28

Un bebé empezó a llorar de repente.

Katarina Taxell se levantó y salió de la habitación. En ese mismo instante Wallander decidió cómo iba a continuar la conversación. Estaba convencido de que no decía la verdad. Desde el primer momento percibió en ella algo impreciso y escurridizo. Sus largos años de policía en los que había tenido que aprender a percibir la diferencia entre mentira y verdad le habían proporcionado un sentido casi infalible para detectar cuando alguien faltaba a la verdad. Se levantó y se acercó a la ventana donde estaba Birch. Svedberg hizo lo mismo. Se acercaron y Wallander habló en voz baja, vigilando todo el tiempo la puerta por la que ella había desaparecido.

—No dice la verdad.

Los otros al parecer no habían notado nada. O estaban menos convencidos. Pero no hicieron ninguna objeción.

—Es posible que esto lleve tiempo —siguió Wallander—. Pero como, a mi juicio, ella tiene un significado decisivo para nosotros, no voy a conformarme. Ella sabe quién es esa mujer. Y yo estoy más convencido que nunca de que esa mujer es relevante.

Birch pareció empezar a comprender la relación.

—¿Quieres decir que es una mujer la que está detrás de todo esto? ¿Qué la autora es una mujer?

Parecía casi horrorizado de sus propias palabras.

—No tiene que ser necesariamente el asesino —contestó Wallander—. Pero en algún lugar de las cercanías del centro de esta investigación hay una mujer. De eso estoy convencido. Si no otra cosa, lo que hace es ocultar lo que, a su vez, puede estar detrás. Por eso tenemos que llegar a ella lo antes posible. Tenemos que averiguar quién es.

El bebé dejó de llorar. Svedberg y Wallander regresaron con rapidez a sus posiciones anteriores en la habitación. Pasó un minuto. Luego, Katarina Taxell volvió y se sentó en el sofá. Wallander advirtió que estaba muy en guardia.

—Volvamos a la Maternidad de Ystad —dijo Wallander con amabilidad—. Dices que dormías. Y que nadie te visitó esas noches.

—Nadie.

—Tú vives aquí, en Lund. Entonces, ¿por qué eliges Ystad para dar a luz?

—Los métodos que practican allí me atraen.

—Ya sé, ya. Mi propia hija, además, nació en Ystad.

Ella no reaccionó. Wallander se dio cuenta de que sólo quería contestar a sus preguntas. Aparte de eso, no estaba dispuesta a decir nada voluntariamente.

—Voy a hacerte ahora unas preguntas de índole personal. Como esto no es un interrogatorio, puedes decidir no contestar. Pero entonces debo advertirte de que puede resultar necesario para nosotros llevarte a la comisaría y someterte a un interrogatorio formal. Hemos venido porque estamos buscando informaciones sobre varios crímenes extraordinariamente brutales.

Siguió sin reaccionar. Su mirada estaba clavada en el rostro de Wallander. Era como si quisiera escudriñarle el cerebro. Había algo en sus ojos que le desazonaba.

—¿Has entendido lo que he dicho?

—He entendido. No soy tonta.

—¿Permites que te haga algunas preguntas de índole personal?

—No lo sabré hasta que las haya oído.

—Da la impresión de que vives aquí sola. ¿No estás casada?

—No.

La respuesta fue rápida y firme. «Dura», pensó Wallander. «Como si le pegase a algo».

—¿Puedo preguntar quién es el padre de tu hijo?

—No pienso contestar. Eso no puede tener interés para nadie más que para mí. Y para el niño.

—Si el padre del niño ha sido objeto de un delito violento, hay que reconocer que sí tiene que ver.

—Eso significaría que usted sabe quién es el padre de mi hijo. Pero no lo sabe. Así que la pregunta es absurda.

Wallander comprendió que ella tenía razón. Su cabeza regía a la perfección.

—Voy a hacerte otra pregunta. ¿Conoces a un hombre llamado Eugen Blomberg?

—Sí.

—¿De qué manera le conoces?

—Le conozco.

—¿Sabes que ha sido asesinado?

—Sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo vi en el periódico esta mañana.

—¿Es él el padre de tu hijo?

—No.

«Miente bien», se dijo Wallander. «Pero no lo bastante».

