Nyberg fue cortando el saco con cuidado. Wallander volvió al embarcadero para ver la cara del cadáver, junto con un médico que acababa de llegar.
No le conocía. No le había visto nunca. Lo que, como es natural, tampoco esperaba. Wallander pensó que la víctima tendría entre cuarenta y cincuenta años.
Miró el cadáver, que acababan de extraer del saco, menos de un minuto. No podía más, sencillamente. El mareo persistía en su cabeza. Nyberg terminó de registrar los bolsillos del hombre.
—Lleva un traje caro —afirmó—. Los zapatos tampoco son baratos.
No encontraron nada en los bolsillos. Alguien se había tomado la molestia, pues, de retrasar la identificación. Con lo que sí tuvo que contar, en cambio, el asesino era con que pronto encontrarían el cadáver en el lago. De modo que la intención no había sido ocultarlo. El cadáver estaba a un lado. El saco, en un plástico. Nyberg llamó a Wallander, que se había apartado.
—Está todo perfectamente calculado. Se podría pensar que el asesino se ha servido de una balanza. O, si no, que tiene conocimientos acerca de la distribución del peso y la resistencia del agua.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Wallander.
Nyberg señaló unos gruesos rebordes que había en el interior del saco.
—Todo está minuciosamente preparado. El saco lleva cosidos unos pesos que le han garantizado al autor dos cosas. Por una parte, que haya flotado con un pequeño cojín de aire por encima de la superficie del agua. Y por otra, los pesos no han sido tantos como para que, sumados al del hombre, hayan arrastrado el saco hasta el fondo. Como todo está tan bien calculado, la persona que haya preparado el saco debe saber cuánto pesaba el muerto. Por lo menos, con alguna aproximación. Y un margen de error de unos cuatro o cinco kilos.
Wallander se obligó a reflexionar, a pesar de que todos los pensamientos acerca de cómo había sido asesinado el hombre le provocaban vómitos y mareos.
—La estrecha franja de aire garantizaba, pues, que el hombre se ahogase realmente, ¿no es eso?
—Yo no soy médico —dijo Nyberg—. Pero seguro que estaba vivo cuando le tiraron al agua. Este hombre ha sido, sin duda, asesinado.
El médico que, de rodillas, estaba reconociendo el cadáver había oído la conversación. Se incorporó y se acercó a ellos. El embarcadero se balanceaba bajo sus pies.
—Es, naturalmente, muy pronto para hacer una declaración definitiva sobre cualquier cosa —dijo—. Pero sí se puede partir de la base de que se ha ahogado.
—Que se ha ahogado, no —dijo Wallander—. Que le han ahogado.
—Es la policía la que determina si esto es un accidente o un asesinato. Si se ha ahogado o si le han ahogado. Yo sólo puedo hablar de lo que ha sucedido en su cuerpo.
—¿Algún daño exterior? ¿Algún golpe o herida?
—Tenemos que quitarle la ropa para poder contestar a eso. Pero en las partes del cuerpo que están a la vista, no he podido apreciar nada. El reconocimiento forense puede llegar a otras conclusiones, por supuesto.
Wallander asintió.
—Quisiera saber cuanto antes si encuentras alguna señal de que ha sido objeto de violencia.
El médico volvió a su trabajo. Aunque Wallander le había visto varias veces, no podía acordarse de su nombre.
Abandonó el embarcadero y reunió en la playa a sus colaboradores más próximos. Hansson acababa de dar por terminada la conversación con la persona que había descubierto el saco en el agua.
—No encontramos papeles de identificación —empezó Wallander—. No sabemos quién es. Eso es lo más importante en este momento. Tenemos que enterarnos de su identidad. Antes de eso, no podemos hacer nada. Podéis empezar por repasar las denuncias de desapariciones.
—Hay un riesgo grande de que aún no le hayan echado en falta —dijo Hansson—. Nils Göransson, el hombre que le encontró, asegura que estuvo aquí ayer por la tarde. Trabaja por turnos en un taller de maquinaria de Svedala y suele venir por aquí porque le cuesta dormirse. Acaba justamente de empezar un turno. Estuvo aquí ayer. Va siempre hasta el final del embarcadero. Y entonces no había ningún saco. Así que deben de haberlo tirado al agua durante la noche. O ayer, a última hora de la tarde.
