Fezzik persiguió al loco montaña arriba, el loco que llevaba la cosa más preciosa, para Fezzik, que había en este mundo, a la niña misma, al bebé de Buttercup.
«Perseguir» tal vez no era la palabra adecuada. «Tambalearse tras él» quizá lo describía con mayor exactitud. Fuera como fuese, no eran buenas noticias, porque Fezzik, por mucho que se esforzara, se iba quedando cada vez más rezagado. Había dos causas: una era su tamaño. Había cuatrocientos cincuenta metros cuesta arriba, la pendiente era empinada y a Fezzik le resultaba terriblemente difícil encontrar lugares en los que poder apoyar los pies con seguridad. Sus pies enormes y patosos palpaban aquí y allá, buscando donde apoyarse, pero eso le llevaba demasiado tiempo.
Y el loco usaba ese tiempo a su favor, aumentando su ventaja, mirando atrás de vez en cuando con su cara pelada, para comprobar lo lejos que Fezzik se había quedado. Hasta para Fezzik resultaba claro su plan: llegar a la cima, cruzar el altiplano corriendo, seguir por el extremo más lejano y dejar a Fezzik desamparado, intentando todavía completar la ascensión.
La segunda razón por la cual Fezzik no salía adelante era ésta: el miedo. O, para ser más concretos, los miedos. Por el hecho de ser el más grande y el más fuerte, nadie se daba cuenta de que también tenía sentimientos. Por el mero hecho de poder arrancar árboles enteros, la gente no quería saber que los bichitos que habitaban entre las raíces le aterrorizaban, la gente no se creía que su madre tenía que mantener las velas encendidas toda la noche cuando él era (comparativamente hablando) pequeño. Por supuesto, la idea de hablar en público era algo que ni siquiera se planteaba. Pero Fezzik hubiera preferido pasarse el resto de su vida haciendo discursos que enfrentarse a lo que ahora le contemplaba. La posibilidad de
C
A
E
R
S
E
Con nada más que rocas para triturar su cuerpo al final.
Cierto, había escalado los Acantilados de la Locura, pero aquello era distinto. Entonces contaba con una cuerda a la que aferrarse y que le indicaba en qué dirección tenía que avanzar, y contaba con Vizzini insultándole, lo cual siempre hacía que el tiempo transcurriera más agradablemente.
Sólo si el loco hubiera llevado otro tipo de equipaje, Fezzik se habría detenido y habría vuelto a rastras a un lugar seguro. Aunque el equipaje fuera toda la plata de Persia, o una píldora que te tomas una sola vez y dejas de ser un gigante.
Entonces hubiera sido fácil detener la persecución.
Pero se trataba de Waverly, su bendición, y aunque sabía en el fondo de su gran corazón que iba a perder la carrera, aunque sabía que de algún modo acabaría resbalando, Fezzik seguía tambaleándose tras el loco.
Levantó la vista. La niña estaba envuelta en la manta en la que había sido secuestrada… ¿y cuánto tiempo hacía de aquello? Fezzik prefirió no acordarse, porque el secuestro había sido culpa suya. De algún modo, él lo había permitido; había sucedido mientras él vigilaba. Fezzik parpadeó para ahuyentar sus lágrimas de remordimiento. El cuerpo de la niña estaba quieto. Probablemente el loco le hubiera dado alguna poción. Para que resultara más fácil de llevar.
Más arriba, el loco se detuvo, empujó, pateó…
… y rocas enormes empezaron a caer hacia él.
Fezzik hizo todo lo que pudo para apartarse a un lado, pero era demasiado lento. Las rocas le rozaron los pies, desequilibrándolos, y ahora él, Fezzik el Turco, se balanceaba en el vacío, sujeto sólo por la fuerza de unos cuantos dedos.
El loco gritó de alegría, luego siguió trepando, dobló la esquina de una montaña y desapareció de su vista.
Fezzik colgaba en el vacío. Tenía tanto miedo.
El viento empujaba su cuerpo.
Empezaba a sentir calambres en la mano izquierda, de modo que Fezzik la soltó y busco más arriba otro lugar al que agarrarse.
Permaneció allí, pensando, y lo que pensaba no era el terrible miedo que tenía, sino que había conseguido subir un metro entero, usando sólo las manos. ¿Podía volverlo a hacer? Tocó un metro más arriba y encontró otro asidero. «Eso es muy interesante —se dijo—. De hecho he subido sin utilizar los pies. Y he ido más rápido que antes, sin usar los pies».
Hummm.
Y de pronto se dio cuenta de que estaba avanzando. Con el solo uso de sus manos para avanzar, agarrarse, luego otra vez, avanzar, agarrarse, y eso sin usar las cuatro patas, sólo las dos de arriba…
… y avanzaba rápido.
Ahora Fezzik volaba por la montaña. En algún lugar de la otra ladera estaba el loco, probablemente sin apresurarse, confiado en que Fezzik ya no le seguía.
Fezzik aumentó su velocidad, hacia la cima, luego hasta el altiplano, cruzándolo con enormes zancadas, y cuando el loco llegó con el bebé, él estaba esperándolo.
—Me gustaría que me dieras a la niña —dijo Fezzik, con voz tranquila.
—Claro que te gustaría.
El loco no tenía boca. La voz le salía de algún lugar de dentro de su cara pelada. Seguía sujetando el cuerpo de Waverly.
Fezzik avanzó un paso hacia él.
—Puedo exhalar fuego —dijo el loco.
Fezzik sabía que era cierto. Pero no tenía miedo.
Se acercó otro paso más.
—Puedo cambiar de forma —le dijo el loco, ahora más alto, y Fezzik sabía que también era cierto. Pero también sabía otra cosa: que el miedo había penetrado en el corazón de su enemigo.
—Éstas son mis últimas palabras —dijo Fezzik—. Cuando te diga que me entregues la niña, me vas a entregar la niña.
—¡Voy a utilizar mi magia contigo!
—Puedes intentarlo —dijo Fezzik tranquilamente—. Pero aunque no tengas cara, puedo ver lo asustado que estás. Tienes miedo de que te haga daño —hizo una pausa—. Y voy a hacértelo; un daño terrible.
Ahora el miedo latía dentro del loco.