—¿No es cierto que Eugen Blomberg y tú teníais una relación?

—Así es.

—Y, sin embargo, él no es el padre de tu hijo.

—No.

—¿Cuánto tiempo duró la relación?

—Dos años y medio.

—Habrá tenido que ser en secreto, porque él estaba casado.

—Me mintió. Yo lo supe mucho más tarde.

—¿Qué pasó entonces?

—Rompí con él.

—¿Cuándo fue eso?

—Hará aproximadamente un año.

—¿Después de eso ya no volvisteis a veros?

—No.

Wallander aprovechó la ocasión para pasar al ataque.

—Hemos encontrado cartas en su casa escritas no hace más que un par de meses.

Ella no se dejó perturbar.

—Nos escribimos cartas. Pero no nos vimos.

—Todo eso resulta muy raro.

—Él me escribía. Yo le contesté. Quería que volviéramos a vernos, y yo no.

—¿Porque habías encontrado a otro hombre?

—Porque iba a tener un hijo.

—¿Y el nombre del padre no quieres decirlo?

—No.

Wallander echó una mirada a Svedberg, que tenía los ojos clavados en el suelo. Birch miraba por la ventana. Wallander sabía que los dos estaban en tensión.

—¿Quién piensas tú que puede haber matado a Eugen Blomberg?

Wallander lanzó la pregunta con toda su fuerza. Birch se movió junto a la ventana. El suelo crujió bajo su peso. Svedberg pasó a mirarse las manos.

—Yo no sé quién puede haber querido matarle.

El niño volvió a hacer ruido. Ella se levantó rápidamente y se ausentó de nuevo. Wallander miró a los otros. Birch movió la cabeza. Wallander intentó evaluar la situación. Iba a crear grandes problemas llamar a declarar a una mujer con un hijo de tres días. Además, no era sospechosa de nada. Tomó una decisión rápida. Volvieron a juntarse delante de la ventana.

—Voy a dejarlo aquí —dijo Wallander—. Pero quiero que la vigilen. Y quiero saber todo lo que se pueda conseguir sobre ella. Parece que tiene una empresa que vende productos para el pelo. Quiero saberlo todo de sus padres, de sus amigos, a qué se ha dedicado anteriormente. Todo. Hay que investigarla en todos los registros que haya. Tenemos que ponerla en claro.

—Nosotros nos encargamos de eso —dijo Birch.

—Svedberg se quedará aquí en Lund. Necesitamos a alguien que esté al tanto de los otros asesinatos.

—En realidad, yo preferiría volver. Ya sabes que no me encuentro muy bien fuera de Ystad.

—Lo sé —dijo Wallander—. Pero ahora mismo, no tenemos otro remedio. En cuanto llegue a Ystad le pediré a alguien que te sustituya. Pero no podemos tener a la gente viajando de un lado para otro sin necesidad.

De pronto apareció ella en la puerta. Llevaba al niño. Wallander sonrió. Se acercaron a ver al bebé. Svedberg, a quien le gustaban los niños aunque no tenía hijos, empezó a hacerle arrumacos.

Wallander notó algo que le resultaba raro. Se acordó de cuando Linda estaba recién nacida. Mona y él andaban con ella en brazos. Cuando la llevaba él, siempre tenía miedo de que se le cayera.

Luego descubrió lo que era: Katarina Taxell no llevaba al crío apretado contra su propio cuerpo. Era como si el niño en realidad no le perteneciera.

Experimentó desagrado. Pero no lo manifestó.

—No te molestamos más —dijo—. Con toda seguridad volveremos a hablar contigo.

—Espero que cojáis a quien asesinó a Eugen.

Wallander la miró. Luego asintió con la cabeza.

—Sí. Resolveremos esto. Te lo aseguro.

Salieron a la calle. El viento había arreciado.

—¿Qué piensas de ella? —preguntó Birch.

—Está claro que no dice la verdad —respondió Wallander—. Pero era como si tampoco mintiera.

Birch le miró inquisitivo.

—¿Cómo quieres que interprete eso? ¿Cómo que mentía y decía la verdad al mismo tiempo?

—Más o menos. Lo que eso significa, no lo sé.

—Me he fijado en un pequeño detalle —señaló Svedberg de repente—. Ha dicho «a quien». No «al que».

