Casi seis horas le llevó a Wallander leer el diario de Harald Berggren de cabo a rabo. Le habían interrumpido en varias ocasiones. El teléfono había sonado una y otra vez. Apenas pasadas las cuatro de la tarde, Ann-Britt Höglund pasó un momento. Pero Wallander trató todo el tiempo de abreviar las interrupciones. El diario era algo de lo más fascinante, pero también de lo más espantoso, que jamás había leído. Relataba unos años de la vida de una persona y para Wallander era como entrar en un mundo totalmente extraño. Pese a que Harald Berggren, quienquiera que fuese, no podía calificarse de maestro del idioma —muy al contrario, se expresaba a veces de forma muy sentimental o con una inseguridad que rozaba en ocasiones la impotencia—, el contenido, sus experiencias, tenían una fuerza más intensa que los, estilísticamente hablando, relamidos pasajes que narraba. Wallander intuía que el diario era importante para poder abrir una brecha y comprender qué le había pasado a Holger Eriksson. Pero al mismo tiempo había en su interior algo que le ponía en guardia constantemente. Podía tratarse también de un camino completamente equivocado, que les alejara de la solución. Wallander sabía que la mayor parte de las verdades eran tan esperadas como inesperadas, las dos cosas al mismo tiempo. Se trataba sólo de saber cómo interpretar las conexiones. Además, una investigación criminal jamás se parecía a otra, por lo menos no en el fondo, cuando se empezaba a traspasar en serio la corteza superficial de la semejanza.
El diario de Harald Berggren era un diario de guerra. Wallander pudo identificar a los otros dos hombres de la fotografía durante la lectura. Sin embargo, al terminar el diario no había logrado saber quién era quién. Pero Harald Berggren estaba flanqueado en la foto por un irlandés, Terry O’Banion, y por un francés, Simon Marchand. La foto la había hecho un hombre de nacionalidad desconocida, pero que se llamaba Raúl. Juntos habían participado durante más de un año en una guerra africana y habían sido todos ellos mercenarios. Al principio del diario, Harald Berggren cuenta que en algún lugar de Estocolmo había oído hablar de un café de Bruselas donde podía establecerse contacto con el tenebroso mundo de los mercenarios. Anota que lo ha oído ya el día de Año Nuevo de 1958. De lo que le lleva allí unos años más tarde, no escribe nada. Harald Berggren entra en su propio diario procedente de ninguna parte. No tiene pasado, no tiene padres, no tiene el menor antecedente. En el diario actúa en un escenario vacío. Lo único que se sabe es que tiene veintitrés años y está desesperado porque Hitler perdiera la guerra que había terminado quince años antes.
Wallander se detuvo en ese punto. Harald Berggren emplea exactamente esa palabra, «desesperado». Wallander leyó la frase varias veces. «La desesperada derrota a la que fue expuesto Hitler por sus generales traidores». Wallander intentaba comprender. Que Harald Berggren utilizase la palabra «desesperado» revelaba una cosa importante sobre él. ¿Expresaba con ello unas convicciones políticas, o estaba sobreexcitado y confuso? Wallander no podía encontrar pistas que le permitieran decidir de qué se trataba. Harald Berggren tampoco habla más de ello. En junio de 1960 deja Suecia en tren y se queda un día en Copenhague para ir a Tívoli, al parque de atracciones. Allí baila en la templada noche de verano con una joven llamada Irene. Escribe que la chica es mona «pero demasiado alta». Al día siguiente llega a Hamburgo. Al otro, el 12 de junio de 1960, se encuentra en Bruselas. Al cabo de, aproximadamente, un mes ha conseguido su objetivo, firmar un contrato como mercenario. Anota con orgullo que ahora cobra un sueldo y que va a ir a la guerra. A Wallander le parece que su estado de ánimo es el de alguien que está cerca de alcanzar el objetivo soñado. Todo esto lo ha escrito después en su diario, en una ocasión posterior, bajo una fecha mucho más tardía, el 20 de noviembre de 1960. En esta primera anotación del diario, que es también la más larga, hace un resumen de los hechos que le han llevado al lugar donde se encuentra ahora. Y ese lugar es África. Cuando Wallander leyó el nombre, Omerutu, se levantó y fue a buscar su viejo atlas escolar que estaba en el fondo de una caja en lo más profundo de un armario. Pero, por descontado, Omerutu no aparecía. Dejó no obstante el viejo atlas abierto sobre la mesa de la cocina mientras seguía leyendo el diario. Junto con Terry O’Banion y Simon Marchand, Harald Berggren forma parte de una unidad de combate constituida únicamente por mercenarios. Su jefe, de quien Harald Berggren habla muy poco a lo largo de todo el diario, es un canadiense al que nunca se le llama más que Sam. A Harald Berggren tampoco parece interesarle mucho de qué trata en realidad la guerra. El mismo Wallander tenía una idea muy vaga de la guerra que hubo