Cuando Wallander regresó al hotel tenía un mensaje esperándole. Era de Robert Melander, desde Svenstavik. Fue a su habitación y marcó el número. Contestó la mujer de Melander. Wallander se presentó y aprovechó la circunstancia para agradecerle la sabrosa comida del día anterior. Luego se puso Melander.
—Me fue imposible dejar de seguir pensando ayer tarde —dijo éste—. En unas cosas y otras. Telefoneé también al antiguo jefe de Correos. Se llama Ture Emmanuelsson. Me confirmó que Krista Haberman había recibido muchas postales de Escania. De Falsterbo, creía recordar. No sé si tendrá importancia. Pero quería ponerlo en tu conocimiento, de todas maneras. Recibía mucho correo sobre pájaros.
—¿Cómo has sabido en qué hotel me alojo?
—Llamé a la policía de Ystad y pregunté —contestó Melander—. Así de fácil.
—Skanör y Falsterbo son conocidos lugares de encuentro para los observadores de pájaros —dijo Wallander—. Es la única explicación lógica de por qué recibía tantas postales de allí. Gracias por haberte molestado en llamarme.
—Es que uno empieza a reflexionar —dijo Melander—. Y a pensar en por qué ese vendedor de coches lega dinero a nuestra iglesia.
—Tarde o temprano encontraremos la respuesta. Pero puede llevar tiempo. Gracias, de todas maneras, por llamar.
Wallander se quedó sentado una vez terminada la conversación. Todavía no eran las ocho. Pensó en el súbito ataque de desánimo que había vivido en la estación de ferrocarril, en la sensación de tener algo insuperable ante sí. Pensó también en la charla con Linda la víspera por la noche. Y pensó sobre todo en lo que Melander había dicho y en lo que tenía por delante. Estaba en Gävle porque tenía una misión. Faltaban seis horas para que saliera su avión. Dejaría el coche de alquiler en el aeropuerto de Arlanda. Fue a coger unos papeles que estaban en una funda de plástico en el maletín. Ann-Britt Höglund había escrito que podía empezar tomando contacto con un inspector de policía llamado Sten Wenngren. El domingo no se movería de casa y estaba avisado de que llamaría Wallander. Había escrito también el nombre de la persona que puso los anuncios en el periódico de los legionarios. Se llamaba Johan Ekberg y tenía una dirección en Brynäs. Wallander se acercó a la ventana. El tiempo era triste. Había empezado a llover, una fría lluvia de otoño. Wallander se preguntó si se transformaría en aguanieve y si el coche tendría neumáticos de invierno. Pero, sobre todo, pensó en qué era lo que estaba haciendo en realidad en Gävle. A cada paso que daba le parecía que se alejaba más de un centro que, ciertamente, le era desconocido, pero que, en todo caso, tenía que existir en una parte u otra.
La sensación de que había algo que no veía, de que había entendido o interpretado mal un trazo fundamental de la imagen del crimen, le invadió de nuevo junto a la ventana. La sensación desembocó en la eterna pregunta: ¿por qué ese alarde de brutalidad? ¿Qué era lo que el asesino quería contar?
El idioma del asesino. El código que aún no había conseguido desentrañar.
Sacudió la cabeza, bostezó y preparó la maleta. Como no sabía de qué hablar con Sten Wenngren, decidió ir directamente a ver a Johan Ekberg. Al menos, tal vez podría hacerse una idea del tenebroso mundo de soldados en venta al mejor postor. Recogió la maleta y salió de la habitación. Pagó la cuenta en la recepción y pidió que le explicaran cómo podía llegar a la calle Södra Fältskärsgatan, en Brynäs. Luego cogió el ascensor para ir al garaje subterráneo. Cuando se sentó en el coche le asaltó nuevamente el desánimo. Se quedó sentado sin arrancar. ¿Estaría poniéndose enfermo? Sin embargo, no se sentía mal, ni siquiera especialmente cansado.
