No bien dejaron atrás Höör, empezó a llover. Wallander ya comenzaba a dudar de toda la empresa. ¿Valía la pena verdaderamente hacer el viaje a Ålmhult? ¿Qué clase de resultado esperaba conseguir, en realidad, que pudiera tener importancia para la investigación? ¿La vaga sospecha de que había algo irregular en una desgracia ocurrida diez años antes?
En lo más profundo de su ser, sin embargo, no dudaba. Lo que pedía no era la solución. Pero sí avanzar un paso.
Cuando le contó a Bo Runfeldt adónde iban, éste se enfadó y preguntó si era una broma. ¿Qué tenía que ver la trágica muerte de su madre con el asesinato de su padre? Circulaban en ese momento detrás de un camión que les llenaba de basura el parabrisas y les impedía adelantarlo. Sólo cuando consiguió pasarlo en uno de los escasos carriles donde estaba permitido, Wallander contestó.
—Tanto tú como tu hermana os resistís a hablar de lo que ocurrió. En parte, puedo, naturalmente, comprenderlo. De una desgracia trágica no se habla sin necesidad. Pero explícame por qué no creo que sea lo trágico de lo sucedido lo que hace que no queráis hablar de ello. Si me das una respuesta satisfactoria aquí y ahora, damos la vuelta y regresamos a Ystad. Y no olvides que has sido tú quien ha hablado de la brutalidad de tu padre.
—Con eso ya he contestado —dijo Bo Runfeldt.
Wallander registró un casi imperceptible matiz nuevo en su voz. Un rasgo de cansancio, una defensa que empezaba a ceder.
Fue avanzando prudentemente sus preguntas mientras cruzaban el monótono paisaje.
—¿Tu madre había hablado, pues, de suicidarse?
El hombre que estaba a su lado tardó en contestar.
—En realidad, es extraño que no lo hubiera hecho antes. No creo que puedas figurarte el infierno en que se veía obligada a vivir. Ni tú, ni yo. Nadie.
—¿Por qué no se separó nunca de él?
—Él amenazaba con matarla si le dejaba. Y ella tenía, ciertamente, motivos de sobra para creerle. En varias ocasiones las palizas fueron tan grandes que hubo que ingresarla en el hospital. Yo no sabía nada entonces, pero me he dado cuenta después.
—Si un médico sospecha que hay violencia está obligado a dar parte a la policía.
—Ella tenía siempre muy buenas explicaciones que dar. Y era convincente. Ni siquiera dudaba en degradarse a sí misma para protegerle. Podía decir que se había caído estando borracha. Mi madre no probaba la bebida. Aunque eso, claro, no lo sabían los médicos.
La conversación se detuvo mientras Wallander adelantaba a un autobús. Notó que Runfeldt estaba tenso. Wallander no conducía deprisa, pero su pasajero tenía, evidentemente, miedo al coche.
—Yo creo que lo que hacía que no se suicidara éramos nosotros, los hijos —dijo cuando el autobús quedó atrás.
—Es natural —contestó Wallander—. Vayamos mejor a lo que has dicho antes. Que tu padre había amenazado de muerte a tu madre. Cuando un hombre maltrata a una mujer, en la mayoría de los casos no tiene intención de matarla. Lo hace para ejercer control sobre ella. A veces pega demasiado fuerte. Los malos tratos llevan a la muerte, aunque no sea ésa la intención. Pero matar de verdad a otra persona, en general, depende de otras cosas. Es un paso más allá.
Bo Runfeldt contestó con una pregunta sorprendente.
—¿Estás casado?
—Ya no.
—¿Le pegabas?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Sólo pregunto.
—Bueno. Pero no estamos hablando de mí.
