La noche en que salieron para llevar a cabo su misión sagrada reinaba una gran tranquilidad.
El que se llamaba Farid y era el más joven de los cuatro hombres pensó después que ni siquiera los perros habían hecho el menor ruido. Habían estado envueltos por la tibia noche y el viento que llegaba acariciante en débiles ráfagas desde el desierto era casi imperceptible. Luego esperaron la caída de la noche. El coche que les había llevado por el largo camino desde Argel hasta el lugar de encuentro en Dar Aziza era viejo y tenía mala suspensión. Dos veces tuvieron que interrumpir el viaje. La primera vez, para arreglar un pinchazo en la rueda trasera de la izquierda. Para entonces no habían hecho ni siquiera la mitad del camino. Farid, que nunca antes había salido de la capital, se había sentado a la sombra de un bloque de piedra junto a la carretera y contemplaba asombrado los notables cambios del paisaje. El neumático, cuya cubierta de goma estaba reventada y gastada, se había roto enseguida, casi al norte de Bou Saada. Llevó mucho tiempo soltar las oxidadas tuercas y montar la rueda de recambio. Farid había comprendido por la conversación en voz baja de los otros que iban a retrasarse y que por eso no iban a tener tiempo de parar a comer. Luego el viaje continuó. Justo a las afueras de El Qued el motor se paró. Tardaron más de una hora en localizar la avería y en repararla pasablemente. Su líder, un hombre pálido de unos treinta años, con barba oscura y unos ojos brillantes que sólo los que viven la vocación del Profeta pueden tener, apremiaba con encolerizados chillidos al chofer, que sudaba sobre el recalentado motor. Farid no sabía su nombre. Por razones de seguridad no sabía quién era ni de dónde había venido.
Tampoco sabía cómo se llamaban los otros dos hombres. Sólo sabía su propio nombre.
Luego continuaron, la oscuridad ya había caído sobre ellos y sólo tenían agua para beber, nada para comer.
Cuando por fin llegaron a El Qued la noche era, pues, muy serena.
Se detuvieron en alguna parte dentro del laberinto de calles cerca de un mercado. En cuanto se bajaron, el coche desapareció. Después, desde algún lugar se desprendió de las sombras un quinto hombre y les guió hacia otro sitio.
Fue precisamente entonces, mientras se apresuraban en la oscuridad a lo largo de calles desconocidas, cuando Farid empezó a pensar en serio en lo que pronto iba a suceder.
Con la mano podía tocar el cuchillo de filo ligeramente curvo que llevaba en una funda en las profundidades de uno de los bolsillos del caftán.
Había sido su hermano, Rachid ben Mehidi, el que primero habló con él de los extranjeros. Durante las noches tibias habían estado sentados en el tejado de la casa de su padre mirando las resplandecientes luces de Argel. Farid ya sabía entonces que Rachid ben Mehidi estaba profundamente comprometido con la lucha para convertir a su país en un estado islámico que no obedeciera a otras leyes que las prescritas por el Profeta. Todas las noches hablaba con Farid de la importancia de expulsar del país a los extranjeros. Farid se había sentido halagado de que su hermano dedicara tiempo a discutir de política con él. A pesar de que al principio no comprendía todo lo que decía. Fue sólo más tarde cuando se dio cuenta de que Rachid tenía otra razón muy diferente para dedicarle tanto tiempo. Quería que el propio Farid participase en la expulsión de los extranjeros.
Esto había ocurrido hacía más de un año. Y ahora, cuando Farid iba con los otros hombres vestidos de negro por las estrechas y oscuras callejuelas en las que el cálido aire nocturno parecía completamente inmóvil, iba camino de cumplir el deseo de Rachid. Los extranjeros iban a ser expulsados. Pero no serían escoltados hasta los puertos o los aeropuertos. Serían asesinados. Los que aún no habían venido al país preferirían así quedarse donde estaban.
«Tu misión es sagrada», había repetido constantemente Rachid. «El Profeta estará contento. Tu porvenir será muy brillante cuando hayamos transformado este país según sus deseos».
Farid palpó el cuchillo en el bolsillo. Se lo había entregado Rachid la noche anterior, cuando se despidieron en el tejado. Tenía una hermosa empuñadura de marfil.