Luego comprendió que aquello tenía que ver con su padre. Era una reacción por todo lo que había pasado. Tal vez una parte del duelo, de la necesidad de adaptarse a una nueva vida que había cambiado de forma dramática.
No había otra explicación. Linda tenía su forma de reaccionar. En cuanto a él, la muerte del padre le producía repetidos ataques de desánimo.
Puso en marcha el automóvil y salió del garaje. La recepcionista le había hecho una buena descripción del camino. A pesar de ello, Wallander se equivocó desde el principio. La ciudad estaba vacía, era domingo. Pronto tuvo la sensación de estar dando vueltas en un laberinto. Tardó veinte minutos en encontrar el camino. Eran ya las nueve y media. Se había parado delante de un edificio de viviendas en lo que pensó que era la parte antigua de Brynäs. Se preguntó distraídamente si los legionarios dormirían hasta muy tarde los domingos por la mañana. Y si Johan Ekberg sería mercenario. El que pusiera anuncios en Terminator no tenía por qué significar siquiera que hubiera hecho el servicio militar.
Sentado en el coche, contempló la casa. Llovía. Octubre era el mes de la desesperanza. Todo estaba gris. Los colores del otoño empalidecían.
Por un momento se sintió inclinado a mandar todo al infierno y largarse de allí. Lo mismo daría regresar a Escania y decirle a alguno de los demás que llamase a ese Johan Ekberg. O llamar él mismo. Si salía de Gävle ahora, tal vez podría coger un vuelo anterior para Sturup.
Pero, por descontado, no lo hizo. Wallander no había conseguido nunca vencer al simbólico sargento que llevaba en su interior y que vigilaba que hiciera lo que debía. Él no viajaba por cuenta de los contribuyentes para quedarse sentado en un coche mirando la lluvia. Salió del coche y cruzó la calle.
Johan Ekberg vivía en el piso más alto. No había ascensor. Desde el interior de un piso se oía música alegre de acordeón. Alguien cantaba. Wallander se detuvo a escuchar. Era un chotis finlandés. Sonrió para sus adentros. «Alguien que toca el acordeón no se pone a contemplar la melancolía de la lluvia hasta quedarse ciego», pensó mientras seguía subiendo.
La puerta de Johan Ekberg tenía listones de acero empotrados y cerradura de seguridad. Wallander llamó al timbre. Su instinto le dijo que alguien le miraba por el orificio de la mirilla. Volvió a llamar como para indicar que no pensaba ceder. La puerta se abrió. Tenía echada la cadena de seguridad. El vestíbulo estaba a oscuras. El hombre que se divisaba en el interior era muy alto.
—Busco a Johan Ekberg —dijo Wallander—. Soy policía de la brigada criminal de Ystad. Necesito hablar contigo, si es que eres Ekberg. No eres sospechoso de nada. Necesito solamente unas informaciones.
La voz que le contestó era aguda, casi estridente.
—Yo no hablo con policías. Sean de Gävle o de cualquier otro sitio.
El desánimo que sentía desapareció como por ensalmo. Wallander reaccionó inmediatamente ante la actitud de rechazo del hombre. No había viajado hasta allí para dejar que le pararan los pies ya en la puerta. Sacó su placa de policía y la sostuvo en alto.
—Estoy investigando dos asesinatos en Escania —dijo—. Seguramente has leído algo en los periódicos. No he venido hasta aquí para quedarme delante de la puerta discutiendo. Tienes todo el derecho a no permitirme la entrada, pero volveré. Y entonces tendrás que acompañarme a la comisaría aquí en Gävle. Puedes elegir lo que te convenga.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—O me dejas entrar o sales aquí. No estoy dispuesto a hablar por la rendija de la puerta.