Las grandes manos de Fezzik se acercaron a la manta:
—Dame la niña —dijo, y el loco se dispuso a hacerlo, pero entonces, en vez de eso, lanzó las manos de modo que la niña salió de su manta, rodando hacia el aire de la montaña…
… el impulso la llevó hasta el lado donde estaban los dos hombres, y mientras rodaba, con los ojos abiertos de par en par, y miraba a su alrededor aterrada, vio a Fezzik y levantó los brazos hacia él, mientras caía fuera de la vista, y pronunció el nombre que sólo ella le daba: «Sombra».
Fezzik no tuvo elección. Se lanzó al espacio tras ella, dio su vida por la niña…
Y bien, ¿qué te parece?
Es emocionante, eso lo admito ante Morgenstern. Un pilla-audiencia, como dicen los chicos de la tele. Pero esto es una novela, te da tiempo de desarrollar la trama y los personajes, nadie te amenaza con cambiar de canal. De modo que no me entusiasma. Tampoco me gusta que el capítulo 1 se llame «Fezzik muere».
¿Crees realmente que Morgenstern va a matar a Fezzik? Yo ni en broma, no se lo planteó ni un solo minuto. Dejando de lado el hecho de que es mi personaje favorito. Recuerda lo que hizo por Buttercup y Westley: dejó que le prendieran fuego, justo antes de la lucha en el castillo; encontró los cuatro caballos blancos en los que todos cabalgaron hacia la libertad; y no te creas ni por un instante que Íñigo hubiera llegado hasta el Zoo de la Muerte sin que Fezzik le hubiera acompañado; así que, de algún modo, él salvó a Westley.
Y lo siento, pero no se elimina a alguien así. Está mal. Tan sólo para darle un poco de salsa a tu historia.
En otras palabras, no estoy de acuerdo con esta obertura. De hecho, hay una serie de cosas con las que no estoy satisfecho en este capítulo. Pero ya sabes las razones por las que me tengo que callar.
Y tampoco estoy muy seguro de que deba incluir esta parte sobre Íñigo. Tuve una larga discusión con mi editor, Peter Gethers. Él está en contra de incluirla; la encuentra confusa. Pero, antes de darte mis razones, creo que es mejor que tengas la oportunidad de ver por ti mismo de lo que estamos discutiendo.
Íñigo estaba en Despair.
Era difícil de encontrar en el mapa (eso era después de que se inventaran los mapas), no porque los cartógrafos no supieran de su existencia, sino porque cuando lo visitaron para medir sus dimensiones precisas se deprimieron tanto que empezaron a beber y a ponerlo todo en duda, en especial por qué alguien podía querer ser algo tan estúpido como cartógrafo… Exigía viajar constantemente, nadie sabía nunca tu nombre y, lo peor de todo, puesto que las guerras iban modificando siempre las fronteras, ¿para qué molestarse en hacer ese trabajo? Empezó a circular, entonces, un pacto de caballeros entre los cartógrafos de la época para mantener el lugar lo más secreto posible, no fuera que empezaran a llegar turistas y a morir. (En caso de que insistieras en visitarlo, está más cerca de los estados Bálticos que ningún otro lugar.)
Todo en Despair resultaba deprimente. Nada crecía en su tierra y lo que caía del cielo no provocaba tampoco conversaciones felices. El país entero era húmedo y malsano, y el porqué los nativos no lo abandonaban no era sólo una pregunta, sino la única pregunta. Los nativos no hablaban de nada más. «¿Por qué no nos marchamos?», preguntaban los maridos cada día a sus mujeres, a lo que ellas respondían: «Dios mío, no lo sé, hagámoslo». Y los niños entonces saltaban y gritaban «¡Hurra, hurra! ¡Nos vamos de aquí!». Pero entonces no pasaba nada. Los Bindibus viven en condiciones más horribles pero tampoco viajan demasiado. Había cierto placer en saber que, por muy mal que las cosas anduvieran, no podían andar peor. «Lo hemos soportado todo —se decían los nativos—. En cambio, si recogemos y nos vamos, por ejemplo, a París, saldríamos a la calle y los parisinos nos estarían insultando todo el día».
Íñigo, sin embargo, sentía cierto cariño por aquel lugar. Puesto que fue allí, hacía un montón de años, donde había ganado su primer campeonato de esgrima. Había llegado poco tiempo antes de que empezara el campeonato, y vino con el corazón endurecido. Con las lágrimas apenas contenidas. No era capaz de deshacerse de su pesar, provocado por lo que le acababa de suceder en Italia, en su primera visita al país. Un viaje que había emprendido con tantas esperanzas…
Cuando cumplió veinte años, Íñigo Montoya de Arabella, España, había pasado los últimos ocho errando por el mundo. Todavía no había empezado a perseguir al hombre de seis dedos que había matado a su amado padre, Domingo. No estaba preparado y no iba a estarlo hasta que el gran maestro de la espada, Yeste, lo proclamara así. Yeste, el mejor amigo de su padre, no le mandaría nunca a la caza si tenía puntos débiles. Los puntos débiles no le traerían la muerte sino, mucho peor, la humillación.
Íñigo sabía una cosa y sólo una: cuando finalmente encontrara al hombre que lo atormentaba, cuando finalmente fuera capaz de enfrentarse a él y decirle «Hola, me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre; disponte a morir», no habría lugar en su mente para la derrota. El hombre de seis dedos era un maestro. Y así, preparándose para estar a la altura del maestro, Íñigo había recorrido el mundo. Haciéndose más fuerte a medida que crecía, aprendiendo de quienquiera que pudiera enseñarle los misterios que había que resolver. Más tarde había empezado a especializarse. Sus talentos eran más que extraordinarios, pero todavía no lo bastante buenos como para obtener la bendición de Yeste.
Había estado en Islandia hacía poco, para pasar unos meses con Ardnock, el gran experto en terrenos helados. Íñigo ya dominaba la lucha desde abajo y desde arriba, desde los árboles y desde rocas, en los rápidos. Pero ¿y si el hombre de seis dedos era de más al norte, y allí luchaban sobre la escarcha, o sobre hielo recién regado? ¿Y si Íñigo, desvalido y resbaladizo, perdía el equilibrio, perdía la batalla, lo perdía todo?