Bo Runfeldt guardó silencio. Fue como si quisiera darle tiempo de pensar a Wallander, que recordó con espantosa claridad la vez en la que, durante su matrimonio, había pegado a Mona en un ataque de cólera insensata y descontrolada. Ella, al caer, se dio en la nuca contra la jamba de una puerta y perdió el conocimiento unos segundos. Esa vez estuvo a punto de hacer la maleta e irse. Pero Linda era aún muy pequeña. Y Wallander se deshizo en súplicas. Se pasaron toda la noche sentados hablando. Él estuvo rogándole y, finalmente, ella se quedó. El hecho se le quedó grabado en la memoria. Pero no recordaba muy bien cuál había sido el desencadenante de todo aquello. ¿Por qué habían reñido? ¿De dónde había salido tanta cólera? Ya no sabía. Se dio cuenta de que lo había reprimido. Había pocas cosas en su vida de las que se avergonzara tanto como de lo ocurrido aquella vez. Entendía muy bien su desgana a que le hicieran recordarlo.
—Volvamos al día de hace diez años —dijo Wallander al cabo de un rato—. ¿Qué fue lo que pasó?
—Fue un domingo de invierno —dijo Bo Runfeldt—. A principios de febrero. El cinco de febrero de 1984. Era un frío y hermoso día de invierno. Ellos solían hacer excursiones en coche los domingos. Pasear por el bosque. Andar por playas. O por lagos.
—Parece de lo más idílico —dijo Wallander—. ¿Cómo se compagina con lo que has dicho antes?
—No era, desde luego, nada idílico. Era todo lo contrario. Mi madre estaba siempre aterrorizada. No exagero. Hacía tiempo que había pasado esa frontera en la que el miedo se impone y domina la vida por completo. Tenía que estar mentalmente extenuada. Pero si a él se le antojaba dar un paseo los domingos, lo daban. La amenaza del puñetazo siempre estaba presente. Yo estoy convencido de que mi padre nunca vio ese terror. Debía de pensar que todo quedaba perdonado y olvidado después, cada vez que ocurría. Supongo que consideraba sus malos tratos como arrebatos ocasionales. Nada más.
—Creo comprender. ¿Qué ocurrió, pues?
—Por qué fueron a Småland aquel domingo, no lo sé. Aparcaron en un camino forestal. Había nevado, pero no mucho. Luego fueron andando por ese camino forestal y llegaron al lago. Se adentraron en el hielo. De repente, éste se rompió y ella se hundió. Él no consiguió sacarla. Regresó corriendo al coche y fue a buscar ayuda. Naturalmente, ella estaba muerta cuando la encontraron.
—¿Cómo lo supiste tú?
—Fue él mismo quien llamó. Yo estaba en Estocolmo en aquella ocasión.
—¿Qué recuerdas de esa conversación?
—Él estaba, como es natural, muy alterado.
—¿De qué manera?
—¿Puede uno estar alterado de varias maneras?
—¿Lloraba?, ¿estaba conmocionado? Trata de describirlo con más claridad.
—No lloraba. Sólo puedo acordarme de mi padre con lágrimas en los ojos cuando hablaba de ejemplares excepcionales de orquídeas. No, tengo más bien la sensación de que trataba de convencerme de que había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvarla. Pero eso no era necesario. Si una persona está en un apuro, se intenta ayudarla, ¿no?
—¿Qué más dijo?
—Me pidió que tratara de localizar a mi hermana.
—O sea, que te llamó a ti primero.
—Sí.
—¿Qué pasó luego?
—Nos fuimos a Escania. Igual que ahora. El entierro fue una semana más tarde. Hablé un día por teléfono con un policía. Dijo que el hielo debía haber estado inopinadamente frágil. Mi madre, además, no era una persona corpulenta.
—¿Dijo eso el policía con el que hablaste? ¿Qué el hielo debía haber estado «inopinadamente frágil»?
—Tengo buena memoria para los detalles. Tal vez por ser auditor.
