Sólo cuando la puerta se cerró a sus espaldas se dio cuenta de lo que había ocurrido. Anduvo los pocos pasos que le separaban de su coche y se sentó al volante. Luego dijo su propio nombre en voz alta: Åke Davidsson.
Åke Davidsson iba a ser a partir de ahora un hombre muy solo. No esperaba que esto pudiera sucederle a él. Que la mujer con la que mantenía relaciones desde hacía tantos años, aunque no vivieran en la misma casa, le dijera un día que no quería seguir. Y que le echara.
Se echó a llorar. Le dolía. No lo entendía. Pero ella había actuado con toda determinación. Le dijo que se fuera y que no volviera nunca más. Había conocido a otro hombre que, seguramente, estaba dispuesto a vivir con ella.
Era casi medianoche. Lunes 17 de octubre. Miró hacia la oscuridad. Sabía que no debía conducir cuando estaba oscuro. Tenía los ojos bastante mal. En realidad, sólo podía conducir con gafas especiales y de día. Entrecerró los ojos y miró el parabrisas. Distinguió a duras penas los bordes de la carretera. Pero no iba a quedarse allí toda la noche. Tenía que volver a Malmö.
Puso el coche en marcha. Estaba muy triste y no podía entender lo que había ocurrido.
Dobló hacia la carretera. Le resultaba muy difícil ver. Tal vez fuera más fácil cuando estuviera en la carretera principal. Ahora, lo más importante para él era salir de Lödinge.
Pero se equivocó de camino. Las carreteras eran muchas, estrechas y todas iguales en la oscuridad. A las doce y media, se dio cuenta de que estaba completamente perdido. Había llegado a una especie de explanada en la que parecía desembocar la carretera. Empezó a dar marcha atrás. De repente distinguió una sombra a la luz de los faros. Alguien se acercaba al coche. Se sintió aliviado. Allí fuera había alguien que podría indicarle cómo seguir.
Abrió la portezuela del coche y se apeó.
Luego, todo fue oscureciendo.
Svedberg tardó un cuarto de hora en encontrar el papel que Wallander quería ver. Wallander fue muy claro cuando Svedberg llegó a su despacho.
—Puede ser un disparo al azar. Pero estamos buscando a una mujer cuyas iniciales son K. A., que acaba de parir o está a punto de hacerlo aquí en Escania. Creímos que sería en Lund. Pero no es así. Puede ser, en cambio, en Ystad. Si no me equivoco, aquí se practican ciertos métodos que hacen que la Maternidad de Ystad sea conocida incluso en el extranjero. Y precisamente en esa Maternidad ocurre algo raro una noche. Y luego, otra vez. Puede que sea un disparo al aire. Pero, así y todo, quiero saber qué pasó.
Svedberg encontró el papel con las anotaciones. Regresó al despacho, donde Wallander le esperaba impaciente.
—Ylva Brink —dijo Svedberg—. Es prima mía. Lo que suele llamarse una prima lejana. Y es comadrona en la Maternidad. Vino a decirme que una mujer desconocida había aparecido una noche en su sección. Y que se había quedado intranquila.
—¿Y por qué?
—Sencillamente porque no es normal que una persona desconocida aparezca en la Maternidad por la noche.
—Vamos a repasar esto a fondo. ¿Cuándo ocurrió por primera vez?
—La noche entre el 30 de septiembre y el 1 de octubre.
—Pronto hará tres semanas. ¿Y tu prima se preocupó?
—Vino por aquí al día siguiente, que era sábado. Hablé con ella un rato. Fue entonces cuando hice estas anotaciones.
—Y después, volvió a ocurrir.
—La noche del 13 de octubre. Por una casualidad, Ylva también trabajaba esa noche. Me llamó por la mañana.
—¿Qué había pasado?
—La desconocida había vuelto a aparecer. Cuando Ylva trató de detenerla, la mujer le dio un puñetazo que la tiró al suelo. Ylva dijo que había sido como una coz de caballo.
—¿No había visto nunca a esa mujer?
—Nunca.
—¿Iba de uniforme?
—Sí. Pero Ylva estaba completamente segura de que no trabajaba allí.
—¿Cómo podía estar segura de eso? En el hospital tiene que trabajar mucha gente a la que ella no conoce.
