Peters les esperaba en la estación de Malmö. Bo Runfeldt se excusó y dijo que iba a quedarse unas horas en Malmö. Pero que por la tarde regresaría a Ystad. Él y su hermana empezarían entonces a revisar los bienes que había dejado el padre y decidirían lo que iban a hacer con la tienda de flores.
En el coche de vuelta a Ystad, Wallander iba sentado en la parte de atrás tomando notas de lo ocurrido en Ålmhult. Había comprado un lápiz y un cuaderno pequeño en la estación de Malmö y ahora hacía equilibrios apoyándolo en una de sus rodillas para escribir. Peters, que era hombre de pocas palabras, no dijo ni una durante el viaje, ya que vio que Wallander estaba ocupado. El sol lucía, pero hacía viento. Ya estaban a 14 de octubre. No hacía ni una semana que su padre estaba enterrado. Wallander presentía, o tal vez más bien temía, que estaba sólo al comienzo de la elaboración de duelo que tenía por delante.
Llegaron a Ystad y fueron directamente a la comisaría. Wallander había comido unos bocadillos disparatadamente caros en el tren y no tenía hambre. Se detuvo en la recepción y le contó a Ebba lo que le había pasado con el coche. El cuidado Volvo PV de ella estaba, como de costumbre, en el aparcamiento.
—No voy a poder librarme de comprar otro coche —dijo—. Pero ¿de dónde saco el dinero?
—En realidad es horrible lo poco que ganamos —contestó ella—. Pero es mejor no pensar en ello.
—No estoy muy seguro de eso —contestó Wallander—. Los sueldos no van a mejorar porque nos olvidemos completamente de ellos.
—Tú a lo mejor tienes un contrato blindado secreto —dijo Ebba—. Todos tienen contratos blindados. Menos tú y yo, posiblemente.
Camino de su despacho, Wallander fue mirando los de sus colegas. Todos estaban fuera. Al único que pudo encontrar fue a Nyberg, que tenía un despacho al fondo del pasillo. Raras veces estaba allí. Había una muleta apoyada en el escritorio.
—¿Qué tal el pie? —preguntó Wallander.
—Está como tiene que estar —contestó Nyberg malhumorado.
—¿No habréis encontrado, por casualidad, la maleta de Gösta Runfeldt?
—En todo caso, en el bosque de Marsvinsholm no está. Los perros la habrían encontrado.
—¿Encontrasteis alguna otra cosa?
—Algo siempre se encuentra. La cuestión, luego, es si tiene que ver con el caso o no. Pero estamos comparando las huellas de coche del camino que hay detrás de la torre de Holger Eriksson con las que encontramos en el bosque. Dudo de que lleguemos a poder decir nada con seguridad. Estaba todo demasiado mojado y embarrado en ambos sitios.
—¿Hay alguna otra cosa que pienses que debo saber?
—La cabeza de mono —dijo Nyberg—. No era una cabeza de mono sino de hombre. Ha llegado una carta larga y detallada del Museo Etnográfico de Estocolmo. Yo entiendo aproximadamente la mitad de lo que dicen. Pero lo más importante, de todas formas, es que ahora tienen la seguridad de que procede del Congo Belga. O de Zaire, como se llama ahora. Suponen que tiene entre cuarenta y cincuenta años.
—Coincide con la época —dijo Wallander.
—El Museo tiene interés en quedarse con ella.
—Eso que lo decidan los responsables cuando esté terminada la investigación.
Nyberg miró de pronto inquisitivamente a Wallander.
—¿Cogeremos a los que han hecho esto?
—Tenemos que hacerlo.
Nyberg asintió con la cabeza sin decir nada más.
—Has dicho «los». Antes, cuando te pregunté, dijiste que lo más probable era que fuera sólo uno.
—¿He dicho «los»?
—Sí.
—Pues sigo pensando que es solamente una persona la que lo ha hecho. Pero no puedo explicar por qué.
Wallander se dio la vuelta para irse. Nyberg le detuvo.
