El miedo le atenazó como una garra.
Pero cuando le asaltó el pensamiento, ya era demasiado tarde. Svedberg había abierto la puerta. Wallander, durante el breve instante en que el miedo ocupó el lugar del tiempo, esperó la explosión. Pero todo lo que ocurrió fue que Svedberg palpó con una mano la pared murmurando que dónde estaría colocado el interruptor. Después, Wallander se avergonzó de haber tenido miedo. ¿Por qué iba a haber asegurado Runfeldt el local con una carga explosiva?
Svedberg encendió la luz. Entraron en la habitación y miraron alrededor. Como estaba bajo tierra, sólo había una estrecha fila de ventanas a lo largo y a ras de la calle. En lo primero que se fijó Wallander fue en que las ventanas tenían rejas de hierro, también por la parte de dentro. Eso no era normal y tenía que ser algo que el propio Gösta Runfeldt se había costeado.
La habitación estaba amueblada como una oficina. Había una mesa escritorio. A lo largo de las paredes, archivadores. En una mesita junto a una de las paredes, vieron una cafetera y unas tazas sobre un paño. En la habitación había teléfono, fax y copiadora.
—¿Empezamos o esperamos a Nyberg? —preguntó Svedberg.
Eso interrumpió los pensamientos de Wallander. Oyó la pregunta que le hacían, pero tardó en responder. Siguió tratando de entender lo que le decía la primera impresión. ¿Por qué había alquilado Gösta Runfeldt esa habitación y por qué tenía los recibos de pago separados del resto de su contabilidad? ¿Por qué Vanja Andersson no lo sabía? Y la cuestión más importante: ¿para qué usaba esa habitación?
—No hay ninguna cama —siguió hablando Svedberg—. Así que no debe de ser un nido de amor secreto.
—Ninguna mujer se pondría romántica aquí abajo —dijo Ann-Britt Höglund con escepticismo.
Wallander seguía sin contestar la pregunta de Svedberg. Lo más importante era, sin duda, por qué Gösta Runfeldt había mantenido en secreto esa oficina. Porque era una oficina. No cabía la menor duda. Wallander paseó la mirada por las paredes. Había otra puerta. Le hizo un gesto a Svedberg. Éste se acercó y tocó el picaporte. La puerta estaba abierta. Se asomó al interior.
—Tiene aspecto de ser un laboratorio fotográfico —señaló Svedberg—. Con todo lo necesario.
En el mismo instante Wallander empezaba a preguntarse si no habría, a pesar de todo, una explicación sencilla y lógica al hecho de que Runfeldt tuviera ese local. Hacía muchas fotografías. Eso había podido verlo en su casa. Tenía una gran colección de fotografías de orquídeas de todo el mundo. Raras veces había gente en las fotos, que eran con frecuencia en blanco y negro, aunque los colores de las orquídeas deberían haber atraído a un hombre como él.
Wallander y Ann-Britt Höglund se habían acercado y miraban por encima del hombro de Svedberg. Era, sí, un pequeño estudio de revelado. Wallander decidió no esperar a Nyberg. Ellos mismos registrarían la habitación.
Lo primero que miró fue si había alguna maleta. Pero no era así. Se sentó y empezó a hojear los papeles que estaban sobre la mesa escritorio. Svedberg y Ann-Britt Höglund se concentraron en los archivadores. Wallander recordó vagamente que alguna vez Rydberg, al principio, una de las muchas tardes que habían pasado en su terraza tomando un whisky, hizo la reflexión de que el trabajo de un policía y el de un contable se parecían. Ambos dedicaban una buena parte de su tiempo a mirar papeles. «Si eso es cierto», pensó, «lo que estoy haciendo ahora mismo es la revisión de un hombre muerto, en cuya contabilidad, como en una cuenta secreta, hay una oficina situada en la calle Harpegatan, en Ystad».
Wallander tiró de los cajones. En el superior había un pequeño ordenador portátil. La capacidad de Wallander para manejar aquellos instrumentos era bastante limitada. Tenía que pedir ayuda con frecuencia cuando se ponía a trabajar con el suyo en el despacho. Sabía que tanto Svedberg como Ann-Britt Höglund estaban acostumbrados a ellos y los veían como instrumentos de trabajo indiscutibles.
—Vamos a ver lo que se esconde aquí dentro —dijo poniendo el ordenador en la mesa.