en lo que entonces, y también en su viejo atlas, se conocía como el Congo Belga. Harald Berggren no parecía tener ninguna necesidad de justificar su presencia como soldado a sueldo. Se limita a escribir que lucha por la libertad. Pero la libertad ¿de quién? No se dice nunca. En varias ocasiones, entre ellas el 11 de diciembre de 1960 y el 19 de enero de 1961, escribe que no vacilará en usar su arma si cae en una situación de combate en la que pudiera haber soldados suecos de las Naciones Unidas frente a él. Harald Berggren también anota con minuciosidad las veces que recibe su sueldo. Hace unas cuentas minúsculas el último día de cada mes. Cuánto le han pagado, cuánto ha gastado y cuánto ha ahorrado. También anota con satisfacción cada trofeo de guerra del que logra apoderarse. En una parte especialmente desagradable del diario, en la que los mercenarios han llegado a una plantación abandonada y quemada, describe cómo los cadáveres medio putrefactos, rodeados de nubes de moscas negras, permanecen aún en el interior de la casa. El dueño de la plantación y su esposa, belgas los dos, yacen muertos en la cama. Les han cortado los brazos y las piernas. El hedor era horroroso. Pero a pesar de ello los mercenarios registran la casa y encuentran varios diamantes y alhajas que un joyero libanés valora posteriormente en más de veinte mil coronas. Harald Berggren escribe entonces que la guerra se justifica porque la ganancia es grande. En una reflexión personal que no tiene equivalente en otros lugares del diario, Harald Berggren se pregunta cómo hubiera podido él alcanzar el mismo bienestar si se hubiera quedado en Suecia ganándose la vida como mecánico de coches. La respuesta es negativa. Con una vida como ésa, nunca hubiera podido prosperar. Y sigue participando en su guerra con gran entusiasmo.
Aparte de la obsesión por ganar dinero y llevar las cuentas con exactitud, Harald Berggren es también muy minucioso cuando hace otro balance.
Harald Berggren mata a gente en su guerra africana. Anota el momento y el número. En los casos en que ello es posible, anota también si, después, ha tenido ocasión de acercarse a aquellos que ha matado.
Anota si es un hombre, una mujer o un niño. Comprueba también fríamente dónde han dado los tiros que ha disparado. Wallander leía esas partes, repetidas regularmente, con desagrado e ira crecientes. Harald Berggren no tiene nada que ver con esa guerra. Cobra un sueldo por matar. No está claro quién le paga. Y aquellos a quienes mata son raras veces soldados, raras veces hombres de uniforme. Los mercenarios hacen incursiones en diferentes pueblos que han sido considerados contrarios a la libertad por la que se supone que luchan. Asesinan y saquean y luego se retiran. Constituyen una patrulla de la muerte, todos son europeos y apenas si consideran a las personas que matan como seres iguales a ellos. Harald Berggren no disimula su desprecio hacia los negros. Escribe encantado que «corren como cabras aturdidas cuando nos acercamos. Pero las balas vuelan más rápidas que saltan y brincan los hombres». Ante esas líneas faltó poco para que Wallander estrellara el diario contra la pared. Pero se obligó a seguir leyendo después de hacer una pausa y bañar sus irritados ojos. Deseó más que nunca haber ido a un óptico que le pusiera las gafas que necesitaba. Wallander toma nota de que Harald Berggren, si no miente en su diario, mata un promedio de diez personas al mes. Después de siete meses de guerra, se pone enfermo y es trasladado en avión a un hospital de Leopoldville. Tiene disentería aguda y está al parecer muy enfermo durante varias semanas. Las anotaciones del diario se interrumpen entonces por completo. Pero cuando ingresa en el hospital ha matado ya a más de cincuenta personas en esta guerra que está haciendo en lugar de ser mecánico de automóviles en Suecia. Cuando se restablece, regresa a su compañía. Un mes más tarde están en Omerutu. Se ponen delante de una piedra que no es una piedra sino un termitero y el desconocido Raúl le fotografía a él, a Terry O’Banion y a Simon Marchand. Wallander se acercó a la ventana de la cocina con la foto. Él nunca había visto una hacina de termitas en la vida real. Pero se dio cuenta de que el diario hablaba justamente de esa fotografía. Retornó a la lectura. Tres semanas más tarde caen en una emboscada y Terry O’Banion resulta muerto. Se ven obligados a retroceder sin poder organizar la retirada. Huyen despavoridos. Wallander se esfuerza por rastrear el miedo en Harald Berggren. Está convencido de que lo hay. Pero Harald Berggren lo esconde. Escribe únicamente que entierran a los muertos en el campo y marcan las tumbas con sencillas cruces de madera. La guerra sigue su curso. En una ocasión, disparan a una manada de monos. En otra, recogen huevos de cocodrilo a la orilla de un río. Sus ahorros ya ascienden a casi treinta mil coronas.
