6

A la caída de la noche del jueves 29 de septiembre, los policías habían levantado una protección contra la lluvia encima del foso en el que colgaba el cadáver de Holger Eriksson, atravesado por nueve estacas de bambú. El barro ensangrentado que había en el fondo de la zanja se subió a paladas. El macabro trabajo y la persistente lluvia hacían del lugar del crimen uno de los más lúgubres y repugnantes que Wallander y sus colegas hubieran visto jamás. El barro se adhería y se quedaba pegado a sus botas, tropezaban con cables eléctricos que serpenteaban por el barro y la intensa luz de los reflectores que se habían colocado reforzaba la impresión de irrealidad y malestar. Para entonces también habían localizado a Sven Tyrén, que identificó al hombre que colgaba de las estacas. Era Holger Eriksson, de ello no cabía la menor duda. La búsqueda del desaparecido había terminado antes de empezar. Tyrén estuvo notablemente sereno, como si en realidad no fuera consciente de lo que tenía delante de sus ojos. Luego anduvo moviéndose sin parar durante varias horas por fuera de los acordonamientos, sin decir una palabra, hasta que Wallander se dio cuenta de pronto de que había desaparecido.

Wallander se había sentido como una rata cautiva y empapada de agua allí abajo en el foso. Había visto en sus colaboradores más próximos que sólo a base de esforzarse al máximo soportaban lo que estaban haciendo. Tanto Svedberg como Hansson habían tenido que dejar el foso en diferentes ocasiones a causa de un malestar súbito. Pero Ann-Britt Höglund, a quien él hubiera querido mandar a casa ya a primeras horas de la tarde, parecía sorprendentemente indiferente a lo que se traía entre manos. Lisa Holgersson acudió en cuanto Wallander encontró el cuerpo. Había organizado el difícil lugar del crimen de modo que la gente no resbalara y cayera sin necesidad. En una ocasión, un joven aspirante a policía tropezó en el barro y cayó al foso. Se hirió en una mano con una de las estacas y el médico, que estaba tratando de ver cómo subir el cadáver, tuvo que ocuparse de la cura. Wallander vio casualmente cómo resbalaba el aspirante y se dio cuenta, en un relámpago, cómo había tenido lugar la caída y la muerte de Holger Eriksson. Casi lo primero que él había hecho, junto con Nyberg, que era el técnico, fue estudiar las gruesas tablas. Sven Tyrén había confirmado que estaban puestas a modo de pasarela sobre el foso. Fue el propio Holger Eriksson quien las puso allí. En una ocasión, Tyrén le había acompañado a la torre del montículo. Wallander se dio cuenta de que Holger Eriksson era un apasionado observador de pájaros. Aquella no era una torre de caza sino de observación. Los prismáticos de la funda vacía los encontraron colgando del cuello de Holger Eriksson. Sven Nyberg no tardó muchos minutos en comprobar que los tablones habían sido serrados hasta que su capacidad de aguante se había vuelto casi inexistente. Wallander, después de esa información, salió del foso y se alejó para poder pensar, intentando ver el desarrollo de los hechos. Pero no había podido. Sólo cuando Nyberg hubo comprobado que los prismáticos estaban provistos del aparato que permitía ver en la oscuridad, empezó Wallander a barruntar cómo había ocurrido todo. Al mismo tiempo le costaba aceptar su propia composición de lugar. Si estaba en lo cierto, tenían ante si un lugar del crimen preparado y planeado con una perfección tan espeluznante y brutal que casi parecía inverosímil.

Bien entrada la noche empezaron la labor de extraer el cuerpo de Holger Eriksson del foso. Junto con el médico y Lisa Holgersson, se habían visto obligados a decidir entre arrancar las estacas, serrarlas o elegir la casi insoportable opción de desclavar el cuerpo.

Eligieran esto último, por consejo de Wallander. Él y sus colaboradores necesitaban ver el lugar del crimen tal y como era antes de que Holger Eriksson pisase los tablones y se precipitase hacia su muerte. Wallander se sintió obligado a participar en esta desagradable fase final en la que desclavaron y, posteriormente, trasladaron el cuerpo de Holger Eriksson. Era más de medianoche cuando terminaron, la lluvia había amainado sin dar señales de querer cesar, y lo único que se oía era el generador eléctrico y el ruido de pies enfundados en botas, chapoteando en el barro.