—Conseguimos sacarle a la empresa de venta por correo Secur, de Borås, lo que Gösta Runfeldt les había comprado. Además del equipo de escucha y del pincel magnético, había hecho encargos en tres ocasiones. La empresa no lleva mucho tiempo funcionando. Lo que compró fueron unos prismáticos nocturnos, unas linternas y alguna otra cosa que carece de importancia. Nada ilegal, además. Las linternas las encontramos en Harpegatan. Pero los prismáticos no estaban allí ni en Västra Vallgatan.
Wallander reflexionó.
—¿Los habrá metido en la maleta para llevárselos a Nairobi? ¿Se mira a las orquídeas por la noche, en secreto?
—Como quiera que sea, no los hemos encontrado —dijo Nyberg.
Wallander fue a su despacho. Había pensado ir a buscar una taza de café, pero cambió de opinión. Se sentó a la mesa y leyó lo que había escrito durante el viaje de Malmö. Buscaba las semejanzas y las diferencias entre los dos asesinatos. Ambos hombres habían sido descritos como brutales. Holger Eriksson abusaba de sus empleados mientras que Gösta Runfeldt maltrataba a su esposa. Ahí tenía una semejanza.
A ambos les habían asesinado de manera calculada. Wallander seguía convencido de que Runfeldt había estado cautivo. No encontraba otra explicación lógica de su prolongada ausencia. En cambio Eriksson había ido derecho a su propia muerte. Ahí se daba una diferencia. Pero a Wallander le parecía también que la semejanza existía aunque era todavía borrosa y difícil de aprehender. ¿Por qué se había tenido preso a Runfeldt? ¿Por qué había esperado el asesino antes de matarle? La respuesta a esa pregunta podía partir de muchas posibilidades diferentes. Por alguna razón, el asesino quiso esperar. Lo que a su vez despertaba nuevas preguntas. ¿Podía ser que el asesino no hubiera tenido posibilidad de matarle antes? Y en ese caso, ¿por qué? ¿O es que formaba parte del plan tener preso a Runfeldt y hacerle pasar hambre hasta dejarle sin fuerzas?
El único motivo que Wallander creía poder ver era, de nuevo, la venganza. Pero venganza, ¿de qué? Todavía no habían encontrado un indicio firme.
Wallander pasó al asesino. Habían hablado de que se trataba, probablemente, de un hombre solo con mucha fuerza física. Podían, por supuesto, equivocarse, tal vez era más de uno, pero Wallander no lo creía. Algo en la manera de planificar apuntaba a un solo autor.
«La buena estrategia había sido una de las premisas», pensó. «Si el autor del delito no hubiera estado solo, sus planes habrían sido considerablemente menos detallados».
Wallander se recostó en la silla. Trató de interpretar la sorda preocupación que no dejaba de corroerle. Había algo en el cuadro que no veía. O que interpretaba mal. Pero no daba con qué podía ser.
Al cabo de una hora aproximadamente fue a buscar la taza de café a la que había renunciado antes. Luego telefoneó al óptico, que le había estado esperando en vano. No le dio otra cita, que fuera cuando quisiera. Después de registrar su chaqueta dos veces, Wallander encontró el número de teléfono del mecánico de coches de Ålmhult en un bolsillo del pantalón. La reparación iba a resultar muy cara. Pero Wallander no tenía otra posibilidad si quería sacar algo por la venta del coche.
Terminó la conversación y llamó a Martinsson.
—No sabía que ya habías vuelto. ¿Cómo te fue en Ålmhult?
—Pensaba hablar de ello. ¿Quiénes están aquí en este momento?
—Acabo de ver a Hansson —dijo Martinsson—. Quedamos en vernos un rato a las cinco.
—Entonces esperamos hasta esa hora.
Wallander colgó el auricular y se acordó de repente de Jacob Hoslowski y de sus gatos. Se preguntó cuándo tendría tiempo de empezar a buscar una casa. Dudaba de que llegara ese momento alguna vez. El trabajo de la policía aumentaba sin cesar. Antes, siempre había momentos en los que la intensidad del trabajo disminuía. Ahora, eso ya no sucedía casi nunca. Tampoco había nada que indicara que volvería a ocurrir. Ignoraba si se debía al aumento de la criminalidad. Lo que sí estaba claro era que, en algunos casos, se había vuelto más brutal y mucho más complicada. Además, cada vez eran menos los policías que participaban directamente en el trabajo policial. Cada vez más agentes tenían puestos administrativos. Cada vez había más personas que planificaban para menos personas. Para Wallander resultaba inimaginable verse a sí mismo únicamente detrás de una mesa de despacho. El estar sentado allí, como ahora, era una interrupción de su rutina natural. Jamás podrían encontrar al asesino que buscaban si sólo se movían entre las paredes de la comisaría. La evolución de la técnica de investigación criminal avanzaba constantemente. Pero nunca podría sustituir al trabajo sobre el terreno.