—O esta mañana —replicó Wallander—. ¿A qué hora llegó él?
Hansson repasó sus notas.
—A las ocho y cuarto. Terminó su turno a las siete y vino aquí en el coche, directamente. Por el camino, se paró a desayunar.
—Bueno, pues ya lo sabemos. No ha pasado mucho tiempo. Eso nos puede dar alguna ventaja. La dificultad será identificarle.
—El saco puede haber sido tirado al lago en otro lugar —sugirió Nyberg. Wallander movió negativamente la cabeza.
—No ha estado mucho tiempo en el agua. Y aquí tampoco hay corrientes de entidad.
Martinsson, preocupado, pateaba la arena como si tuviera frío.
—¿Tiene que ser necesariamente la misma persona? —preguntó—. A mí me parece que esto es diferente.
Wallander tenía una seguridad completa en lo que dijo:
—No. Es el mismo asesino. En cualquier caso, lo más sensato es partir de esa base. Y contemplar otras posibilidades cuando haga falta.
Luego les dijo que se pusieran en marcha. Ya no hacían nada de utilidad allí, en la playa de Krageholmssjön.
Los automóviles partieron. Wallander miró al agua. El cisne había desaparecido. Contempló a los hombres que trabajaban en el embarcadero. La ambulancia, los coches de policía, las cintas de acordonamiento. El conjunto de todo aquello le provocó de repente una sensación de irrealidad total. Tenía ante sí una naturaleza rodeada de cintas de plástico que delimitaban el lugar del crimen. Adondequiera que iba, encontraba personas muertas. Podía buscar con la mirada un cisne en la superficie del agua. Pero en el primer plano yacía una persona que acababa de ser extraída, muerta, de un saco.
Pensó que su trabajo, en el fondo, no era nada más que un mal pagado tormento. Le pagaban para que aguantase. Las cintas de acordonamiento se enroscaban en su vida como una serpiente.
Se acercó a Nyberg, que enderezaba la espalda.
—Hemos encontrado una colilla —señaló—. Eso es todo. Por lo menos aquí en el embarcadero. Pero hemos tenido tiempo de hacer un reconocimiento, si bien superficial, de la arena. Buscando las huellas de arrastre. No hay ninguna. Quienquiera que haya transportado el saco ha tenido que ser un forzudo. A no ser que le haya atraído hasta aquí y le haya metido luego en el saco.
Wallander movió la cabeza.
—Vamos a partir de la base de que el saco ha sido transportado. Transportado con su contenido.
—¿Te parece oportuno que hagamos un rastreo?
Wallander estaba indeciso.
—Yo creo que no —contestó—. El hombre estaba inconsciente al llegar. Tiene que haberse hecho con un automóvil. Luego, el saco ha sido arrojado al agua. Y el coche se ha ido de aquí.
—Entonces, de momento no rastreamos.
—Cuenta lo que ves —dijo Wallander.
Nyberg hizo una mueca.
—Claro que puede ser el mismo hombre —dijo después—. La violencia, la crueldad, en eso se parece. Aunque haya diferencias.
—¿Piensas que una mujer puede haber hecho esto?
—Yo digo lo mismo que tú —contestó Nyberg—. Prefiero no creerlo. Pero digo también que, si es una mujer, es capaz de cargar ochenta kilos sin problemas. ¿Qué mujer puede hacer algo así?
—Yo no conozco a ninguna. Pero existir, existen, claro.
Nyberg volvió al trabajo. Wallander estaba a punto de dejar el embarcadero cuando descubrió, inesperadamente, al cisne solitario a su lado. Deseó haber tenido un trozo de pan. El cisne picoteaba algo junto a la playa. Wallander dio un paso para acercarse. El cisne chilló y se volvió al agua.
Wallander subió hasta uno de los coches de policía y pidió que le llevaran a Ystad.
Por el camino de regreso a la ciudad, trató de pensar. El asesino aún no había terminado. No sabían nada de él. ¿Se encontraba al comienzo o al final de lo que había decidido llevar a cabo? Tampoco sabían si sus actos eran deliberados o se trataba de un loco.