Se levantó del asiento para que se sentase Ann-Britt Höglund. Había un enchufe en la pared, junto a la mesa escritorio. Ella abrió el ordenador y lo puso en marcha. Al cabo de un momento se iluminó la pantalla. Svedberg seguía buscando en uno de los archivadores. Ella comenzó a teclear.
—No hay código —murmuró—. Se abre.
Wallander se inclinó a mirar. Tan cerca, que sintió el aroma del discreto perfume que ella llevaba. Pensó en sus ojos. Ya no podía esperar más. Necesitaba gafas.
—Es un fichero —dijo ella—. De nombres de gente.
—Mira a ver si aparece Harald Berggren —dijo Wallander.
Ella le miró sorprendida.
—¿Tú crees?
—Yo no creo nada. Pero podemos probar.
Svedberg había dejado el archivador y estaba junto a Wallander. Ella buscó en el fichero. Luego negó con la cabeza.
—¿Y Holger Eriksson? —propuso Svedberg.
Wallander asintió. Ella buscó el nombre. Nada.
—Mira el fichero al azar —dijo Wallander.
—Tenemos uno que se llama Lennart Skoglund. ¿Probamos con él?
—¡Pero si es Nacka, coño! —exclamó Svedberg.
Le miraron sin comprender.
—Había un futbolista muy conocido que se llamaba Lennart Skoglund —dijo Svedberg—. Le llamaban Nacka. ¡Tenéis que haber oído hablar de él!
Wallander asintió. Era, en cambio, desconocido para Ann-Britt Höglund.
—Lennart Skoglund suena como un nombre corriente —dijo Wallander—. Vamos a ver.
Apareció un texto en la pantalla. Wallander entrecerró los ojos y logró leerlo, era muy breve: LENNART SKOGLUND. EMPEZADO EL 10 DE JUNIO DE 1994. TERMINADO EL 19 DE AGOSTO DE 1994. NINGUNA MEDIDA. ASUNTO CANCELADO.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Svedberg—. ¿Qué significa que el asunto está cancelado? ¿Qué asunto?
—Es casi como si lo hubiera escrito uno de nosotros —dijo ella.
En ese momento Wallander comprendió cuál podía ser la explicación. Pensó en el equipo técnico que Gösta Runfeldt había comprado a la empresa de venta por correo de Borås. En el laboratorio de fotografía. En la oficina secreta. Todo parecía inverosímil. Y, sin embargo, era perfectamente imaginable. Allí inclinados sobre el fichero y el pequeño ordenador, resultaba incluso probable.
Wallander enderezó la espalda.
—La cuestión es si Gösta Runfeldt no se ha interesado por otras cosas además de las orquídeas en su vida. Y también si no ha sido lo que se suele llamar un detective privado.
Había muchas objeciones posibles. Pero Wallander quería seguir la pista sin la menor dilación.
—Creo que estoy en lo cierto —siguió diciendo—. Ahora vosotros tenéis que tratar de demostrarme que estoy equivocado. Repasad todo lo que encontréis aquí. Mantened los ojos bien abiertos y no os olvidéis de Holger Eriksson. Quiero también que uno de vosotros hable con Vanja Andersson. Aún sin saber nada de esto, ha podido ver u oír cosas relacionadas con esta actividad. Yo voy a ir a la comisaría a hablar con los hijos de Gösta Runfeldt.
—¿Cómo hacemos con la conferencia de prensa a las seis y media? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Prometí acudir.
—Es mejor que te quedes aquí.
Svedberg le tendió las llaves de su coche a Wallander. Éste denegó con la cabeza.
—Voy a coger mi coche. Necesito moverme un poco.
Al salir a la calle, se arrepintió inmediatamente. Hacía mucho viento y era cada vez más frío. Wallander dudó un instante si empezar por ir a casa a buscar un jersey más abrigado. Pero lo dejó estar. Tenía prisa. Estaba, además, preocupado. Hacían nuevos descubrimientos. Pero no casaban. ¿Por qué había sido detective privado Gösta Runfeldt? Se apresuró a cruzar la ciudad y recogió su coche. Vio que el depósito de gasolina estaba vacío, la luz roja del testigo estaba encendida. Pero no se paró a poner gasolina. La preocupación le impacientaba.