Wallander asintió. También él lo había observado. Ella esperaba que cogieran a «quien» había matado a Eugen Blomberg.

—¿Puede tener eso algún significado? —preguntó Birch, un tanto escéptico.

—No lo sé. Pero tanto Svedberg como yo lo registramos. Y eso, a su vez, tal vez signifique algo.

Acordaron que Wallander regresaría a Ystad en el automóvil de Svedberg. Prometió también enviar a alguien que le sustituyera en Lund lo más pronto posible.

—Esto es importante —volvió a remacharle luego a Birch—. Katarina Taxell ha recibido la visita de esa mujer en el hospital. Tenemos que enterarnos de quién es. La comadrona a la que atacó ha dado una descripción bastante buena de su aspecto.

—Dámela —pidió Birch—. Puede ocurrir que vaya a verla a su casa también.

—Es muy alta. Ylva Brink mide un metro setenta y cuatro. Piensa que la mujer medirá un metro ochenta. Pelo oscuro, no muy largo, lacio. Ojos azules, nariz afilada, labios delgados. Robusta, sin dar la impresión de estar gorda. Pecho no muy pronunciado. La potencia del golpe indica que tiene fuerza. Posiblemente está bien entrenada.

—Es una descripción que sirve para bastantes personas.

—Eso pasa con todas las descripciones. Pero cuando se encuentra a la persona buscada uno se da cuenta enseguida.

—¿Dijo alguna cosa? ¿Cómo era la voz?

—No dijo ni una palabra. No hizo más que golpearla.

—¿Se fijó en los dientes?

Wallander miró a Svedberg, que negó con la cabeza.

—¿Iba maquillada?

—No más de lo normal.

—¿Cómo eran las manos? ¿Llevaba uñas postizas?

—Eso, sabemos con seguridad que no llevaba. Ylva dijo que se hubiera dado cuenta.

Birch había tomado algunas notas. Movió la cabeza.

—Veremos lo que podemos hacer. La vigilancia de la casa la haremos con toda discreción. Ella va a estar muy alerta.

Se separaron. Svedberg le dio a Wallander las llaves de su coche. Durante el viaje a Ystad, Wallander trató de entender por qué no quiso revelar Katarina Taxell que había tenido visita dos veces durante las noches pasadas en la Maternidad de Ystad. ¿Quién era la mujer? ¿Qué relación tenía con Katarina Taxell y con Eugen Blomberg? ¿Cómo se entretejían los hilos? ¿Cómo era la cadena que llevaba al asesinato?

Abrigaba también una inquietud en su interior. La inquietud de estar equivocándose completamente. Podía ser que estuviera haciendo perder el rumbo a la investigación, llevándola a una zona de invisibles arrecifes subacuáticos que al final harían que todo se fuera a pique.

Nada podía atormentarle más o quitarle el sueño, o darle dolor de estómago. Navegar a toda vela hacia el fracaso de una investigación criminal. Le había pasado en otras ocasiones. Ver cómo, de pronto, las pistas se dispersaban hasta parecer irreconocibles. No había quedado más remedio que empezar de nuevo por el principio. Y la culpa había sido suya.

A las nueve y media aparcó ante el edificio de la policía de Ystad. Al entrar en la recepción, le detuvo Ebba:

—Tenemos un caos total.

—¿Qué ha pasado?

—Lisa Holgersson quiere hablar contigo ahora mismo. Se trata del hombre que Svedberg y tú habéis encontrado esta noche en la carretera.

—Voy a hablar con ella.

—Ve enseguida.

Wallander fue directamente al despacho de Lisa Holgersson. La puerta estaba abierta. Hansson estaba allí sentado, muy pálido.

A todas luces, ella estaba más alterada de lo que jamás la había visto. Le indicó que se sentara.

—Creo que debes escuchar a Hansson.

Wallander se despojó de la chaqueta y se sentó.

—Åke Davidsson —comenzó Hansson—. He tenido una larga conversación con él esta mañana.

—¿Qué tal está?

—No es tan grave como parece. Pero, con todo, es bastante serio. Por lo menos tanto como la historia que tenía que contar.