Luego se produjo un instante de inactividad. No pasaba nada. Alguien apareció con café. Caras cansadas brillaban fantasmagóricas en la intensa luz blanca. Wallander pensó que tenía que sobreponerse y dar una visión de conjunto de la situación. ¿Qué había ocurrido, en realidad? ¿Cómo iban a continuar? Ahora todos estaban agotados y ya era muy tarde. Se sentían afectados, empapados de agua y hambrientos. Martinsson tenía un teléfono pegado a la oreja. Wallander se preguntó distraídamente si estaría hablando con su mujer, siempre tan inquieta. Pero cuando terminó la conversación y se guardó el teléfono en el bolsillo, les informó de que un meteorólogo de guardia había asegurado que la lluvia cesaría durante la noche. Wallander decidió que lo mejor que podían hacer ahora era esperar al amanecer. Aún no habían empezado a perseguir a un posible asesino, buscaban todavía unos cuantos puntos de partida en los que pudieran concentrarse. Las patrullas con perros que habían acudido al lugar para empezar la búsqueda de Holger Eriksson no habían encontrado ningún rastro. En una ocasión, durante la noche, Wallander y Nyberg subieron a la torre, pero no pudieron ver ni encontrar nada que les hiciera avanzar. Como Lisa Holgersson estaba allí todavía, Wallander se dirigió a ella.

—Ahora mismo no hacemos nada —dijo—. Yo propongo que nos reunamos aquí de nuevo al amanecer. Lo mejor que podemos hacer es descansar.

Nadie tuvo nada que objetar. Todos querían irse de allí. Todos, excepto Sven Nyberg. Wallander sabía que él se quedaría. Seguiría con su trabajo durante la noche y estaría allí cuando ellos volviesen. Cuando ya los otros empezaban a moverse hacia los coches que estaban en el patio, Wallander se quedó rezagado.

—¿Qué piensas? —preguntó.

—No pienso nada —contestó Sven Nyberg—. Nada, salvo que nunca en mi vida he visto cosa parecida.

Wallander asintió en silencio. Tampoco él había visto nada semejante.

Se quedaron mirando el foso. El plástico estaba levantado.

—¿Qué es, en realidad, lo que estamos viendo? —preguntó Wallander.

—Una copia de una trampa asiática para animales salvajes —contestó Nyberg—. También se usa en las guerras.

Wallander asintió.

—En Suecia no hay un bambú así de fuerte —siguió Nyberg—. Lo importamos como cañas de pescar o como material de decoración.

—Además, aquí en Escania no hay animales salvajes —dijo Wallander pensativo—. Y tampoco hay guerra. ¿Qué es entonces esto que estamos viendo ahora mismo?

—Algo que está fuera de lugar aquí —respondió Nyberg—. Algo que no se corresponde. Y que me da miedo.

Wallander le miró con atención. Eran raras las veces que Nyberg hablaba tanto. Que además expresara desagrado y miedo era completamente insólito.

—No trabajes hasta muy tarde —dijo a modo de despedida.

Nyberg no contestó.

Wallander saltó por encima del acordonamiento, saludó con un gesto a los policías que vigilarían el lugar del crimen durante la noche y siguió hacia la finca. En mitad del sendero estaba Lisa Holgersson, que se había detenido para esperarle. Tenía una linterna en la mano.

—Tenemos periodistas allá arriba —dijo—. ¿Qué podemos decirles?

—No mucho —contestó Wallander.

—Ni siquiera podemos darles el nombre de Holger Eriksson —replicó ella.

Wallander reflexionó antes de contestar.

—Creo que sí podemos —dijo luego—. Me hago responsable de que ese conductor del camión cisterna sabe verdaderamente lo que dice. Que Holger Eriksson no tenía familiar alguno. Si no tenemos a nadie a quien darle la noticia de la muerte, igual nos da revelar su nombre. Hasta puede ayudarnos.

Siguieron andando. A lo lejos, detrás de ellos, brillaban los reflectores fantasmalmente.

—¿Podemos decir algo más? —preguntó ella.

