21

Aquella noche Wallander tuvo un sueño.

Había regresado a Roma. Iba por una calle con su padre, el verano había pasado de repente, era otoño, otoño romano. Estaban hablando de algo, no recordaba de qué. De repente el padre desaparecía.

Había ocurrido muy rápidamente. En un momento determinado estaba junto a él, y al siguiente ya se había ido, tragado por la multitud de gente de la calle.

Despertó de aquel sueño con un sobresalto. En la calma de la noche, el sueño había resultado transparente y claro. El dolor por su padre, por no haber podido terminar nunca la conversación que habían empezado. Por su padre, que estaba muerto, no podía dolerse. Pero sí por sí mismo, que quedaba vivo.

Luego, ya no consiguió dormirse otra vez. Además, tenía que levantarse pronto.

Cuando la noche anterior regresaron a la comisaría, después de la visita a Maria Svensson en Sövestad, había un recado de que Wallander tenía plaza reservada a las siete de la mañana del día siguiente, desde el aeropuerto de Sturup con llegada a Östersund a las nueve y cuarto, después de cambiar en el aeropuerto de Arlanda, en Estocolmo. Repasó el itinerario y vio que podía elegir entre pasar la noche del sábado en Svenstavik o en Gävle. Había un coche esperándole en el aeropuerto de la isla de Frösön. Quedaba a su elección decidir dónde pasaba la noche. Miró el mapa de Suecia que colgaba de la pared, junto al mapa ampliado de Escania. Eso le dio una idea. Fue a su despacho y llamó a Linda. Por primera vez le salió un contestador automático. Le dejó grabada la pregunta: ¿podía tomar ella el tren a Gävle, un viaje de apenas dos horas, y pasar allí la noche? Luego fue en busca de Svedberg, al que finalmente encontró en el gimnasio de la planta baja. Svedberg solía darse una sauna, completamente solo, los viernes por la noche. Wallander le pidió que le hiciera el favor de reservar dos habitaciones en un buen hotel, en Gävle, para la noche del sábado. Le podía localizar al día siguiente en el móvil.

Luego se fue a casa. Y cuando se durmió le sobrevino el sueño del paseo por la calle en una Roma otoñal.

A las seis le estaba esperando el taxi. Recogió sus pasajes en Sturup. Como era sábado por la mañana, el avión a Estocolmo iba medio vacío. A su vez, el avión a Östersund salió puntualmente. Wallander no había estado nunca en Östersund. Sus visitas a la parte del país situada al norte de Estocolmo habían sido muy escasas. Sintió que se alegraba del viaje. Le daba, entre otras cosas, cierta distancia respecto al sueño que había tenido por la noche.

La mañana era fría en el aeropuerto de Östersund. El piloto había anunciado que estaban a un grado sobre cero. Mientras caminaba hacia el edificio del aeropuerto, pensó que el frío se sentía de otra manera. Y tampoco olía a barro. Cruzó en el coche el puente desde Frösön y el paisaje le pareció hermoso. La ciudad se apoyaba blandamente en la pendiente del lago Storsjön. Encontró la carretera hacia el sur y experimentó una sensación liberadora, sentado en un coche ajeno y conduciendo por un paisaje desconocido.

A las once y media llegó a Svenstavik. Por el camino recibió recado de Svedberg de que debía ponerse en contacto con un hombre llamado Robert Melander. Era la persona de la oficina parroquial con la que había hablado el abogado Bjurman. Melander vivía en una casa roja situada junto al edificio del antiguo juzgado de Svenstavik, que ahora servía, entre otras cosas, como academia nocturna de la Federación Educativa Obrera. Wallander aparcó el coche delante del supermercado Ica, en pleno centro. Tardó un poco en darse cuenta de que el edificio del antiguo juzgado estaba al otro lado del centro comercial, de reciente construcción. Dejó el coche aparcado y fue hacia allí paseando.