Más tarde Wallander pensó que Hansson no había exagerado. Estuvo escuchándole, primero con asombro, luego con indignación creciente. Sus palabras fueron concisas y claras. Pero la historia rebasaba sus propios límites. Wallander pensó que esa mañana de otoño había oído algo que nunca creyó que podría ocurrir. Ahora había sucedido y no les quedaba otro remedio que resignarse. Suecia cambiaba continuamente. Las más de las veces, los procesos se desarrollaban sigilosamente sólo se podían identificar con posterioridad. Pero, en ocasiones, Wallander tenía la impresión de que el cuerpo social sufría un estremecimiento. Por lo menos cuando consideraba y vivía los cambios como policía.

La historia que contó Hansson de Åke Davidsson era una sacudida de esa índole que, a su vez, hizo que la conciencia de Wallander se sobresaltase.

Åke Davidsson trabajaba en la Oficina de Prestaciones Sociales de Malmö. Estaba registrado como parcialmente incapacitado a causa de su visión deficiente. Después de luchar durante muchos años había conseguido el permiso de conducir aunque con ciertas limitaciones. Desde finales de los años setenta, Davidsson mantenía relaciones con una mujer de Lödinge. La noche anterior, esa relación había terminado. Por lo general, Åke Davidsson se quedaba a dormir en Lödinge, ya que, en realidad, no le estaba permitido conducir de noche. Ahora se veía obligado a hacerlo de todas maneras. Se equivocó de camino y, por fin, tuvo que pararse para preguntar. Entonces le atacó una patrulla nocturna compuesta por vigilantes voluntarios que se habían organizado en Lödinge. Le trataron de ladrón negándose a aceptar sus explicaciones. Había perdido las gafas, quizá se habían roto. Le golpearon hasta dejarle sin sentido y no volvió en sí hasta que le recogieron en la camilla.

Ésa era la historia de Hansson sobre Åke Davidsson. Pero había más:

—Åke Davidsson es un hombre pacífico que, además de ver mal, sufre de tensión alta. He hablado con algunos de sus compañeros de trabajo en Malmö, que están muy indignados. Uno de ellos me contó una cosa que Åke Davidsson no me dijo. Posiblemente, debido a que es una persona modesta.

Wallander escuchaba.

—Åke Davidsson es un miembro entregado y muy activo de Amnistía Internacional. La cuestión es si dicha organización no debería ocuparse también de Suecia a partir de ahora. Si no se frena esta maraña de brutales vigilantes nocturnos y milicias ciudadanas.

Wallander estaba mudo. Se sentía mal y lleno de rabia.

—Tienen un jefe los tipos esos —continuó Hansson—. Se llama Eskil Bengtsson y tiene una empresa de transportes en Lödinge.

—Hay que acabar con esto —dijo Lisa Holgersson—. Aunque estemos hasta el cuello con los asesinatos. Tenemos que hacer un plan, por lo menos, de cómo actuar.

—Ese plan ya está hecho —afirmó Wallander levantándose—. Es muy sencillo. Consiste en que vayamos a detener a Eskil Bengtsson. Y luego sigamos deteniendo a todos los que estén envueltos en esas milicias ciudadanas. Åke Davidsson puede identificarlos uno por uno.

—Pero ve muy mal —dijo Lisa Holgersson.

—La gente que ve mal suele tener buen oído —contestó Wallander—. Si no he entendido mal, no dejaron de hablar mientras le apaleaban.

—Me pregunto si esto tiene algún fundamento —titubeó ella—. ¿Qué pruebas tenemos, en realidad?

—Para mí lo tiene —dijo Wallander—. Naturalmente, puedes darme la orden de permanecer aquí.

Ella sacudió la cabeza.

—Ve para allá —dijo—. Cuanto antes, mejor.

Wallander le hizo un gesto a Hansson. Se pararon a hablar en el pasillo.

—Quiero dos coches patrulla —dijo Wallander golpeando el hombro de Hansson enérgicamente con un dedo—. Con las luces encendidas y las sirenas conectadas. Tanto al salir como al entrar en Lödinge. Tampoco estaría mal que les pasáramos aviso a los periódicos.

—No creo que podamos —dijo Hansson preocupado.

—Claro que no podemos. Salimos dentro de diez minutos. En el coche podemos hablar de los papeles de Östersund.