—Ylva dijo que estaba segura. Por desgracia, nunca le pregunté la razón.
Wallander reflexionó.
—Esa mujer se ha interesado por la Maternidad entre el 30 de septiembre y el 13 de octubre —dijo luego—. Hace dos visitas nocturnas y no duda en atacar a una comadrona. La cuestión es ¿qué fue a hacer allí?
—Eso se pregunta Ylva también.
—¿No obtuvo respuesta?
—Registraron la sección las dos veces. Pero todo estaba en orden.
Wallander miró el reloj. Casi las once menos cuarto.
—Quiero que llames a tu prima. Siento mucho que quizá la despertemos.
Svedberg asintió. Wallander señaló su teléfono. Sabía que Svedberg, que era en general olvidadizo, tenía una memoria de elefante para los números de teléfono. Svedberg marcó el de su prima. Esperó un buen rato, pero nadie contestó.
—Si no está en casa es que está trabajando —dijo cuando colgó.
Wallander se levantó rápidamente.
—Tanto mejor. No he estado en la Maternidad desde que nació Linda.
—La sección antigua la han tirado. Todos los pabellones son de construcción reciente.
No tardaron más que dos minutos en llegar, en el vehículo de Svedberg, desde la comisaría a la entrada de urgencias del hospital. Wallander recordó una noche, años atrás, en la que se despertó con terribles dolores en el pecho y pensó que le había dado un infarto. Entonces la entrada de urgencias estaba en otro sitio. Ahora, todo parecía nuevo en el hospital. Llamaron al timbre. Enseguida llegó un vigilante a abrirles. Wallander mostró su placa. Subieron las escaleras hasta la sección de Maternidad. El vigilante había avisado que estaban en camino. Una mujer les aguardaba a la entrada del departamento.
—Mi prima —hizo las presentaciones Svedberg—, Ylva Brink.
Wallander saludó. Al fondo se veía a una enfermera. Ylva Brink les condujo a una pequeña oficina.
—En este momento está todo muy tranquilo —dijo—. Pero puede cambiar en cuestión de minutos.
—Voy a ir derecho al grano —dijo Wallander—. Sé que todos los datos de personas que, por diversas razones, son hospitalizadas deben tratarse con discreción. No tengo intención de saltarme esa regla. Lo único que, por el momento, quiero saber es si entre el 30 de septiembre y el 13 de octubre hubo alguien en esta sección, una mujer encinta, con las iniciales K. A. Como Karin Andersson.
Una nube de inquietud pasó por la cara de Ylva Brink.
—¿Ha pasado algo?
—No. Necesito únicamente identificar a una persona. Nada más.
—No puedo contestar. Son datos completamente confidenciales. Salvo que la parturienta haya escrito un papel diciendo que se puede informar de su estancia aquí. A mi entender eso abarca también a las iniciales.
—Tarde o temprano alguien tendrá que contestar a mi pregunta —replicó Wallander—. El problema es que necesito saberlo ahora.
—Lo siento, pero no puedo ayudarte.
Svedberg no había dicho ni media palabra. Wallander vio que tenía una arruga en la frente.
—¿Hay un retrete por aquí? —preguntó Svedberg.
—A la vuelta de la esquina.
Svedberg le hizo un gesto a Wallander.
—Dijiste que tenías que ir al lavabo. Aprovecha ahora.
Wallander entendió. Se levantó y salió de la habitación. Dejó pasar cinco minutos antes de volver.
Ylva Brink no estaba. Svedberg inspeccionaba unos papeles sobre la mesa escritorio.
—¿Qué le dijiste? —preguntó Wallander.
—Que no avergonzara a la familia —contestó Svedberg—. Además le expliqué que le podía caer un año de cárcel.
—Pero ¿por qué? —se asombró Wallander.
—Por dificultar el desempeño de servicios.
—No creo que exista esa figura.
—Eso ella no lo sabe. Aquí tienes todos los nombres. Lo mejor será que nos demos prisa.
Repasaron la lista. Ninguna de las mujeres respondía a aquellas iniciales. Wallander se lo temía. Un disparo fallido.