Estaba nublado, pero no llovía. Entró en el jardín de la casa que se suponía que era la de Melander. Vio a un perro gris atado junto a una caseta. La puerta exterior estaba abierta.

Wallander llamó. No contestó nadie. De pronto le pareció oír ruido al otro lado de la casa. Dio la vuelta a la esquina de la cuidada casa de madera. La finca era grande. En ella había patatales y arbustos de grosella. Wallander se sorprendió de que hubiera grosella tan al norte. En la parte de atrás de la casa, vio a un hombre con botas cortando las ramas de un árbol caído. Al ver a Wallander, dejó inmediatamente lo que estaba haciendo y enderezó la espalda. El hombre era de la edad de Wallander. Sonrió y dejó a un lado la sierra.

—Sospecho que eres tú —dijo tendiéndole la mano—. El policía de Ystad.

Wallander pensó, al saludarle, que hablaba un dialecto muy expresivo.

—¿Cuándo saliste? —preguntó Melander—. ¿Ayer noche?

—A las siete salió el avión —contestó Wallander—. Esta mañana.

—Es asombroso que sea tan rápido —dijo Melander—. Yo estuve en Malmö en alguna ocasión, allá por los años sesenta. Se me metió en la cabeza que podía ser interesante moverse un poco. Y trabajo había en aquellos grandes astilleros.

—Los astilleros Kockum —dijo Wallander—. Pero ya apenas existen.

—Ya no existe nada —contestó Melander filosóficamente—. Por entonces, se tardaba cuatro días en bajar hasta allí en coche.

—Pero no te quedaste —dijo Wallander.

—No —contestó alegremente Melander—. Era bonito y estaba bien aquello. Pero no era lo mío. Si he de viajar algo en mi vida, será hacia arriba. No hacia abajo. No tenéis siquiera nieve, decía la gente.

—Ocurre alguna vez —contestó Wallander—. Y cuando nieva, nieva sin medida.

—Tenemos la comida esperándonos. Mi mujer trabaja en el centro de salud. Pero lo dejó todo preparado.

—Es muy bonito todo esto.

—Mucho —contestó Melander—. Y la belleza se conserva. Año tras año.

Se sentaron a la mesa de la cocina. Wallander comió bien. La comida era abundante y Melander, un buen narrador. Wallander creyó entender que combinaba un gran número de ocupaciones para juntar un dinero. Entre otras cosas, dirigía cursos de bailes regionales en el invierno. Cuando llegaron al café, Wallander empezó a hablar de lo que le había llevado hasta allí.

—Desde luego, fue una sorpresa también para nosotros —dijo Melander—. Cien mil coronas es mucho. Especialmente cuando es una donación de alguien desconocido.

—¿Así que nadie sabía quién era Holger Eriksson?

—Nadie. Era completamente desconocido. Un vendedor de coches de Escania asesinado. Muy raro. Todos los que tenemos algo que ver con la iglesia empezamos a preguntarnos unos a otros. Hicimos que saliera una nota en los periódicos con su nombre. Los periódicos publicaron que pedíamos información. Pero nadie dio noticias. Wallander se había acordado de coger una fotografía de Holger Eriksson, una que encontró en uno de sus cajones. Robert Melander estudió la foto mientras cebaba la pipa. La prendió sin dejar de mirarla. Wallander empezó a alimentar esperanzas, pero Melander movió la cabeza negativamente.

—El hombre sigue siendo desconocido —dijo—. Yo tengo buena memoria para las fisonomías. Pero nunca le he visto. A lo mejor hay alguien que reconozca su aspecto. Yo no.

—Quiero mencionarte dos nombres —dijo Wallander—. Uno es Gösta Runfeldt. ¿Te dice algo ese nombre?

Melander reflexionó. Pero no durante mucho tiempo.

—Runfeldt no es un nombre de por aquí —dijo—. Tampoco parece un nombre adoptado.

—Harald Berggren —dijo Wallander—. Otro nombre.

