Vieron con ansiedad cómo empezaba a dibujarse la imagen en el líquido de revelado. Wallander, que había regresado de la conferencia de prensa, no sabía bien qué era lo que esperaba mientras estaba junto a sus colegas en el cuarto oscuro. La lucecita roja le daba la impresión de que esperaban que ocurriera algo indecente. Nyberg se encargaba del revelado. Andaba a saltos con una muleta después del accidente que tuvo ante la comisaría. Cuando Wallander llegó a Harpegatan, Ann-Britt Höglund le dijo que Nyberg estaba de peor humor que nunca.
Pero, en todo caso, habían hecho progresos durante el tiempo que Wallander había dedicado a los periodistas. Ya no cabía la menor duda de que Gösta había desarrollado una actividad como detective privado. En los diferentes ficheros de clientes que encontraron, vieron que lo había hecho durante por lo menos diez años. Las anotaciones más antiguas correspondían a septiembre de 1983.
—La actividad ha sido limitada —dijo Ann-Britt Höglund—. Como mucho, ha tenido siete u ocho casos al año. Uno se imagina que lo hacía para entretenerse en su tiempo libre.
Svedberg había hecho un listado aún incompleto de la clase de encargos que había aceptado.
—Se trata de sospechas de infidelidad en la mitad de los casos —explicó después de consultar sus anotaciones—. Curiosamente, son sobre todo hombres los que sospechan de sus mujeres.
—¿Por qué es curioso eso? —preguntó Wallander.
Svedberg no tenía una buena respuesta que dar.
—Yo no creía que fuera así —se limitó a decir—. Pero ¿qué sé yo?
Svedberg estaba soltero y jamás había hecho mención alguna de relacionarse con mujeres. Tenía más de cuarenta años y parecía satisfecho con su vida de soltero.
Wallander le indicó que continuara.
—Hay por lo menos dos casos al año en los que un empresario sospecha que sus empleados le roban. Hemos encontrado también unos encargos de vigilancia, de naturaleza poco clara. En conjunto, produce una impresión un tanto monótona. Sus anotaciones no son especialmente detalladas. Pero cobrar, cobraba bastante.
—Entonces ya sabemos por qué podía hacer viajes tan caros al extranjero —comentó Wallander—. El viaje a Nairobi que nunca llegó a realizar le costó treinta mil coronas.
—Cuando murió tenía un caso entre manos —dijo Ann-Britt Höglund, poniendo un calendario sobre la mesa.
Wallander pensó en las gafas que aún no se había hecho. Ni se molestó en mirar el calendario.
—Parece que era el encargo más frecuente —siguió diciendo ella—. Una persona, a la que se llama únicamente «Señora Svensson», sospecha que su marido es infiel.
—¿Aquí en Ystad? —preguntó Wallander—. ¿O trabajaba también en otros sitios?
—En 1987 tuvo un encargo en Markaryd —dijo Svedberg—. No hay nada más al norte. El resto se trata sólo de Escania. En 1991 va a Dinamarca dos veces y una a Kiel. No he tenido tiempo de mirarlo con detalle. Pero se trata del jefe de máquinas de un transbordador que parece que ha tenido una historia con una camarera que también trabaja en el transbordador. Su mujer, domiciliada en Skanör, tenía evidentemente razón en sus sospechas.
—Pero, por lo demás, sólo ha trabajado aquí en Ystad, ¿no?
—Yo no diría eso —contestó Svedberg—. El sur y el este de Escania se ajusta más a la realidad.
—¿Holger Eriksson? —preguntó Wallander—. ¿Habéis encontrado su nombre?
Ann-Britt Höglund miró a Svedberg, que negó con la cabeza.
—¿Harald Berggren?
—Tampoco.
—¿Habéis encontrado algo que indique una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt?
La respuesta fue negativa. No habían encontrado nada. «Tiene que haberla», pensó Wallander. «Es absurdo que haya dos asesinos. E igual de absurdo es que hayan sido dos víctimas casuales. La relación existe. Es sólo que no la hemos encontrado todavía».