Después de Islandia se pasó medio año en el ecuador, estudiando con Atumba, el maestro del calor, porque ¿y si el hombre de seis dedos venía de un país cálido? ¿Y si la pelea tenía lugar el día más caluroso, a más de cincuenta grados, y la empuñadura de su espada se humedecía un momento en su mano?
Ahora, con veinte años recién cumplidos, estaba en Italia para visitar a Piccoli, el pequeño anciano, el reconocido rey de la mente. (Piccoli era descendiente de la línea más famosa de grandes maestros italianos. Otra rama estaba centrada en Venecia y enseñaban canto a todos y cada uno de los más famosos tenores italianos cuyo nombre acaba en vocal.) Íñigo sabía que no iba a ser capaz de pensar cuando llegara la batalla de su muerte. Su mente tendría que ser un día de primavera, y sus movimientos tendrían que salir por ellos mismos, sus giros y contorsiones e impulsos tendrían que fluir todos de manera espontánea.
Piccoli vivía en una pequeña casa de piedra, y era empleado del conde Cardinale, el hombre extraño y misterioso que controlaba casi todo el país. Piccoli había oído hablar de Íñigo porque, aunque Yeste era el mejor y más famoso fabricante de espadas, corría el rumor de que, cuando se enfrentaba a un empeño que lo superaba hasta a él, se iba al pueblo de Arabella, en lo alto de las colinas que se levantan sobre Toledo, a la cabaña de un tal Domingo Montoya, un viudo que vivía con su joven hijo.
Fue allí donde fue forjada la espada de seis dedos.
¿Era posible que fuera realmente la maravilla de este mundo? Piccoli llevaba una década oyendo hablar de ella, ansiaba verla bailar antes de morir. El arma más fantástica desde Excalibur, ¿y dónde estaba ahora? Perdida con el chico Montoya de la casa Yeste. ¿Y dónde estaba el chico?
Piccoli se había pasado su larga vida entera entrenando su mente, de modo que tenía la capacidad de permanecer un día entero en medio de una batalla enloquecida y no enterarse de los gritos y la carnicería que sucedía a su alrededor. Cuando estaba dentro de su mente era como si estuviera muerto. Y cada mañana al amanecer se metía en su mente y se quedaba allí hasta el mediodía. No había poder capaz de alterarlo.
Se había metido en su mente al amanecer, un día, y ahí estaba hasta que el sol alcanzara su punto más alto… pero aquella mañana, a las ocho en punto, ocurrió una cosa extraña.
Estaba en su mente como siempre lo estaba a las seis y a las siete, y a las siete y media, y a las ocho menos cuarto, y a menos diez, y a menos cinco, cuatro, tres…
… y entonces Piccoli fue traspasado por algo tan deslumbrante que hasta él tuvo que abrir los ojos…
… para ver a un joven que se acercaba, alto, muy delgado, musculoso, de piernas ágiles, bastante guapo pero que lo habría sido mucho más si no fuera por las dos cicatrices que corrían en paralelo a sus pómulos…
… que llevaba algo tan glorioso en las manos que el sol bailaba en ello.
Piccoli se quedó sin respirar mientras el chico se le acercaba:
—Deseo ver al señor Piccoli, por favor.
—Me gustaría ver tu espada.
Piccoli temblaba al tomarla entre sus pequeñas manos.
—¿Qué es lo que podrías querer de mí? —dijo, sin poder apartar los ojos del arma—. Aquí tienes el mundo.
Íñigo se lo dijo.
—¿Quieres que te enseñe a controlar tu mente? —preguntó Piccoli.
Íñigo asintió con la cabeza:
—He venido desde muy lejos.
—Una pérdida de tiempo, me temo. Eres joven. Los jóvenes no tienen la paciencia necesaria. Son estúpidos. Piensan que sus cuerpos los salvarán.
—Déjeme aprender.
—Es inútil. Ve a librar tu batalla sin mí.
—Se lo suplico.
Piccoli suspiró.
—Está bien. Déjame enseñarte lo estúpido que eres. Responde a mis preguntas: ¿Qué es lo que deseas en este mundo, por encima de todo?
—Pues matar al hombre de seis dedos, por supuesto.
Y con esto, Piccoli se puso a gritar:
—¡No, no, no! Escucha. Mira lo que te digo —su voz se hizo suave, seductora—. El hombre de seis dedos tiene su espada en la mano… la empuja… escucha lo que digo, Montoya, observa la espada. Ha empujado la espada hacia tu padre, ahora la espada penetra en el corazón de tu padre; el corazón de Domingo está destrozado y tú tienes diez años y estás allí, indefenso, ¿recuerdas ese momento? Te lo ordeno, ¡recuerda ese momento!
Íñigo no pudo reprimir sus lágrimas repentinas.
—Ahora le ves caer. Mira… ¡Míralo; mira cómo muere Domingo…!
Íñigo empezó a sollozar sin control.
—Dime lo que sientes.
Íñigo apenas era capaz de pronunciar la palabra:
—Dolor…
—Sí, correcto, por supuesto, dolor, un dolor que mata. Eso es lo que has de desear sobre todas las cosas, acabar con tu dolor.
—… Sí…
—¿Este dolor te acompaña cada momento, cada día?
—… Sí…
—Si piensas en poner fin a tu dolor, matarás al hombre de seis dedos; pero si sólo piensas en la venganza, él te matará a ti, porque ya te ha quitado lo que querías más en este mundo, y él lo sabrá, y cuando luchéis te dirá cosas, te vituperará, te hablará de tu patético padre y se reirá de tu amor por un fracasado como Domingo, y tú gritarás de rabia y tu sed de venganza tomará el control, y entonces atacarás a ciegas y él te cortará a trocitos.
Íñigo lo vio todo, y era cierto. Se vio a sí mismo atacando y se oyó gritar y entonces sintió la espada del hombre de seis dedos entrar en su cuerpo, penetrar en su corazón:
—Por favor, no permita que pierda ante él —logró finalmente decir.
Piccoli miró al joven destrozado que tenía delante. Con delicadeza, le devolvió la espada de seis dedos.