La pipa de Melander se había apagado. La dejó en la mesa.

—Tal vez —dijo—. Déjame hacer una llamada.

Había un teléfono en el ancho alféizar de la ventana. La excitación de Wallander iba en aumento. Lo que más deseaba era poder identificar al hombre que había escrito el diario del Congo.

Melander hablaba con un hombre llamado Nils.

—Tengo una visita de Escania —decía al teléfono—. Un hombre que se llama Kurt y que es policía. Pregunta por un tal Harald Berggren. Aquí en Svenstavik no tenemos a nadie vivo con ese nombre. Pero ¿no hay alguien enterrado en el cementerio que se llamaba así?

El ánimo de Wallander decayó. Pero no del todo. Incluso un Harald Berggren muerto podía ayudarles a avanzar.

Melander oyó la respuesta. Luego terminó preguntando cómo estaba un tal Artur, que había sufrido un accidente, y Wallander adivinó que su estado de salud era estacionario. Melander volvió a la mesa de la cocina.

—Nils Enman se ocupa del cementerio —dijo—. Y allí hay una lápida con el nombre de Harald Berggren. Pero Nils es joven y el que se encargaba antes del cementerio, ahora está enterrado allí. ¿Qué te parece si vamos a echar un vistazo?

Wallander se levantó. Melander se sorprendió de la rapidez.

—Alguien dijo una vez que la gente de Escania es cachazuda. Pero eso no se te puede aplicar a ti.

—Tengo mis malas costumbres —contestó Wallander.

Salieron a la clara atmósfera otoñal. Robert Melander saludaba a todos los que encontraban a su paso. Llegaron al cementerio.

—Parece que está hacia el lado del bosque —dijo Melander.

Wallander caminó entre las tumbas detrás de Melander y se acordó del sueño que había tenido durante la noche. Que su padre estuviera muerto le resultaba, de pronto, irreal. Era como si todavía no lo hubiera comprendido.

Melander se detuvo y apuntó con el dedo. La piedra era vertical y tenía una inscripción amarilla. Wallander leyó lo que ponía y se dio cuenta enseguida de que no le servía para nada. El hombre que se llamaba Harald Berggren había fallecido en 1949. Melander vio su reacción.

—¿No es él?

—No —contestó Wallander—. Seguro que no. El hombre que busco vivió, en todo caso, hasta 1963.

—El hombre que buscas —dijo Melander con curiosidad—. Un hombre al que busca la policía debe de haber cometido algún crimen, ¿no?

—No sé —dijo Wallander—. Es, además, demasiado complicado de explicar. Muchas veces la policía busca a personas que no han hecho nada ilegal.

—Así pues, has hecho el viaje en vano —dijo Melander—. Hemos recibido una donación de mucho dinero para la iglesia. Pero no sabemos por qué. Y tampoco sabemos quién es ese Eriksson.

—Tiene que haber una explicación —dijo Wallander.

—¿Quieres ver la iglesia? —preguntó Melander de repente, como si quisiera animar a Wallander. Éste asintió—. Es muy bonita. Yo me casé allí.

Subieron hacia el templo y entraron en él. Wallander se fijó en que la puerta no estaba cerrada con llave. La luz entraba por las vidrieras laterales.

—Sí es bonita, sí —afirmó Wallander.

—Pero muy religioso no creo yo que seas —comentó Melander sonriendo.

Wallander no contestó. Se sentó en uno de los bancos de madera. Melander se quedó de pie en el pasillo central. Wallander buscaba mentalmente un camino a seguir. Había una respuesta, de eso estaba seguro. Holger Eriksson jamás hubiera hecho una donación a la iglesia de Svenstavik sin tener una razón para ello. Una razón de peso.

—Holger Eriksson escribía versos —dijo Wallander—. Era lo que suele llamarse un poeta local.

—También tenemos aquí de ésos —dijo Melander—. Si he de ser franco, lo que escriben no siempre es bueno.