Pero luego, en el verano de 1961, se acaba todo de repente. El final del diario llega por sorpresa. Wallander pensó que tuvo que ser así también para Harald Berggren. Debió de imaginarse que esta extraña guerra en la selva iba a durar toda la vida. En las últimas anotaciones describe cómo abandonan el país por la noche, precipitadamente, en un avión de transporte con las luces apagadas y con uno de los motores que empieza a fallar poco después de despegar de la pista que ellos mismos han abierto en pleno campo. El diario termina de repente, como si Harald Berggren se hubiera cansado o ya no tuviera nada que decir. Termina allí arriba en el avión de transporte, por la noche, y Wallander no pudo saber siquiera adónde se dirigía el avión. Harald Berggren vuela a través de la noche africana, el ruido de los motores se apaga y él deja de existir.
Eran ya las cinco de la tarde. Wallander estiró la espalda y salió al balcón. Una cortina de nubes se aproximaba desde el mar. Iba a llover otra vez. Pensó en lo que había leído. ¿Por qué estaba el diario en la caja fuerte de Holger Eriksson junto con una cabeza humana jibarizada? Si Harald Berggren todavía estaba vivo, tendría ahora cincuenta años largos. Wallander notó que hacía frío fuera, en el balcón. Entró y cerró la puerta. Luego se sentó en el sofá. Le dolían los ojos. ¿Para quién había escrito el diario Harald Berggren? ¿Para sí mismo o para otra persona?
También echaba en falta algo más.
Wallander todavía no había caído en qué podía ser. Un hombre joven escribe el diario de una guerra lejana en África. Muchas veces lo que cuenta es muy rico en detalles, aunque a la vez limitado. Pero hay algo que falta todo el tiempo. Algo que Wallander tampoco pudo leer entre líneas.
Sólo cuando Ann-Britt Höglund llamó a la puerta por segunda vez, cayó en la cuenta de lo que era. La vio en la entrada y supo de repente qué era lo que faltaba en lo que había escrito Harald Berggren. En el diario había entrado en un mundo dominado completamente por hombres. Las mujeres sobre las que escribe Harald Berggren están muertas o en fuga. Aparte de Irene, la del Tívoli en Copenhague. La que era mona, pero demasiado alta. Por lo demás, no menciona a ninguna mujer. Escribe acerca de permisos en diferentes ciudades de El Congo, de cómo ha bebido hasta emborracharse y empezar a pelearse. Pero no hay ninguna mujer. Sólo Irene.
Wallander no podía dejar de pensar que eso tenía que ser importante. Harald Berggren es un hombre joven cuando viaja a África. La guerra es una aventura. En el mundo de un hombre joven las mujeres entran como un componente importante de la aventura.
Empezó a darle vueltas. Pero, por el momento, se guardó los pensamientos para sí mismo.
Ann-Britt Höglund venía a contarle que había registrado el piso de Gösta Runfeldt junto con uno de los técnicos de Nyberg. El resultado era negativo. No habían encontrado nada que pudiera explicar por qué había comprado un equipo de escucha.
—El mundo de Gösta Runfeldt está hecho de orquídeas —señaló—. Da la impresión de ser un viudo amable y apasionado.
—Parece que su mujer se ahogó —repuso Wallander.
—Era muy guapa —comentó Ann-Britt Höglund—. He visto la foto de la boda.
—Tal vez deberíamos enterarnos de lo que pasó —sugirió Wallander—. Ver adónde nos lleva.
—Martinsson y Svedberg están tratando de entrar en contacto con sus hijos —continuó diciendo ella—. Pero la cuestión es si no hay que empezar a ver esto como una desaparición digna de ser tomada en serio.