Regresó a Ålmhult con el pensamiento. ¿Qué había pasado sobre el hielo del lago Stångsjön aquel día de invierno, diez años atrás? ¿Había preparado el «accidente» y, en realidad, asesinado a su esposa Gösta Runfeldt? Había indicios de ello. Eran demasiados los detalles que no cuadraban con un accidente. En algún archivo tenía que ser posible desenterrar, sin molestarse demasiado, la investigación policial que se hizo. Aunque hubiera sido, con toda probabilidad, descuidada, no podía criticar a los policías que la hicieron. ¿Qué podían sospechar en realidad? ¿Por qué iban a albergar la menor suspicacia?
Wallander cogió el auricular y llamó a Martinsson de nuevo. Le dijo que se pusiera en contacto con Ålmhult y pidiera una copia de la investigación del accidente en el lago.
—¿Por qué no la pediste tú? —preguntó Martinsson, sorprendido.
—Yo no hablé con ningún policía —contestó Wallander—. Lo que hice, en cambio, fue sentarme en el suelo en una casa donde había un incalculable número de gatos y un hombre que podía volverse ingrávido cuando le convenía. Consigue lo más pronto posible esa copia.
Terminó la conversación antes de que Martinsson pudiera hacer ninguna pregunta. Eran las tres de la tarde. Vio por la ventana que seguía haciendo buen tiempo. Pensó que era un buen momento para ir al óptico. La reunión sería a las cinco. Antes de ella, no podía hacer muchas cosas. Además, tenía la cabeza cansada y un dolor sordo en las sienes. Se puso la chaqueta y salió de la comisaría. Ebba estaba hablando por teléfono. Wallander escribió una nota en la que decía que estaría de vuelta a las cinco, y se la dio. Se quedó parado en el aparcamiento, buscando con la vista su coche hasta que se acordó. Tardó diez minutos en ir andando al centro. El óptico tenía la tienda en la calle Stora Östergatan. Le dijeron que esperara unos minutos. Hojeó las revistas que había en una mesita. Había una fotografía suya en una de ellas de hacía más de cinco años. Apenas si se reconocía. Los titulares sobre los asesinatos eran grandes: LA POLICIA SIGUE UNA PISTA SEGURA. Eso era lo que Wallander había dicho. Pero no era verdad. Se preguntó si el asesino leería periódicos. ¿Seguiría el trabajo de la policía? Wallander continuó pasando hojas. Se detuvo en una de la páginas interiores. Leyó con asombro creciente. Contempló la fotografía. El corresponsal del periódico Anmärkaren, que aún no había empezado a publicarse, tenía razón. Cierto número de personas, procedentes de todo el país, se habían reunido en Ystad para crear una organización nacional de milicias ciudadanas. Se expresaban sin circunloquios. Si se hacía necesario, no dudaban en cometer acciones que estaban al margen de la ley. Apoyaban el trabajo de la policía. Pero no las medidas de austeridad. Sobre todo, no aceptaban la inseguridad ciudadana. Wallander leía con una mezcla de malestar y exasperación crecientes. Algo había pasado verdaderamente. Los partidarios de la existencia de milicias ciudadanas armadas y organizadas ya no se escondían en la sombra. Se manifestaban abiertamente. Con nombre y foto. Reunidos en Ystad para crear una organización nacional.
Wallander tiró la revista. «Vamos a tener que luchar en dos frentes», pensó. «Esto es bastante más grave que todas las famosas organizaciones neonazis cuya supuesta peligrosidad se exagera tanto continuamente. Por no hablar de los moteros».