Wallander asintió con la cabeza. Pasaron una señal que indicaba que se acercaban a un café. Durante la breve pausa, Wallander interrogó a Runfeldt sobre su trabajo como auditor internacional. Pero escuchaba sin mucha atención. Sus pensamientos giraban en torno a la conversación que habían mantenido en el coche. Hubo algo importante en ella. No conseguía, sin embargo, determinar qué era. En el momento en que se disponían a salir, sonó el teléfono que llevaba en el bolsillo. Era Martinsson. Bo Runfeldt se alejó unos pasos para dejar solo a Wallander.
—Parece que tenemos un poco de mala suerte —dijo Martinsson—. De los dos policías que trabajaban en Ålmhult hace diez años, uno ha muerto y el otro está jubilado y se ha trasladado a Örebro.
Wallander se sintió defraudado. Sin un informador seguro, el viaje perdía gran parte de su finalidad.
—No sé siquiera cómo encontrar el lago —se quejó—. ¿No hay ningún conductor de ambulancia? ¿No fueron los bomberos a sacarla?
—He encontrado al primer hombre que ayudó a Gösta Runfeldt —dijo Martinsson—. Sé cómo se llama y dónde vive. El problema es que no tiene teléfono.
—¿Es posible que haya gente en este país que no tenga teléfono?
—Eso parece. ¿Tienes lápiz?
Wallander buscó en sus bolsillos. Como de costumbre, no tenía papel ni lápiz. Llamó a Bo Runfeldt, y éste le dejó una pluma con incrustaciones de oro y una de sus tarjetas de visita.
—El hombre se llama Jacob Hoslowski —dijo Martinsson—. Es una especie de excéntrico de pueblo y vive solo en una casita no muy lejos de ese lago. El lago se llama Stångsjön y está justo al norte de Ålmhult. He hablado con una persona muy amable del ayuntamiento. Dijo que el lago aparece en el plano informativo que hay a la entrada del pueblo. En cambio no sabía decir cómo se va a casa de Hoslowski. Tendrás que entrar en algún sitio a preguntar.
—¿Tenemos algún sitio donde dormir?
—Ikea tiene un hotel donde ya hemos reservado habitación.
—¿Pero Ikea no vende muebles?
—Venden muebles. Pero también tienen un hotel. Pensión Ikea.
—¿Alguna novedad?
—Todos están muy ocupados. Pero parece que Hamrén va a bajar de Estocolmo a ayudarnos.
Wallander se acordaba de los dos policías de Estocolmo que les habían prestado ayuda en su trabajo durante el verano. No tenía nada en contra de volver a verles.
—¿Y Ludwigsson no?
—Ha tenido un accidente de coche y está en el hospital.
—¿Grave?
—Ya me enteraré. Pero no me dio esa impresión.
Wallander terminó la conversación y devolvió la pluma.
—Parece cara —comentó.
—Ser auditor en una empresa como Price Waterhouse es tener una de las mejores profesiones que hay —contestó Bo Runfeldt—. Por lo menos en lo que se refiere al sueldo y a las perspectivas de futuro. Los padres sensatos, hoy día, aconsejan a sus hijos que se hagan auditores.
—¿Cuál es el sueldo medio? —preguntó Wallander.
—La mayoría de los que trabajan a cierto nivel tienen un contrato individual. Que, además, es secreto.
Wallander comprendió que eso indicaba que los sueldos eran muy altos. Al igual que todo el mundo, estaba asombrado de todas las revelaciones sobre indemnizaciones por despido, niveles salariales y contratos blindados. Su sueldo como comisario de policía criminal, con muchos años de experiencia, era bajo. Si hubiera buscado un puesto en el sector privado de seguridad, habría podido ganar por lo menos el doble. Y, sin embargo, lo había decidido. Seguiría siendo policía mientras le fuera posible sobrevivir con su sueldo. Pero pensaba muchas veces que la imagen de Suecia podía dibujarse como una comparación entre diferentes contratos.
Llegaron Ålmhult a las cinco. Bo Runfeldt preguntó si era realmente necesario quedarse a dormir. Wallander no supo dar una respuesta satisfactoria. Bo Runfeldt podía muy bien tomar el tren de regreso. Pero Wallander sostuvo que no podrían ir al lago hasta el día siguiente porque no tardaría en oscurecer. Y quería que Runfeldt le acompañara.