—Ve a secarte las lágrimas, Montoya —dijo al final—. Empezaremos tus lecciones por la mañana.
Fue un trabajo salvaje. Íñigo jamás se habría imaginado que sería menos que esto, pero Piccoli era despiadado más allá de lo humano. Durante ocho años Íñigo había corrido dos horas al día, para que sus piernas estuvieran fuertes y musculosas. Ahora, con Piccoli, no podía correr en absoluto. Durante ocho años había apretado rocas del tamaño de una manzana dos horas al día, de modo que sus muñecas pudieran lanzar el toque de la muerte desde cualquier posición. Ahora, apretar rocas estaba prohibido. Durante ocho años, nunca había saltado y esquivado menos de dos horas al día. Ahora, ni saltos ni esquivadas.
El cuerpo de Íñigo, tan fuerte como un látigo, tan rápido como una liebre, el cuerpo que él había formado para el combate, el cuerpo que era la envidia de la mayoría de los hombres. ¿Qué cuerpo? Piccoli lo odiaba.
—Tu cuerpo es tu enemigo mientras estés conmigo —le explicó Piccoli—. Por ahora lo tenemos que debilitar. Es la única manera que tienes de que tu mente crezca. Mientras sigas pensando que eres capaz de encontrar la solución a tus problemas mediante la lucha, no serás nunca capaz de luchar para solucionarlos.
Durante ocho años, Íñigo había sobrevivido durmiendo cuatro horas al día. Ahora era lo único que hacía: dormir. Dormitar. Descansar. Sesteaba obedeciendo órdenes, todo el tiempo. Y mientras descansaba, tenía que pensar sobre su mente.
Pasaron las semanas. Al principio dormía doce horas al día, luego quince. La meta de Piccoli eran veinte, e Íñigo sabía que la tortura no acabaría nunca hasta que hubiera alcanzado su objetivo. No hacía nada más que estar ahí tumbado y pensar en su mente.
Su único trabajo era pensar en su mente. Familiarizarse con ella, aprender sus maneras.
Su único ejercicio tenía lugar quince minutos al día, mientras se ponía el sol. Piccoli lo mandaba fuera, con la espada en la mano. Y se inclinaba. Sólo una vez. E Íñigo brillaba en la luz menguante, con la espada viva, y su cuerpo saltaba y se agachaba, y las sombras se movían como espectros. Piccoli era muy mayor, pero una vez había visto a Bastia y esto volvía a ser Bastia, vivo de nuevo en la tierra.
Una nueva reverencia del pequeño anciano y vuelta a descansar. A la cama. A tumbarse y a pensar sobre su mente.
Y sucedió así hasta el día en el que Piccoli tuvo que bajar al pueblo a buscar provisiones. Íñigo estaba solo en la casa de piedra y se oyeron unos pasos delicados que se acercaban, y una voz suave preguntando por el propietario, y entonces Íñigo dejó de estar solo. Miró hacia la figura que quedaba enmarcada por el umbral de la puerta y se levantó. Y pronunció estas palabras tan asombrosas e inesperadas:
—No puedo casarme contigo.
Ella lo miró:
—¿Nos conocemos, señor?
—En mis sueños.
—¿Y decidimos no casarnos? Qué sueños tan extraños para un muchacho tan joven.
—No más joven que tú.
—¿Trabajáis para Piccoli?
Íñigo sacudió la cabeza:
—Principalmente, duermo para Piccoli. ¿Puedes acercarte?
—No tengo elección.
—¿Trabajas en el castillo?
—He vivido allí toda la vida. Mi madre también.
—Soy Íñigo Montoya, de España. ¿Y tú?
Sabía que la muchacha tendría un nombre maravilloso, un nombre que recordaría toda la vida.
—Giulietta, señor.
—¿Crees que soy extraño, Giulietta?
—Sería un poco tonta si no lo creyera —dijo Giulietta, antes de añadir—: Señor.
—¿Sientes tu corazón en este momento? Yo siento el mío.
—Sería un poco tonta si no lo sintiera —dijo Giulietta. Sus ojos negros estudiaron el rostro del muchacho muy de cerca antes de añadir—: Creo que será mejor que me contéis vuestros sueños.
Íñigo empezó. Habló de la matanza y de sus cicatrices y contó cómo, cuando se curó, empezó su búsqueda. Y cómo errando por el mundo, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, a solas siempre, se inventaba compañeros porque en realidad no tenía a nadie que le hiciera compañía.
Y cuando tenía unos trece años, había siempre un alguien esperándole al final del día. A medida que se hacía mayor, ella también creció, la muchacha, y estaba allí, siempre allí, y comían sobras juntos para cenar y dormían abrazados en pajares, y sus ojos negros eran muy dulces cuando lo miraban.
—Igual que tus ojos son dulces ahora mismo, al mirarme, y su pelo negro caía sobre su espalda del mismo modo que tu cabellera ahora, y me has acompañado durante todos estos años, Giulietta, y te amo y te amaré siempre, pero no puedo, y espero que lo comprendas, porque mi misión es lo primero, por encima de todo, ni siquiera con lo que puedo ver en tus ojos, no puedo casarme contigo.
La muchacha se quedó claramente conmovida. Íñigo lo sabía, Íñigo sabía que la había hecho emocionar profundamente, y esperó su respuesta.
Finalmente, Giulietta dijo:
—¿Sueles contar a menudo esa historia? Apuesto a que las chicas del pueblo se vuelven locas por ti. —Y se marchó.
A la mañana siguiente, antes de que él volviera a meterse en su mente, regresó:
—Déjame aclarar una cosa, Íñigo: ¿tomamos sobras para cenar? ¿Me metes en tu fantasía y lo mejor que me ofreces son sobras? —entonces se giró hacia la puerta y añadió—: No tienes ni la más mínima posibilidad de ganarte mi corazón.
Íñigo volvió a meterse en su mente.
Al mediodía siguiente, ella lo despertó con unos golpecitos.
—Déjame aclarar una cosa, Íñigo: ¿dormimos en pajares? ¿Ni siquiera pudiste ofrecerme una habitación limpia en un hostal? ¿Sabes lo incómodos que son los pajares? —y entonces se dirigió hacia la puerta y añadió—: Hoy tienes menos posibilidades de ganar mi corazón de las que tenías ayer.