Wallander ya había hablado por teléfono con Martinsson, que, a su vez, se había puesto en contacto con la hija de Gösta Runfeldt. Ella se manifestó del todo ajena a la idea de que su padre hubiera desaparecido voluntariamente. Se puso muy nerviosa. Sabía que iba a viajar a Nairobi y suponía que estaba allí.
Wallander estaba de acuerdo. A partir de ese momento, la desaparición de Gösta Runfeldt era un asunto importante para la policía.
—Hay demasiadas cosas que no casan —afirmó—. Svedberg llamaría cuando localizara a su hijo. Parece que estaba en una finca de Hälsingeland en la que no había teléfono.
Decidieron organizar una reunión con todo el equipo a primera hora de la tarde del domingo. Ann-Britt Höglund dijo que ella se encargaba de prepararla. Luego Wallander le contó el contenido del diario. Se tomó tiempo y trató de ser minucioso. Contárselo a ella era al mismo tiempo hacer un resumen para sí mismo.
—Harald Berggren —comenzó ella cuando él guardó silencio—. ¿Puede ser él?
—En cualquier caso, anteriormente, ha cometido crueldades en su vida, de forma regular y por dinero —repuso Wallander—. El libro es, desde luego, una lectura horrorosa. ¿Vive tal vez hoy con el miedo de que se conozca su contenido?
—Dicho de otro modo, tenemos que encontrarle. Lo primero de todo. La cuestión es únicamente por dónde empezamos a buscar.
Wallander asintió.
—El diario estaba en la caja fuerte de Eriksson. Por ahora, ésta es la pista más clara que tenemos. Aunque no hay que dejar de seguir buscando sin condicionamientos.
—Sabes que eso es imposible —objetó ella sorprendida—. Cuando encontramos una pista ya no se hace nada sin condicionamientos.
—Es más bien una advertencia —contestó él de forma evasiva—. Una advertencia de que, a pesar de todo, podemos equivocarnos.
Ella estaba a punto de irse cuando sonó el teléfono. Era Svedberg, que había encontrado al hijo de Gösta Runfeldt.
—Sufrió una gran conmoción —dijo Svedberg—. Quería coger inmediatamente un avión para venir.
—¿Cuándo tuvo contacto por última vez con su padre?
—Unos días antes de que se fuera a Nairobi. O de que hubiera debido irse, habría que decir tal vez. Todo fue normal. Según el hijo, el padre disfrutaba mucho cuando estaba a punto de irse de viaje.
Wallander asintió:
—Está bien.
Luego le pasó el auricular a Ann-Britt Höglund, que le informó de la hora de la reunión al día siguiente. Cuando ya había colgado el auricular, Wallander se acordó de que tenía un papel de Svedberg con anotaciones sobre una mujer que se había comportado de manera rara en la Maternidad de Ystad.
Ann-Britt Höglund se fue apresuradamente a casa, con sus hijos. Cuando Wallander se quedó solo, llamó a su padre. Acordaron verse el domingo por la mañana a primera hora. Las fotografías que había hecho el padre de Wallander con su vieja cámara ya estaban reveladas.
Wallander dedicó el resto de la tarde del sábado a hacer un resumen del asesinato de Holger Eriksson. Al mismo tiempo, fue repasando la desaparición de Gösta Runfeldt. Se sentía inquieto y desazonado y le resultaba difícil concentrarse.
La sensación de que no hacían más que moverse en los aledaños de algo muy serio era cada vez más fuerte.
La desazón no le dejaba en paz.
A las nueve de la noche estaba tan cansado que ya no tenía fuerzas para pensar. Apartó el cuaderno y telefoneó a Linda. Las señales se perdieron en el vacío. No estaba en casa. Se puso una chaqueta gruesa y se fue andando al centro de la ciudad. Cenó en un restaurante chino. Por una vez, estaba lleno de gente. Se acordó de que era sábado por la noche. Se permitió el lujo de tomar vino y enseguida le dio dolor de cabeza. Cuando volvió a casa había empezado a llover de nuevo.
Por la noche soñó con el diario de Harald Berggren. Estaba en una oscuridad muy grande, hacía mucho calor y en algún lugar de la compacta oscuridad, Harald Berggren le apuntaba con un arma.
Se despertó pronto.
Había dejado de llover. El cielo estaba otra vez despejado.
