi puede flotar. Que se hunde en el agua extraordinariamente despacio. Así funciona la memoria. Ella movió la cabeza.

—Fue todo tan rápido… No recuerdo más que lo que he dicho. Y lo he intentado, de verdad.

Wallander asintió. No esperaba otra cosa.

—¿Qué ha hecho esa mujer?

—Te ha atacado. La estamos buscando. Creemos que puede darnos información importante. No puedo decir más.

Un reloj de pared marcaba casi las dos y media. Él le tendió la mano para despedirse. Salieron de la oficina.

Ella se detuvo, súbitamente.

—Tal vez haya una cosa más —dijo con vacilación.

—¿Cómo?

—No pensé en eso, entonces. Cuando me acerqué a ella y me golpeó. Lo pensé después.

—¿El qué?

—Llevaba un perfume especial.

—¿De qué manera especial?

Ella le miró casi implorante.

—No sé. ¿Cómo se describe un perfume?

—Ya sé que es de lo más difícil que hay. Pero inténtalo de todas formas.

Vio que ella hacía verdaderos esfuerzos.

—No —dijo al fin—. No encuentro palabras. Lo único que puedo decir es que era raro. ¿Se puede decir tal vez que era áspero?

—¿Más bien como loción para el afeitado?

Ella le miró asombrada.

—Sí, eso es. ¿Cómo lo has sabido?

—No sé. Se me ocurrió.

—Tal vez no debiera haberlo dicho, ya que no soy capaz de expresarme con más claridad.

—No lo creas. Puede resultar importante. Eso nunca se sabe hasta después.

Se despidieron junto a las puertas de cristal. Wallander cogió el ascensor para bajar y salió del hospital. Caminó deprisa. Tenía que dormir.

Pensó en las palabras de Ylva Brink.

Si quedaba rastro de perfume en la tarjeta de identificación, tendría que olerla por la mañana temprano.

Sin embargo, él ya sabía que era el mismo.

Buscaban a una mujer. Su perfume era especial.

Se preguntó si la encontrarían alguna vez.