Le tocó el turno. Wallander se sentó con un extraño aparato delante de los ojos y empezó a mirar fijamente letras borrosas. De repente temió estar quedándose ciego. No veía nada. Pero luego, cuando el óptico le puso un par de gafas en la nariz y una revista delante, una revista en la que también había un artículo sobre las milicias ciudadanas y su próxima organización nacional, pudo leer el texto sin forzar los ojos. Ello alivió por un instante el desagrado por el contenido de la revista.
—Necesitas gafas para leer —dijo el óptico amablemente—. No es extraño a tu edad. Con una y media bastará. Más adelante tendrás que ir aumentando la graduación cada equis años.
A continuación Wallander pasó a ver monturas. Se quedó de una pieza cuando oyó los precios. Al saber que también había gafas de plástico baratas, se decidió enseguida por ellas.
—¿Cuántos pares? —preguntó el óptico—. ¿Dos? Para que tengas un par de reserva.
Wallander pensó en todos los lápices que perdía una y otra vez. Y tampoco soportaba la idea de llevar las gafas colgadas del cuello con un cordón.
—Cinco pares —dijo.
Cuando salió de la óptica no eran más que las cuatro. Sin haberlo pensado muy bien, se encaminó a la agencia inmobiliaria en cuyo escaparate vio días atrás las casas que estaban en venta. Esta vez entró, se sentó y miró los catálogos. Dos de las casas le interesaron. Le dieron unas fotocopias y dijo que llamaría si quería que se las enseñasen. Salió a la calle de nuevo. Todavía disponía de tiempo. Decidió aprovecharlo buscando respuesta a una pregunta que tenía en la cabeza desde que murió Holger Eriksson. Fue a la librería de la plaza Stortorget. Le dijeron que el librero, a quien conocía, se encontraba en el almacén, en el sótano. Wallander bajó media escalera y encontró a su conocido desempaquetando varias cajas de material escolar.
Se saludaron.
—Todavía me debes diecinueve coronas —dijo el librero sonriendo.
—¿De qué?
—Este verano la policía me despertó un día a las seis de la mañana porque necesitaban un mapa de la República Dominicana. El policía que vino a buscarlo me pagó cien coronas. Costaba ciento diecinueve.
Wallander rebuscó en el interior de la chaqueta para sacar la cartera. El librero levantó la mano para evitarlo.
—Déjalo estar. Lo decía en broma.
—Los poemas de Holger Eriksson —dijo Wallander—. Él mismo se costeaba la edición. ¿Quién los leía?
—Era un aficionado, desde luego —dijo el librero—. Pero no escribía mal. El problema era, seguramente, que sólo escribía sobre pájaros. Mejor dicho, era sobre lo único que sabía escribir bien. Cuando se metía en otros temas, fracasaba siempre.
—¿Quién compraba sus poemas?
—A través de mí y de la librería no vendía mucho. Una buena parte de estos escritos locales no proporcionan, naturalmente, ninguna ganancia. Pero son importantes en otros aspectos.
—¿Quién los compraba?
—No lo sé, francamente. Tal vez algún turista de paso por Escania. Algún observador de pájaros. Algún coleccionista de literatura local quizá.
—Pájaros —dijo Wallander—. Eso quiere decir que nunca escribió nada que pudiera indignar a la gente.
—Pues claro que no —replicó el librero, sorprendido—. ¿A quién se le ocurre decir eso?
—Sólo era una pregunta.
Wallander salió de la librería y subió la cuesta que le llevaba de vuelta a comisaría.
Cuando entró en la sala de reuniones y se sentó en su lugar acostumbrado, empezó por ponerse en la nariz sus nuevas gafas. Cierto regocijo se hizo notar en la habitación, pero nadie dijo nada.
—¿Quién falta? —preguntó.
—Svedberg —contestó Ann-Britt Höglund—. No sé dónde está.
No había hecho más que terminar la frase cuando Svedberg abrió de golpe la puerta de la sala de reuniones. Wallander se dio cuenta inmediatamente de que algo había pasado.
—He encontrado a la señora Svensson —dijo Svedberg—. La última clienta de Gösta Runfeldt. Si las cosas son como pensamos.
—Bien —repuso Wallander, sintiendo que la excitación iba en aumento.