—A lo mejor no eran iniciales —dijo Svedberg pensativo—. A lo mejor «ka» significa otra cosa.
—¿Qué, por ejemplo?
—Es que aquí hay una Katarina Taxell —Svedberg señaló con el dedo—. A lo mejor las letras son simplemente una abreviatura de Katarina.
Wallander miró el nombre. Volvió a repasar la lista. No había ningún otro nombre que tuviera la combinación «ka». Ninguna Karin, ninguna Karolina. Ni con ka ni con ce.
—Puede que tengas razón —dijo dubitativo—. Apunta la dirección.
—No está aquí. Sólo está el nombre. Lo mejor será que esperes abajo mientras yo hablo con Ylva otra vez.
—Conténtate con que no avergüence a la familia. No hables de condenas. Podemos tener problemas luego. Quiero saber si Katarina Taxell sigue ingresada aquí. Si ha tenido visitas. Si su caso ofrece algo especial. Sus circunstancias familiares. Pero, sobre todo, dónde vive.
—Tardará un rato. Ylva está ocupada con un parto.
—Esperaré —contestó Wallander—. Toda la noche si hace falta.
Cogió un bizcocho de un plato y salió de la sección. Cuando bajó a urgencias, acababa de llegar una ambulancia con un hombre borracho y ensangrentado. Wallander le reconoció. Se llamaba Niklasson y regentaba un depósito de chatarra en las afueras de Ystad. En general, no bebía. Pero tenía sus rachas y entonces se peleaba con frecuencia. Wallander saludó a los de la ambulancia.
—¿Es grave?
—Niklasson es fuerte —contestó el mayor—. Saldrá adelante también esta vez. Armaron una bronca en una cabaña de Sandskogen.
Wallander salió al aparcamiento. Hacía frío. Pensó que debían investigar también si había alguna Karin o alguna Katarina en Lund. Que se ocupara Birch. Eran las once y media. Probó las puertas del coche de Svedberg. Estaban cerradas con llave. Como la espera podía ser larga se le ocurrió ir a pedírselas. Pero desistió.
Empezó a pasear arriba y abajo por el aparcamiento.
De repente, estaba de nuevo en Roma. Delante de él, a distancia, iba su padre. En su secreto paseo nocturno hacia un sitio desconocido. La Escalinata de Piazza di Spagna, luego una fuente. Brillo en sus ojos. Un hombre viejo, solo en Roma. ¿Sabía que pronto iba a morir? ¿Qué el viaje a Italia tenía que hacerse entonces o no se haría nunca?
Wallander se detuvo. Se le había hecho un nudo en la garganta. ¿Cuándo iba a tener tiempo de elaborar el duelo por la muerte de su padre? La vida le empujaba de un lado para otro. Pronto cumpliría los cincuenta. Ahora era otoño. En mitad de la noche. Y él, dando vueltas por la parte de atrás de un hospital, muerto de frío. Lo que más miedo le daba de todo era que la vida se volviera tan impenetrable que no supiera manejarla. ¿Qué le quedaría entonces? ¿La pensión anticipada? ¿Iba a dedicar quince años de su vida a visitar escuelas para hablar de las drogas y los peligros del tráfico?
La casa. Y un perro. Y tal vez, también Baiba. «Me hace falta un cambio exterior. Empezaré por él», pensó. «Luego ya veremos lo que pasa conmigo. El trabajo siempre es mucho. No seré capaz de hacerlo si, además, tengo que andar tirando de mí mismo».
Ya eran más de las doce y él seguía patrullando por el aparcamiento. La ambulancia se había ido. Todo estaba en silencio. Sabía que eran muchas las cosas en las que debía pensar. Pero estaba demasiado cansado. De lo único que se sentía capaz era de esperar. Y de moverse para no tener frío.
A las doce y media apareció Svedberg. Andaba con rapidez. Wallander comprendió que traía noticias.
—Katarina Taxell es de Lund.
Wallander sintió que la tensión aumentaba.
—¿Sigue aquí?
—Dio a luz el 15 de octubre. Ya se ha ido a casa.
—¿Tienes la dirección?
—Más que eso. No está casada. Y no hay padre conocido. Además, no recibió ninguna visita mientras estuvo aquí.
Wallander contuvo el aliento.