Una vez instalados en el hotel, Wallander salió enseguida en busca de la casa de Jacob Hoslowski, antes de que se hiciese de noche. Se detuvieron ante el plano situado a la entrada de Ålmhult y Wallander anotó dónde estaba el lago Stångsjön. Salió del pueblo cuando ya estaba atardeciendo. Torció a la izquierda y luego de nuevo a la izquierda. El bosque era espeso. El paisaje de Escania quedaba ya lejos. Se detuvo al ver a un hombre que estaba arreglando una verja, junto a la carretera. El hombre le explicó cómo tenía que conducir para llegar a la casa de Hoslowski. Wallander siguió adelante. Empezó a oírse un ruido raro en el motor. Pensó que pronto tendría que volver a cambiar el coche. El Peugeot empezaba a hacerse viejo. No sabía cómo iba a arreglárselas. El coche que tenía ahora lo compró cuando el anterior ardió una noche en la carretera, hacía unos años. También era un Peugeot y Wallander barruntaba que el próximo sería también de la misma marca. Cuanto más viejo se hacía, más trabajo le costaba alterar sus costumbres.
Al llegar al siguiente cruce, se detuvo. Si había entendido bien la descripción del camino, debía doblar a la derecha. Así, llegaría a la casa de Hoslowski después de recorrer unos ochocientos metros más. La carretera era mala y estaba mal cuidada. Al cabo de cien metros, Wallander se detuvo y dio marcha atrás. Tenía miedo de quedarse atascado. Dejó el coche y echó a andar. Se oía el murmullo de los árboles, muy pegados a lo largo del estrecho camino forestal. Andaba deprisa para mantener el calor.
La casa estaba al borde del camino. Era una vieja cabaña de aparceros. La explanada del patio estaba llena de coches para desguazar. Un gallo solitario le contempló desde un tocón. Había luz en una ventana. Wallander vio que era una lámpara de queroseno. Dudó de si debería aplazar la visita hasta el día siguiente. Pero había hecho un viaje largo y la investigación exigía que no dejara escapar el tiempo. Avanzó hasta la puerta. El gallo seguía inmóvil en el tocón. Wallander llamó a la puerta. Al cabo de un momento se oyó un ruido y se abrió la puerta. El hombre que estaba allí en la penumbra era más joven de lo que Wallander se había imaginado, tendría apenas cuarenta años. Wallander se presentó.
—Jacob Hoslowski —contestó el hombre.
Wallander detectó un ligero, casi imperceptible, acento extranjero en su voz. El hombre estaba sucio. Olía mal. El pelo y la barba, muy largos, aparecían enmarañados y descuidados. Wallander empezó a respirar por la boca.
—¿Puedo molestarle unos minutos? Soy policía y vengo desde Ystad.
Hoslowski sonrió y se hizo a un lado.
—Pase. Siempre recibo a quienes llaman a mi puerta.
Wallander entró en el oscuro zaguán y estuvo a punto de tropezar con un gato. Luego descubrió que toda la casa estaba llena de gatos. Nunca en su vida había visto tantos gatos juntos. Eso le recordó el Foro Romano, aunque a diferencia de Roma, el tufo en la cabaña era horroroso. Wallander abrió la boca de par en par para poder respirar. Luego siguió a Hoslowski a la mayor de las dos habitaciones que tenía la casa. Casi no había muebles. Sólo colchones y almohadas, montones de libros, y una lámpara de queroseno en un taburete. Y gatos. Por todas partes. Wallander experimentó la desagradable sensación de que todos tenían sus acechantes ojos clavados en él y que podían echársele encima en el momento menos pensado.
—Raras veces se entra en una casa sin electricidad —dijo Wallander.
—Yo vivo fuera del tiempo —contestó Hoslowski con sencillez—. En mi próxima vida renaceré en forma de gato.