—Se me ocurrió que a lo mejor en alguna ocasión había ido a la floristería —continuó Svedberg—. Podía haber ido a ver a Runfeldt allí. Cogí la fotografía que habíamos revelado. Vanja Andersson se acordaba de que había visto una foto del mismo hombre en la mesa del cuarto de atrás. También sabía que una señora que se apellidaba Svensson había estado en la tienda en un par de ocasiones. En una de ellas había comprado flores para enviar. El resto fue fácil. La dirección y el teléfono estaban anotados. Vive en la avenida de Byabacksvägen en Sövestad. Fui a verla. Tiene un pequeño huerto. Cogí la foto y le dije la verdad, que creíamos que había contratado a Gösta Runfeldt como detective privado. Me dijo enseguida que sí.
—Bien —repitió Wallander—. ¿Y qué más dijo?
—No insistí más, me fui. Ella estaba ocupada porque tenía operarios en casa. Pensé que era mejor que preparásemos juntos la conversación.
—Quiero hablar con ella esta misma tarde —dijo Wallander—. Vamos a ver si terminamos esta reunión lo más pronto posible.
Estuvieron reunidos aproximadamente media hora. Entró Lisa Holgersson y se sentó en silencio. Wallander informó de su viaje a Ålmhult. Terminó diciendo lo que pensaba: que no podían descartar la posibilidad de que Gösta Runfeldt hubiera asesinado a su esposa. Esperarían a que llegara la copia de la investigación que se hizo en esa ocasión. Luego discutirían cómo continuar.
Cuando Wallander terminó, nadie dijo nada. Todos sabían que podía tener razón. Pero nadie sabía bien qué podía significar aquello en realidad.
—Ese viaje fue importante —dijo Wallander al cabo de unos minutos—. Creo también que el viaje a Svenstavik puede dar resultado.
—Con una parada en Gävle —dijo Ann-Britt Höglund—. No sé si tiene importancia. Pero el caso es que le pedí a un amigo de Estocolmo que fuera a una librería especializada y que me consiguiera unos cuantos ejemplares de una publicación que se llama Terminator. Llegaron hoy.
—¿Qué clase de publicación es ésa? —preguntó Wallander, que en alguna ocasión había oído hablar vagamente de ella.
—Se publica en Estados Unidos —continuó ella—. Es una revista sindical mal disfrazada, podríamos decir, dirigida a quienes buscan contratos como mercenarios, guardaespaldas o, más en general, misiones como soldados. Es una revista muy desagradable. Entre otras cosas, marcadamente racista. Pero descubrí un pequeño anuncio que podría interesarnos. Hay un hombre en Gävle que anuncia que puede proporcionar tareas a quienes él llama «hombres con ganas de combatir y libres de prejuicios». Llamé a los colegas de Gävle. Sabían quién era, pero nunca han tenido nada que ver con él directamente. Creían, sin embargo, que debía de tener amplios contactos con quienes poseen, aquí en Suecia, un pasado como mercenarios.
—Eso puede ser importante —dijo Wallander—. Hay que ponerse en contacto con él sin falta. Debería ser posible combinar un viaje a Svenstavik y a Gävle.
—He echado un vistazo al mapa —siguió ella—. Se puede ir en avión hasta Östersund. Y luego alquilar un coche. O recurrir a los colegas de allí.
Wallander cerró su cuaderno de notas.
—Que alguien se ocupe de prepararme esa gira —pidió—. Si es posible, viajaré mañana.
—¿Mañana sábado? —preguntó Martinsson.
—Los que voy a visitar podrán recibirme, aunque sea sábado —replicó Wallander—. No tenemos ni un segundo de tiempo que perder sin necesidad. Propongo que terminemos ahora. ¿Quién me acompaña a Sövestad?
Antes de que nadie contestara, Lisa Holgersson golpeó la mesa con un lápiz.
—Sólo un momento —pidió—. No sé si os habéis enterado de que se está celebrando una especie de reunión, aquí en la ciudad, de personas que pretenden crear una organización nacional de milicias ciudadanas. Me parece conveniente que hablemos, lo más pronto posible, de cómo debemos afrontar esto.