—Era además un estudioso de los pájaros —siguió diciendo Wallander—. Por las noches se dedicaba a otear aves que emigraban hacia el sur. No las veía. Pero sabía que estaban allí, encima de su cabeza. ¿Se podrá oír, quizás, el rumor de miles de alas?

—Conozco a algunos que tienen palomares —replicó—. Pero ornitólogo sólo hemos tenido uno.

—¿Cómo, tenido? —preguntó Wallander.

Melander se sentó en el banco, al otro lado del pasillo central.

—Fue una historia rara, aquélla. Una historia sin final. —Se echó a reír—. Casi como la tuya. Tu historia tampoco tiene final.

—Nosotros acabaremos por encontrar al asesino. Es lo que solemos hacer. Pero ¿de qué historia hablabas?

—A mediados de los años sesenta apareció por aquí una polaca. Nadie sabía muy bien de dónde venía. Pero trabajaba en la hospedería. Tenía una habitación alquilada. Vivía bastante aislada. Aunque aprendió a hablar sueco muy rápidamente, no debía de tener amigos. Luego se compró una casa por aquí. Yo era bastante joven por entonces. Tan joven que muchas veces pensaba que era guapa. Pero se mantenía muy al margen, y tenía mucho interés por los pájaros. En Correos decían que recibía cartas y tarjetas postales de toda Suecia. Había postales con informaciones sobre búhos anillados y sabe Dios cuántas cosas más. Y ella escribía también gran cantidad de postales y de cartas. Después del ayuntamiento, ella era la que más escribía. En la tienda tuvieron que encargar más postales para ella. El motivo le daba igual. Así que los de la tienda compraban las postales que se quedaban sin vender en otros sitios.

—¿Cómo sabes tú todo esto? —preguntó Wallander.

—En un lugar pequeño se saben muchas cosas, se quiera o no se quiera. No se puede evitar.

—¿Qué pasó luego?

—Desapareció.

—¿Desapareció?

—¿Cómo se dice eso? Se esfumó. Ya no estaba.

Wallander no estaba seguro de haber entendido bien.

—¿Se fue de aquí?

—Ella viajaba bastante. Pero siempre regresaba. Cuando desapareció, estaba aquí. Había dado un paseo por el pueblo, una tarde de octubre. Salía con frecuencia a pasear. Después de aquel día, nadie volvió a verla nunca. Se escribió mucho sobre ello entonces. No había hecho las maletas. La gente empezó a preocuparse cuando dejó de acudir a la hospedería. Fueron a su casa y no estaba. Empezaron a buscar, pero no apareció. Hace alrededor de veinticinco años de esto. Nunca se ha encontrado nada. Pero rumores, ha habido. Que la han visto en América del Sur o en Alingsås. O como un fantasma en el bosque, cerca de Rätansbyn.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Wallander.

—Krista. Haberman de apellido.

Wallander recordaba el caso. Se habían hecho muchas cábalas. «La hermosa polaca», creía recordar vagamente que decía un titular de periódico.

Wallander reflexionó.

—Así que ella se carteaba con otros ornitólogos. Y ¿les visitaba a veces también?

—Sí.

—¿Se conserva esa correspondencia?

—Fue declarada muerta hace bastantes años. De repente se presentó un pariente de Polonia con reclamaciones. Sus pertenencias desaparecieron. Y más adelante se echó abajo la casa para construir un edificio nuevo.

Wallander asintió. Habría sido mucho pedir que se conservaran las cartas y las postales.

—Me acuerdo de todo esto vagamente —dijo—. Pero ¿no hubo nunca sospechas en alguna dirección?, ¿sospechas de que se suicidara o fuera objeto de un delito?