Wallander asintió con la cabeza.
—Entiendo —dijo sin mucha convicción—. Si no estoy equivocado ya vivías aquí hace diez años, ¿verdad?
—He vivido aquí desde que abandoné el tiempo.
Wallander se dio cuenta de lo dudosa que era su pregunta. A pesar de todo, la hizo.
—¿Cuánto hace que abandonaste el tiempo?
—Hace muchísimo.
Wallander sospechó que ésa era la respuesta más exhaustiva que podía esperar. Con cierta aprensión se dejó caer en uno de los cojines deseando que no estuviera lleno de orines de gato.
—Hace diez años se ahogó una mujer que iba por el hielo en el lago Stångsjön, aquí al lado —siguió diciendo—. Como seguramente no es muy corriente que ocurran accidentes de esa clase, tal vez te acuerdes del suceso. Pese a que, como dices, vives fuera del tiempo.
Wallander notó que Hoslowski —que o estaba loco o perturbado por una especie de confusas ideas proféticas— reaccionó positivamente a su aceptación de la idea de una existencia fuera del tiempo.
—Fue un domingo de invierno, hace diez años —precisó Wallander—. Según tengo entendido, el marido vino aquí a pedir ayuda. Hoslowski asintió con la cabeza. Se acordaba.
—Vino un hombre y llamó a la puerta. Quería que le dejara hablar por teléfono.
Wallander miró a su alrededor en la habitación.
—Pero tú no tienes teléfono.
—¿Con quién iba a hablar?
Wallander asintió.
—¿Qué pasó entonces?
—Le mostré dónde vivía mi vecino más próximo. Allí sí hay teléfono.
—¿Le acompañaste hasta allí?
—No. Yo fui al lago a ver si podía sacarla.
Wallander se detuvo y dio un paso atrás.
—El hombre que llamó a la puerta… supongo que estaba muy alterado, ¿no?
—Tal vez.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Yo le recuerdo sereno, de una manera que uno tal vez no se espera.
—¿Te fijaste en alguna otra cosa?
—No me acuerdo. Eso ocurría en otra dimensión cósmica que ha cambiado muchas veces desde entonces.
—Sigamos. Fuiste al lago. ¿Qué pasó allí?
—El hielo estaba muy brillante. Vi el agujero. Fui hasta allí. Pero no vi nada allí abajo en el agua.
—Dices que fuiste allí. ¿No tenías miedo de que el hielo se rompiera?
—Sé dónde aguanta. Además me puedo volver ingrávido si hace falta.
«No se puede entrar en razones con un loco», pensó Wallander con resignación. Pero siguió preguntando.
—¿Puedes describirme el agujero?
—Seguramente lo hizo un pescador de anzuelo. Quizá volvió a helarse luego. Pero el hielo no había tenido tiempo de engrosar.
Wallander reflexionó.
—¿No son más pequeños los agujeros que hacen los pescadores?
—Éste era casi cuadrado. A lo mejor lo habían serrado.
—¿Suele haber pescadores de anzuelo en Stångsjön?
—El lago tiene muchos peces. Yo suelo pescar allí. Aunque no en invierno.
—¿Qué pasó luego? Tú estabas junto al agujero. No veías nada. ¿Qué hiciste entonces?
—Me quité la ropa y me metí en el agua.
Wallander le miró fijamente.
—¿Cómo diablos se te ocurrió semejante cosa?
—Pensé que podría tocarla con los pies.
—Pero podías haberte congelado.
—Yo puedo hacerme insensible tanto al frío como al calor intensos, si es necesario.
Wallander pensó que debía haber previsto la respuesta.
—Pero ¿no la encontraste?
—No. Me subí al hielo otra vez y me vestí. Al poco rato llegó gente corriendo. Un coche con escaleras de mano. Yo me marché de allí.