La puerta se cerró y volvió a abrirse. La cadena de seguridad estaba suelta. Una fuerte lámpara se encendió en el vestíbulo y sorprendió a Wallander. Estaba montada con toda intención para que le diera al visitante directamente en los ojos. Wallander siguió al hombre, cuyo rostro aún no había visto. Entraron en un cuarto de estar. Las cortinas estaban echadas, las lámparas encendidas. Wallander se detuvo en la puerta. Era como entrar en un tiempo pasado. La habitación parecía un vestigio de los años cincuenta. Junto a una pared había una máquina tocadiscos. Los centelleantes colores de neón danzaban en el interior de la tapa de plástico. Una Wurlitzer. En las paredes, carteles de cine; en uno de ellos se vislumbraba a James Dean, pero por lo demás los motivos eran casi todos de películas de guerra. Men in action. Soldados de la Marina norteamericana luchando en playas japonesas. También había armas. Bayonetas, espadas, pistolas antiguas. Y un tresillo de cuero negro.
Johan Ekberg le estaba mirando. Tenía el pelo muy corto y podía haber salido de alguno de los carteles que colgaban de las paredes. Llevaba unos pantalones cortos de color caqui y una camiseta blanca. En los brazos, tatuajes. Voluminosos músculos. Wallander se dio cuenta de que tenía delante a un culturista. Los ojos de Ekberg estaban en guardia.
—¿Qué es lo que quieres?
Wallander señaló interrogante uno de los asientos. El hombre asintió con la cabeza. Wallander se sentó, Ekberg permaneció de pie. Wallander se preguntó si Ekberg habría nacido siquiera cuando Harald Berggren libraba su repugnante guerra en el Congo.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—¿Has venido desde Escania para preguntarme eso?
Wallander notó que el hombre le producía irritación. No hizo el menor esfuerzo para ocultarlo.
—Entre otras muchas cosas —dijo—. Si no contestas a mis preguntas lo dejamos aquí y ahora. Y vendrán a buscarte para ir a comisaría.
—¿Soy sospechoso de haber cometido algún delito?
—¿Lo has cometido? —le espetó Wallander pensando que se estaba saltando todas las reglas acerca de cómo debía desempeñar su oficio.
—No —contestó el hombre.
—Entonces, empecemos de nuevo. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y dos.
Wallander estaba en lo cierto. Cuando Ekberg nació, ya hacía un año que Hammarskjöld había muerto en el accidente de avión en las afueras de Ndola.
—He venido a hablar contigo de mercenarios suecos. El que esté aquí se debe a que has colgado tu letrero abiertamente. Te anuncias en Terminator.
—No creo que eso sea ilegal. También lo hago en Combat Survival y en Soldier of Fortune.
—Tampoco he dicho que lo sea. La conversación irá mucho más rápida si te limitas a contestar mis preguntas y te guardas las tuyas.
Ekberg se sentó y encendió un cigarrillo. Wallander vio que fumaba sin filtro. Encendió el cigarrillo con un mechero de gasolina que Wallander creyó reconocer de haberlo visto en películas antiguas. Se preguntó si Johan Ekberg viviría por completo en otra época.
—Mercenarios suecos —repitió Wallander—. ¿Cuándo empezó todo? ¿Con la guerra del Congo a principios de 1960?
—Un poco antes —contestó Ekberg.
—¿Cuándo?
—Por ejemplo con la guerra de los treinta años.
Wallander se preguntó si Ekberg se estaba burlando de él. Luego comprendió que no debía dejarse distraer por el aspecto de Ekberg ni por el hecho de que pareciera obsesionado con los años cincuenta. Si había investigadores de orquídeas apasionados, también era posible que Ekberg fuera una persona que supiera todo lo que había que saber de mercenarios. Wallander tenía además vagos recuerdos escolares de que la guerra de los treinta años se había librado por ejércitos que sólo constaban de soldados a sueldo.
—Digamos que nos conformamos con el tiempo posterior a la segunda guerra mundial —dijo Wallander.