—Yo no le entiendo —dijo Ann-Britt Höglund—. No cabe la menor duda de que era un amante apasionado de las flores. Al mismo tiempo, se dedica a hacer de detective privado a ratos.
—Las personas pocas veces son como uno cree que son —contestó Wallander y se preguntó fugazmente si eso se le podía aplicar también a él.
—Así que ha debido de ganar bastante dinero con ese trabajo —dijo Svedberg—. Pero, si no estoy del todo equivocado, no ha declarado ninguno de esos ingresos al hacer la declaración de la renta. ¿Puede ser algo tan sencillo como que mantuvo esto en secreto para que los inspectores del fisco no descubrieran lo que hacía?
—No es probable —repuso Wallander—. Seguramente hacer de detective privado es, a ojos de la mayoría, bastante sospechoso.
—O infantil —opinó Ann-Britt Höglund—. Un juego de hombres que no han llegado a ser adultos.
Wallander sintió un remoto deseo de discutir. Pero como no sabía muy bien qué decir, lo dejó estar.
La imagen que iba apareciendo era la de un hombre. La foto se había hecho al aire libre. Ninguno de ellos pudo identificar el fondo. El hombre aparentaba unos cincuenta años. Tenía el pelo ralo y muy corto. Nyberg supuso que las fotografías se habían tomado desde muy lejos. Algunos clichés estaban borrosos. Eso podía significar que Gösta Runfeldt había utilizado un teleobjetivo sensible al menor movimiento.
—La señora Svensson se pone en contacto con él por primera vez el 9 de septiembre —dijo Ann-Britt Höglund—. Los días 14 y 17 de septiembre, Runfeldt anota que «ha trabajado en el caso».
—Es sólo unos días antes del viaje a Nairobi —repuso Wallander.
Salieron del cuarto de revelado. Nyberg se sentó a la mesa y revisó varias carpetas con fotografiar.
—¿Quién es su cliente? —preguntó Wallander—. ¿Quién es la señora Svensson?
—Tanto los ficheros como las anotaciones que hace son poco claros —contestó Svedberg—. Parece haber sido un detective de pocas palabras a la hora de escribir. Por no haber, no hay ni una dirección de la señora Svensson.
—¿Qué hace un detective privado para conseguir clientes? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Porque tiene que dar a conocer su actividad.
—Yo he visto algún anuncio en los periódicos —dijo Wallander—. Tal vez no en los de Ystad. Pero sí en los nacionales. Debe haber alguna manera de localizar a esta señora Svensson.
—Hablé con el portero —dijo Svedberg—. Creía que Runfeldt tenía esto como una especie de almacén. Nunca ha visto que viniera nadie de visita.
—Se encontraría con sus clientes en otros sitios —dedujo Wallander—. Éste ha sido el espacio secreto de su vida.
Meditaron en silencio cuanto se había dicho. Wallander trataba de elucidar qué era lo más importante que había que hacer ahora. Al mismo tiempo notaba que la conferencia de prensa seguía dándole vueltas en la cabeza. El hombre del periódico Anmärkaren le había preocupado. ¿Sería posible que se estuviera formando una organización nacional de milicias ciudadanas? Si fuera así, Wallander sabía que el paso para que esas personas empezaran también a imponer sanciones era muy corto. Sintió la necesidad de contarles lo sucedido a Ann-Britt Höglund y a Svedberg, pero no se decidió a hacerlo. Probablemente sería mejor que lo discutieran todos juntos durante la próxima reunión. Además, era Lisa Holgersson quien debería hacerlo, en realidad.
—Tenemos que encontrar a la señora Svensson —dijo Svedberg—. La cuestión es cómo.
—Tenemos que encontrarla —repitió Wallander—. Y la encontraremos. Vamos a intervenir el teléfono y a revisar otra vez todos los papeles que hay aquí. Tiene que estar en alguna parte. Estoy convencido de ello. Lo dejo en vuestras manos. Yo voy a hablar con el hijo de Runfeldt.