Llegó al edificio de la policía poco antes de las cuatro y media. Ebba le dio un montón de notas de teléfono que se metió en el bolsillo de la chaqueta. Cuando llegó a su despacho empezó por buscar a Lisa Holgersson. Ella le confirmó que la conferencia de prensa iba a ser a las seis y media. Wallander prometió ocuparse de todo. Era algo que no le gustaba hacer. Se irritaba con demasiada facilidad por lo que él consideraba preguntas indiscretas y capciosas de los periodistas. En varias ocasiones habían llegado quejas de las más altas esferas policiales de Estocolmo por su falta de colaboración. En esos momentos, Wallander se daba cuenta de que era realmente un policía conocido fuera de su propio círculo de colegas y amigos. Para bien y para mal se había convertido en uno de los policías más conocidos del país.
Wallander le contó en pocas palabras el hallazgo del local de Gösta Runfeldt en el sótano de Harpegatan. Por el momento, se abstuvo de hablar de la sospecha de que Runfeldt hubiera dedicado una parte de su tiempo a hacer de detective privado. Wallander terminó la conversación y llamó a Hansson. La hija de Gösta Runfeldt estaba con él. Acordaron verse un momento en el pasillo.
—Le he dicho al hijo que podía irse —dijo Hansson—. Se aloja en el hotel Sekelgården.
Wallander sabía dónde estaba.
—¿Sacaste algo en limpio?
—Apenas. Digamos que confirmó la impresión de que Gösta Runfeldt tenía un apasionado interés por las orquídeas.
—¿Y la madre, la mujer de Runfeldt?
—Un trágico accidente. ¿Quieres los detalles?
—No ahora. ¿Qué dice la hija?
—Estaba a punto de empezar a hablar con ella. Llevó tiempo hablar con el hijo. Trato de hacerlo a fondo. Ah, el hijo vive en Arvika y la hija en Eskilstuna.
Wallander miró el reloj. Las cinco menos cuarto. Debía preparar la conferencia de prensa. Pero podía hablar unos minutos con la chica.
—¿Tienes algo en contra de que empiece yo a hacerle unas preguntas?
—¿Por qué iba a tener algo en contra?
—Es que no tengo tiempo de explicártelo ahora. Pero las preguntas te van a resultar raras.
Entraron en el despacho de Hansson. La mujer que estaba sentada en la silla de visitas era joven. Wallander le echó no más de veintitrés o veinticuatro años. Se parecía a su padre físicamente. Se levantó cuando él entró. Wallander sonrió y le estrechó la mano. Hansson se apoyó en el marco de la puerta mientras Wallander se sentaba en su silla. Notó que la silla parecía completamente nueva. Se preguntó cómo habría hecho Hansson para conseguir una silla nueva de oficina. La suya estaba muy vieja.
Hansson había anotado un nombre en un papel, Lena Lönnerwall. Wallander le consultó con la mirada a Hansson, que asintió. Luego se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo junto a la silla. Ella seguía todo el tiempo sus movimientos con la mirada.
—Tengo que empezar por decir que lamento lo ocurrido —dijo—. Te acompaño en el sentimiento.
—Gracias.
Wallander notó que estaba serena. Aliviado, tuvo la sensación de que no iba a echarse a llorar.
—Te llamas Lena Lönnerwall y vives en Eskilstuna —continuó Wallander—. Eres hija de Gösta Runfeldt.
—Sí.
—Todos los datos personales que, desgraciadamente, vamos a necesitar, te los tomará el inspector Hansson. Yo sólo tengo algunas preguntas. ¿Estás casada?
—Sí.
—¿En qué trabajas?
—Soy entrenadora de baloncesto.
Wallander meditó su respuesta.
—¿Significa eso que eres profesora de educación física?
—Significa que soy entrenadora de baloncesto.
Wallander asintió. Dejó para Hansson las preguntas de ese tipo. Pero era la primera vez que se encontraba con una entrenadora de baloncesto.
—¿Tu padre era vendedor de flores?
—Sí.
—¿Toda su vida?
—En su juventud anduvo embarcado. Cuando él y mamá se casaron se quedó en tierra.
—Si no me equivoco, tu madre se ahogó.
—Sí.
Hubo un brevísimo instante de duda, antes de responder, que no le pasó desapercibido a Wallander. Su atención se agudizó inmediatamente.
—¿Cuánto tiempo hace que ocurrió?
—Unos diez años. Yo tenía trece entonces.
Wallander notó que ella estaba tensa. Siguió con prudencia.
—¿Puedes contar un poco más detalladamente lo que sucedió? ¿Dónde ocurrió?
—¿Tiene eso verdaderamente algo que ver con mi padre?
—Una de las rutinas policiales básicas es hacer repliegues cronológicos —dijo Wallander intentando imponer respeto. Hansson le miraba asombrado desde su sitio junto a la puerta.
—No sé mucho —dijo ella.