—Entonces hay que empezar ya en la guerra. Hubo suecos que entraron como voluntarios en todos los ejércitos. Hubo suecos con uniforme alemán, con uniforme ruso, japonés, americano, inglés e italiano.
—Me figuro que enrolarse como voluntario no es lo mismo que ser mercenario.
—Yo me refiero a la voluntad bélica —dijo Ekberg—. Siempre ha habido suecos dispuestos a empuñar las armas.
Wallander percibió algo de la estéril campechanía que solía caracterizar a la gente que alimentaba ilusiones de una Suecia convertida en gran potencia. Echó una mirada rápida por las paredes para ver si se le había escapado algún símbolo nazi. Pero no vio ninguno.
—Dejemos la voluntariedad. Mercenarios. Gente que se alquila.
—La Legión Extranjera. Es el punto de partida clásico. Ahí siempre ha habido suecos enrolados. Muchos están enterrados en el desierto.
—El Congo. Allí empieza algo nuevo. ¿No es así?
—Allí no hubo muchos suecos. Pero algunos hicieron toda la guerra con Katanga.
—¿Quiénes eran?
Ekberg le miró sorprendido.
—¿Buscas nombres?
—Todavía no. Quiero saber qué clase de personas eran.
—Ex militares. Algunos buscaban aventuras. Otros estaban convencidos de que era una empresa justa. También algún policía expulsado del cuerpo.
—¿Convencidos de qué?
—De la lucha contra el comunismo.
—Pero lo que hacían era matar africanos inocentes.
Ekberg volvió a ponerse en guardia, de repente.
—No tengo por qué contestar a preguntas de índole política. Sé cuáles son mis derechos.
—Tus opiniones no me interesan. Lo que quiero es saber quiénes eran. Y por qué se hicieron mercenarios.
Ekberg le miró con sus vigilantes ojos.
—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó—. Deja que ésta sea mi única pregunta. Y quiero tener una respuesta.
Wallander no tenía nada que perder si iba derecho al grano.
—Puede ser que alguien con un pasado entre mercenarios suecos tenga algo que ver, al menos, con uno de los asesinatos. Por eso te hago estas preguntas. Por eso tus respuestas pueden tener importancia.
Ekberg asintió con la cabeza. Había comprendido.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó.
—¿Qué tienes?
—¿Whisky? ¿Cerveza?
Wallander era consciente de que no eran más que las diez de la mañana. Movió la cabeza denegando. Aunque no habría tenido nada en contra de una cerveza.
—No, gracias.
Ekberg se levantó y volvió al cabo de un momento con un vaso de whisky.
—¿En qué trabajas? —preguntó Wallander.
La respuesta de Ekberg le sorprendió. No sabía lo que se esperaba. Pero, desde luego, no lo que le dijo Ekberg:
—Tengo una empresa de asesoramiento que trabaja en el sector de administración de personal. Me concentro en desarrollar métodos para la resolución de conflictos.
—Parece interesante —dijo Wallander, aunque todavía no estaba muy seguro de que Ekberg no estuviera burlándose de él.
—Tengo también una cartera de acciones que por el momento va muy bien. Mi liquidez es estable.
Wallander decidió que Ekberg hablaba en serio. Volvió a los mercenarios.
—¿Cómo es que te interesan tanto los mercenarios?
—Ellos representan mucho de lo mejor de nuestra cultura que, por desgracia, está desapareciendo.
Wallander sintió un desagrado inmediato ante la respuesta cíe Ekberg. Lo más grave era que Ekberg parecía totalmente convencido. Wallander se preguntaba cómo era posible. También se preguntó fugaz mente si habría más gente en la bolsa sueca que llevara los tatuajes que llevaba Ekberg. ¿Habría que pensar que los financieros y empresarios suecos del futuro serían culturistas que tenían máquinas tocadiscos originales en sus cuartos de estar?
Wallander retomó el tema.
—¿Cómo se reclutó a estas personas que fueron al Congo?