Wallander empezó a levantarse trabajosamente del incómodo cojín. El hedor de la habitación era insoportable. No tenía más preguntas y no quería quedarse más de lo indispensable. Al mismo tiempo no podía dejar de reconocer que Jacob Hoslowski había sido muy complaciente y afable.
Hoslowski le acompañó hasta el patio.
—Luego la sacaron —añadió—. Mi vecino suele pararse a contarme lo que él piensa que debo saber del entorno. Es un hombre muy amable. Piensa, entre otras cosas, que debo saber todo lo que pasa en la asociación de tiro del pueblo. Lo que ocurre en otros lugares del mundo, lo considera menos importante. Por eso sé muy poco de lo que pasa. Tal vez puedo permitirme hacerle a usted una pregunta: ¿tiene lugar, en la actualidad, alguna guerra de cierta envergadura?
—Ninguna grande —contestó Wallander—. Pero sí muchas pequeñas.
Hoslowski asintió con la cabeza. Luego señaló con el dedo.
—Mi vecino vive muy cerca. No se ve la casa. Son, tal vez, trescientos metros. Las distancias telúricas son difíciles de calcular.
Wallander le dio las gracias y se marchó. Ahora estaba todo muy oscuro. Había cogido la linterna y fue alumbrando el camino. Brillaban luces entre los árboles. Pensó en Jacob Hoslowski y en todos sus gatos.
La casa a la que llegó parecía de construcción relativamente reciente. Delante de ella había un coche cubierto, con un rótulo escrito en uno de los lados: SERVICIO DE FONTANERIA. Wallander llamó al timbre. Un hombre, descalzo y en camiseta, abrió la puerta. Tiró de ella como si Wallander fuera el último de una inacabable serie de personas que hubieran ido a molestarle. Pero su cara era franca y amable. Al fondo se oían voces de niños. Wallander explicó concisamente quién era.
—¿Fue Hoslowski quien te mandó aquí? —dijo el hombre sonriendo.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el olor. Pero pasa. Siempre se puede abrir la ventana.
Wallander siguió al fornido hombre hasta la cocina. Los gritos de los niños venían del piso superior. Además, había una televisión encendida en algún sitio. El hombre dijo llamarse Rune Nilsson y ser fontanero de profesión. Wallander rechazó agradecido la invitación a tomar café y le explicó lo que le había llevado allí.
—Uno no olvida una cosa así —dijo cuando Wallander terminó de hablar—. Yo estaba soltero entonces. Aquí había una casa antigua que eché abajo cuando levanté la nueva. ¿Es posible que hayan pasado diez años?
—Son casi exactamente diez años.
—El marido vino y llamó a la puerta. Era en pleno día.
—¿Qué impresión daba?
—Estaba alterado. Pero sereno. Llamó a urgencias. Mientras tanto, yo me vestí. Luego nos fuimos. Cogimos un atajo por mitad del bosque. Yo pescaba bastante por entonces.
—¿Daba él todo el tiempo impresión de serenidad? ¿Qué decía? ¿Cómo explicó el accidente?
—Dijo que ella se había hundido. Que el hielo había cedido.
—Pero el hielo era bastante grueso.
—No se sabe nunca con el hielo. Puede haber grietas invisibles o partes débiles. Aunque un poco raro sí fue.
—Jacob Hoslowski dijo que el agujero era cuadrado. Que podía haber sido serrado.
—No me acuerdo de si era cuadrado o no. Pero grande sí que era.
—Pero el hielo alrededor era fuerte. Tú, que eres un hombre corpulento, no tuviste miedo de andar encima de él.
Rune Nilsson asintió.
—Después pensé en ello bastante —dijo—. Resultaba raro, un agujero que se abría y la mujer que desaparecía. ¿Por qué no consiguió sacarla?
—¿Cuál fue su explicación?
—Que lo había intentado. Pero que había desaparecido muy rápidamente. Absorbida bajo el hielo.
—¿Fue así?
—La encontraron a unos metros del agujero. Justo debajo del hielo. No se había hundido. Yo estaba allí cuando la sacaron. Eso no lo olvidaré. Nunca pude comprender que pudiera haber pesado tanto.