«Mentira», pensó Wallander rápidamente. «Sabes, pero prefieres no hablar de ello».
—Cuenta lo que sepas.
—Fue un domingo, en invierno. Por alguna razón hicieron una excursión a Ålmhult para dar un paseo. Ella cayó en un agujero que había en el hielo. Papá trató de salvarla, pero no pudo.
Wallander estaba completamente inmóvil. Pensó en lo que ella había dicho. Algo había rozado la investigación que traían entre manos. Luego cayó en la cuenta de lo que era. No se trataba de Gösta Runfeldt sino de Holger Eriksson. Un hombre que cae en un agujero en la tierra y es atravesado por unas estacas. La madre de Lena Lönnerwall se cae en un agujero en el hielo. Todo el instinto policial de Wallander le decía que ahí existía una relación. Pero cuál era, en realidad, no podría decirlo. Y tampoco podría decir por qué la chica que estaba al otro lado de la mesa no quería hablar de la muerte de su propia madre.
Dejó de lado el accidente. Fue directo a la cuestión principal.
—Tu padre tenía una tienda de flores. Era, además, un apasionado de las orquídeas.
—Es lo primero que recuerdo de él. De cómo nos hablaba a mi hermano y a mí de flores.
—¿Por qué era un amante tan apasionado de las orquídeas?
Ella le miró con un asombro repentino.
—¿Por qué se apasiona uno? ¿Hay respuesta para eso?
Wallander movió la cabeza sin contestar.
—¿Sabías que tu padre era detective privado?
Hansson dio un respingo junto a la puerta. Wallander mantuvo la mirada fija en la mujer que tenía delante. Su sorpresa parecía convincente.
—¿Qué mi padre era detective privado?
—Sí. ¿Lo sabías?
—Eso no puede ser verdad.
—¿Por qué no?
—No lo entiendo. No sé siquiera en qué consiste eso de ser detective privado. ¿Los hay realmente en Suecia?
—Ésa es otra pregunta que uno puede hacerse —dijo Wallander—. Pero tu padre dedicaba tiempo a desempeñar actividades de detective privado, sin la menor duda.
—¿Cómo Ture Sventon? Ese es el único detective sueco que yo conozco.
—Dejemos los tebeos a un lado. Estoy hablando en serio.
—Y yo también. Nunca he oído hablar de que mi padre se dedicara a nada parecido. ¿Qué es lo que hacía?
—Es demasiado pronto para responder a esa pregunta.
Wallander ya estaba convencido de que ella no sabía a qué se había dedicado su padre en secreto. Existía naturalmente la posibilidad de que Wallander se equivocara por completo, que la premisa no fuera un hecho sino una equivocación. Pero en su fuero interno, en lo más hondo, sabía que no. El descubrimiento de la habitación secreta de Gösta Runfeldt no constituía un paso decisivo en la investigación del que pudieran ver inmediatamente todas las consecuencias. La habitación secreta de Harpegatan tal vez sólo iba a llevarles a otras habitaciones secretas. Pero Wallander tenía la sensación de que toda la investigación había sufrido una sacudida. Se había producido un seísmo apenas perceptible. Todo se había puesto en movimiento.
Se levantó de la silla.
—Esto es todo —dijo tendiéndole la mano—. Volveremos a vernos.
Ella le miró gravemente.
—¿Quién lo ha hecho? —preguntó.
—No lo sé —dijo Wallander—. Pero estoy seguro de que apresaremos a la persona o a las personas que mataron a tu padre.
Hansson le siguió hasta el pasillo.
—¿Detective privado? ¿Lo has dicho de broma?
—No —contestó Wallander—. Hemos encontrado una oficina secreta que pertenecía a Runfeldt. Ya hablaremos luego.
Hansson asintió.
—Ture Sventon no es una figura de tebeo —dijo luego—. Es de una colección de libros.
Pero Wallander ya se había ido. Fue a buscar una taza de café y se encerró en su despacho. Sonó el teléfono y descolgó el auricular sin contestar. Hubiera dado algo por escabullirse de la conferencia de prensa. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. Cogió el cuaderno con una mueca y apuntó lo más importante que podía declarar a la prensa.
Se reclinó en la silla y miró por la ventana. Fuera seguía haciendo viento.
«Si el asesino habla un idioma, trataremos de contestarle», pensó Wallander. «Si es que, como creo, ha querido mostrar a alguien lo que hace. Nosotros diremos que lo hemos visto, pero que no nos hemos dejado impresionar».