—Todavía me falta un kilo. Es una investigación increíble. Paso a paso. Hay incluso un hijo que ha continuado las pesquisas de su padre.

—En el coche —interrumpió Wallander—. No aquí.

Cuando Hansson se marchó, Wallander fue a la recepción. Habló en voz baja con Ebba. Ella asintió y prometió hacer lo que le decía. Cinco minutos más tarde ya estaban en camino. Se alejaron de la ciudad con las luces y las sirenas conectadas.

—¿Por qué le detenemos? —preguntó Hansson—. Me refiero a Eskil Bengtsson, el transportista.

—Es sospechoso de apaleamiento grave —contestó Wallander—. De instigación a la violencia. A Davidsson lo han tenido que llevar a la carretera. Así que también podemos probar con rapto. Agitación.

—Vas a tener a Per Åkeson encima a causa de esto.

—No es del todo seguro —repuso Wallander.

—Parece que salimos a buscar a gente verdaderamente peligrosa.

—Estás en lo cierto. Salimos en busca de gente verdaderamente peligrosa. En este momento me resulta difícil pensar en nadie que sea más peligroso para la seguridad legal de este país.

Frenaron al llegar al establecimiento de Eskil Bengtsson, a la entrada del pueblo. Había dos camiones y una excavadora. Un perro ladraba furioso en su caseta.

—A por él —ordenó Wallander.

Al llegar a la puerta exterior, ésta se abrió y apareció un hombre fornido con un vientre abultado. Wallander le echó una mirada a Hansson, y éste asintió con la cabeza.

—Soy el comisario Wallander, de la policía de Ystad. Ponte una chaqueta. Vienes con nosotros.

—¿Adónde?

La arrogancia del hombre hizo que Wallander estuviera a punto de perder los estribos. Hansson lo notó y le cogió del brazo.

—Vas a venir a Ystad —contestó Wallander con forzada calma—. Y sabes muy bien por qué.

—Yo no he hecho nada —dijo Eskil Bengtsson.

—Sí has hecho, sí —dijo Wallander—. Has hecho incluso demasiado. Si no vas a por la chaqueta tendrás que venir sin ella.

Una mujer pequeña y delgada apareció al lado del hombre.

—¿Qué pasa? —gritó con voz estridente—. ¿Qué ha hecho?

—No te metas en esto —repuso el hombre empujándola al interior de la casa.

—Ponle las esposas —ordenó Wallander.

Hansson le miró sin comprender nada.

—¿Por qué?

Wallander ya había agotado toda su paciencia. Se volvió a uno de los coches y cogió unas esposas. Luego subió las escaleras, le dijo a Eskil Bengtsson que extendiera las manos y se las puso. Todo ocurrió tan rápidamente que Bengtsson no tuvo tiempo de reaccionar. Al mismo tiempo, relumbró un fogonazo. Un fotógrafo que acababa de saltar del coche había hecho una foto.

—¿Cómo coño sabe la prensa que estamos aquí? —preguntó Hansson.

—Eso digo yo —dijo Wallander pensando que Ebba era de fiar y rápida—. En marcha.

La mujer que había sido metida en casa a empujones volvió a salir. De repente, la emprendió con Hansson y empezó a darle golpes con los puños. El fotógrafo tomaba imágenes. Wallander condujo a Eskil Bengtsson al coche.

—Esto te va a costar muy caro —dijo Eskil.

Wallander sonrió.

—Sin duda. Pero no va a ser nada comparado con lo que te espera a ti. ¿Empezamos por los nombres ya? ¿Quiénes eran los que estaban esta noche?

Eskil Bengtsson no contestó. Wallander le metió con malos modos en el interior del vehículo. Hansson, mientras tanto, se había librado de la enfurecida mujer.

—Por los cojones que era ella la que tenía que haber estado en la caseta —dijo.

Estaba tan alterado que temblaba. La mujer le había hecho un profundo arañazo en una mejilla.

—Vámonos —dijo Wallander—. Tú vete en el otro coche y sigue hasta el hospital. Quiero saber si Åke Davidsson oyó algún nombre. Y si vio a alguien que pudiera ser Eskil Bengtsson.

Hansson asintió y se fue. El fotógrafo se acercó a Wallander.

—Tuvimos una llamada anónima —dijo—. ¿Qué es lo que pasa?