—Hubo, naturalmente, muchos rumores. Y creo que los policías que lo investigaron hicieron un buen trabajo. Era gente de por aquí que sabía distinguir la palabrería de las palabras con sentido. Se hablaba de coches misteriosos. De que recibía visitas secretas por las noches. Nadie sabía tampoco a qué se dedicaba cuando salía de viaje. Nunca pudo saberse con exactitud. Desapareció. Y sigue desaparecida. Si vive, es ahora veinticinco años más vieja. Todos envejecemos. También los desaparecidos.

«Ahora vuelve a ocurrir», pensó Wallander. «Algo del pasado vuelve. Vengo aquí para intentar enterarme de por qué ha testado dinero Holger Eriksson a la iglesia de Svenstavik. A esa pregunta no obtengo respuesta. Pero en cambio me informan de que aquí también ha habido un ornitólogo, una mujer que ha desaparecido hace más de veinticinco años. La cuestión es si, a pesar de todo, no habré obtenido respuesta a mi pregunta. Aunque yo no lo entienda en absoluto o no me dé cuenta de lo que significa».

—El material de la documentación debe de estar en Östersund —dijo Melander—. Seguramente pesa muchos kilos.

Abandonaron la iglesia. Wallander contempló un pájaro que se había posado en el muro del cementerio.

—¿Has oído hablar de un pájaro que se llama pico mediano? —preguntó.

—Es una variedad de los carpinteros —dijo Melander—. El nombre lo dice. Pero ¿no se ha extinguido? ¿Por lo menos en Suecia?

—Está camino de extinguirse —dijo Wallander—. Aquí en el país no se ha visto uno desde hace quince años.

—Yo tal vez lo haya visto alguna vez —dijo Melander no muy seguro—. Pero los carpinteros son raros en estos tiempos. Con las áreas taladas han desaparecido los árboles viejos. Era en ellos donde solían vivir. Y en los postes de teléfono, claro.

Habían regresado al centro comercial y estaban parados junto al coche de Wallander. Eran las dos y media.

—¿Sigues viaje? —preguntó Melander—. ¿O vuelves a Escania?

—Voy a Gävle —contestó Wallander—. ¿Cuánto se tarda? ¿Tres, cuatro horas?

—Cinco, más bien. No hay nada de nieve y no se patina. Las carreteras son buenas. Pero se tardará eso. Son casi cuatrocientos kilómetros.

—Agradezco mucho tu ayuda. Y la comida estaba riquísima.

—Pero te vas sin las respuestas que viniste a buscar.

—A lo mejor no. Ya veremos.

—Era un policía entrado en años el que trabajó con la desaparición de Krista Haberman —dijo Melander—. Empezó a trabajar como policía cuando ya era mayor. Y siguió hasta la jubilación. Dicen que fue de eso de lo último que habló en su lecho de muerte. De lo ocurrido con ella. Nunca pudo quitárselo de la cabeza.

—Ése es el peligro.

Se despidieron.

—Si bajas al sur, tienes que venir a verme.

Melander sonrió. La pipa se había apagado.

—Mis caminos van más hacia arriba. Pero nunca se sabe.

—Te agradecería que me tuvieras informado —pidió Wallander finalmente—. Si pasa algo. Alguna cosa que explique por qué donó dinero a la iglesia Holger Eriksson.

—Es muy extraño. Si hubiera visto la iglesia, se podría comprender. Porque es muy hermosa.

—Tienes razón —contestó Wallander—. Si hubiera estado aquí, se comprendería.

—Quizá pasara por aquí alguna vez. Sin que nadie lo supiera.

—O lo supiera sólo alguna persona —contestó Wallander.

Melander le miró con atención.

—Estás pensando en algo.

—Sí —respondió Wallander—. Pero no sé qué significa.

Se estrecharon la mano. Wallander se sentó en el coche y arrancó. En el retrovisor vio a Melander de pie, mirándole.

Atravesó bosques interminables. Cuando llegó a Gävle ya era de noche. Buscó el hotel que le había dicho Svedberg. Cuando preguntó en la recepción, le dijeron que Linda ya había llegado.