Se detuvieron al llegar a las afueras de la ciudad. Las calles se abrían a una plaza. El cielo estrellado sobre sus cabezas era muy claro. Estaban en las sombras junto a una casa de ladrillo con las persianas bajadas delante de las tiendas. Al otro lado de la calle había un gran chalet de piedra tras una alta verja de hierro. El hombre que les había llevado hasta allí desapareció sin ruido entre las sombras. Volvían a ser sólo cuatro. Todo estaba muy tranquilo. Farid no había experimentado nunca nada igual. En Argel no había nunca tanto silencio. Durante los diecinueve años de su vida nunca se había encontrado en un silencio tan denso como entonces.
Ni siquiera los perros, pensó. Ni siquiera los perros que están aquí en la oscuridad, puedo oír.
Había luz en algunas ventanas del chalet de enfrente. Un autobús con los focos rotos y vacilantes pasó traqueteando por la calle. Después volvió a quedarse todo en silencio.
Una de las luces de las ventanas se apagó. Farid trató de calcular el tiempo. Quizás habían estado esperando una media hora. Tenía mucha hambre puesto que no había comido nada desde muy temprano por la mañana. El agua de las dos botellas también se había acabado. Pero no quería pedir más. El hombre que les dirigía se pondría furioso. Iban a realizar una misión sagrada y se le ocurría pedir agua.
Se apagó otra luz. Poco después, la última. La casa de enfrente estaba ahora a oscuras. Siguieron esperando. Luego, el líder hizo un gesto y cruzaron la calle corriendo. Junto a la verja había un viejo guarda sentado durmiendo. Tenía una porra de madera en la mano. El jefe le dio una patada. Cuando el guarda se despertó, Farid vio cómo el jefe le ponía un cuchillo en la cara y le susurraba algo al oído. Aunque la luz de la calle era escasa, Farid pudo ver el miedo en los ojos del viejo guarda. Luego se levantó y se fue de allí cojeando con las piernas agarrotadas. La verja crujió débilmente cuando la abrieron y se deslizaron en el jardín. Olía intensamente a jazmín y a alguna especia que Farid reconocía; pero cuyo nombre no recordaba. Todo seguía muy tranquilo. En un letrero que estaba junto a la alta puerta de la casa había un texto: ORDEN DE LAS HERMANAS CRISTIANAS. Farid trató de pensar qué podía significar. En ese preciso instante sintió una mano en su hombro. Dio un respingo. Era el jefe quien le tocaba. Por primera vez habló, en voz baja, para que ni siquiera el viento nocturno pudiera oír lo que se dijera.
—Somos cuatro —dijo—. Dentro de la casa hay también cuatro personas. Duermen, una en cada habitación. Están a ambos lados de un pasillo. Son viejas y no opondrán resistencia.
Farid miró a los dos hombres que estaban a su lado. Eran unos años mayores que él. De pronto Farid tuvo la seguridad de que ya habían participado en acciones anteriores. El único nuevo era él. Sin embargo no sintió la menor inquietud. Rachid le había prometido que, lo que hacía, lo hacía por el Profeta.
El jefe le miró como si hubiera leído sus pensamientos.
—En esa casa viven cuatro mujeres —dijo a continuación—. Todas son extranjeras que se han negado a abandonar voluntariamente nuestro país. Por eso han elegido la muerte. Además, son cristianas.
«Voy a matar a una mujer», pensó Farid rápidamente. Rachid no le había dicho nada de eso.
De ello sólo podía haber una explicación.
No importaba. Daba igual.
Luego, entraron en la casa. La puerta de acceso tenía una cerradura que se abrió fácilmente con la hoja de un cuchillo. Allí dentro, en lo oscuro, donde hacía mucho calor porque el aire estaba en completa quietud, encendieron linternas y subieron con sigilo la amplia escalera que recorría la casa. En el pasillo del piso superior, colgaba del techo una única bombilla. Todo seguía en absoluto silencio. Ante ellos había cuatro puertas cerradas. Ya habían sacado los cuchillos. El jefe señaló las puertas e hizo un gesto con la cabeza. Farid sabía que ahora no podía dudar. Rachid había dicho que todo tenía que suceder muy deprisa. Debía evitar mirar a los ojos. Debía mirar solamente la garganta y luego cortar, con dureza y decisión.
Después tampoco pudo recordar mucho de lo que había pasado. La mujer que yacía en la cama, con una sábana blanca por encima, tal vez tenía el cabello gris. La había visto borrosamente porque la luz que entraba de la calle era muy pálida. Se había despertado en el mismo instante en que él levantó la sábana. Pero no tuvo tiempo de gritar ni de entender lo que pasaba antes de que él, de un solo tajo, le cortara el cuello y diera rápidamente un paso atrás para que la sangre no le salpicara. Luego se dio la vuelta y regresó al pasillo. Todo había ocurrido en menos de medio minuto. En alguna parte de su interior habían sonado los segundos. Estaban a punto de abandonar el pasillo cuando uno de los hombres dijo algo en voz baja. Durante un instante el jefe se quedó petrificado como si no supiese qué hacer.