—La Jefatura de Policía ha enviado montones de circulares sobre las llamadas milicias ciudadanas —dijo Wallander—. Yo creo que están al cabo de la calle de lo que dice la legislación sueca acerca de una administración de justicia privada.
—Seguro que lo saben —contestó ella—. Pero tengo la certeza de que algo está cambiando. Temo que pronto veamos a un ladrón acribillado a balazos por algún miembro de un grupo de ésos. Y además van a protegerse unos a otros.
Wallander sabía que tenía razón. Pero en ese preciso momento sentía que le resultaba difícil interesarse por nada que no fuera la doble investigación que tenían entre manos.
—Dejemos eso, en todo caso, para el lunes —dijo—. Estoy de acuerdo en que es importante. A la larga es decisivo, desde luego, si no queremos vernos desbordados por gente que juega a hacer de policías. Hablemos de ello el lunes, cuando nos reunamos.
Lisa Holgersson se conformó y dieron por terminada la reunión. Ann-Britt Höglund y Svedberg acompañarían a Wallander a Sövestad. Eran las seis cuando salieron de la comisaría. El cielo se había cubierto de nubes y seguramente comenzaría a llover por la noche. Iban en el coche de ella. Wallander se había sentado atrás. Se preguntó de pronto si seguiría oliendo tras la visita a la casa de los gatos de Jacob Hoslowski.
—María Svensson —dijo Svedberg—. Tiene treinta y seis años y trabaja en su pequeño huerto en Sövestad. Si la he comprendido bien, sólo comercia con verduras cultivadas ecológicamente.
—¿No le preguntaste por qué se había puesto en contacto con Runfeldt?
—Cuando tuve confirmada la relación, ya no pregunté nada más.
—Esto va a ser muy interesante —afirmó Wallander—. En todos los años que llevo de policía, jamás me he encontrado con nadie que haya solicitado ayuda a un detective privado.
—La fotografía era de un hombre —dijo Ann-Britt Höglund—. ¿Está casada?
—No sé —contestó Svedberg—. He dicho todo lo que sabía. Ahora sabemos todos igual.
—Igual de poco —objetó Wallander—. No sabemos casi nada.
Llegaron a Sövestad al cabo de unos veinte minutos. Una vez, hacía muchos años, Wallander estuvo allí descolgando a un hombre que se había ahorcado. Se acordaba porque fue el primer suicidio al que se había enfrentado. Recordó el suceso con disgusto.
Svedberg frenó el coche delante de una casa con una tienda y un invernadero al lado. VERDURAS SVENSSON, decía el letrero. Se apearon del coche.
—Vive ahí, en la casa —informó Svedberg—. Supongo que habrá cerrado la tienda hasta mañana.
—Tienda de flores y tienda de verduras —comentó Wallander—. ¿Significa eso algo? ¿O no es más que una casualidad?
No esperaba respuesta. Tampoco la hubo. Cuando estaban a medio camino por el sendero de gravilla, se abrió la puerta exterior.
—María Svensson —dijo Svedberg—. Nos estaba esperando.
Wallander contempló a la mujer que estaba en la escalera. Llevaba vaqueros y una blusa blanca. Zuecos en los pies. Había algo indefinido en su aspecto. Wallander se fijó en que no iba nada maquillada. Svedberg hizo las presentaciones. Maria Svensson les invitó a pasar. Se sentaron en el cuarto de estar. Wallander pensó fugazmente que también había algo indeterminado en su casa. Como si en realidad le diera igual cómo vivía.
—Me gustaría invitarles a un café —dijo Maria Svensson.
Le dieron las gracias, pero rechazaron la invitación.
—Como ya habrás comprendido, la razón de nuestra visita es saber más acerca de tu relación con Gösta Runfeldt.
Ella le miró sorprendida.
—¿Pero piensan que he tenido una relación con él?
—Como detective privado y cliente —puntualizó Wallander.
—Eso sí.
—Gösta Runfeldt ha sido asesinado. Tardamos cierto tiempo en saber que no solamente era comerciante en flores, sino que también desarrollaba una actividad como detective privado.
Wallander se lamentó en su interior de su manera de expresarse.
—Mi primera pregunta es cómo te pusiste en contacto con él.
—Vi un anuncio en el diario Arbetet. El verano pasado.