—Unas cuantas personas de por aquí atacaron y apalearon gravemente a una persona inocente ayer por la noche. Parece que están organizados en una especie de milicia ciudadana. La víctima era inocente de todo, salvo de que se había equivocado de camino. Ellos dijeron que era un ladrón, y le dieron una paliza que casi le mata.

—¿Y el hombre que lleváis en el coche?

—Es sospechoso de complicidad. Sabemos, además, que es uno de los que iniciaron esta maldición. No queremos ningún tipo de milicias ciudadanas en Suecia. Ni aquí en Escania ni en ninguna otra parte del país.

El fotógrafo quería hacer otra pregunta. Wallander levantó la mano en señal de rechazo.

—Habrá una conferencia de prensa. Nos vamos.

Wallander gritó que volvieran a poner en marcha las sirenas para volver. Varios coches de curiosos se habían parado junto a la entrada de la finca. Wallander se hizo sitio en la parte de atrás, junto a Eskil Bengtsson.

—¿Qué, empezamos con los nombres? Así ahorramos tiempo. Tú y yo.

Eskil Bengtsson no contestó. Wallander notó que olía mucho a sudor.

A Wallander le costó tres horas conseguir que Eskil Bengtsson reconociera haber participado en el apaleamiento de Åke Davidsson. Luego, todo fue muy deprisa. Eskil Bengtsson denunció a otros tres hombres que también habían estado presentes. Wallander dio orden de que se les detuviera de inmediato. El coche de Åke Davidsson, abandonado en un almacén de maquinaria, ya estaba en la comisaría. Poco después de las tres de la tarde, Wallander convenció a Per Åkeson de que los cuatro hombres debían ser retenidos. Inmediatamente después de la conversación con Åkeson, se dirigió a la sala, donde esperaba un nutrido grupo de periodistas. Lisa Holgersson había informado ya de los sucesos de la noche anterior cuando entró Wallander. Esta vez tenía realmente ganas de encontrarse con la prensa. Pese a que comprendió que Lisa Holgersson ya había dado la información fundamental, contó de nuevo todo el desarrollo de los hechos. Era como si hubiera que decirlo una y mil veces.

—El fiscal acaba de arrestar a cuatro personas —declaró—. No cabe la menor duda de que son culpables de malos tratos. Pero lo más grave es que no tenían por qué ser éstas precisamente. Hay otras cinco o seis personas implicadas en una cadena que constituye un comando de vigilancia privado aquí en Lödinge. Se trata de personas que han decidido ponerse por encima de la ley. Las consecuencias de eso podemos verlas, en este caso, en un hombre inocente, con visión deficiente y tensión arterial alta, que está a punto de ser asesinado cuando se equivoca de carretera. La cuestión es si queremos que las cosas sigan así. Que sea un peligro de muerte conducir a la derecha o a la izquierda. ¿Es así? ¿Es que, desde ahora, nos vemos todos, unos a otros, como ladrones, violadores y homicidas? No soy capaz de decirlo con la necesaria claridad. Algunos de los que han sido inducidos a participar en esas ilegales y peligrosas milicias ciudadanas, tal vez no se han dado cuenta de dónde se han metido. Pueden obtener el perdón si se salen de inmediato. Pero los que han entrado en eso con plena conciencia de lo que hacían no tienen defensa. Los cuatro hombres que hoy hemos detenido son, por desgracia, ejemplo de esto último. Lo único que cabe esperar es que la condena que les caiga resulte disuasoria para otros.

Wallander había puesto énfasis en sus palabras. Se notó en los periodistas, que no se echaron de inmediato sobre él con preguntas. Éstas fueron escasas y sólo para confirmar determinados detalles. Ann-Britt Höglund y Hansson se encontraban al fondo de la sala. Wallander trataba de ver entre los periodistas presentes al hombre del Anmärkaren. Pero no estaba.

Al cabo de una media hora, la conferencia de prensa había terminado.

—Lo has hecho muy bien —dijo Lisa Holgersson.

—Sólo había una forma de hacerlo —contestó Wallander.

Ann-Britt Höglund y Hansson hicieron señal de aplaudir cuando se les acercó. Wallander no se sentía alegre. Sí, en cambio, muy hambriento. Y con necesidad de respirar aire puro. Miró el reloj.