—Había ciertos bares en Bruselas. También en París. Todo se hacía muy discretamente. Se sigue haciendo así. Sobre todo, después de lo que pasó en Angola en 1975.
—¿Qué pasó, pues?
—Unos cuantos mercenarios no salieron a tiempo. Fueron hechos prisioneros al terminar la guerra. El nuevo régimen organizó un juicio. La mayor parte fueron condenados a muerte y fusilados. Fue todo muy cruel. Y completamente inútil.
—¿Por qué los condenaron a muerte?
—Por haber sido soldados contratados. Como si eso fuera en realidad una diferencia. Los soldados son siempre contratados de una manera o de otra.
—Pero ellos no tenían nada que ver con aquella guerra. Eran de fuera. Participaban para ganar dinero.
Ekberg ignoró los comentarios de Wallander. Como si no fueran dignos de él.
—Tenían que haber salido de la zona de combate a tiempo. Pero habían perdido a dos de sus jefes de compañía en la lucha. El avión que iba a recogerles aterrizó en un aeropuerto equivocado en un pueblo del interior. Hubo muy mala suerte. Alrededor de quince fueron hechos prisioneros. El grupo más grande pudo salir. La mayoría de ellos siguieron hacia el sur de Rodesia. En una gran finca, a las afueras de Johannesburgo, hay ahora un monumento en honor de los ejecutados de Angola. Asistieron mercenarios de todo el mundo cuando se inauguró el monumento.
—¿Había suecos entre los ejecutados?
—Casi todos eran ingleses y alemanes. Los parientes tuvieron cuarenta y ocho horas para recoger los cuerpos. Casi nadie lo hizo.
Wallander pensó en el monumento a las afueras de Johannesburgo.
—Hay, por decirlo de otro modo, una gran solidaridad entre mercenarios de diferentes partes del mundo, ¿no?
—Cada uno se cuida de sí mismo. Pero la solidaridad existe. Tiene que existir.
—Muchos tal vez se hacen mercenarios por eso. Porque buscan solidaridad.
—Lo primero es el dinero. Luego la aventura. Luego la solidaridad. Por ese orden.
—La verdad es, pues, que los mercenarios matan por dinero.
Ekberg asintió.
—Desde luego que es así. Los mercenarios no son monstruos. Son personas.
Wallander sentía que su malestar iba en aumento. Pero se daba cuenta de que Ekberg pensaba exactamente lo que decía. Hacía mucho tiempo que no encontraba a una persona tan convencida. No había nada monstruoso en esos soldados que mataban a cualquiera por la cantidad de dinero adecuada. Eso era, por el contrario, la definición de su humanidad. Según Johan Ekberg.
Wallander sacó una copia de la fotografía y la puso en la mesa de cristal delante de él. Luego se la acercó a Ekberg.
—Tienes carteles de películas en las paredes —dijo—. Aquí tienes una foto auténtica. Hecha en lo que entonces se llamaba el Congo Belga. Hace más de treinta años. Antes de que tú nacieras. Son tres mercenarios. Uno de ellos es sueco.
Ekberg se inclinó y cogió la fotografía. Wallander esperó.
—¿Reconoces a alguno de esos tres hombres? —preguntó luego.
Nombró a dos de ellos. Terry O’Banion y Simon Marchand.
Ekberg movió negativamente la cabeza.
—No tienen por qué ser sus verdaderos nombres sino nombres que tenían como mercenarios.
—En ese caso, ésos son los nombres que yo conozco —dijo Ekberg—. El hombre que está en el medio es sueco —continuó Wallander.
Ekberg se levantó y desapareció en una habitación adyacente. Volvió con una lente de aumento en la mano. Volvió a estudiar la fotografía.
—Se llama Harald Berggren. Y él es el motivo por el que estoy aquí.
Ekberg no dijo nada. Siguió mirando la fotografía.