«Tiene que ser un hombre», pensó Wallander. «Todo lo demás va contra el sentido común. Las mujeres raras veces cometen asesinatos. Y menos aún asesinatos bien planeados. Actos violentos, crueles y calculados.
»Tiene que ser un hombre, tal vez varios. Nunca seremos capaces de resolver esto si no encontramos la relación entre las víctimas. Ahora son tres. Eso debería aumentar nuestras posibilidades. Pero nada es seguro. Nada se descubre por sí mismo».
Apoyó la mejilla en el cristal. El paisaje era marrón tirando a gris. La hierba, sin embargo, todavía estaba verde. En un campo, un tractor abandonado.
Wallander pensó en el foso de estacas donde había encontrado a Holger Eriksson. En el árbol donde había sido amarrado y estrangulado Gösta Runfeldt. Y ahora, una persona viva, metida en un saco, arrojada al lago Krageholmssjön para que se ahogara.
De pronto vio con toda claridad que el motivo no podía ser otro que la venganza. Pero esto sobrepasaba todas las proporciones. ¿Qué es lo que vengaba el asesino? ¿Cuál era el trasfondo? Algo tan espantoso que matar no era suficiente, sino que los que morían tenían además que ser conscientes de lo que les estaba ocurriendo.
«No hay ninguna casualidad detrás de esto», pensó Wallander. «Todo está muy bien pensado y elegido».
Se detuvo en esta última reflexión.
El asesino elegía. Alguien resultaba elegido. ¿Elegido entre quiénes? Al llegar a la comisaría continuaba pensativo y sentía la necesidad de encerrarse antes de sentarse con sus colegas. Descolgó el teléfono, apartó las notas de llamadas que tenía en la mesa y puso los pies en un montón de circulares de la Jefatura de Policía.
La idea más difícil era la de la mujer. Que una mujer pudiera estar involucrada en los hechos. Hizo un esfuerzo por recordar las veces en las que había tenido entre manos delitos violentos cometidos por mujeres. No era frecuente. Creía recordar cada una de las ocasiones que había conocido durante sus años como policía. Una sola vez, pronto haría quince años, detuvo a una mujer, autora de un asesinato. Luego, el tribunal lo calificó de homicidio. Se trataba de una mujer de mediana edad que había matado a su hermano. Él la había perseguido y vejado desde la infancia. Al final, ella no pudo aguantar más y le disparó con su propia escopeta de caza. En realidad, su intención no era darle. Sólo pretendía asustarle. Pero tenía mala puntería. Le acertó en pleno pecho y murió instantáneamente. En los otros casos que Wallander recordaba, las mujeres que habían cometido actos violentos lo habían hecho impulsivamente y en defensa propia. Se trataba de sus maridos o de hombres a los que intentaban rechazar en vano. En muchos casos había alcohol por medio.
Nunca jamás había tenido la experiencia de que una mujer hubiera planeado cometer un acto violento. Por lo menos, no según un plan cuidadosamente trazado.
Se levantó y se acercó a la ventana.
¿A qué se debía que no pudiera desechar el pensamiento de que esta vez, sin embargo, había una mujer involucrada?
No hallaba respuesta. No sabía siquiera si pensaba que se trataba de una mujer sola o de una mujer y un hombre.
No había nada que apuntase a lo uno ni a lo otro.
Le arrancó de sus pensamientos Martinsson, que llamaba a la puerta.
—La relación empieza a estar lista —informó.
Wallander no sabía a qué se refería. Había estado sumido por completo en sus reflexiones.
—¿Qué relación?
—La lista de los desaparecidos —contestó Martinsson sorprendido.
Wallander asintió.
—Entonces nos reunimos —replicó empujando a Martinsson delante de él por el pasillo.
Una vez cerrada la puerta de la sala de reuniones, todo el desánimo y la impotencia experimentados anteriormente se esfumaron por completo. En contra de su costumbre, se quedó de pie junto a uno de los extremos de la mesa. Por lo general, se sentaba. Ahora era como si no tuviera tiempo de eso siquiera.
—¿Qué tenemos? —preguntó.