Había otra mujer en una de las habitaciones. Una quinta mujer.
No tenía que haber estado allí. Era forastera. Tal vez estaba sólo de visita.
Pero era también extranjera. El hombre que la había descubierto lo había comprobado.
El jefe entró en la habitación. Tras él, Farid vio que la mujer se había encogido en la cama. Su miedo le produjo malestar. En la otra cama yacía una mujer muerta. La blanca sábana estaba empapada en sangre.
El jefe sacó su cuchillo del bolsillo y le cortó el cuello también a la quinta mujer.
A continuación abandonaron la casa tan subrepticiamente como habían llegado. El coche les esperaba en la oscuridad. Al amanecer ya habían dejado muy atrás El Qued y a las cinco mujeres muertas.
Era el mes de mayo de 1993.
La carta llegó a Ystad el 19 de agosto.
Como el sello de correos era de Argelia y por tanto tenía que ser de su madre, la mujer no la abrió inmediatamente. Quería estar tranquila para leerla. Por el abultado sobre podía deducir que era una carta de muchos folios. Tampoco había tenido noticias de su madre desde hacía más de tres meses. Seguramente ahora tenía muchas cosas que contar. Dejó la carta en la mesa del cuarto de estar para leerla por la noche. En su interior albergaba una vaga pregunta. ¿Por qué habría escrito su madre esta vez el nombre y la dirección a máquina? Pero pensó que la respuesta estaría seguramente en la carta. Sólo a eso de medianoche abrió la puerta de la terraza y se acomodó en la hamaca, que apenas cabía entre todas sus macetas. Era una hermosa y cálida noche de agosto. Tal vez una de las últimas de aquel año. El otoño ya estaba ahí, invisible, al acecho. Abrió el sobre y empezó a leer.
Sólo después, cuando hubo leído la carta hasta el final y la había apartado de sí, se echó a llorar.
Dedujo también entonces que la carta tenía que haberla escrito una mujer. No fue sólo la hermosa letra lo que la convenció. Fue también algo en la elección de las palabras, en cómo la mujer desconocida, vacilante y cautelosa, trataba de contar de la manera más considerada posible todo el horror sucedido.
Pero no había nada considerado. Allí se reflejaba únicamente lo sucedido. Nada más.
La mujer que había escrito la carta se llamaba Françoise Bertrand y era policía. Sin que apareciera con toda claridad, podía deducirse que trabajaba como investigadora en la brigada central de homicidios de Argelia. Así es como había entrado en contacto con los sucesos que ocurrieron una noche de mayo en la ciudad de El Qued, al suroeste de Argel.
En apariencia, el asunto era claro, inteligible y totalmente horroroso. Unos desconocidos habían asesinado a cuatro monjas de nacionalidad francesa. Pertenecían con seguridad a los fundamentalistas que habían decidido expulsar del país a todos los ciudadanos extranjeros. El estado se debilitaría para luego destruirse a sí mismo. En el vacío que surgiera, se establecería un estado fundamentalista. Las cuatro monjas habían sido degolladas, no se había encontrado ningún rastro de los asesinos, sólo sangre, por todas partes sangre densa y coagulada.
Pero allí se encontraba también esa quinta mujer, una turista sueca que había renovado varias veces su permiso de estancia en el país y que, por casualidad, había hecho una visita a las monjas la noche en que los desconocidos se presentaron con sus cuchillos. En el pasaporte de su bolso pudieron ver que se llamaba Anna Ander, que tenía sesenta y seis años y que se encontraba legalmente en el país con visado de turista. También un billete de avión con la vuelta sin cerrar. Como ya era bastante grave lo de las cuatro monjas asesinadas, y como Anna Ander parecía viajar sola, los policías decidieron, tras presiones políticas, no darse por enterados de esta quinta mujer. Sencillamente, no estaba allí durante la noche fatal. Su cama había estado vacía. En lugar de ello la hicieron morir en un accidente de coche y la enterraron luego, sin nombre y como desconocida, en una tumba anónima. Todas sus pertenencias se hicieron desaparecer, destruyeron todas sus huellas. Y aquí es cuando entró en escena Françoise Bertrand. «Una mañana a primera hora mi jefe me llamó», escribía en su larga carta, «para decirme que fuera inmediatamente a El Qued». La mujer ya había sido enterrada. La misión de Françoise Bertrand era hacer desaparecer los últimos restos de posibles huellas y destruir después su pasaporte y sus otras pertenencias.