Íñigo volvió a meterse en su mente.
Al anochecer siguiente la muchacha apareció en el umbral. Era justo antes de los quince minutos de ejercicio de Íñigo, y ella dijo:
—¿Cómo sé que vas a encontrar a ese hombre de seis dedos? ¿Y cómo sé que serás capaz de vencerlo? ¿Y si yo sintiera algún tipo de extraña compasión hacia ti y te esperara y luego él te ganara?
—Ésa es mi peor pesadilla. Por eso estoy estudiando.
Ella señaló su espada:
—¿Manejas bien este instrumento?
Íñigo salió fuera y bailó con la espada de seis dedos bajo la luz crepuscular. Se esforzó por ser especialmente brillante y acabó con una pirueta especial que le había enseñado años antes MacPherson de Escocia. Consistía en un giro y un golpe de espada y acababa con una reverencia.
—Impresionante, Íñigo, lo reconozco —dijo ella, cuando acabó—. ¿Pero qué sucederá una vez hayas encontrado a ese hombre y le hayas vencido? ¿Cómo vas a ganarte la vida? ¿Haciendo exhibiciones como ésta? ¿Qué esperas que haga yo, tocar la pandereta y llamar la atención del público? Tienes tan pocas posibilidades de ganarte mi corazón que no hay ningún motivo para que tú y yo sigamos viéndonos. Adiós.
Mientras la miraba marcharse no había ninguna duda: a Íñigo le dolía el corazón…
Ella no volvió hasta la noche del baile. Íñigo no pudo evitar oír la música que sonaba en el castillo e inundaba la noche. Los músicos llevaban días practicando. De pronto, ahí estaba Giulietta, haciéndole señas.
—Es tan bonito —le susurró—, pensé que tal vez querrías verlo. Puedo ayudar a colarte, pero debes hacer exactamente lo que yo te diga. Si nos pillan tendremos problemas.
Corrieron bajo las sombras alargadas, se detuvieron un momento frente a la cocina, y entonces ella le hizo un gesto con la cabeza y entraron, y ella señaló hacia la izquierda para mostrarle el camino, y luego a la derecha, y él la siguió hasta que la sala de baile apareció ante ellos.
Era una imagen que superaba sus expectativas. Una sala tan grande, tan elegante, con tantas flores que podían llenar un bosque y músicos tocando suavemente. Íñigo observaba —y seguía observando— hasta que escuchó un jadeo y Giulietta le susurró:
—Oh, no, ha llegado el conde. Debo irme; métete detrás de la puerta.
Íñigo se metió detrás de la puerta, preguntándose cuán horrible podía ser el castigo por colarse en un castillo, por mirar los salones que sólo los poderosos tenían derecho a contemplar. Cerró los ojos y rogó mentalmente que el conde no lo descubriera.
Abrió los ojos y vio la pesadilla: el conde le estaba mirando. Era un hombre viejo, muy viejo. Con una mirada de desprecio. Y una voz poderosamente destructiva.
—Tú —empezó la frase—, ¡eres un ladrón!
—Nunca he robado… —balbució Íñigo.
—¿Quién eres?
A Íñigo le costaba encontrar las palabras:
—Eeeehm… Montoya, Íñigo Montoya de Arabella, España.
—¿Un español? ¿En mi casa? ¡Ahora tendré que fumigar!
Y entonces el conde se acercó todavía más:
—¿Cómo has entrado?
—Alguien me trajo. Pero jamás revelaré su nombre. Castigadme, haced lo que queráis conmigo, pero su nombre siempre será un secreto para vos.
Entonces suspiró mientras Giulietta permanecía ante una puerta distante. Le hizo un gesto para que se marchara corriendo, pero el giro del conde fue demasiado rápido y la vio.
—A ella no le hagáis nada —gritó Íñigo—. Ha vivido aquí toda su vida, al igual que antes lo hizo su madre.
—¡Su madre era mi esposa! —gruñó el conde, mucho más alto que antes—. ¡Tú, patética excusa para este tonto pedigüeño de monedas; tú, desgracia de la faz de la tierra!
Y, con un grito de disgusto, se volvió y desapareció.
Para entonces, Giulietta ya estaba al lado de Íñigo, loca de alegría:
—¡A papá le gustas! —exclamó.
Bailaron toda la noche. Se abrazaron como lo hacen los amantes, Íñigo, con todos sus años de estudio del movimiento, giraba como un sueño de pies ligeros, y Giulietta llevaba toda la vida entrenada para este tipo de celebraciones; y los músicos habían tocado para duques gordos y comerciantes grotescos, pero ahora, mirando a esta pareja morena que apenas tocaba el suelo, se daban cuenta de que su música debía estar a la altura de los bailarines.
Incluso hoy, todos los sirvientes del castillo Cardinale recuerdan el sonido de aquella música.
Por supuesto, antes del baile y los abrazos hubo unos cuantos puntos menores que precisaron un poco de puntualización.
—A papá le gustas —dijo Giulietta, observando cómo su padre se marchaba hecho una furia.
—Un momento —dijo Íñigo—. Si tú eres su hija, eso te convierte en condesa. Y si eres una condesa, eso te convierte en mentirosa, puesto que me dijiste que eras una doncella. Y si eres una mentirosa, no puedo confiar en ti, puesto que no hay excusa para mentir, en especial cuando conocías mis sueños y mi amor. Y si es así, debo marcharme.
Y se dispuso a irse.
—¿Puedo decir una cosa? —dijo Giulietta.
—¿Más mentiras?
—Tú juzgas. Sí, soy condesa. Sí, he mentido. No resulta nada fácil ser quien soy. No espero que me compadezcas, pero debes escuchar mi postura. Soy una de las mujeres más ricas de la tierra. A los ojos de muchos hombres, una de las más atractivas. Soy también, y haz el favor de creerme aunque sé que suena arrogante, soy también inteligente y tierna y buena. No me vestí de doncella para engañarte. Siempre me visto de doncella. Para intentar encontrar la verdad. Todos y cada uno de los nobles casaderos a mil millas a la redonda han venido al castillo para pedirle mi mano a mi padre. Dicen que quieren mi felicidad, pero sólo quieren mi dinero. Y yo sólo quiero amor.