—Harald Berggren —repitió Wallander—. Escribió un diario de aquella guerra. ¿Le reconoces? ¿Sabes quién es?
Ekberg dejó la fotografía y la lupa.
—Claro que sé quién es Harald Berggren —contestó.
Wallander se sobresaltó en su asiento. No sabía qué respuesta esperaba. Pero, desde luego, no la que había recibido.
—¿Dónde está ahora?
—Ha muerto. Murió hace siete años.
Era una posibilidad que Wallander había considerado. Sin embargo, le defraudó que hubiera sucedido tanto tiempo atrás.
—¿Qué pasó?
—Se suicidó. No es inusual en personas de gran valor. Y que tienen experiencia en combatir en unidades armadas en condiciones difíciles.
—¿Por qué se suicidó?
Ekberg se encogió de hombros.
—Yo creo que estaba harto.
—¿Harto de qué?
—¿De qué está uno harto cuando se quita la vida? De la vida misma. Del aburrimiento. Del cansancio que se siente cuando uno se mira al espejo por la mañana.
—¿Qué pasó?
—Vivía en Sollentuna, al norte de Estocolmo. Un domingo por la mañana se metió la pistola en el bolsillo y subió a un autobús hasta la última parada. Allí se adentró en el bosque y se pegó un tiro.
—¿Cómo sabes tú todo eso?
—Lo sé. Y eso significa que no puede tener nada que ver con un asesinato en Escania. A no ser que haya resucitado. O que haya puesto una mina que explota ahora.
Wallander había dejado el diario en Escania. Pensó que quizás había sido un error.
—Harald Berggren escribió un diario del Congo. Lo encontramos en la caja fuerte de uno de los dos hombres que han sido asesinados. Un vendedor de automóviles que se llamaba Holger Eriksson. ¿Te dice algo ese nombre?
Ekberg dijo que no con la cabeza.
—¿Estás seguro?
—Tengo muy buena memoria.
—¿Se te ocurre alguna explicación de que el diario fuera a parar allí?
—No.
—¿Se te ocurre alguna explicación de que estos dos hombres se conocieran hace más de siete años?
—Yo sólo estuve una vez con Harald Berggren. Fue el año antes de morir. Yo vivía en Estocolmo entonces. Vino a verme una tarde. Estaba muy desazonado. Me contó que entretenía su espera de una nueva guerra viajando por todo el país para trabajar un mes aquí y otro allá. Tenía un oficio.
Wallander se dio cuenta de que se le había escapado esa posibilidad. A pesar de que estaba en el diario, en una de las primeras páginas.
—¿Te refieres a que era mecánico de coches?
Ekberg se sorprendió por primera vez.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo leí en el diario.
—Pensé que un vendedor de coches podía haber tenido necesidad de un mecánico extra. Que Harald quizás pasara por Escania y entrara en contacto con ese tal Eriksson.
Wallander asintió. Era, naturalmente, una posibilidad.
—¿Era homosexual Harald Berggren? —preguntó Wallander.
Ekberg sonrió.
—Mucho —dijo.
—¿Es corriente entre mercenarios?
—No necesariamente. Pero tampoco es raro. Me figuro que eso también se da entre policías, ¿no?
Wallander no contestó.
—¿Se da entre asesores para resolver conflictos? —preguntó a su vez.
Ekberg se había levantado y estaba de pie junto a la máquina tocadiscos. Le sonrió a Wallander.
—Se da —dijo.
—Tú te anuncias en Terminator. Ofreces tus servicios. Pero no pone de qué servicios se trata.
—Facilito contactos.
—¿Qué tipo de contactos?
—Diferentes patronos que pueden resultar interesantes.
—¿Misiones de guerra?
—A veces. Guardaespaldas, protección de transportes. Varía. Si quisiera, podría alimentar a los periódicos suecos con historias sorprendentes.
—Pero ¿no lo haces?
—Tengo la confianza de mis clientes.
—Yo no pertenezco al mundo de la prensa.