—Entonces, puede ser ella —dijo después—. Tiene que ser ella. La mujer que Eugen Blomberg llamaba «ka».
Regresaron a la comisaría. A la entrada, Svedberg tuvo que frenar bruscamente para no atropellar a una liebre que se había perdido en plena ciudad.
Se sentaron en el comedor, que en ese momento estaba vacío. A lo lejos se oía una radio. Sonaba el teléfono de los agentes que estaban de guardia. Wallander había llenado un tazón de café amargo.
—No puede ser ella la que ha metido a Blomberg en un saco —afirmó Svedberg, rascándose la calva con una cucharilla—. Me resulta difícil pensar que una mujer que acaba de ser madre salga a matar gente.
—Es un eslabón intermedio —repuso Wallander—. En caso de que esto sea como pienso. Ella está entre Blomberg y la persona que, en este momento, aparece como la más importante.
—¿La enfermera que atacó a Ylva?
—Ella. Ella y nadie más que ella.
Svedberg se esforzaba por seguir los pensamientos de Wallander.
—¿Quieres decir que esta enfermera desconocida se presenta en la Maternidad de Ystad para visitar a Katarina Taxell?
—Sí.
—Pero ¿por qué lo hace de noche? ¿Por qué no a la hora normal de visita? Debe de haber horas de visita. Y nadie toma nota de quién las hace ni de quién las recibe.
Wallander se dio cuenta de que las preguntas de Svedberg eran determinantes. Tenía que contestarlas para poder seguir adelante.
—No quería ser vista. Es la única explicación posible.
Svedberg era obstinado.
—¿Vista por quién? ¿Tenía miedo de ser reconocida? ¿No quería que ni siquiera la viera Katarina Taxell? ¿Fue al hospital por la noche para ver a una mujer dormida?
—No lo sé. Estoy de acuerdo en que es raro.
—Sólo hay una explicación posible —siguió diciendo Svedberg—. Va de noche porque de día podrían reconocerla.
Wallander meditó sobre el comentario de Svedberg.
—¿Podría significar eso, por ejemplo, que alguien que trabaja allí por el día la hubiera reconocido?
—Es imposible pensar que prefiera ir a la Maternidad por la noche sin tener un motivo. Y ponerse, además, en una situación en la que tiene que atacar a mi prima, que no ha hecho nada.
—Tal vez haya otra explicación —dijo Wallander.
—¿Cuál?
—Que sólo pueda visitar el hospital por la noche.
Svedberg asintió, pensativo.
—Eso podría ser, naturalmente. Pero ¿por qué?
—De eso puede haber muchas explicaciones. Dónde vive. Su trabajo. Además, quizá quiere hacer estas visitas en secreto.
Svedberg apartó su taza de café.
—Las visitas tienen que ser importantes. Fue allí dos veces.
—Podemos establecer un horario. La primera vez que va es la noche del treinta de septiembre al primero de octubre. A esa hora de la noche en la que todos los que trabajan están más cansados y menos atentos. Está unos minutos antes de desaparecer. Dos semanas más tarde, se repite todo. A la misma hora. Esta vez es sorprendida por Ylva Brink, a la que tira al suelo de un golpe. La mujer desaparece sin dejar rastro.
—Katarina Taxell da a luz pocos días después.
—La mujer no vuelve. En cambio, Eugen Blomberg es asesinado.
—¿Será una enfermera la que está detrás de todo esto?
Se miraron sin decir nada.
Wallander se dio cuenta de repente de que había olvidado decirle a Svedberg que le preguntara a Ylva Brink un detalle importante.
—¿Te acuerdas de la pinza de plástico que encontramos en la maleta de Gösta Runfeldt? —preguntó—. Una de esas que usan los que trabajan en hospitales.
Svedberg se acordaba.
—Llama por teléfono. Pregúntale a Ylva si puede acordarse de si la mujer que la agredió llevaba una tarjeta con el nombre.
Svedberg se levantó y cogió el teléfono que colgaba de la pared. Contestó una de las compañeras de Ylva Brink. Svedberg esperó al teléfono. Wallander tomó un vaso de agua. Luego Svedberg empezó a hablar. La conversación fue breve.
—Está segura de que llevaba una tarjeta de identificación. Las dos veces.