—Que se trata de un asesinato —contestó Wallander—. Eso, por lo menos, sí que lo podemos establecer con toda seguridad. Pero no tenemos motivo, ni pista alguna del asesino.

—¿Te has hecho alguna composición de lugar?

Wallander notó lo cansado que estaba. Cada idea, cada palabra que tenía que pronunciar le costaba un esfuerzo casi insuperable.

—No he visto nada más que lo que has visto tú —dijo—. Pero todo está perfectamente planeado. Holger Eriksson ha caído directo en una trampa que le ha atrapado. Eso hace que se puedan sacar por lo menos tres conclusiones sin mayor dificultad.

Volvieron a detenerse. Ahora la lluvia había amainado bastante.

—En primer lugar, podemos partir de la base de que quien hizo esto conocía a Holger Eriksson y algunas de sus costumbres —empezó Wallander—. En segundo lugar, el autor estaba verdaderamente decidido a matarle.

Wallander hizo ademán de echar a andar de nuevo.

—¿Dijiste que sabíamos tres cosas?

Wallander contempló su cara pálida a la luz de la linterna. Se preguntó vagamente cómo sería su propio aspecto. ¿Se le habría disuelto con la lluvia nocturna el color tostado del viaje a Italia?

—El criminal no quería únicamente quitarle la vida a Holger Eriksson —dijo—. También quería hacerle daño. Holger Eriksson puede haber estado colgado de esas estacas bastante tiempo antes de morir. Nadie podía oírle. Sólo las cornejas. Tal vez los médicos puedan decirnos más adelante cuánto tiempo duró su tormento.

Lisa Holgersson hizo muecas de malestar.

—¿Quién es capaz de hacer algo así? —preguntó mientras seguía andando.

—No lo sé —contestó Wallander—. Lo único que sé es que tengo náuseas.

Cuando llegaron al borde del sembrado encontraron a dos periodistas muertos de frío y a un fotógrafo esperándoles. Wallander saludó con la cabeza. Los conocía a todos de otras veces. Miró a Lisa Holgersson, que movió la cabeza negativamente. Wallander contó lo más concisamente posible lo que había ocurrido. Cuando quisieron hacer preguntas levantó la mano en señal de rechazo. Los periodistas desaparecieron.

—Tienes buena fama como policía criminal —dijo Lisa Holgersson—. Me di cuenta este verano de tu capacidad. No hay un solo distrito policial en Suecia que no quisiera contarte entre los suyos.

Se habían detenido junto al coche de ella. Wallander se dio cuenta de que lo decía en serio. Pero estaba demasiado cansado como para darse por aludido.

—Dispón todo esto como mejor te parezca —siguió ella—. Di cómo quieres organizarlo, que ya me ocuparé yo de que se haga así.

Wallander asintió.

—Veremos dentro de unas horas. Ahora lo que necesitamos es dormir, tanto tú como yo.

Cuando Wallander llegó a su casa en la calle de Mariagatan, eran casi las dos. Se preparó unos bocadillos y se los comió en la mesa de la cocina. Luego se tumbó encima de la cama, en el dormitorio. Puso el despertador para que sonase justo después de las cinco.

A las siete, en el gris amanecer, ya estaban reunidos. El meteorólogo acertó. Había dejado de llover. Pero había vuelto a hacer viento y más frío. Los policías que se quedaron por la noche tuvieron que improvisar, junto con Nyberg, puntos de sujeción para que no se volara el plástico que cubría el lugar del crimen. Cuando luego dejó de llover de repente, a Nyberg le dio un ataque de furor contra los caprichosos dioses del tiempo. Como no parecía muy probable que volviera enseguida la lluvia, habían vuelto a quitar la cubierta de plástico. Eso hizo que Nyberg y los otros técnicos estuvieran ahora trabajando en el fondo del foso, completamente desprotegidos bajo el cortante viento.

En el coche, camino de la finca de Eriksson, Wallander había tratado de pensar cómo organizar la investigación. No sabían nada de Holger Eriksson. El hecho de que fuera rico podía, claro está, constituir un posible motivo. Pero Wallander lo dudaba ya desde el primer momento. Las afiladas estacas del foso hablaban otro idioma. No era capaz, de descifrarlo, no sabía adónde apuntaba, pero sentía ya la inquietud de que iban a vérselas con algo que no estaban preparados para comprender.