Anna Ander no habría llegado ni estado jamás en Argelia. Habría dejado de existir como un asunto argelino, borrada de todos los registros. Fue entonces cuando Françoise Bertrand encontró un bolso que los descuidados policías no habían descubierto. Debió de haberse quedado detrás de un armario. O tal vez encima del alto armario y se había caído, ella no lo sabía con exactitud. Pero allí había cartas que Anna Ander había escrito, o por lo menos empezado, y estaban dirigidas a su hija, que vivía en una ciudad llamada Ystad, en la lejana Suecia. Françoise pedía disculpas por haber leído esos papeles privados. Se había valido de un artista sueco alcoholizado que ella conocía en Argel y él se las tradujo, sin sospechar de qué se trataba en realidad. Ella escribió las traducciones de las cartas y, al final, se fue clarificando una imagen. Para entonces ya había sufrido muchos remordimientos de conciencia por lo sucedido con esta quinta mujer. No sólo porque había sido brutalmente asesinada en Argelia, el país que tanto amaba Françoise y que tan herido y lacerado estaba por contradicciones internas. Había tratado de explicar lo que pasaba en su país y también había contado cosas de sí misma. Su padre había nacido en Francia pero había ido a Argelia de niño con sus padres. Allí había crecido, allí se había casado después con una argelina y Françoise, que era la hija mayor, había tenido durante mucho tiempo la sensación de estar con un pie en Francia y otro en Argelia. Pero ahora ya no tenía dudas. Su patria era Argelia. Y por eso sufría tanto con las contradicciones que desgarraban en pedazos al país. También se debía a eso que no quisiera contribuir más en ofenderse a sí misma y a su país haciendo desaparecer a esta mujer, escondiendo la verdad en un accidente de automóvil imaginario y no asumiendo siquiera la responsabilidad de que Anna Ander había estado realmente en su país. Françoise Bertrand había empezado a sufrir insomnio, escribía. Por fin se había decidido a escribir a la hija desconocida de la mujer muerta contándole la verdad. Se impuso la obligación de reprimir la lealtad que sentía hacia el cuerpo de policía. Pedía que su nombre no fuera revelado. «Es la verdad lo que escribo», decía al final de la larga carta. «Tal vez haga mal en contarlo que ha ocurrido. Pero ¿podía hacer otra cosa? Encontré un bolso con cartas que una mujer había escrito a su hija. Lo que cuento ahora es cómo han llegado a mis manos para enviarlas a mi vez a su destino».
En su envío, Françoise Bertrand adjuntaba las cartas inacabadas.
Allí estaba también el pasaporte de Anna Ander.
Pero su hija no había leído las cartas. Las puso sobre el piso de la terraza y lloró largo rato. Al amanecer se levantó y fue a la cocina. Permaneció inmóvil mucho rato, sentada a la mesa de la cocina. Tenía la cabeza completamente vacía. Pero luego empezó a pensar. Todo le pareció de pronto muy fácil. Se dio cuenta de que todos aquellos años los había pasado dando vueltas y esperando. Antes no lo había comprendido. Ni qué esperaba ni a qué. Ahora lo sabía. Tenía una misión y ya no había por qué esperar para llevarla a cabo. Era el momento. Su madre se había ido. Una puerta se había abierto de par en par.
Se levantó y fue a buscar la caja con los trozos de papel recortados y el gran cuaderno de bitácora que estaba en un cajón debajo de la cama de su habitación. Extendió los pedazos de papel en la mesa delante de sí. Sabía que eran exactamente cuarenta y tres pedazos. En uno de ellos había una cruz negra. Luego empezó a desdoblar los trozos uno por uno.
La cruz estaba en el trozo número veintisiete. Abrió el cuaderno de bitácora y siguió las líneas con nombres hasta que llegó a la columna número veintisiete. Contempló el nombre que ella misma había escrito allí y vio cómo aparecía lentamente un rostro.
Luego cerró el libro y volvió a poner los trozos de papel en la caja.
Su madre había muerto.
Ya no había dentro de ella ninguna duda. Tampoco la posibilidad de echarse atrás.
Se daría a sí misma un año. Para elaborar el dolor, para hacer todos los preparativos. Pero no más.
Volvió a salir al balcón. Fumó un cigarrillo contemplando la ciudad que ya había despertado. La lluvia se estaba acercando desde el mar.
Poco después de las siete se acostó.
Era la mañana del 20 de agosto de 1993.