—¿Vio qué nombre ponía?
—No estaba segura de que hubiera ningún nombre.
Wallander reflexionó.
—Puede haberla perdido. En algún sitio se ha procurado un uniforme de enfermera. De la misma manera puede haber conseguido también otra tarjeta.
—Sería imposible conseguir huellas dactilares en el hospital. Es un sitio donde no paran de limpiar. Además no sabemos si tocó alguna cosa.
—En todo caso, no llevaba guantes —dijo Wallander—. Eso lo hubiera notado Ylva.
Svedberg se golpeó la frente con la cucharilla.
—Pues, tal vez. Si entendí bien lo que dijo Ylva, esa mujer la agarró cuando le pegó.
—Sólo le cogió la ropa. Y en la ropa no se encuentra nada.
Volvió a sentirse desalentado por un momento.
—Tendremos que hablar con Nyberg de cualquier manera. Tal vez haya tocado la cama en la que estuvo Katarina Taxell. Hay que intentarlo. Si encontramos huellas que coincidan con algo que hayamos encontrado en la maleta de Gösta Runfeldt, esta investigación habrá dado un gran paso adelante. Entonces podremos empezar a buscar las mismas huellas en Holger Eriksson y en Eugen Blomberg.
Svedberg le acercó el papel donde había escrito la dirección de Katarina Taxell. Wallander vio que tenía treinta y tres años y que era empresaria, aunque no indicaba lo que hacía. La dirección era de una calle del centro de Lund.
—Mañana temprano, a las siete, estaremos allí —decidió—. Como hemos estado nosotros dos en ello esta noche, lo mejor es que sigamos. Ahora, lo sensato será que durmamos unas horas.
—Mira que es raro —comentó Svedberg—. Primero buscamos a un mercenario. Y ahora, a una enfermera.
—Que probablemente es falsa.
—Eso, en realidad, no lo sabemos —puntualizó Svedberg—. Que Ylva no la reconociera no significa necesariamente que no sea enfermera.
—Tienes razón. No podemos desdeñar esa posibilidad.
Wallander se levantó.
—Te llevo a casa —dijo Svedberg—. ¿Qué hay de tu coche?
—Debería comprarme otro. Pero no sé si tendré dinero.
Uno de los policías que estaba de guardia entró en la habitación precipitadamente:
—Sabía que estabais aquí —exclamó—. Me parece que ha pasado algo.
Wallander sintió el nudo en el estómago. «No otra vez», pensó. «No lo podremos aguantar».
—Hay un hombre gravemente herido en el arcén entre Sövestad y Lödinge. Le descubrió el chofer de un camión. No sabemos si le han atropellado o si ha sufrido otro tipo de violencia. Hay una ambulancia en camino. Pensé que como está en las cercanías de Lödinge…
No llegó a terminar la frase. Svedberg y Wallander ya estaban saliendo de la habitación.
Llegaron justo cuando los enfermeros colocaban al herido en una camilla. Wallander reconoció a los hombres de la ambulancia como los que se había encontrado un rato antes a la puerta del hospital.
—Barcos que se cruzan en la noche —dijo el que conducía.
—¿Es un accidente de coche?
—De serlo, se han dado a la fuga. Pero esto parece más bien una agresión de otra naturaleza.
Wallander miró en torno suyo. El lugar estaba desierto.
—¿Quién anda por aquí a estas horas de la noche? —preguntó.
El hombre tenía la cara llena de heridas. Respiraba con dificultad.
—Nos vamos —dijo el chofer de la ambulancia—. Creo que es urgente. Puede tener heridas internas.
La ambulancia desapareció. Ellos reconocieron el lugar a la luz de los faros del coche de Svedberg. Al poco rato llegó una patrulla nocturna de Ystad. Svedberg y Wallander no encontraron nada. Y menos aún, huellas de frenos. Svedberg informó a los policías recién llegados de lo ocurrido. Luego él y Wallander regresaron a Ystad. Empezaba a hacer viento. Svedberg podía ver la temperatura externa desde el interior de su coche. Tres grados sobre cero.
—Esto es seguramente otra cosa —dijo Wallander—. Si me dejas en el hospital, puedes irte a casa y dormir un rato. Uno de los dos estará menos cansado mañana por la mañana.