A las siete y cuarto se sentó en el coche y se dirigió a Löderup a ver a su padre. A la luz matinal, los contornos del paisaje eran afilados y nítidos. Wallander pensó que trataría de convencer a su padre y a Gertrud de que fueran con él a la playa. El frío sería pronto tan intenso que ya no se podría ir.
Pensó con malestar en el sueño que había tenido. Mientras conducía, recordó también que en la reunión de la tarde tenían que empezar a hacer un plan para ver en qué orden necesitaban obtener res puesta a diferentes cuestiones. Localizar a Harald Berggren era importante. Sobre todo si se veía que estaban siguiendo una pista que no llevaba a ninguna parte.
Cuando torció para entrar en el patio de la casa de su padre, le vio en las escaleras para recibirle. No se habían visto desde el final del viaje a Roma. Fueron a la cocina, donde Gertrud sirvió el desayuno. Juntos miraron las fotografías que había hecho el padre. Muchas estaban desenfocadas. En algunos casos, el motivo quedaba fuera. Pero como su padre estaba contento y orgulloso, Wallander no hizo más que elogiarlas.
Pero una foto se diferenciaba de las otras. La hizo un camarero la última noche que pasaron en Roma. Acababan de terminar de cenar. Wallander y su padre se han acercado. La botella de vino, a medio beber, está sobre el blanco mantel. Ambos sonríen directamente a la cámara.
Durante una fracción de segundo, la descolorida foto del diario de Harald Berggren centelleó en la cabeza de Wallander. Pero la rechazó. En ese momento, lo que quería era ver a su padre y verse a sí mismo. Comprendió que la fotografía fijaba de una vez por todas su descubrimiento durante el viaje.
Se parecían físicamente. Incluso eran muy parecidos.
—Me gustaría tener una copia de esta foto —dijo Wallander.
—Ya la he hecho —contestó su padre complacido, dándole un sobre con la fotografía.
Cuando acabaron de desayunar fueron al estudio de su padre. Estaba terminando de pintar un paisaje con un urogallo. Lo último que pintaba siempre era el pájaro.
—¿Cuántos cuadros has pintado en tu vida? —preguntó Wallander.
—Eso lo preguntas siempre que vienes —contestó el padre—. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Qué objeto? Lo principal es que hayan salido iguales. Todos.
Wallander había comprendido tiempo atrás que sólo existía una explicación posible al hecho de que su padre pintase continuamente el mismo motivo. Era su manera de conjurar todo lo que cambiaba a su alrededor. En los cuadros, él dominaba incluso el curso del sol. Allí estaba, inmóvil, fijo, siempre a la misma altura sobre las colinas del bosque.
—Fue un bonito viaje —comentó Wallander contemplando a su padre, que estaba mezclando pinturas.
—Ya te dije que iba a serlo. Sin él, te hubieras muerto sin ver la Capilla Sixtina.
Wallander sopesó fugazmente la conveniencia de preguntarle a su padre por el paseo solitario que dio una de las últimas noches. Pero lo dejó estar. Era un secreto suyo y no le importaba a nadie más que a él mismo.
Luego propuso ir hasta el mar. Para su sorpresa, su padre dijo inmediatamente que sí. Pero cuando se lo dijeron a Gertrud, ella prefirió quedarse en casa. Un poco pasadas las diez se sentaron en el coche de Wallander y bajaron hasta Sandhammaren. Apenas hacía viento. Pasearon por la playa. Su padre le agarró del brazo al pasar por el final del acantilado.
Luego el mar se extendió ante ellos. La playa estaba casi vacía. A lo lejos se veía a unas personas jugando con un perro. Eso era todo.
—Es hermoso —dijo su padre.
Wallander le contempló a hurtadillas. Era como si, en el fondo, el viaje a Roma le hubiera cambiado el humor. A lo mejor se demostraba que también tenía un efecto benéfico sobre la insidiosa enfermedad que, según habían comprobado los médicos, sufría su padre. Pero también se daba cuenta de que él nunca comprendería del todo lo que el viaje había significado para su padre. Aquél fue el viaje de su vida y a Wallander se le había concedido la gracia de acompañarle.
Roma había sido su Meca.
Dieron un lento paseo a lo largo de la playa. Wallander pensó que ahora tal vez fuera posible empezar a hablar con él de tiempos pasados. Pero no había ninguna prisa.
De pronto, su padre se detuvo al dar un paso.
—¿Qué sucede? —preguntó Wallander.
—Me he sentido mal estos últimos días —contestó—. Pero se me pasa pronto.
—¿Quieres que regresemos?