Se fue de Harpegatan y tomó la carretera de Österleden. El viento seguía soplando a ráfagas. La ciudad parecía abandonada. Torció por la calle de Hamngatan y aparcó el coche junto a Correos. Luego salió de nuevo a la intemperie. Se veía a sí mismo como una figura patética, un policía mal abrigado, luchando contra el viento del otoño en una ciudad sueca desierta. «El sistema judicial sueco», pensó. «Lo que queda de él. He aquí el aspecto que tiene. Policías muertos de frío y mal abrigados».
Torció a la izquierda junto a la Caja de Ahorros y siguió por la calle que le llevaba al hotel Sekelgården. Había anotado que el hombre al que buscaba se llamaba Bo Runfeldt. En la recepción había una persona joven, leyendo. Wallander saludó con la cabeza.
—Hola —dijo el muchacho.
Wallander se dio cuenta de que le conocía. Tardó un momento antes de recordar que era el hijo mayor de Björk, el antiguo jefe de policía.
—Cuánto tiempo sin verte —exclamó Wallander—. ¿Cómo está tu padre?
—No está a gusto en Malmö.
«No es que no esté a gusto en Malmö», pensó Wallander. «No está a gusto con ser jefe».
—¿Qué estás leyendo? —preguntó Wallander.
—Algo sobre fractales.
—¿Fractales?
—Es un término matemático. Estoy estudiando en la Universidad de Lund. Esto es sólo un trabajo extra.
—Eso está bien —dijo Wallander—. Y yo no he venido a pedir una habitación. Vengo a hablar con uno de tus huéspedes. Bo Runfeldt.
—Acaba de entrar.
—¿Hay algún sitio tranquilo donde podamos sentarnos a hablar?
—Hoy hay muy pocos huéspedes —contestó el muchacho—. Podéis sentaros en el comedor.
Hizo una indicación hacia el pasillo.
—Esperaré allí. Llama a su habitación y dile que le espero.
—Ya lo he visto en los periódicos —dijo el joven—. ¿Cómo es posible que todo haya empeorado tanto?
Wallander le miró con interés.
—¿Qué quieres decir?
—Que todo es peor. Más brutal. ¿Se puede querer decir otra cosa?
—No sé. Sinceramente, no sé por qué se han vuelto así las cosas. Aunque, la verdad, no me creo lo que estoy diciendo en este momento. En realidad, claro que lo sé. En realidad, todos sabemos por qué las cosas son como son.
El hijo de Björk quería continuar la conversación. Pero Wallander levantó una mano en señal de rechazo y le señaló el teléfono. Luego fue hacia el comedor y se sentó a esperar. Pensó en la conversación inacabada. En por qué todo se había vuelto peor y más brutal. Se preguntó por qué estaba tan poco dispuesto a contestar. Sabía muy bien cuál era la explicación. Aquella Suecia que era la suya, en la que se había criado, el país construido después de la guerra, no estaba tan firmemente anclado en la roca como habían creído. Debajo de todo, había un tremedal. Ya cuando se construyeron, los grandes barrios de viviendas fueron calificados de «inhumanos». ¿Cómo se podía pretender que la gente que vivía en ellos conservara toda su «humanidad» intacta? La sociedad se había endurecido. Las personas que se creían a sí mismas innecesarias o francamente indeseadas en su propio país reaccionaban con agresividad y desprecio. Ninguna violencia carece de sentido, eso lo sabía bien Wallander. Toda violencia tiene sentido para quien la ejerce. Sólo cuando se osara aceptar esa verdad podría abrigarse la esperanza de enderezar el desarrollo en otra dirección.
Se preguntó también cómo iba a ser posible funcionar como policía en el futuro. Sabía que muchos de sus colegas pensaban seriamente en buscar otras ocupaciones. Martinsson había hablado de ello en varias ocasiones, Hansson lo había dicho una vez que estaban sentados en la cafetería. Y él mismo había recortado, hacía unos años, un anuncio de un puesto de trabajo como encargado de seguridad en una gran empresa de Trelleborg.