Encontraron un pequeño restaurante, tranquilo, sin ruido, no muy lleno a pesar de que era sábado. Al ver que Linda había acudido y que los dos se encontraban en ese lugar, desconocido para ambos, Wallander decidió, de manera totalmente imprevista, contarle los planes que tenía para el futuro.

Pero primero hablaron, claro está, de su padre y abuelo, que ya no existía.

—Pensé muchas veces en la buena relación que teníais —dijo Wallander—. A lo mejor es que me daba envidia. Os veía a los dos juntos y recordaba algo de mi propia infancia y juventud que después desapareció por completo.

—A lo mejor es bueno que haya una generación en medio —repuso Linda—. No es raro que abuelos y nietos se lleven mejor que padres e hijos.

—Y tú ¿cómo sabes eso?

—Lo veo por mí. Y tengo amigos que dicen lo mismo.

—Sin embargo, siempre he tenido la sensación de que no era necesario. No he entendido nunca por qué no fue capaz de aceptar que fuera policía. Si al menos me lo hubiera explicado. O me hubiera dado una alternativa. Pero no lo hizo.

—Abuelo era muy especial. Y tenía genio. Pero ¿tú qué dirías si yo, de repente, fuera y te dijera, completamente en serio, que pensaba hacerme policía?

Wallander se echó a reír.

—No sé, francamente, lo que me parecería. Alguna vez hemos rozado el tema.

Después de cenar, regresaron al hotel. En un termómetro colocado en la pared de una ferretería Wallander vio que la temperatura era de dos grados bajo cero. Se sentaron en el salón del hotel. No había muchos huéspedes, de modo que estaban solos. Wallander le preguntó con prudencia cómo iban sus aspiraciones teatrales. Se dio cuenta enseguida de que prefería no hablar de ello. En todo caso, no en ese momento. Dejó caer la pregunta, pero se sintió preocupado. En el curso de unos años, Linda había cambiado de rumbo y de intereses en varias ocasiones. Lo que desconcertaba a Wallander era que los cambios sobrevenían muy deprisa y daban la impresión de estar poco meditados.

Ella se sirvió té de un termo y preguntó de repente por qué era tan difícil vivir en Suecia.

—A veces he pensado que es debido a que hemos dejado de zurcir los calcetines —dijo Wallander.

Ella le miró inquisitivamente.

—Lo digo en serio —siguió él—. Cuando yo era pequeño, Suecia era todavía un país en el que uno zurcía sus calcetines. Yo aprendí incluso en la escuela cómo se hacía. Luego un día, de pronto, se terminó. Los calcetines rotos se tiraban. Nadie remendaba ya sus viejos calcetines. Toda la sociedad se transformó. Gastar y tirar fue la única regla que abarcaba de verdad a todo el mundo. Seguro que había quienes se empecinaban en remendar sus calcetines. Pero a ésos ni se les veía ni se les oía. Mientras este cambio se limitó sólo a los calcetines, quizá no tuviera mucha importancia. Pero se fue extendiendo. Al final se convirtió en una especie de moral, invisible, pero siempre presente. Yo creo que eso cambió nuestro concepto de lo bueno y lo malo, de lo que se podía y lo que no se podía hacer a otras personas. Todo se ha vuelto mucho más duro. Hay cada vez más personas, especialmente jóvenes como tú, que se sienten innecesarias o incluso indeseadas en su propio país. Y ¿cómo reaccionan? Pues con agresividad y desprecio. Lo más terrible es que, además, creo que estamos sólo al principio de algo que va a empeorar todavía más. Está creciendo una generación ahora, los que son más jóvenes que tú, que van a reaccionar con más violencia aún. Y ellos no tienen el menor recuerdo de que, en realidad, hubo un tiempo en el que uno se remendaba los calcetines. Un tiempo en el que no se usaban y tiraban ni los calcetines ni las personas.

A Wallander no se le ocurría nada más que decir, a pesar de que veía que ella esperaba una continuación.