—En Ystad no hay denuncias de desaparecidos estas últimas semanas —comenzó Svedberg—. Las personas que estamos buscando desde hace más tiempo no coinciden en absoluto con el hombre que hemos encontrado en el lago. Se trata de unos adolescentes, dos chicas y un chico que se han escapado de un albergue de refugiados. El chico habrá salido del país y estará camino de Sudán.
Wallander se acordó de Per Åkeson.
—Pues ya lo sabemos —se limitó a decir—. ¿Y los otros distritos?
—Estamos con un par de personas de Malmö —dijo Ann-Britt Höglund—. Pero tampoco coinciden. En un caso, puede ser que coincida la edad. Pero se trata de un hombre del sur de Italia que ha desaparecido. El que encontramos no parece muy italiano de aspecto.
Revisaron las denuncias que habían llegado de los distritos más próximos a Ystad. Wallander no albergaba la menor duda acerca de que, si hacía falta, tendrían que cubrir todo el país e incluso el resto de Escandinavia. Sólo podían abrigar la esperanza de que el hombre hubiera vivido en las cercanías de Ystad.
—Lund recibió una denuncia ayer por la noche, tarde —dijo Hansson—. Una mujer llamó para decir que su marido no había vuelto después de dar un paseo por la tarde. La edad podría coincidir. Era investigador en la universidad.
Wallander movió dubitativamente la cabeza.
—Lo dudo. Pero tenemos que controlarlo, desde luego.
—Están tratando de conseguir una fotografía —prosiguió Hansson—. Nos la mandarán por fax en cuanto la tengan.
Wallander había estado de pie todo el tiempo. Ahora se sentó. En ese momento entró Per Åkeson en la sala. Wallander hubiera preferido que no estuviera presente. Nunca resultaba fácil hacer un resumen en el que se admitía que estaban estancados. La investigación estaba atascada con las ruedas hundidas en el barro. No se movían ni hacia delante ni hacia atrás.
Y ahora tenían además una nueva víctima.
Wallander se sentía muy afectado. Como si fuera personalmente responsable de que no tuvieran ningún camino que seguir. Y, sin embargo, sabía que habían trabajado con toda la intensidad y la energía de que eran capaces. Los policías reunidos en la sala eran competentes y entregados.
Wallander reprimió la irritación que le producía la presencia de Per Åkeson.
—Llegas a punto —dijo en cambio—. Pensaba tratar de resumir el estado de la investigación.
—¿Es posible hablar de un estado de la investigación? —preguntó Per Åkeson.
Wallander sabía que la intención no era maliciosa ni crítica. Los que no conocían a Per Åkeson reaccionaban a veces ante sus maneras bruscas. Pero Wallander había trabajado con él tantos años que sabía que la frase era una manifestación de inquietud y de voluntad de ayudar en lo que pudiera.
Hamrén, que era nuevo, contempló a Per Åkeson con disgusto. Wallander se preguntó cómo se expresarían los fiscales con los que él tenía que relacionarse en Estocolmo.
—Siempre hay un estado de la investigación —contestó Wallander—. También esta vez. Pero es muy confuso. Una serie de pistas que teníamos carecen ahora de vigencia. Yo creo que hemos llegado a un punto en que hemos de regresar al de partida. Lo que este nuevo asesinato significa no podemos decirlo todavía. Es, naturalmente, demasiado pronto.
—¿Es la misma persona? —preguntó Åkeson.
—Yo creo que sí —contestó Wallander.
—¿Por qué?
—La manera de hacer. La brutalidad. La crueldad. Un saco no es, por supuesto, lo mismo que estacas de bambú afiladas. Pero tal vez podría decirse que es una variación sobre el mismo tema.
—¿En qué ha quedado la sospecha de que podía haber un mercenario detrás?
—Nos condujo a comprobar que Harald Berggren lleva muerto siete años.
Per Åkeson no tenía más preguntas.
La puerta se entreabrió discretamente. Una auxiliar dejó una fotografía que había llegado por fax.
—Viene de Lund —dijo la chica y cerró la puerta.
Todos se levantaron al mismo tiempo y se pusieron alrededor de Martinsson, que tenía la fotografía en la mano.
Wallander respiró hondo. No cabía la menor duda. Era el hombre que habían encontrado en el lago Krageholmssjön.