Se preguntó qué pensaría Ann-Britt Höglund. Era aún joven. Le quedaban, por lo menos, treinta años más como policía.
Hizo el propósito de preguntárselo. Necesitaba saber para poder continuar él mismo.
Al mismo tiempo era consciente de que la imagen que él mismo se dibujaba era incompleta. El interés por la profesión de policía había aumentado mucho los últimos años. El aumento parecía además mantenerse. Wallander estaba cada vez más convencido de que era una cuestión de generaciones.
Albergaba la vaga sensación de que hacía tiempo que tenía razón. Ya a principios de los años noventa, sentado en la terraza con Rydberg en las cálidas noches estivales, hablaban de cómo serían los policías del futuro. Habían seguido luego la conversación durante la enfermedad de Rydberg y sus últimos tiempos. En ningún lugar habían interrumpido la conversación. No siempre estaban de acuerdo. Pero los dos pensaban que el trabajo de policía, en el fondo, consistía en poder interpretar los signos de los tiempos. Entender los cambios, interpretar los movimientos de una sociedad.
Wallander pensaba ya entonces que, de la misma manera que tenía razón, se equivocaba en un punto fundamental: ser policía no era más difícil hoy que ayer.
Era más difícil para él, lo que no era la misma cosa.
Wallander interrumpió sus pensamientos al oír pasos por el pasillo junto a la recepción. Se levantó para recibir a Bo Runfeldt de pie. Era un hombre alto y de buena complexión. Wallander le calculó unos veintisiete o veintiocho años. El apretón de manos fue enérgico. Wallander le pidió que se sentara. Advirtió simultáneamente que, como de costumbre, se había olvidado de coger su cuaderno de notas. No estaba seguro de llevar ni siquiera un lápiz encima. Pensó acercarse a la recepción y pedirle prestados papel y lápiz al hijo de Björk, pero no lo hizo. Trataría de acordarse de todas maneras. El descuido era imperdonable y le puso de mal humor.
—Ante todo, quiero darte el pésame —dijo Wallander.
Bo Runfeldt asintió con la cabeza aunque no dijo nada. Sus ojos eran intensamente azules, la mirada un poco entornada. Wallander pensó que tal vez fuera miope.
—Sé que has tenido una larga conversación con mi colega, el inspector Hansson —siguió diciendo Wallander—. Pero yo también necesito hacerte un par de preguntas.
Bo Runfeldt siguió en silencio. Wallander advirtió que su mirada era muy penetrante.
—Si no me equivoco, vives en Arvika. Y eres auditor de cuentas.
—Trabajo para Price Waterhouse —dijo Bo Runfeldt. Su voz revelaba que era una persona acostumbrada a expresarse.
—No es un nombre muy sueco, ¿no?
—No, no lo es. Price Waterhouse es una de las empresas de auditoria más grandes del mundo. Es más fácil dar ejemplos de países en los que no trabajamos que lo contrario.
—Pero tú trabajas en Suecia.
—No todo el tiempo. A veces tengo trabajo en países de África y de Asia.
—¿Necesitan auditores suecos esos países?
—No precisamente suecos. Pero sí que trabajen en Price Waterhouse. Controlamos muchos proyectos de ayuda al desarrollo. Nos ocupamos de que el dinero vaya adonde debe ir.
—¿Y se consigue?
—No siempre. ¿Tiene esto realmente importancia para lo que le ha sucedido a mi padre?
Wallander notó que el hombre que tenía enfrente apenas podía disimular que consideraba muy por debajo de su dignidad el mantener una conversación con un policía. Por lo general, eso hacía que Wallander se pusiera de mal humor. Además, apenas unas horas antes había sido objeto del mismo trato. Pero, respecto a Bo Runfeldt, se sentía inseguro. Algo en él le hacía ir con prudencia. Se preguntó si sería que había heredado la humildad que su padre había manifestado tantas veces en su vida. En especial con los hombres que llegaban en sus relucientes coches americanos a comprarle cuadros. No se le había ocurrido esa idea hasta ahora. Tal vez era ésa la herencia que le dejaba su padre. Una sensación de valer menos, encubierta por una delgada capa de barniz democrático. Contempló al hombre de los ojos azules.