Como de costumbre cuando se sentía inseguro, sus pensamientos le llevaron a Rydberg, el viejo policía que en tiempos había sido su maestro y sin cuyos conocimientos sospechaba que él no habría sido más que un investigador mediocre. Pronto haría cuatro años que Rydberg había muerto de un cáncer. Wallander se estremeció al advertir lo rápido que había pasado el tiempo. Luego se preguntó qué es lo que hubiera hecho Rydberg. «Paciencia», pensó. «Rydberg hubiera ido derecho al grano de su Sermón de la Montaña. Me hubiera dicho que ahora, más que nunca, hay que atenerse a la ley de la paciencia».

Instalaron un cuartel general provisional para seguir la investigación en la casa de Eriksson. Wallander trató de formular las principales tareas y de que se distribuyeran de la forma más eficaz posible.

A esa temprana hora de la mañana, cuando todos estaban cansados y ojerosos, Wallander intentó la misión imposible de hacer un resumen.

En realidad sólo tenía una cosa que decir: no tenían nada a lo que agarrarse.

—Sabemos muy poco —empezó—. Sven Tyrén, el chófer de un camión cisterna, denuncia algo que piensa que puede ser una desaparición. Eso fue el martes. Sobre la base de lo que dijo Sven Tyrén y pensando en la fecha del poema, podemos deducir que el asesinato se produjo en algún momento después de las diez de la noche, el miércoles de la semana pasada. No podemos decir exactamente cuándo, pero, en todo caso, no ha sido antes. Tendremos que esperar a ver lo que dice el examen forense.

Wallander hizo una pausa. Nadie tenía preguntas. Svedberg se sonó la nariz. Tenía los ojos brillantes. Wallander pensó que debía de tener fiebre y, por tanto, quedarse en casa en la cama. Al mismo tiempo, tanto Svedberg como él sabían que ahora se necesitaban todas las fuerzas que hubiera disponibles.

—De Holger Eriksson no sabemos muchas cosas —siguió Wallander—. Un ex comerciante de coches. Rico, soltero, sin hijos. Era una especie de poeta local y además, por lo visto, tenía interés por los pájaros.

—Tal vez sepamos algo más, sin embargo —interrumpió Hansson—. Holger Eriksson era una persona conocida. Por lo menos aquí en la comarca y sobre todo, hace diez o veinte años. Podría decirse que tenía fama de ser un chalán de coches. Mano dura. No soportaba a los sindicatos. Ganó dinero a espuertas. Involucrado en pleitos de impuestos y sospechoso de toda una serie de irregularidades. Pero nunca fue condenado, si no recuerdo mal.

—Quieres decir, en otras palabras, que podía tener enemigos —dijo Wallander.

—De eso podemos estar bastante seguros. Pero con eso no quiero decir que estuvieran dispuestos a cometer un asesinato. Sobre todo no de la manera en que ha ocurrido.

Wallander decidió esperar antes de empezar a hablar de las puntiagudas estacas y los tablones serrados. Quería hacer las cosas con orden. Sobre todo, para tener ordenados todos los detalles en su propia y fatigada cabeza. También eso era algo que Rydberg le había recordado con frecuencia. Una investigación criminal es una especie de construcción. Todo hay que hacerlo en el orden adecuado para que funcione.

—Trazar un mapa de Holger Eriksson y de su vida es lo primero que hay que hacer —dijo Wallander—. Pero antes de repartirnos el trabajo, quiero tratar de dar una idea de cómo pienso yo que han sucedido las cosas.

Estaban sentados en torno a la gran mesa redonda de la cocina. A lo lejos, podían ver por las ventanas el acordonamiento y el plástico blanco que revoloteaba con el viento. Nyberg parecía un espantapájaros, vestido de amarillo, en el barro, agitando los brazos. Wallander podía oír en su interior la voz cansada e irritada de Nyberg. Pero sabía que era hábil y minucioso. Si movía los brazos, tenía razones para hacerlo.

Wallander notó que su atención se agudizaba por momentos. Le había pasado muchas veces. Justo en ese instante el equipo de investigación empezó a rastrear.