—Bueno —dijo Wallander en voz baja—. Ahí ganamos una buena parte de la ventaja del asesino.
Se sentaron de nuevo.
—¿Quién es? —preguntó Wallander.
Hansson tenía sus papeles en orden.
—Eugen Blomberg, cincuenta y un años. Investigador ayudante en la Universidad de Lund. Al parecer se dedica a un campo científico que tiene que ver con la leche.
—¿Con la leche? —inquirió Wallander sorprendido.
—Eso pone. «Cómo se comportan las alergias a la leche con diferentes enfermedades intestinales».
—¿Quién denunció su desaparición?
—Su esposa. Kristina Blomberg. La dirección es Siriusgatan, en Lund.
Wallander sentía la necesidad de aprovechar el tiempo de la mejor manera posible. Quería acortar aún más la invisible ventaja.
—Entonces, vamos allá —dijo levantándose—. Informa a los colegas de que le hemos identificado. Que localicen a la mujer para que yo pueda hablar con ella. Hay un policía criminal en Lund que se llama Birch. Kalle Birch. Nos conocemos. Hablad con él. Me voy para allá.
—Pero ¿vas a hablar con la mujer antes de que tengamos una identificación definitiva?
—Que le identifique otra persona. Alguien de la universidad. Otro investigador de alergias lácteas. Y ahora hay que repasar, además, de nuevo, todo el material sobre Eriksson y Runfeldt. Eugen Blomberg. A ver si aparece por algún sitio. Hoy deberíamos hacer bastantes cosas.
Wallander se volvió hacia Per Åkeson.
—Tal vez podamos decir que el estado de la investigación se ha modificado.
Per Åkeson asintió, pero no dijo nada.
Wallander fue a coger su chaqueta y las llaves de uno de los coches policiales. Eran las dos y cuarto cuando salió de Ystad. Pensó en poner la luz azul, pero no lo hizo. No iba a llegar antes por eso.
A las tres y media estaba en Lund. Un coche de policía salió a su encuentro a la entrada y le condujo a la calle Siriusgatan. Era una zona de chalets al este del centro de la ciudad. Al entrar en la calle, el coche de policía frenó. Allí había otro automóvil aparcado. Wallander vio que de él se apeaba Kalle Birch. Se habían conocido hacía unos años en una gran asamblea de los distritos policiales del sur de Suecia celebrada en el balneario de Tylösand, en las afueras de Halmstad. El objetivo del encuentro consistía en mejorar la colaboración operacional en la zona. Wallander, de muy mala gana, había participado en la asamblea. Björk, el jefe de policía de entonces, se vio en la obligación de ordenárselo. A la hora de comer, Wallander se sentó, por casualidad, junto a Birch. Descubrieron que ambos compartían el interés por la ópera. En el transcurso de los años, tuvieron contacto de vez en cuando. Wallander había oído decir a varias personas que Birch era un policía muy bueno, pero que a veces sufría grandes depresiones. Al acercarse ahora a Wallander parecía, sin embargo, de buen humor. Se estrecharon la mano.
—Acabo de ponerme al tanto de todo —dijo Birch—. Un colega de Blomberg ya va de camino para identificarle. Nos lo comunicarán por teléfono.
—¿Y la viuda?
—No está informada todavía. Nos pareció que sería ir demasiado deprisa.
—Eso dificultará el interrogatorio. Va a ser un choque para ella.
—No podemos hacer nada para evitarlo.
Birch señaló una cafetería al otro lado de la calle.
—Podemos esperar allí. Además, tengo hambre.
Wallander tampoco había comido. Se sentaron en la cafetería y tomaron unos bocadillos y un café. Wallander le hizo un resumen a Birch de todo lo que había ocurrido.
—Me recuerda a lo que tuvisteis entre manos en el verano —dijo Birch cuando hubo terminado Wallander.
—Sólo en que el asesino mata a más de una persona. En cuanto a los motivos, parece que se separan.
—¿Cuál es, en realidad, la diferencia entre arrancar cueros cabelludos y ahogar a personas vivas?
—No puedo explicarlo con palabras —repuso Wallander indeciso—. Pero, de todos modos, la diferencia es muy grande.
Birch cambió de conversación.
—Nunca pudimos imaginarnos esto cuando nos hicimos policías.