—Tu padre ha sido asesinado. En este momento, soy yo quien decide qué preguntas tienen importancia.
Bo Runfeldt se encogió de hombros.
—Tengo que reconocer que no sé mucho acerca del trabajo de la policía.
—Con tu hermana ya he hablado hoy —siguió Wallander—. Le he hecho una pregunta que considero de gran importancia y voy a hacértela a ti también. ¿Sabías que tu padre, además de ser comerciante de flores, trabajaba como detective privado?
Bo Runfeldt permaneció sentado, inmóvil. Luego estalló en una carcajada.
—Eso es de lo más estúpido que he oído en mucho tiempo.
—Estúpido o no, es verdad.
—¿Detective privado?
—Investigador privado, si lo prefieres. Tenía una oficina. Se ha encargado de varios casos. Lo ha hecho por lo menos desde hace diez años.
Bo Runfeldt se dio cuenta de que Wallander estaba hablando en serio. Su sorpresa era auténtica.
—Ha debido de empezar esa actividad aproximadamente al mismo tiempo que se ahogó tu madre.
Wallander volvió a experimentar la sensación que había tenido al hablar con la hermana de Bo Runfeldt unas horas antes. Un casi imperceptible cambio en su cara, como si Wallander hubiera entrado en un terreno del que, en realidad, debería mantenerse alejado.
—Tú estabas al tanto de que tu padre iba a viajar a Nairobi. Uno de mis colegas habló contigo por teléfono. No podías entender que no se hubiera presentado en el aeropuerto de Kastrup.
—Hablé con él el día anterior.
—¿Qué impresión te hizo?
—Estaba como siempre. Habló del viaje.
—¿No te pareció preocupado por alguna cosa?
—No.
—Tienes que haber cavilado sobre lo ocurrido. ¿Puedes dar alguna explicación plausible de que renunciara a su viaje voluntariamente? ¿O de que os engañara?
—Sobre eso no hay ninguna explicación razonable.
—Parece que hizo la maleta y salió del piso. Ahí termina el rastro.
—Alguien tiene que haber estado esperándole.
Wallander esperó un segundo antes de formular la siguiente pregunta.
—¿Quién?
—No sé.
—¿Tenía tu padre enemigos?
—No, que yo sepa. Ya no.
Wallander se sobresaltó.
—¿Qué quieres decir? ¿Ya no?
—Lo que he dicho. No creo que tuviera enemigos ya.
—¿Puedes expresarte con más claridad?
Bo Runfeldt sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo. Wallander notó que le temblaba un poco la mano.
—¿Te molesta que fume?
—En absoluto.
Wallander esperaba. Sabía que habría una continuación. Tenía además el presentimiento de que se estaba acercando a algo importante.
—No sé si mi padre tenía enemigos. Pero sé de una persona que tenía motivos para aborrecerle cordialmente.
—¿Quién?
—Mi madre.
Bo Runfeldt esperaba que Wallander le hiciese una pregunta. Pero ésta no llegó. Wallander seguía aguardando.
—Mi padre era un hombre que amaba las orquídeas sinceramente —añadió el joven—. Era también un hombre que sabía mucho. Un botánico autodidacta, podría decirse. Pero era también otra cosa.
—¿Qué?
—Era una persona brutal. Maltrató a mi madre durante todos los años que estuvieron casados. A veces tanto, que ella tenía que acudir al hospital. Nosotros tratamos de que le dejara. Pero no fue posible. Él le pegaba. Luego se mostraba destrozado, y ella se doblegaba. Era una pesadilla que parecía no tener fin y esa brutalidad no desapareció hasta que ella se ahogó.
—Según tengo entendido, se cayó en un agujero en el hielo.
—Eso es también todo lo que yo sé. Es lo que dijo Gösta.