—¿Cómo estableciste el primer contacto?
—Fui a la floristería. Más tarde, ese mismo día, nos vimos en un calé en Ystad. Es un café que está en la plaza Stortorget. No me acuerdo de cómo se llama.
—¿Por qué motivo entraste en contacto con él?
—A eso prefiero no contestar.
Lo dijo con mucha firmeza. Wallander se sorprendió, porque hasta ese momento todas sus respuestas habían sido francas.
—Lo siento, pero creo que tienes que contestar.
—Puedo asegurarle que no tiene nada que ver con su muerte. Yo estoy tan horrorizada y conmocionada por lo que ha sucedido como todo el mundo.
—Si tiene o no tiene que ver, lo decide la policía. Por desgracia vas a tener que contestar a mi pregunta. Puedes elegir hacerlo aquí. En ese caso, todo lo que no tiene relación directa con la investigación, queda entre nosotros. Si nos vemos obligados a llamarte para hacer un interrogatorio más formal, puede resultar más difícil evitar la filtración de detalles a los medios de información.
Permaneció callada un buen rato. Ellos esperaban. Wallander sacó la fotografía que habían revelado en Harpegatan. Ella la miró con cara inexpresiva.
—¿Es tu marido? —preguntó Wallander.
Ella le miró fijamente. Luego se echó a reír.
—No —dijo—. No es mi marido. Pero me ha robado a la persona que yo amo.
Wallander no entendía, Ann-Britt Höglund, en cambio, comprendió inmediatamente.
—¿Cómo se llama ella?
—Annika.
—¿Y este hombre se metió por medio?
Ella estaba de nuevo muy serena.
—Empecé a sospecharlo. Al final ya no sabía qué hacer. Fue entonces cuando se me ocurrió contratar a un detective privado. Quería saber si estaba alejándose de mí. Si cambiaba. Si se iba con un hombre. Por fin me di cuenta de que ya lo había hecho. Gösta Runfeldt vino a decírmelo. Al día siguiente le escribí a Annika diciéndole que no quería volver a verla jamás.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Wallander—. ¿Cuándo vino a decírtelo?
—El veinte o el veintiuno de septiembre.
—Y ¿después de eso ya no tuvisteis ningún contacto?
—No. Le pagué a su cuenta postal.
—¿Qué impresión tenías de él?
—Era muy amable. Le gustaban mucho las orquídeas. Creo que nos entendimos bien porque parecía ser tan reservado como yo.
Wallander reflexionó.
—Tengo sólo una pregunta más —dijo luego—. ¿Puedes imaginarte algún motivo por el que haya sido asesinado? ¿Alguna cosa que dijera o hiciera? ¿Algo que hayas notado?
—No —contestó ella—. Nada. Y la verdad es que he pensado mucho en ello.
Wallander miró a sus colegas y se levantó.
—Entonces no vamos a molestar más. Y nada de esto saldrá de aquí, puedes estar segura.
—Se lo agradezco de veras —dijo ella—. No quisiera perder a mis clientes.
Se despidieron en la puerta. Ella la cerró antes de que llegaran a la calle.
—¿Qué quiso decir con eso? —preguntó Wallander—. ¿Con lo de perder a sus clientes?
—La gente en los pueblos es conservadora —contestó Ann-Britt Höglund—. Una mujer lesbiana sigue siendo algo indecente para muchas personas. Me parece que tiene toda la razón del mundo en no querer que se sepa.
Se sentaron en el coche. Wallander pensó que no tardaría mucho en llover.
—¿Qué conclusiones podemos extraer?
Wallander sabía que sólo había una respuesta.
—No nos lleva hacia delante ni hacia atrás —afirmó—. La verdad de estas dos investigaciones criminales es muy sencilla. No sabemos nada con seguridad. Tenemos una serie de cabos sueltos. Pero ni una sola pista fiable que seguir. No tenemos nada.
Se quedaron en silencio, sentados en el coche. Wallander se sintió por un momento culpable. Como si hubiese clavado un cuchillo por la espalda a toda la investigación. Pero, con todo, sabía que lo que había dicho era verdad.
No tenían nada a lo que agarrarse.
Absolutamente nada.