Hizo unas cuantas anotaciones más. Luego se levantó y fue al despacho de Lisa Holgersson. Le hizo un resumen de lo que había pensado. Ella escuchó con atención y asintió. Harían lo que él proponía.
La conferencia de prensa se daba en la sala de reuniones más grande que había en el edificio. Wallander tuvo la sensación de estar retrocediendo al verano y a la tumultuosa conferencia de prensa de la que terminó marchándose completamente fuera de sí. Reconocía muchas caras.
—Me alegro de que te encargues de esto —murmuró Lisa Holgersson.
—Las cosas son como son —contestó Wallander—. Alguien tiene que hacerlo.
—Yo me limito a abrir la sesión. Tú te ocupas del resto.
Subieron al podio en uno de los lados de la sala. Lisa Holgersson dio la bienvenida a todos y le cedió la palabra a Wallander, que notó que ya empezaba a sudar.
Hizo un minucioso repaso de los asesinatos de Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Ofreció una serie de detalles seleccionados y su propio punto de vista de que se trataba de dos de los crímenes más brutales con los que él y sus colegas habían tenido que vérselas. La única información importante que retuvo fue el descubrimiento de que Gösta Runfeldt, probablemente, había desarrollado una actividad secreta como detective privado. Tampoco dijo nada de que buscaban a un hombre que se llamaba Harald Berggren, que escribía diarios y que fue mercenario en una lejana guerra africana.
En cambio, dijo una cosa muy distinta, que había convenido con Lisa Holgersson.
Afirmó que la policía tenía pistas claras. No podía dar ningún detalle. Pero había pistas e indicios. La policía tenía una postura clara. No podía exponerse todavía. Por razones técnicas, decisivas, de la propia investigación.
La idea nació al sentir que la investigación acababa de sufrir una sacudida, un movimiento en su profundidad casi imposible de registrar, pero que, con todo, existía.
La idea que se le había ocurrido era muy sencilla.
Cuando se produce un terremoto, la gente huye. Se aleja apresuradamente del centro. El autor —o los autores— quería que todos vieran que los asesinatos eran sádicos y que estaban muy bien planificados. Ahora los investigadores confirmaban que lo habían visto. Pero podían también dar una respuesta más completa. Habían visto más de lo que quizás estaba previsto.
Wallander quería poner en movimiento al asesino. La presa en movimiento se podía distinguir mejor que si se mantenía quieta y escondida en su propia sombra.
Naturalmente, Wallander tenía claro que aquello podía dar un resultado completamente equivocado. El asesino que buscaban podía hacerse invisible. Sin embargo le pareció que valía la pena intentarlo. Además, había obtenido la aprobación de Lisa Holgersson para decir algo que no era del todo verdad.
Continuaban sin pistas. Todo lo que tenían eran unos conocimientos fragmentarios que no se sostenían juntos.
Cuando Wallander terminó de hablar, empezaron las preguntas. Para casi todas estaba preparado. Las había oído y contestado antes, y volvería a oírlas mientras fuera policía.
No fue hasta casi el final de la conferencia de prensa —Wallander había empezado ya a impacientarse y Lisa Holgersson le hizo un gesto de que iba siendo hora de terminar—, cuando todo tomó un rumbo distinto. El hombre que levantó la mano y se puso de pie había estado sentado en un rincón, en la última fila. Wallander no le vio y estaba a punto de dar por terminada la conferencia de prensa cuando Lisa Holgersson le hizo notar que había una pregunta más.
—Soy del periódico Anmärkaren —dijo el hombre—. Me gustaría hacerle una pregunta.
Wallander buscó en su memoria. Jamás había oído hablar de un periódico con ese nombre. Su impaciencia se acentuó.
—¿De qué periódico dices que eres? —preguntó.
—De Anmärkaren.
Empezó a notarse impaciencia en la sala.
—Tengo que reconocer que no he oído nunca hablar de ese periódico hasta ahora. ¿Qué pregunta querías hacer?
—Anmärkaren tiene una larga tradición —contestó el hombre, imperturbable, desde su rincón—. Hubo un periódico con ese nombre a principios del siglo diecinueve. Un periódico de crítica social. Pensamos sacar el primer número dentro de poco.
—Una pregunta, pues —dijo Wallander—. Cuando hayáis sacado el primer número contestaré dos preguntas.
Cierta hilaridad se extendió por la sala. Pero el hombre del rincón se mantuvo impasible. Olía a predicador. Wallander empezó a preguntarse si él aún inédito periódico Anmärkaren no sería religioso. «Criptorreligioso», pensó. «Los nuevos aires de espiritualidad han llegado a Ystad. Ya han conquistado Söderslätt, ahora falta Österlen».