—Yo ya ni me acuerdo de lo que me figuraba entonces.
—Una vez conocí a un viejo comisario. Murió hace tiempo. Se llamaba Karl-Oscar Fredrick Wilhelm Sunesson. Tiene algo de leyenda. Por lo menos aquí, en Lund. Él vio venir todo esto. Recuerdo que solía hablar con nosotros, los más jóvenes, y nos advertía de que todo se iba a volver más duro. De que la violencia aumentaría y se haría más brutal. Y también explicaba por qué. Hablaba del bienestar sueco como de un tremedal bien camuflado. La corrupción era inherente al sistema. Lo cierto es que se dedicaba a hacer análisis económicos y a explicar la relación entre diferentes tipos de delincuencia. Lo que más me impresionaba de él es que jamás hablaba mal de nadie. Podía ser crítico con los políticos, podía destruir propuestas de diferentes cambios policiales con sus argumentos. Pero no tenía la menor duda de que, detrás, había buena voluntad, aunque fuera confusa. Decía con frecuencia que la buena voluntad, si no va acompañada de sentido común, conduce a catástrofes más grandes que las acciones basadas en maldad o estupidez. Entonces yo no entendía mucho todo aquello. Pero ahora sí.
Wallander pensó en Rydberg. Podía haber sido de él de quien hablaba Birch.
—Sin embargo, eso no da respuesta a la cuestión —dijo Wallander—. Qué era lo que pensábamos cuando elegimos hacernos policías.
Wallander no llegó a saber cuál era la opinión de Birch. Sonó el teléfono. Birch escuchó en silencio.
—Está identificado —dijo éste cuando terminó la conversación—. Es Eugen Blomberg. No hay la menor duda de ello.
—Entonces, vamos.
—Si quieres, puedes esperar mientras informamos a su esposa. Suele ser bastante penoso.
—Os acompaño —repuso Wallander—. Lo prefiero a estar aquí sentado sin hacer nada. Además, eso me puede dar una idea de cómo era la relación con su marido.
Se encontraron con una mujer sorprendentemente serena y que pareció entender de inmediato el significado de su presencia allí, junto a su puerta. Wallander se mantuvo detrás cuando Birch le dio la noticia de la muerte de su marido. Ella se había sentado en el borde de una silla como para poder apoyarse en los pies y movió la cabeza en silencio. Wallander supuso que tenía la misma edad que su marido. Pero parecía mayor, como si hubiera envejecido antes de tiempo. Estaba muy delgada, la piel se atirantaba sobre sus pómulos. Wallander la estudiaba a hurtadillas. No le pareció que fuera a derrumbarse. Al menos, no todavía.
Birch hizo un gesto a Wallander, que se acercó. Birch sólo le había dicho que habían encontrado a su marido muerto en el lago Krageholmssjön, pero nada de lo que había ocurrido. Eso sería misión de Wallander.
—El lago Krageholmssjön pertenece al distrito policial de Ystad —dijo Birch—. Por esa razón, ha venido un colega de allí. Se llama Kurt Wallander.
Kristina Blomberg levantó los ojos. A Wallander le recordaba a alguien. Pero no sabía a quién.
—Reconozco tu cara —dijo ella—. Debo de haberte visto en los periódicos.
—No es imposible —contestó Wallander sentándose en una silla frente a ella.
Birch había tomado, mientras tanto, la posición que ocupaba Wallander hasta ese momento.
La casa era muy tranquila. Amueblada con buen gusto. Muy silenciosa. Wallander pensó que aún no sabía si tenían hijos.
Ésa fue su primera pregunta.
—No —respondió ella—. No teníamos hijos.
—¿Tampoco de matrimonios anteriores?
Wallander captó enseguida su inseguridad. Tardó en contestar imperceptiblemente, pero él lo notó.
—No. No que yo sepa. Y no de mi parte.
Wallander cambió una mirada con Birch, que también había advertido su vacilación ante una pregunta que no debiera haber sido difícil de contestar. Wallander continuó despacio.
—¿Cuándo viste por última vez a tu marido?
—Salió a dar un paseo ayer tarde. Tenía la costumbre de hacerlo.
—¿Sabes por dónde iba?