Wallander le miró inquisitivo.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Con que «pudiera haber pesado tanto»?
—Yo conocía a Nygren, que era policía por entonces. Ya ha muerto. Afirmó en una ocasión que el marido había dicho que ella pesaba casi ochenta kilos. Eso explicaría que el hielo se hubiese roto. Yo no lo entendí nunca. Pero supongo que siempre se le anda dando vueltas a los accidentes. A lo que pasó. A cómo hubiera podido evitarse.
—Seguramente es verdad —dijo Wallander levantándose—. Gracias por haberme atendido. Me gustaría que mañana me enseñaras el sitio donde ocurrió.
—¿Saldremos al agua?
Wallander sonrió.
—No es necesario. Pero tal vez Jacob Hoslowski tenga esa facultad. Rune Nilsson sacudió la cabeza.
—Es una buena persona. Él, y todos sus gatos. Pero está como una cabra.
Wallander regresó por el camino forestal. La lámpara de queroseno lucía en la ventana de Hoslowski. Rune Nilsson prometió estar en casa a las ocho de la mañana del día siguiente. Wallander puso en marcha el coche y emprendió el regreso a Ålmhult. Ahora, el ruido extraño del motor había desaparecido. Tenía hambre. Podía ser conveniente proponerle a Bo Runfeldt que cenaran juntos. A Wallander ya no le parecía haber hecho el viaje sin necesidad.
Pero cuando llegó al hotel, tenía una nota esperándole en la recepción. Bo Runfeldt había alquilado un coche y se había ido a Växjö. Tenía amigos allí y pensaba pasar la noche con ellos. Prometía estar de vuelta en Ålmhult al día siguiente temprano. Wallander sintió una fugaz irritación ante la decisión tomada por Bo Runfeldt. Podría haber ocurrido que Wallander hubiera tenido necesidad de él durante la noche. Runfeldt había dejado un número de teléfono de Växjö, pero Wallander no tenía ningún motivo para llamarle. También era un alivio poder disponer de toda la noche para sí mismo. En su habitación, se duchó y pensó que no tenía ni siquiera un cepillo de dientes. Se vistió y fue en busca de una tienda que estuviera abierta por las noches para comprar lo que necesitaba. Luego cenó en una pizzería que encontró en el camino. Pensaba una y otra vez en el accidente. Tenía la impresión de que poco a poco estaba consiguiendo construir una imagen. Después de cenar, regresó al hotel. Poco antes de las nueve llamó a Ann-Britt Höglund a su casa. Confiaba en que sus hijos ya estuvieran durmiendo. Cuando contestó, le contó en pocas palabras lo que había sucedido. Quería saber si habían logrado localizar a esa señora Svensson de la que se suponía que había sido la última clienta de Gösta Runfeldt.
—Todavía no —contestó ella—. Pero, de una manera o de otra, lo conseguiremos.
Él abrevió la conversación. Luego puso la televisión y vio un programa de debate mientras pensaba en otra cosa. Se quedó dormido sin darse cuenta.
Cuando Wallander se despertó poco después de las seis de la mañana, se sintió descansado. A las siete y media ya había desayunado y pagado su habitación. Luego se sentó a esperar en la recepción. A los pocos minutos llegó Bo Runfeldt. Ninguno de los dos comentó que había pasado la noche en Växjö.
—Vamos a hacer una excursión —dijo Wallander—. Al lago en el que se ahogó tu madre.
—¿Ha valido la pena el viaje? —preguntó Bo Runfeldt.
Wallander notó que estaba molesto.
—Sí —contestó—. Y tu presencia ha sido de suma importancia. Lo creas o no.
Eso no era verdad, naturalmente. Pero Wallander pronunció esas palabras con tanta determinación que Bo Runfeldt se quedó, si no convencido, sí caviloso.