—¿Dónde te recojo?
—En Mariagatan. Digamos que a las seis. Martinsson se levanta temprano. Llámale y cuéntale lo que ha pasado. Dile que hable con Nyberg de la pinza de la tarjeta de identificación. Y dile que vamos a Lund.
Por segunda vez esa misma noche Wallander se encontraba a la puerta de urgencias del hospital. Cuando llegó, el herido estaba bajo tratamiento. Wallander se sentó a esperar. Estaba muy cansado y, sin poder evitarlo, se durmió. Cuando despertó abruptamente al oír su nombre, no supo de momento dónde estaba. Había estado soñando con Roma. Había andado por calles oscuras buscando a su padre sin encontrarle.
Tenía a un médico delante. Inmediatamente se sintió despierto.
—Saldrá adelante —dijo éste—. Pero ha sido terriblemente maltratado.
—¿Así que no es un accidente de coche?
—No. Le han dado una paliza. Aunque por lo que se puede ver, no ha sufrido daños internos.
—¿Llevaba papeles encima?
El médico le dio un sobre. Wallander sacó una cartera que, entre otras cosas, contenía un permiso de conducir. El hombre se llamaba Åke Davidsson. Wallander se fijó en que debía llevar gafas para conducir.
—¿Puedo hablar con él?
—Será mejor que esperemos un poco.
Wallander decidió pedirle a Hansson o a Ann-Britt Höglund que se encargasen del seguimiento. Si se trataba de una historia grave de violencia, tendrían que dejarla a un lado por el momento. No tenían tiempo, sencillamente.
Wallander se levantó para irse.
—Encontramos una cosa en su ropa que me parece que te puede interesar —dijo el médico.
Le alargó un papel. Wallander leyó el texto escrito con letra desgarbada: UN LADRÓN NEUTRALIZADO POR LOS VIGILANTES DE LA NOCHE.
—¿Qué vigilantes de la noche son ésos? —preguntó.
—Pues ha salido en los periódicos —contestó el médico—. Las milicias ciudadanas que se están creando. No es difícil figurarse que se llamen a sí mismos vigilantes de la noche.
Wallander escudriñaba el texto con incredulidad.
—Hay una cosa más que apunta a eso —siguió diciendo el médico—. El papel estaba sujeto al cuerpo. Remachado con una grapadora. Wallander sacudió la cabeza.
—Esto es increíble, joder —dijo.
—Sí. Es increíble que las cosas hayan llegado tan lejos.
Wallander no se molestó en llamar a un taxi. Fue a su casa andando por la ciudad desierta. Pensando en Katarina Taxell. Y en Åke Davidsson, con un mensaje cosido a su cuerpo.
Cuando llegó al piso de Mariagatan no hizo más que quitarse los zapatos y la chaqueta y se tumbó en el sofá con una manta por encima. El despertador estaba puesto. Pero no podía dormirse. Además, empezaba a dolerle la cabeza. Fue a la cocina y se tomó unas tabletas con un vaso de agua. La farola de la calle se balanceaba al viento fuera de la ventana. Luego volvió a acostarse. Se adormeció intranquilo hasta que sonó el despertador. Cuando se sentó en el sofá estaba aún más cansado que cuando se acostó. Fue al cuarto de baño y se lavó la cara con agua fría. Luego se cambió de camisa. Mientras esperaba a que se hiciera el café, llamó a Hansson a su casa. Tardó mucho rato en contestar. Wallander comprendió que le había despertado.
—No he terminado aún con la documentación de Östersund —dijo aquél—. Estuve hasta las dos esta noche. Me quedan cuatro kilos aproximadamente.
—Ya hablaremos de eso luego —le interrumpió Wallander—. Sólo quiero que vayas al hospital y hables con un hombre que se llama Åke Davidsson. Le atacaron en los alrededores de Lödinge ayer tarde o esta noche. Gente que, probablemente, forma parte de una milicia ciudadana. Quiero que te ocupes tú de esto.
—¿Y qué hago con los papeles de Östersund?
—Tendrás que apañártelas para hacerlo al mismo tiempo. Svedberg y yo nos vamos a Lund. Ya te contaré luego.