—¿Qué opina la policía de Ystad de que los habitantes de Lödinge hayan decidido crear una milicia ciudadana? —preguntó el hombre del rincón.
Wallander no podía ver bien su cara.
—No he oído decir que los que viven en Lödinge hayan pensado cometer ninguna tontería colectiva —contestó Wallander.
—No sólo en Lödinge —continuó impertérrito el hombre—. Hay planes de iniciar un movimiento popular en todo el país. Una organización nacional para todas las milicias ciudadanas. Un cuerpo de policía popular que defienda a los ciudadanos. Que haga todo aquello de lo que la policía no se preocupa. O no es capaz de hacer. Uno de los puntos de partida sería esta zona de Ystad.
De pronto se hizo un silencio total en la sala.
—¿Y por qué se le hace ese honor a Ystad? —preguntó Wallander.
Seguía con la incertidumbre de tomar en serio o no al enviado de Anmärkaren.
—En el curso de unos pocos meses hemos tenido un gran número de brutales asesinatos. Hay que reconocer que la policía consiguió resolver lo ocurrido este verano. Pero ahora parece que empieza otra vez. La gente quiere vivir tranquila. No como un recuerdo en la conciencia de otros. La policía sueca se ha resignado ante la delincuencia que hoy surge de las cloacas. Por eso las milicias ciudadanas son la única posibilidad de solucionar los problemas de seguridad.
—Que la gente se tome la justicia por su mano no ha resuelto nunca ningún problema —dijo Wallander—. Por parte de la policía de Ystad sólo hay una respuesta. Una respuesta clara y unívoca. Nadie puede malinterpretarla. Toda iniciativa privada de organizar unas fuerzas de orden paralelas será recibida, por nuestra parte, como ilegal y tomaremos medidas contra ella.
—¿Debo interpretar eso como que tú estás en contra de una milicia ciudadana? —preguntó el hombre del rincón.
Wallander divisó ahora su pálido y delgado rostro. Lo archivó en su memoria.
—Sí —contestó—. Debes interpretarlo como que estamos en contra de cualquier intento de organizar una milicia ciudadana.
—¿No te preguntas lo que va a decir la gente de Lödinge?
—Tal vez —contestó Wallander—. Pero no me asusta la respuesta.
Después puso fin a la conferencia de prensa rápidamente.
—¿Tú crees que lo decía en serio? —preguntó Lisa Holgersson cuando se quedaron solos.
—Puede ser. Vamos a tener que estar atentos a lo que pase en Lödinge. Si la gente empieza a dar la cara y a exigir abiertamente una milicia, es que la situación ha cambiado. Y entonces podemos tener problemas.
Ya eran las siete. Wallander se separó de Lisa Holgersson y fue a su despacho. Se sentó en la silla. Necesitaba pensar. No podía recordar cuándo fue la última vez que había tenido tan poco tiempo para reflexionar y repasar una investigación criminal.
Sonó el teléfono y contestó inmediatamente: era Svedberg.
—¿Qué tal la conferencia de prensa? —preguntó.
—Un poco peor que de costumbre. ¿Qué tal vosotros?
—Creo que debes venir. Hemos encontrado una cámara cargada. Nyberg está aquí. Pensamos que hay que revelar el rollo.
—¿Podemos estar seguros de que llevaba una doble vida como detective privado?
—Creemos que sí. Pero además hay otra cosa.
Wallander esperaba la continuación con ansiedad.
—Creemos que el carrete tiene fotos de su último cliente.
«Del último cliente de su vida», pensó Wallander.
—Voy para allá —dijo.
Abandonó el edificio de la policía. Seguían las fuertes ráfagas de viento. Nubes en movimiento cubrían el cielo. Mientras iba hacia su coche, se preguntó si las aves migratorias podrían volar con tanto viento.
Camino de Harpegatan se detuvo para llenar el depósito de gasolina. Se sentía cansado y vacío. Se preguntó cuándo iba a tener tiempo de buscar una casa. Y de pensar en su padre. Se preguntó cuándo iba a llegar Baiba.
Miró su reloj. ¿Era el tiempo o era su vida lo que se iba? Estaba demasiado cansado para decidir qué era qué.
Luego puso el motor en marcha. El reloj marcaba las ocho menos veinticinco.
Poco después aparcó en Harpegatan y se dirigió al sótano.