—Tengo la impresión de que no estás convencido del todo.
Bo Runfeldt aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero.
—Quizás ella saliera antes a hacer el agujero. Quizá quisiera acabar con todo de una vez.
—¿Puede haber sido una posibilidad?
—Ella hablaba de suicidarse. No muchas veces, algunas, durante sus últimos años de vida. Pero ninguno de nosotros se lo creía. Son cosas que no se creen. Todos los suicidios son, en el fondo, inexplicables para aquellos que deberían haber visto lo que estaba sucediendo.
Wallander pensó en el foso de estacas. En los tablones serrados. Gösta Runfeldt era un hombre brutal. Maltrataba a su esposa. Buscó insistentemente el significado de lo que Bo Runfeldt le contaba.
—No lamento la muerte de mi padre —siguió Runfeldt—. No creo que mi hermana lo lamente tampoco. Era un hombre brutal. Atormentó a mi madre hasta acabar con ella.
—¿No fue nunca violento con vosotros?
—Nunca. Sólo con ella.
—¿Por qué la maltrataba?
—No lo sé, y no se debe hablar mal de los muertos. Pero era un monstruo.
Wallander reflexionó.
—¿Te ha rondado alguna vez la idea de que tu padre pudiera haber matado a tu madre? ¿De que no fuera un accidente?
La respuesta de Bo Runfeldt fue rápida y categórica:
—Muchas veces. Pero, naturalmente, no se puede demostrar. No hubo testigos, estaban solos sobre el hielo aquel día.
—¿Cómo se llama el lago?
—Stångsjön. No está lejos de Ålmhult. En el sur de Småland.
Wallander reflexionó. ¿Tenía alguna pregunta más? Era como si la investigación en curso se hubiera estrangulado a sí misma. Las preguntas deberían ser muchas. Y lo eran. Pero no había nadie a quien hacérselas.
—¿Te dice algo el nombre de Harald Berggren?
Bo Runfeldt pensó un rato antes de contestar:
—No. Nada. Pero puedo equivocarme. Es un nombre corriente.
—¿Ha tenido tu padre alguna vez contacto con mercenarios?
—No, que yo sepa. Pero recuerdo que me contaba con frecuencia cosas de la Legión Extranjera cuando yo era pequeño. No a mi hermana, sino a mí.
—¿Qué es lo que te contaba?
—Aventuras. Enrolarse en la Legión Extranjera era, tal vez, un sueño inmaduro que él había tenido en algún momento. Pero estoy completamente seguro de que nunca tuvo nada que ver con ellos. Ni con otros mercenarios.
—Holger Eriksson. ¿Te dice algo ese nombre?
—¿El hombre que fue asesinado la semana antes que mi padre? Lo he visto en los periódicos. Pero, que yo sepa, mi padre nunca tuvo nada que ver con él. Puedo equivocarme, naturalmente. Nuestros contactos no eran tan frecuentes.
Wallander asintió. No tenía más preguntas.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Ystad?
—El entierro será en cuanto hayamos podido arreglarlo todo. Tenemos que decidir lo que hacemos con la tienda de flores.
—Es muy posible que vuelva a llamarte —dijo Wallander levantándose.
Cuando se fue del hotel, eran casi las nueve. Notó que tenía hambre. El viento le azotaba y le agitaba la chaqueta. Se puso al abrigo de una esquina y trató de tomar una decisión respecto a lo que debía hacer. Debía comer, de eso estaba seguro. Pero también se sentía impelido a sentarse enseguida para tratar de ordenar sus ideas. Las investigaciones, que se entrelazaban, habían empezado a moverse. Ahora, el riesgo de perder pie era grande. Seguía buscando el punto en que se tocaban las vidas de Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. «En algún lugar, en un trasfondo oscuro, está», se dijo a sí mismo. «Además, puede que ya lo haya visto o tenido delante de los ojos, sin darme cuenta».