Íñigo no dijo nada.
Ella avanzó un paso y se quedó más cerca de él. Luego otro y se puso a su lado. Y luego le susurró rápidamente:
—Cuando viniste con tu sueño, ganaste mi corazón. Pero yo tenía que esperar. Para pensar. Y ahora ya lo he hecho —entonces les hizo un gesto a los músicos para que tocaran una melodía todavía más bella—. Ésta es nuestra fiesta. Somos los únicos invitados. He organizado todo esto sólo para complacerte, y si no me besas en la boca, Íñigo Montoya de España, es más que probable que me muera.
¿Cómo podía no obedecerla?
Bailaron toda la noche. ¡Oh, cómo bailaron! Íñigo y Giulietta. Y se abrazaron. Y él la besó en la boca y en su sedosa melena. E Íñigo sintió, por primera vez desde la muerte, tanta felicidad. Lo había abandonado, la felicidad, y cuando te pasas tantos años sin, te olvidas de que no hay ninguna bendición que se pueda comparar a ella.
¡Adivina qué ocurre ahora! Se acaba aquí. Bang, el pequeño interludio de felicidad, fin del capítulo.
Yo lo llamo el Fragmento Inexplicado de Íñigo. Y lo que Peter objetaba, además de que lo encuentra confuso, es simplemente eso, que no ocurre nada.
Tiene razón, es un pasaje estrictamente narrativo. Pero tengo la sensación de que aquí, por primera vez, Morgenstern nos muestra el lado humano de Íñigo para que sepamos que es algo más que una Máquina Vengativa Española (francamente, ojalá yo hubiera sabido de la existencia de esta parte antes de leer La princesa prometida).No creo que me hubiera podido involucrar más profundamente de lo que lo hice, pero, Dios mío, ¡a lo que el pobre Íñigo llegó a renunciar para honrar a su padre! Pensadlo bien. Todos tenemos nuestras fantasías, ¿no?
¿Creéis que antes de conocerla y casarme con ella, estuve llevando conmigo una imagen así de Helen, mi esposa genio de la psiquiatría? Por supuesto que no. Pero aquí Íñigo fabrica a esa criatura perfecta con su propio corazón… y luego la encuentra. Y ella le corresponde con su amor.
Y se separan.
Esa es una deducción mía, lo sé. Pero, puesto que nos han dicho que Íñigo llegó a Despair con el corazón endurecido (y llegó hasta allí desde Italia), tengo que seguir por ahí.
Incluí este fragmento aquí por una sencilla razón: creo que es de lo mejor de Morgenstern. Se lo pasé a King, por supuesto, y él también opinó que debía incluirlo, puesto que Morgenstern lo hizo. También me puso en contacto con ese primo profesor que tiene en la universidad de Florin —el hijo de la señora que lleva el restaurante fantástico—. Y el primo, un experto en Morgenstern, cree que la confusión por mi parte es culpa mía. Que si me hubiera documentado mejor, comprendería el simbolismo de Morgenstern, y por tanto sabría que aquí pasan un montón de cosas. En concreto, al menos según el primo, es aquí donde Íñigo se entera por primera vez de que Humperdinck ha puesto en marcha un plan para secuestrar al primer hijo de Westley y Buttercup justo después de que nazca. Y luego Íñigo tiene que correr de vuelta al Único Árbol y evitar que eso suceda. El primo de King dice que ese Fragmento Inexplicado de Íñigo no es en absoluto un fragmento, sino una parte entera del total de la novela.
Yo no entiendo nada de eso; si vosotros sí, perfecto. Y mientras estáis en ello, decidid si pensáis que hice bien o no al incluirlo. Si no estáis de acuerdo, no pasa nada. Todo lo que sé es que mi corazón era puro…
Los cuatro corceles gigantescos parecían volar hacia el Canal de Florin.
—Entonces, creo que estamos condenados —dijo Buttercup.
Westley la miró:
—¿Condenados, señora?
—A estar juntos. Hasta que uno de los dos muera.
—Yo ya lo he hecho, y no tengo la menor intención de repetir la experiencia —dijo Westley.
Buttercup lo miró:
—¿Acaso no vamos a tener que morir alguna vez?
—No, si los dos prometemos sobrevivir al otro. Y yo hago esa promesa ahora mismo.
Buttercup volvió a mirarlo:
—Oh, mi Westley, yo también.
De repente, a sus espaldas, más cerca de lo que imaginaban, oyeron el rugido de Humperdinck:
—¡Detenedlos! ¡Cortadles el paso!
Estaban francamente asustados, aunque no había motivos para preocuparse: montaban los corceles más veloces del reino, y ya llevaban la delantera.
Sin embargo, eso fue antes de que la herida de Íñigo volviera a abrirse, y de que Westley volviera a recaer, y de que Fezzik escogiera el camino equivocado, y de que el caballo de Buttercup perdiera una herradura. Tras ellos, la noche se llenó con los sonidos crecientes de la persecución…
¿Veis lo que ha hecho aquí?
Esta última media página es, por supuesto, el final de La princesa prometida y sólo nos llevará un segundo, pero me gustaría llamar vuestra atención a lo que está haciendo en la secuela: jugar con el tiempo. Mirad, colé mi explicación de que Waverly iba a ser secuestrada, pero olvidadlo. Morgenstern os cuenta lo mismo en las mismísimas páginas iniciales con Fezzik en la montaña.
Muy bien, así que el secuestro ya ha ocurrido. Luego, en el Fragmento Inexplicado de Íñigo nos dice que el secuestro está a punto de ocurrir (al menos, según el primo de King). Entonces aquí vuelve a antes de que Buttercup y Westley hayan escapado sanos y salvos de Humperdinck.
Creo que es interesante, pero a algunos de vosotros os puede resultar confuso. A Willy, mi nieto, le ocurrió. Se lo estaba leyendo en voz alta (y qué sensación tan hermosa ésta, aficionados al deporte) cuando exclamó: «Espera un segundo», y yo lo hice. Y añadió: «¿Cómo puede ser que Íñigo se entere del secuestro y que la siguiente frase sea prácticamente La princesa prometida entera de nuevo?». Le expliqué que ésta era la manera que tenía Morgenstern de contar esta historia en concreto. Entonces él preguntó: «¿Se puede hacer eso?».