—Te digo que se me pasa pronto.
Wallander observó que su padre estaba a punto de recaer en su antigua mala costumbre de contestar de mal humor a sus preguntas. Por eso no dijo nada más.
Siguieron paseando. Una bandada de aves migratorias pasó sobre sus cabezas en dirección oeste. Al cabo de más de dos horas en la playa, a su padre le pareció que ya tenían bastante. Wallander, que se había olvidado del tiempo, se dio cuenta de que tenía que darse prisa para no llegar tarde a la reunión de su equipo.
Cuando dejó a su padre en Löderup, emprendió el regreso a Ystad con una sensación de alivio. Aunque su padre no pudiera librarse de su traidora enfermedad, no cabía la menor duda de que el viaje a Roma había significado mucho para él. ¿Lograrían restablecer al fin el contacto perdido aquella vez, muchos años atrás, cuando Wallander decidió hacerse policía? Su padre nunca aprobó la profesión elegida. Pero tampoco había conseguido explicar qué era lo que tenía en contra. Camino de regreso, Wallander pensaba que tal vez ahora podría al fin obtener respuesta a esa pregunta sobre la que había elucubrado demasiado tiempo.
A las dos y media cerraron las puertas de la sala de reuniones. También había acudido Lisa Holgersson. Al verla, Wallander se acordó de que todavía no había llamado a Per Åkeson. Para no olvidarlo de nuevo, se lo apuntó en el cuaderno.
Luego informó del hallazgo de la cabeza reducida y el diario de Harald Berggren. Cuando terminó hubo unanimidad acerca de que aquello parecía verdaderamente una pista. Después de repartir las diferentes tareas, Wallander pasó a hablar de Gösta Runfeldt.
—A partir de ahora tenemos que partir de la base de que a Gösta Runfeldt le ha ocurrido algo. No podemos descartar ni un accidente ni un crimen. Naturalmente, cabe siempre la posibilidad de que sea, a pesar de todo, una desaparición voluntaria. Creo en cambio que podemos descartar que exista una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Aunque hay que atenerse a lo mismo. Puede haberla. Pero no parece muy verosímil. No hay nada que apunte a ello.
Wallander quería terminar la reunión cuanto antes. Era domingo. Sabía que todos sus colaboradores ponían todas sus fuerzas para llevar a cabo lo que tenían que hacer. Pero sabía también que a veces la mejor manera de trabajar era tomarse un descanso. Las horas pasadas con su padre por la mañana le habían renovado las fuerzas. Cuando abandonó el edificio de la policía, poco después de las cuatro, se sentía más descansado que los últimos días. La inquietud que llevaba dentro también se había atenuado un poco.
Si lograban encontrar a Harald Berggren probablemente encontrarían también la solución. El asesinato era demasiado calculado para no tener un autor muy especial.
Harald Berggren podía ser justamente ese autor.
Camino de su calle, Mariagatan, Wallander se detuvo a comprar en una tienda que abría los domingos. No pudo resistir el impulso de alquilar un vídeo. Era una película clásica, Quai des brúmes. La había visto en un cine de Malmö con Mona, de recién casados. Pero sólo conservaba un vago recuerdo del argumento.
Estaba en mitad de la película cuando llamó Linda. Al oír que era ella, le dijo que colgara, que la llamaba él. Paró la película y se sentó en la cocina. Luego hablaron casi media hora. Linda no dijo ni una palabra de que tenía mala conciencia por no haberle llamado antes. Tampoco él dijo nada sobre ello. Sabía que eran muy parecidos. Los dos podían ser despistados, pero también sabían concentrarse si tenían una tarea por delante. Ella le contó que todo iba bien, que trabajaba de camarera en un restaurante de Kungsholmen y que iba a clases de teatro. Él no le preguntó cómo le iba en ellas. Tenía la sensación de que ella misma abrigaba serias dudas en cuanto a su talento.
Poco antes de terminar de hablar, él le contó la mañana pasada en la playa.
—Parece que habéis pasado un buen día —dijo ella.
—Pues sí —contestó Wallander—. Tengo la impresión de que algo ha cambiado.
Al terminar la conversación, Wallander salió al balcón. Seguía sin hacer apenas viento. Pocas veces ocurría eso en Escania.
Por un instante desapareció la inquietud. Ahora se echaría a dormir y al día siguiente se pondría a trabajar de nuevo.
Cuando apagó la luz de la cocina se fijó en el diario.
Wallander se preguntó dónde estaría Harald Berggren en ese momento.