—Dadme una hora —dijo—. Nos vemos a las cinco. ¿No ha vuelto Svedberg?

—Está de camino.

—¿Quién le sustituye?

—Augustsson.

—¿Quién es ése? —preguntó Wallander sorprendido.

—Uno de los de Malmö.

Wallander ya había olvidado el nombre. Asintió con la cabeza.

—A las cinco —repitió—. Tenemos mucho que hacer.

Se detuvo en la recepción y le dio las gracias a Ebba por su ayuda. Ella sonrió.

Wallander fue paseando hasta el centro. Hacía viento. Se sentó en la cafetería de la estación de autobuses y se comió dos bocadillos. Sació su hambre. Tenía la cabeza vacía. Hojeó un semanario medio roto. Al volver a la comisaría se detuvo y compró una hamburguesa. Tiró la servilleta a la papelera y volvió a pensar en Katarina Taxell. Para él ya no existía Eskil Bengtsson. Pero Wallander sabía que tendría que volver a confrontarse con diferentes milicias ciudadanas locales. Lo que le había sucedido a Åke Davidsson no era más que el comienzo.

A las cinco y cinco estaban todos en la sala de reuniones. Wallander empezó haciendo una exposición de lo que sabían hasta ese momento sobre Katarina Taxell. Se dio cuenta enseguida de que los presentes escuchaban con gran atención. Por primera vez desde que empezaron la investigación tuvo la sensación de que se estaban acercando a algo que tal vez significara el gran avance. Esta sensación se reforzó aún más cuando habló Hansson.

—El material sobre el caso de Krista Haberman es descomunal —informó—. He dispuesto de muy poco tiempo y puede que se me haya escapado algo importante. Pero he encontrado una cosa que quizá tenga interés.

Hojeó sus papeles hasta encontrar lo que buscaba.

—En algún momento, inmediatamente después de la mitad de los años sesenta, Krista Haberman estuvo en Escania en tres ocasiones. Había establecido contacto con un ornitólogo que vivía en Falsterbo. Muchos años más tarde, cuando ya hacía tiempo que ella había desaparecido, un policía llamado Fredrik Nilsson viaja desde Östersund para hablar con este hombre de Falsterbo. Por cierto, que ha anotado que todo el camino lo hizo en tren. El hombre de Falsterbo se llama Tandvall. Erik Gustav Tandvall. Cuenta sin reticencias que ha recibido visitas de Krista Haberman. Sin que se diga claramente se puede deducir que han mantenido una aventura. Pero el policía Nilsson, de Östersund, no encuentra nada sospechoso en todo ello. La aventura entre Haberman y Tandvall terminó mucho antes de que ella desapareciera sin dejar rastro. Seguro que Tandvall no tiene nada que ver con su desaparición. Con eso, queda tachado de la investigación y ya no vuelve a aparecer.

Hansson había leído sus notas. Ahora miró a los que le escuchaban.

—Ese nombre me sonaba —continuó—. Tandvall. Un nombre poco frecuente. Tuve la impresión de que lo había visto antes. Tardé un rato en recordar dónde: en una lista de personas que habían trabajado para Holger Eriksson como vendedores de coches.

El silencio era ahora absoluto. La tensión, enorme. Todos se daban cuenta de que Hansson había logrado encontrar un nexo de unión de la mayor importancia.

—El vendedor de coches no se llamaba Erik Tandvall —prosiguió—. Se llamaba Göte de nombre, Göte Tandvall. Justo antes de empezar la reunión conseguí la confirmación de que se trata del hijo de Erik Tandvall. Debo decir también que Erik Tandvall murió hace un par de años. Al hijo no he conseguido localizarle aún.

Hansson se calló.

Nadie dijo nada en un rato.

—Esto significa, en otras palabras, que existe la posibilidad de que Holger Eriksson se encontrara con Krista Haberman —dijo Wallander lentamente—. Una mujer que después desaparece sin dejar rastro. Una mujer de Svenstavik, donde hay una iglesia que recibe una donación de acuerdo con una manda del testamento de Eriksson.

De nuevo reinó el silencio en la sala.

Todos comprendían lo que eso suponía.

Alguna cosa empezaba, por fin, a relacionarse con otra.