Cortó la conversación antes de que Hansson tuviera tiempo de hacer ninguna pregunta.
No hubiera tenido fuerzas para contestarlas.
A las seis Svedberg se detuvo delante de su puerta. Wallander estaba en la ventana de la cocina con la taza de café en la mano y le vio llegar.
—He hablado con Martinsson —dijo Svedberg cuando Wallander se hubo sentado en el coche—. Le iba a pedir a Nyberg que se ocupara de la pinza de plástico.
—¿Se enteró de las conclusiones a las que hemos llegado?
—Creo que sí.
—Entonces, vámonos.
Wallander se echó hacia atrás y cerró los ojos. Lo mejor que podía hacer camino de Lund era dormir.
La casa donde vivía Katarina Taxell era un bloque de viviendas de alquiler situado en una plaza cuyo nombre Wallander desconocía.
—Será mejor que llamemos a Birch —dijo Wallander—. No vayamos a tener líos luego.
Svedberg le encontró en su casa. Le acercó el auricular a Wallander, que le explicó rápidamente lo sucedido. Birch prometió estar allí en veinte minutos. Se quedaron esperando en el coche. El cielo estaba gris aunque no llovía. En cambio el viento había arreciado. Birch detuvo su coche detrás de ellos. Wallander explicó detalladamente lo que habían descubierto durante la conversación con Ylva Brink. Birch escuchó con atención. Wallander, sin embargo, vio que abrigaba dudas.
Luego, entraron en el edificio. Katarina Taxell vivía en el segundo piso, a la izquierda.
—Yo me mantengo en segundo plano —dijo Birch—. Lleva tú el interrogatorio.
Svedberg llamó al timbre. La puerta se abrió casi enseguida. Una mujer en bata estaba ante ellos. Tenía grandes ojeras de cansancio. Wallander pensó que le recordaba a Ann-Britt Höglund.
Wallander saludó esforzándose por parecer lo más amable posible. Pero en cuanto dijo que era policía y que venía de Ystad, vio que ella reaccionaba. El piso daba la impresión de ser pequeño y atestado. Por todas partes había señales de que acababa de dar a luz. Wallander recordó la situación de su propia casa cuando Linda acababa de nacer. Se hallaban en un cuarto de estar con muebles claros de madera. En la mesa había un folleto que captó la atención de Wallander: TAXELL PRODUCTOS PARA EL PELO. Eso le dio una posible explicación de su trabajo como empresaria.
—Lamento venir tan temprano —dijo una vez sentados—. Pero es que nuestro asunto no puede esperar.
Dudó acerca de cómo continuar. Ella estaba sentada frente a él y no apartaba los ojos de su cara.
—Acabas de tener un hijo en la Maternidad de Ystad, ¿no es así?
—Un niño —contestó Katarina—. Nació el día quince. A las tres de la tarde.
—Pues, recibe mi enhorabuena —dijo Wallander.
Svedberg y Birch se sumaron con un murmullo.
—Aproximadamente dos semanas antes —continuó Wallander—, con más exactitud la noche entre el treinta de septiembre y el primero de octubre, ¿recibiste una visita, esperada o no, en algún momento después de la medianoche?
Ella le miró sin comprender.
—¿Quién iba a ser?
—¿Una enfermera que quizá no habías visto antes?
—Conocía a todas las que trabajaban por la noche.
—Esta mujer de la que hablo volvió dos semanas más tarde. Y creemos que fue a visitarte a ti.
—¿Por la noche?
—Sí. En algún momento después de las dos.
—No me visitó nadie. Además, estaría durmiendo.
Wallander asintió lentamente. Birch estaba detrás del sofá, Svedberg, sentado en una silla junto a la pared. Todo se quedó súbitamente en profundo silencio.
Esperaban a que Wallander continuara.
No tardaría en hacerlo.
Primero quería concentrarse. Estaba todavía cansado. En realidad debía preguntar por qué había estado tanto tiempo en la Maternidad. ¿Había tenido un embarazo complicado? Pero lo dejó estar.
Otra cosa era más importante.
No se le había escapado que ella no decía la verdad.
Estaba convencido de que había recibido una visita. Y de que sabía quién era la mujer.