—A lo mejor no me expreso con claridad.

—No. Pero creo que me doy cuenta de lo que quieres decir.

—También puede ser que esté completamente equivocado. Quizá todas las épocas se han considerado peores que las precedentes.

—Al abuelo nunca le oí decir nada de eso.

Wallander sacudió la cabeza.

—Él debió de vivir muy metido en su propio mundo. Dedicado a pintar sus cuadros, en los que podía decidir el curso del sol. Colocado siempre en el mismo sitio, encima del tocón, con o sin urogallo, durante casi cincuenta años. A veces pienso que no sabía lo que pasaba fuera de la casa donde vivía. Había levantado un invisible muro de trementina a su alrededor.

—Te equivocas —dijo ella—. Sabía mucho.

—En ese caso, a mí me lo ocultaba.

—Incluso escribía poemas de vez en cuando.

Wallander la miró con incredulidad.

—¿Qué escribía poemas?

—Una vez me enseñó algunos. A lo mejor los quemó luego. Pero sí, escribía poemas.

—¿Y tú? —preguntó Wallander.

—Tal vez —contestó ella—. No sé si son poemas. Pero escribo a veces. Para mí misma. ¿Tú no?

—No. Nunca. Yo vivo en un mundo de informes policiales mal redactados y dictámenes forenses muy desagradablemente detallados. Por no hablar de todas las circulares que nos manda la jefatura de Policía.

Ella cambió de tema con tal rapidez que él pensó que lo tenía muy bien preparado.

—¿Qué tal Baiba?

—Baiba está bien. Qué tal nosotros, no lo sé. Pero espero que venga. Espero que quiera vivir aquí.

—¿Qué va a hacer en Suecia?

—Vivir conmigo —contestó Wallander sorprendido.

Linda sacudió lentamente la cabeza.

—¿Por qué no iba a hacerlo? —preguntó él.

—No te enfades —dijo ella—. Pero espero que comprendas que eres una persona difícil para convivir.

—¿Por qué iba a serlo?

—Piensa en mamá. ¿Por qué piensas que ella quiso vivir otra vida?

Wallander no contestó. De una manera vaga se sentía objeto de una injusticia.

—Te has enfadado —dijo ella.

—No —contestó él—. Enfadado no.

—Entonces, ¿qué?

—No sé. Debe de ser cansancio.

Ella abandonó la butaca y fue a sentarse a su lado en el sofá.

—No se trata de que no te quiera —dijo ella—. Se trata únicamente de que estoy empezando a ser mayor. Nuestras conversaciones van a ser diferentes.

Él asintió.

—Tal vez es que no me he acostumbrado todavía. Será eso.

Cuando la conversación se agotó vieron una película en la televisión. Linda tenía que regresar a Estocolmo temprano al día siguiente. Pero Wallander pensaba que acababa de vislumbrar cómo iba a ser el futuro. Se verían cuando ambos tuvieran tiempo. En lo sucesivo, además, ella siempre iba a decirle lo que realmente pensaba.

Poco antes de la una se separaron en el pasillo.

Wallander estuvo mucho rato despierto tratando de saber si había perdido o ganado algo. La niña había desaparecido. Linda ya era adulta.

Se reunieron en el comedor a las siete.

Luego él la acompañó a lo largo del breve trayecto hasta la estación. Cuando estaban en el andén esperando el tren, que venía con unos minutos de retraso, ella se echó a llorar de improviso. Wallander se quedó de piedra. Segundos antes no había dado la menor muestra de emoción.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo?

—Echo de menos al abuelo —contestó ella—. Sueño con él todas las noches.

Wallander la abrazó.

—También yo.

Llegó el tren. Esperó en el andén hasta que hubo partido. La soledad en la estación fue muy grande. Se sintió por un instante como una persona olvidada o perdida, totalmente inerme.

Se preguntó si iba a tener fuerzas.