Rune Nilsson salió a su encuentro. Fueron por un sendero a través del bosque. No hacía viento, la temperatura estaba en torno a cero grados. Sentían el suelo duro bajo los pies. El agua se extendía ante ellos. Era un lago alargado. Rune Nilsson señaló un punto en algún lugar en mitad del lago. Wallander notó que Bo Runfeldt estaba muy afectado por la visita al lago y supuso que no había estado allí antes.
—Es difícil ver ahora un lago cubierto de hielo delante de uno —dijo Rune Nilsson—. Todo cambia cuando llega el invierno. Entre otras cosas, cambia la percepción de la distancia. Lo que en verano parece lejano puede resultar de repente muy cercano. O al revés.
Wallander se acercó a la orilla. El agua era oscura. Le pareció vislumbrar el movimiento de un pececillo junto a una piedra. Detrás de él oyó que Bo Runfeldt preguntaba si el lago era profundo, aunque no pudo oír lo que contestó Rune Nilsson.
¿Qué ocurrió?, se preguntaba. ¿Había tomado Gösta Runfeldt la decisión previamente? ¿La decisión de que aquel domingo ahogaría a su esposa? Tuvo que haber sido así. De alguna manera, ya tenía preparado el agujero. De la misma manera que alguien había serrado los tablones que estaban encima del foso de Holger Eriksson. Y que, además, había tenido cautivo a Gösta Runfeldt.
Wallander estuvo un buen rato contemplando el lago que se extendía ante él. Pero lo que creía ver estaba en su interior.
Regresaron a través del bosque. Llegados al coche, se despidieron de Rune Nilsson. Wallander pensó que estarían de vuelta en Ystad bastante antes de las doce.
Pero se equivocaba. Poco después de abandonar Ålmhult, el coche se paró. Murió el motor. Wallander telefoneó al representante de la empresa de grúas cuyos servicios contrataba. El hombre, que llegó después de veinte minutos de espera, comprobó rápidamente que se trataba de una avería importante y que no podía arreglarse allí. No había más remedio que dejar el coche en Ålmhult y coger el tren de Malmö. La grúa les llevó hasta la estación. Mientras Wallander le abonaba el servicio, Bo Runfeldt se ofreció a comprar los billetes. Luego se vio que había comprado primera clase. Wallander no dijo nada. El tren hacia Hässleholm y Malmö pasaba a las 9:44. Para entonces, Wallander ya había llamado a la comisaría de Ystad para pedir que alguien fuera a recogerles a Malmö. No había enlace por tren a Ystad que fuera conveniente. Ebba prometió ocuparse de que alguien estuviera allí.
—¿Cómo es posible que la policía no tenga coches de mejor calidad? —dijo Bo Runfeldt de repente cuando el tren salió de Ålmhult—. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera tratado de una urgencia?
—Era mi coche —contestó Wallander—. Los de la policía están en bastante mejor estado.
El paisaje se veía pasar por la ventanilla. Wallander se acordó de Jacob Hoslowski y sus gatos. Pero pensaba también que, probablemente, Gösta Runfeldt había asesinado a su esposa. Ignoraba lo que ello significaba. El propio Gösta Runfeldt ya estaba muerto. Un hombre brutal, que tal vez había cometido un asesinato, había sido asesinado a su vez de una forma igualmente cruel.
Wallander pensó que el motivo más natural era la venganza.
Pero ¿quién se vengaba de qué? ¿Cómo entraba Holger Eriksson en el cuadro?
No lo sabía. No tenía respuestas.
La llegada del revisor interrumpió sus cavilaciones.
Era una mujer. Sonrió al pedir los billetes con marcado acento de Escaria.
Wallander tuvo la impresión de que ella le miraba como si le hubiera reconocido. A lo mejor le había visto fotografiado en algún periódico.
—¿Cuándo llegamos a Malmö? —preguntó.
—A las doce y quince —contestó ella—. A las once y trece, Hässleholm.
Luego se marchó.
Se sabía el horario de memoria.