Fue a buscar el coche y se dirigió a la comisaría. En cuanto se sentó en el coche, llamó al móvil de Ann-Britt Höglund. Ella le dijo que seguían registrando la oficina, pero que habían mandado a Nyberg a casa porque le dolía mucho el pie.
—Estoy camino de mi despacho tras una interesante conversación con el hijo de Runfeldt —dijo Wallander—. Necesito tiempo para repasarlo todo.
—No basta con andar revisando papeles —contestó Ann-Britt Höglund—. Hace falta también alguien que piense.
No supo discernir si ella había dicho lo último con ironía. Pero ahuyentó el pensamiento. No tenía tiempo.
Hansson estaba en su despacho repasando las partes del material de la investigación que se habían ido acumulando. Wallander se quedó de pie en el umbral de la puerta. Tenía un tazón de café en la mano.
—¿Dónde están las actas del examen médico forense? —preguntó de repente—. Tienen que haber llegado ya. Por lo menos las de Holger Eriksson.
—Deben de estar donde Martinsson. Tengo la impresión de que me dijo algo de eso.
—¿Está aquí todavía?
—No. Ya se ha ido. Pasó un fichero a un disquete para seguir trabajando en casa.
—¿Está permitido hacer eso? —preguntó Wallander distraídamente—. ¿Llevarse a casa material de investigación?
—Pues no sé —contestó Hansson—. A mí no se me ha ocurrido nunca. Ni siquiera tengo ordenador en casa. Pero igual eso es prevaricación en estos tiempos…
—¿El qué puede ser prevaricación?
—No tener un ordenador en casa.
—En ese caso, compartimos la prevaricación —dijo Wallander—. Quiero ver esas actas mañana por la mañana.
—¿Qué tal con Bo Runfeldt?
—Voy a escribir mis notas esta noche. Pero dijo cosas que pueden tener importancia. Además, ahora sabemos con seguridad que Gösta Runfeldt dedicaba una parte de su tiempo a hacer de detective privado.
—Llamó Svedberg y me lo contó.
Wallander sacó su teléfono del bolsillo.
—¿Qué hacíamos antes de tenerlos? —preguntó—. Ya casi ni me acuerdo.
—Hacíamos igual que ahora —contestó Hansson—. Pero se tardaba más tiempo. Buscábamos cabinas de teléfonos. Estábamos mucho más tiempo sentados en los coches. Pero hacíamos exactamente las mismas cosas que ahora.
Wallander siguió pasillo adelante hasta su despacho. Saludó con la cabeza a algunos policías que salían de la cafetería. Una vez en su despacho, se sentó sin desabrocharse la chaqueta. Sólo al cabo de más de diez minutos se la quitó y cogió un cuaderno nuevo.
Tardó más de dos horas en hacer un resumen bien fundamentado de los dos asesinatos. Había tratado de navegar en dos naves al mismo tiempo. De encontrar el punto de contacto de cuya existencia estaba convencido. Pasadas las once se deshizo del lápiz y se echó hacia atrás en la silla; había llegado a un punto en el que no podía ver más. Pero estaba seguro. El contacto estaba allí. Sólo que no lo habían encontrado aún.
Había también otra cosa.
Una y otra vez volvía sobre la observación que había hecho Ann-Britt Höglund. Hay algo ostentoso en la manera de hacer. Tanto en lo que se refería a la muerte de Holger Eriksson, ensartado en las estacas de bambú, como en la de Gösta Runfeldt, estrangulado y abandonado atado a un árbol.
«Veo algo», pensó. «Pero no consigo penetrar en ello».
Caviló acerca de qué podía ser. Pero no encontró respuesta. Era casi medianoche cuando apagó la lámpara de su despacho. Se quedó de pie en la oscuridad.
No era todavía más que un presentimiento, un vago temor en lo más profundo de su mente.
Pensaba que el asesino volvería a actuar. Le pareció haber captado esa única señal a lo largo de su repaso en el escritorio.
Había algo inacabado en todo lo sucedido hasta ese momento. No sabía lo que era.
Sin embargo, estaba seguro.