—Creo que lo que ha pasado es lo siguiente —comenzó Wallander, hablando despacio y eligiendo las palabras con cuidado—. En algún momento después de las diez de la noche del miércoles o quizás a primera hora del jueves, Holger Eriksson sale de su casa. Deja la puerta abierta porque tiene la intención de volver pronto. Además, no se aleja de sus propiedades. Lleva unos prismáticos. Nyberg ha comprobado que están provistos de mira nocturna. Baja por el sendero hacia el foso en el que ha colocado una pasarela. Seguramente iba camino de la torre que se alza en el pequeño montículo al otro lado de la zanja. A Holger Eriksson le interesan los pájaros. Precisamente ahora, en septiembre y octubre, las aves migratorias se van hacia el sur. No sé muy bien cómo ni en qué orden se van. Pero he oído que la mayoría, y tal vez las bandadas más grandes, salen y emprenden el vuelo por las noches. Eso puede explicar los prismáticos nocturnos y la hora. Si es que todo eso no ha ocurrido por la mañana. Pasa por la pasarela, que se hunde, pues los tablones han sido serrados casi por completo con antelación. Cae directamente en el foso, de bruces, y queda clavado en las estacas. Ahí muere. Si ha gritado pidiendo ayuda, nadie le ha oído. La casa está, como ya habéis visto, muy aislada. No sin motivo el nombre de la finca es El Retiro.

Sirvió café de uno de los termos de la policía antes de continuar.

—Yo creo que ha sucedido así —dijo—. Eso supone bastantes más preguntas que respuestas. Pero es por aquí por donde hay que empezar. Tenemos entre manos un asesinato muy bien planeado. Brutal y espantoso. No tenemos un móvil claro, ni siquiera posible, y tampoco una pista clara que seguir.

Se hizo una pausa. Wallander dejó vagar la mirada en torno a la mesa. Por último fue Ann-Britt Höglund quien rompió el silencio.

—Hay otra cosa importante. Quien ha hecho esto no ha tenido ningún interés en ocultar el crimen.

Wallander asintió. Había pensado llegar precisamente a ese punto.

—Creo que existe la posibilidad de que sea aún más que eso —dijo—. Si nos fijamos en la brutal trampa, se puede interpretar como una pura ostentación de atrocidad.

—¿Nos ha tocado otro loco que buscar? —preguntó Svedberg.

Todos los que estaban sentados en torno a la mesa sabían lo que quería decir. El verano aún estaba cerca.

—No podemos descartar ese riesgo —dijo Wallander—. En realidad no podemos descartar absolutamente nada.

—Parece un cepo para osos —dijo Hansson—. O algo por el estilo como sale en alguna vieja película de guerra en Asia. La combinación es extraña. Un cepo para osos y un observador de pájaros.

—O comerciante de coches —terció Martinsson.

—O poeta —dijo Ann-Britt Höglund—. Tenemos donde escoger.

Eran ya las siete y media. La reunión había terminado. Por el momento seguirían utilizando la cocina de Holger Eriksson cuando tuvieran necesidad de reunirse. Svedberg cogió el coche y se fue para hablar con calma con Sven Tyrén y la chica de la empresa de gasóleo que había tomado el encargo de Holger Eriksson. Ann-Britt Höglund se ocuparía de que todos los vecinos de la zona fuesen avisados e interrogados. Wallander se acordó del correo en el buzón y le pidió que hablase también con el cartero. Hansson, con ayuda de alguno de los técnicos de Nyberg, registraría la casa, mientras Lisa Holgersson y Martinsson organizarían juntos el resto de las tareas.

La rueda de la búsqueda había empezado a girar.

Wallander se puso la chaqueta y fue, luchando contra el viento, hacia el foso en el que se batía el plástico. Nubes desgarradas se perseguían por el cielo. Caminaba encogido a causa del viento. De repente oyó el ruido característico de los ánsares en vuelo. Se paró y miró al cielo. Tardó un poco en descubrir a los pájaros. Era una pequeña bandada que volaba muy alto, por debajo de las nubes, en dirección sudoeste. Supuso que, al igual que todas las demás aves migratorias de Escania, dejarían el país por el istmo de Falsterbo.

Wallander se quedó pensativo contemplando a los pájaros. Pensó en el poema que había en la mesa. Luego siguió andando, y se dio cuenta de que su inquietud iba en aumento todo el tiempo.