Dios mío, así lo espero.
Sin embargo, eso fue antes de que la herida de Íñigo volviera a abrirse —vuelvo a ser yo y, no, no es un error tipográfico, sencillamente pensé que la transición sería más fácil si repetía el último párrafo; ahora seguid leyendo—, y de que Westley volviera a recaer, y de que Fezzik escogiera el camino equivocado, y de que el caballo de Buttercup perdiera una herradura. Tras ellos la noche se llenó con los sonidos crecientes de la persecución…
El error de Fezzik fue el primero que tuvo lugar. Él iba en cabeza, un puesto que intentaba evitar siempre que podía, pero aquí no tuvo elección puesto que Íñigo iba perdiendo aliento con cada zancada y los amantes, bueno, se iban empapando el uno al otro con bellas palabras sobre la eternidad.
Lo cual significaba que Fezzik, el amigo ideal, el leal seguidor, el amante de las rimas, quizá no el tipo más brillante pero sin lugar a dudas el más devoto cerrador de marchas que se te pueda ocurrir, se encontró enfrentándose a la más odiosa y más tremenda estupefacción jamás concebida por una mente humana…
… una bifurcación en el camino.
—No es realmente un camino —se intentó tranquilizar—, nada de que alarmarse.
Iban de camino hacia el Canal de Florin, donde el gran barco pirata Venganza los esperaba para recogerlos y llevarlos a todos a la felicidad. De modo que, tranquilo, Fezzik, se dijo, tómate la huida como una broma, un recuerdo que en el futuro os provocará cálidas sonrisas.
Lo fue, si tú quieres, pequeña. Un simple empujoncito hacia la calle.
Fezzik casi llegó a convencerse de ello. De pronto, la realidad se impuso…
… porque seguía siendo una bifurcación…
… algo que exigía pensar, saber, un plan…
… y sabía que era capaz de jorobar algo así en cualquier momento.
Yo otra vez, y no, esto no es una interrupción, sólo una nota para explicar que me he tomado muchas molestias para que esto quedara perfecto, como ya sabéis, y no quería que nadie viniera a escribir para indicar que «jorobar» es anacrónico. No lo es. Es una antigua expresión turca del mundo de la lucha, una versión abreviada del «joróbate tú», una técnica para inmovilizar que provoca un dolor tan intenso que la muerte no tarda en llegar. El «joróbate tú», por supuesto, es ilegal desde hace varios siglos. En todo el mundo.
La bifurcación se acercaba.
Estaban rodeados de árboles por todos lados, un follaje cada vez más denso, y la Brigada Brutal que los seguía iba ganando terreno a ojos vista, y a pesar de que la bifurcación era de hecho pequeña, tenía que estar allí por alguna razón, y la razón que Fezzik pensó fue que un camino llevaba al canal y al barco Venganza que los esperaba, y el otro a cualquier otro lugar. Y puesto que el mar era su único destino de provecho, cualquier otro lugar, fuera el que fuera, significaba la perdición.
Fezzik se giró rápidamente para consultar la opinión de Íñigo, pero Íñigo sangraba ahora terriblemente, puesto que los saltos de un corcel no son lo más indicado cuando te acaban de dar una puñalada.
Instintivamente, Fezzik alargó el brazo, agarró a su debilitado camarada, lo sentó encima de su caballo para ver qué podía hacer para salvarlo…
… y mientras lo agarraba, la bifurcación ya los había alcanzado y Fezzik no se dio cuenta y su caballo se metió por el camino de la izquierda… que resultó ser, por desgracia, el que llevaba a cualquier otro lugar.
—Hola —dijo Fezzik, una vez tuvo a Íñigo frente a él—. ¿Estás emocionado? Yo estoy emocionado como nunca.
Íñigo se sentía demasiado débil para contestarle. Fezzik examinó su herida y presionó con una de las manos de Íñigo sobre la misma, intentando detener la hemorragia. Claramente le tocaba a él ahora salvar a Íñigo, y hacer lo necesario para llevarlo hasta un buen Coagulador de Sangre. Por supuesto, en el Venganza habría uno bueno.
De Íñigo salió esto: un gruñido.
—Estoy completamente de acuerdo —dijo Fezzik, preguntándose por qué el follaje se podía estar haciendo mucho más espeso tan rápido. Era impresionante. Ahora los árboles formaban casi un muro delante de ellos—. También estoy seguro de que justo detrás de esta pared de árboles está el Canal de Florin y entonces todos nuestros sueños se harán realidad.
De Íñigo volvió a salir el mismo gruñido, pero esta vez más débil. Entonces consiguió coger la enorme mano de Fezzik con los dedos:
—Ahora me voy a reunir con mi padre… pero Rugen está muerto… así que mi vida no ha sido inútil… querido amigo… dime que no he fracasado…
Ahora estaba perdiendo a Íñigo, y mientras sujetaba al espadachín herido entre sus brazos, Fezzik sabía pocas cosas, pero una de ellas era ésta: fuera donde fuera que el fondo del pozo se encontrara, allí estaba él en aquellos momentos.
—¿Señor Gigante? —oyó entonces.
Fezzik se preguntó con quién podía estar hablando Buttercup, hasta que se dio cuenta de que, en realidad, nunca habían sido presentados. Bueno, él la había dejado inconsciente, la había secuestrado, había estado a punto de matarla, de modo que tampoco podía decirse que fueran totales desconocidos, pero nada de esto había sido el formal «encantado de conocerla».
—Fezzik, princesa.
—Señor Fezzik —dijo ella más alto de lo necesario, puesto que en aquel preciso instante su caballo perdió una herradura.
—Podéis llamarme Fezzik a secas, sabré que os dirigís a mí —le dijo, observando su rostro a la luz de la luna. Jamás había visto nada igual. Nadie lo había visto. Aunque entonces ella no estaba en su mejor momento, puesto que no sólo su caballo se estaba comportando de una manera errática, sino que tenía un dolor tan agudo detrás de los ojos…
—¿Qué ocurre, Alteza? Decidme cómo puedo ayudaros.