Ella negó con la cabeza.
—Muchas veces estaba fuera más de una hora. Pero no sé por dónde iba.
—¿No pasó nada especial ayer por la tarde?
—No.
Wallander volvió a percibir una sombra de inseguridad en su respuesta. Acentuó la prudencia.
—Así que no volvió. ¿Qué hiciste entonces?
—Esperé hasta las dos de la madrugada y llamé a la policía.
—Pero él podía haber ido a ver a alguien, ¿no?
—Tenía muy pocos amigos. Y hablé con ellos antes de llamar a la policía. No le habían visto.
Ella le miró. Seguía serena. Wallander comprendió que ya no podía esperar más.
—Tu marido ha sido encontrado muerto en el lago Krageholmssjön. Hemos podido comprobar también que ha sido asesinado. Lamento mucho lo sucedido, pero tengo que decir las cosas como son.
Wallander contempló su rostro. Pensó que ella no se sorprendía. Ni por que hubiera muerto ni por que hubiera sido asesinado.
—Naturalmente, es importante que podamos detener al autor o los autores del crimen. ¿Se te ocurre quién podría haber sido? ¿Tenía enemigos tu marido?
—No sé —contestó ella—. Yo conocía muy mal a mi marido.
Wallander pensó un poco antes de seguir. Su respuesta le preocupaba.
—No sé cómo interpretar tu respuesta.
—¿Tan difícil es? Yo conocía muy mal a mi esposo. Una vez, hace mucho tiempo, creí que le conocía. Pero eso fue entonces.
—¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que cambió?
Ella sacudió la cabeza. Wallander advirtió que algo, que él interpretó como amargura, empezaba a revelarse. Esperó.
—No pasó nada. Nos fuimos distanciando uno del otro. Vivimos en la misma casa. Pero tenemos habitaciones separadas. Él vive su vida. Yo vivo la mía.
Luego se corrigió.
—Él vivía su vida. Yo vivo la mía.
—Si no me equivoco, trabajaba como investigador en la universidad, ¿verdad?
—Sí.
—Sobre alergias lácteas, ¿no es así?
—Sí.
—¿Trabajas tú también allí?
—Yo soy profesora.
Wallander asintió con la cabeza.
—Así que no sabes si tu marido tenía enemigos.
—No.
—Y tenía pocos amigos. —Sí.
—De modo que no puedes pensar en nadie que quisiera quitarle la vida. Ni por qué.
Su rostro estaba muy tenso. Wallander tenía la impresión de que miraba a través de él.
—Nadie más que yo misma —contestó ella—. Pero yo no le maté.
Wallander la contempló largo rato sin decir nada. Birch se había puesto a su lado.
—¿Por qué podías haberle matado tú? —preguntó al fin.
Ella se incorporó y se quitó la blusa con tal vehemencia que la rompió. Todo ocurrió tan deprisa que ni Wallander ni Birch se dieron cuenta de lo que ocurría. Luego, ella extendió los brazos. Estaban cubiertos de cicatrices.
—Esto me lo hizo él. Y mucho más de lo que no puedo siquiera hablar.
La mujer abandonó la habitación con la blusa desgarrada en la mano. Wallander y Birch se miraron.
—La maltrataba —dijo Birch—. ¿Crees que puede ser ella la que lo haya hecho?
—No —repuso Wallander—. No es ella.
Esperaron en silencio. Al cabo de unos minutos, regresó. Se había puesto una camisa que le colgaba por encima de la falda.
—No siento ninguna pena por él —declaró—. No sé quién le ha matado. No creo tampoco que quiera saberlo. Pero entiendo que vosotros tengáis que detenerle.
—Sí —dijo Wallander—. Tenemos que hacerlo. Y necesitamos toda la ayuda que nos puedan dar.
Ella le miró con una cara súbitamente desvalida.
—Yo ya no sabía nada de él. No puedo ayudaros.
Wallander pensó que seguramente estaba diciendo la verdad. Ella no podía ayudarles.
Pero eso era lo que ella pensaba. Porque, en realidad, ya les había ayudado.
Cuando Wallander vio sus brazos, perdió las dudas que le quedaban.
Ahora sabía que era a una mujer a quien buscaban.