Había algo en toda aquella acción brutal que le sobrecogía. Podía ser una erupción de odio ciego o de locura. Pero también podía haber cálculo y frialdad detrás del asesinato. No sabía decir qué le inspiraba más miedo.

Nyberg y sus técnicos habían empezado a extraer del barro las ensangrentadas estacas cuando Wallander llegó al foso. Cada estaca era envuelta en un pedazo de plástico y llevada a un coche que estaba esperando. Nyberg tenía manchas de barro en la cara y se movía con brusquedad y pesadamente en el fondo del foso.

Wallander pensó que estaba viendo el fondo de una tumba.

—¿Qué tal va eso? —preguntó fingiendo animación.

Nyberg masculló algo inaudible como respuesta. Wallander resolvió que lo más oportuno de momento era ahorrarse todas las preguntas. Nyberg era susceptible y tenía mal genio y siempre estaba dispuesto a reñir con cualquiera. La opinión general de la policía de Ystad era que Nyberg no dudaría un segundo en gritarle al mismísimo jefe nacional si encontraba la menor razón para ello.

Los policías habían construido un puente provisional sobre el foso. Wallander fue hacia el montículo que había al otro lado. Las ráfagas de viento le tiraban de la chaqueta. Contempló la torre, que tenía una altura de unos tres metros. La habían construido con el mismo tipo de maderas que Holger Eriksson había usado para su pasarela. Habían colocado una escalera de tijera en el exterior de la torre. Wallander subió por ella. La plataforma no tendría mucho más de un metro cuadrado. El viento le azotaba la cara. A pesar de que sólo estaba a unos tres metros por encima del montículo, el paisaje cambiaba completamente. Vislumbró a Nyberg en el foso. A lo lejos vio la finca de Eriksson. Se puso en cuclillas y empezó a examinar la plataforma. De pronto se arrepintió de haber subido a la torre antes de que Nyberg hubiera terminado con su examen pericial y bajó rápidamente. Luego trató de colocarse al abrigo de la torre. Se sintió muy cansado. Algo le escocía, además, en su interior. Intentó darle nombre a la sensación. ¿Desaliento? Poco había durado la alegría. El viaje a Italia. La decisión de hacerse con una casa, tal vez también con un perro. Y Baiba, que iba a venir.

Pero hay un viejo atravesado por estacas en un foso y el mundo vuelve a escaparse bajo sus pies.

Se preguntó cuánto tiempo iba a aguantar.

Hizo un esfuerzo para apartar sus sombríos pensamientos. Tenían que encontrar cuanto antes al autor de esta macabra trampa mortal para Holger Eriksson. Wallander bajó del montículo deslizándose con cuidado. A distancia pudo ver a Martinsson acercándose por el sendero. Como siempre, con prisas. Wallander fue a su encuentro. Seguía sintiendo aún que andaba a tientas y vacilante. ¿Cómo afrontar la investigación? Buscaba un punto de arranque. Pero le parecía que no lo encontraba.

Luego se fijó en la cara de Martinsson y vio que había pasado algo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Tienes que telefonear a una tal Vanja Andersson.

Wallander tuvo que rebuscar en la memoria para acordarse. La floristería de la calle Västra Vallgatan.

—Eso tendrá que esperar —dijo sorprendido—. ¿Cómo coño vamos a tener tiempo ahora?

—No estoy tan seguro de ello —dijo Martinsson, que parecía casi molesto por tener que llevarle la contraria.

—¿Por qué no?

—Parece que el dueño de la floristería esa nunca llegó a ir a Nairobi. Gösta Runfeldt.

Wallander seguía sin comprender qué decía Martinsson.

—Se ve que ella llamó a la agencia de viajes para saber el momento preciso en que iba a regresar. Y entonces se enteró.

—¿De qué se enteró?

—De que Gösta Runfeldt no se había presentado en el aeropuerto de Kastrup. De que no había ido a África. A pesar de tener el billete.

Wallander miraba fijamente a Martinsson.

—Así que eso significa que hay otra persona que parece que ha desaparecido —concluyó Martinsson vacilante.

Wallander no contestó.

Eran las nueve de la mañana del viernes 30 de septiembre.