Ekberg había vuelto a sentarse.
—Terre Blanche en África del Sur —dijo Ekberg—. El líder del partido nazi de los bóers. Tiene dos guardaespaldas suecos. Eso a modo de ejemplo. Pero si lo dices públicamente, yo lo negaré, como es natural.
—No diré nada.
No tenía más preguntas. Lo que podían significar las respuestas que había obtenido de Ekberg, no lo sabía aún.
—¿Puedo quedarme con la fotografía? —preguntó Ekberg—. Tengo una pequeña colección.
—Sí —dijo Wallander levantándose—. El original lo tenemos nosotros.
—¿Quién tiene el cliché?
—Eso me pregunto yo también.
Cuando Wallander ya estaba al otro lado de la puerta, se dio cuenta de que había otra pregunta.
—En realidad ¿por qué haces todo esto?
—Recibo postales de todo el mundo. Nada más.
Wallander comprendió que no obtendría otra respuesta.
—No creo —dijo—. Pero puede ser que llame por teléfono si tengo algo más que preguntar.
Ekberg asintió. Luego cerró la puerta.
Cuando Wallander salió a la calle la lluvia se había vuelto aguanieve. Eran las once. No tenía nada más que hacer en Gävle. Se sentó en el coche. Harald Berggren no había matado a Holger Eriksson y, naturalmente, tampoco a Gösta Runfeldt. Lo que tal vez había podido ser una pista, se había quedado en nada.
«Tenemos que empezar de nuevo», pensó Wallander. «Tenemos que volver al punto de partida. Tacharemos a Harald Berggren. Olvidaremos cabezas reducidas y diarios. ¿Qué veremos entonces? Tiene que ser posible encontrar a Harald Berggren entre los antiguos empleados de Holger Eriksson. Deberíamos poder establecer también si era homosexual».
El sedimento exterior de la investigación no daba nada.
«Tenernos que cavar más hondo».
Wallander puso en marcha el motor. Luego condujo directamente al aeropuerto de Arlanda. Al llegar, tuvo algún problema para encontrar el sitio donde debía dejar el coche de alquiler. A las dos estaba esperando su avión, sentado junto a la puerta de embarque. Hojeó distraídamente un diario de la tarde que alguien había dejado. El aguanieve había cesado justo al norte de Upsala.
El avión salió puntual de Arlanda. Wallander estaba sentado junto al pasillo. Se durmió en cuanto hubo despegado. Cuando empezó a sentir en los oídos que el aterrizaje en Sturup había comenzado, se despertó. Junto a él había una mujer repasando calcetines. Wallander la contempló pasmado. Luego pensó que tenía que llamar a Ålmhult para preguntar qué pasaba con el coche. Se vería obligado a coger un taxi hasta Ystad.
Pero al salir del avión y encaminarse a la salida descubrió de repente a Martinsson. Comprendió que algo había pasado.
«Otro no», pensó.
Cualquier cosa. Pero eso no.
Martinsson ya le había visto.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Wallander.
—Tienes que acordarte de conectar el móvil —dijo Martinsson—. No hay manera de localizarte.
Wallander esperaba conteniendo la respiración.
—Hemos encontrado la maleta de Gösta Runfeldt —dijo.
—¿Dónde?
—Estaba tirada de cualquier manera junto a la carretera que va a Höör.
—¿Quién la encontró?
—Uno que se había parado a mear. Vio la maleta y la abrió. Había papeles con el nombre de Runfeldt. El hombre que la encontró había leído sobre el asesinato. Llamó directamente. Nyberg está allí ahora.
«Bueno», pensó Wallander. «Siempre es una pista».
—Vámonos allí, pues —dijo.
—¿Tienes que ir a casa primero?
—No —dijo Wallander—. Si hay algo que no necesito hacer, es justamente eso.
Fueron hacia el coche de Martinsson.
De pronto Wallander descubrió que tenía prisa.