—Mi Westley ha dejado de respirar.
Se había vuelto a equivocar, pensó Fezzik: el pozo no tiene fondo. Instintivamente alargó la mano, sujetó a su desalentado líder, lo sentó encima de su caballo y vio lo que podía hacer para salvarle…
… y mientras alargaba el brazo, su sobrecargado corcel se detuvo. No pudo hacer otra cosa. Puesto que ahora tenían una pared de árboles frenándoles el paso…
… e Íñigo no dejaba de sangrar…
… y Westley no volvía a respirar…
… y Buttercup no dejaba de mirarlo, con el rostro iluminado por la esperanza de que, entre todas las criaturas torpes que quedaban en el planeta, él, Fezzik, era el único capaz de salvar a su amado y, por tanto, de impedir que su corazón se hiciera añicos.
Fezzik, en un momento tan heroico, sabía lo que más deseaba hacer en este mundo: chuparse el dedo para siempre. Pero, como eso quedaba fuera de cuestión, hizo lo siguiente más indicado: un poema.
Fezzik tiene problemas, emas, emas, emas,
Su cerebro no está de fiesta,
Su mente está hecha escombros,
Porque todos necesitan lo que él piensa.
Buen trabajo, sin duda, teniendo en cuenta que estaba acarreando dos casi cadáveres encima de su caballo detenido mientras la princesa sollozaba, esperando un milagro. Hummm. Fezzik decidió cambiar la estructura de la rima, con la esperanza de que lo empujaría a algo más útil.
Fezzik de grandes brazos, atrapado en la arboleda
olvida que ella llora.
Aunque perdidos (y eso es culpa tuya)
olvida que hay dos que mueren.
Poderoso Fezzik, de fuerte musculatura
al que muchos consideran tonto,
todo lo que tienes que hacer es tramar
un plan que sea indoloro.
Fezzik el valiente, Fezzik el sabio,
Fezzik, el portento de su época,
Fezzik, quien…
Ahora ese «quien» se ha perdido en el tiempo. Porque fue en ese momento de inspiración poética que la flecha metálica y afilada como un estilete del príncipe Humperdinck rasgó la ropa de Fezzik y alcanzó su enorme corazón…
Una vez se hubo dado cuenta de que habían tomado el camino de la izquierda, el príncipe Humperdinck supo que eran suyos. Se dirigió a Yellin, el jefe de la guardia de Florin, llevándose un dedo a los labios. Yellin levantó una mano y los cincuenta miembros de la Brigada Brutal que lo seguían aminoraron la marcha.
El amarillo perfecto de la luna se reflejaba sobre el espesor de los árboles. Humperdinck no pudo evitar contemplar su belleza. Sólo los árboles de Florin eran capaces de interrumpir, por muy brevemente que fuera, un derramamiento de sangre. ¿Había algún otro lugar en la Tierra con unos árboles como aquéllos?, se preguntaba Humperdinck. No, definitivamente no. Figuraban entre los tesoros del universo.
Durante el momento de contemplación del príncipe, Yellin hizo un gesto para que la Brigada Brutal formara sus grupos de ataque: los navajeros a un lado, los estranguladores al otro, los aplastadores en medio.
El príncipe completó su última vuelta… y allí, frente a él, tan bellamente enmarcado por la arboleda perfecta, estaba el retablo de la muerte. Su llorosa novia fugada, los dos hombres inmóviles sobre el corcel engalanado, sujetos por los brazos del gigante.
—Maldita sea —se dijo—, ojalá me hubiera traído al dibujante real.
Bueno, sencillamente tendría que archivar aquella imagen en la memoria.
En el mundo del príncipe, el mundo del castigo y el dolor, todavía había mucho debate sobre a quién había que atacar primero. ¿Se debía seleccionar al más cercano? ¿O tal vez al cabecilla? Obviamente, Westley lo era, pero en aquellos momentos muy debilitado. Y el otro hombre inmóvil debía de haber tenido poder, puesto que había matado a Rugen (lo cual no era lo más fácil del mundo). El proceso de rigor era dejar a las mujeres para el final, no eran expertas en carnicerías; también tenían tendencia al lloriqueo y miraban al cielo para buscar un escape… algo siempre adecuado para reírse alrededor de una buena hoguera.
Ello nos deja con el gigante.
El príncipe tomó su arco, seleccionó la punta metálica más afilada, procedió a la inserción. Era un buen arquero, pero de noche, a la luz de la luna y con las sombras, lo era mucho más. No había fallado ningún asesinato nocturno en muchísimo tiempo.
Tomó aire para equilibrarse.
Dedicó una última sonrisa a los árboles. Entonces se echó para atrás, soltó la flecha y ésta inició su trayectoria. El príncipe contuvo el aliento hasta que vio la punta de la flecha rasgando la ropa del gigante, a la altura del corazón.
El gigante soltó un grito de pasmo y dolor y cayó de su caballo de espaldas.
Mientras caía, Yellin dirigió la carga de la Brigada Brutal y la Batalla de los Árboles, aunque muy breve, empezó: los cincuenta hombres de la Brigada gritando a pleno pulmón, cargando contra los tres hombres heridos, despatarrados en el suelo, con la mujer solitaria intentando de algún modo sujetarlos a todos con sus brazos…
Mientras los agresores se acercaban, Buttercup tuvo esta idea: si debía morir, ¿qué mejor forma existía que con su amor verdadero entre los brazos y la belleza de sus amados árboles florineses cubriéndola con sus ramas? Ya cuando era niña nada le gustaba tanto como los espléndidos árboles que había al fondo de su granja, y cuando acababa las labores del día, allí es donde iba siempre a corretear, tan feliz.
Cuánta paz le daban. Y seguirían dando esa paz a sus compatriotas florineses para siempre y…
Pausa. ¿Os podéis creer este último párrafo? ¿Buttercup está a punto de morir y se pone a pensar en la hojarasca? Un horror, un auténtico horror. Así que no os aguantéis la respiración esperando la estúpida batalla de los Árboles. La primera vez que lo leí me puse histérico. Probablemente me pasa como a vosotros, seguí felizmente la lectura, y aunque Morgenstern era claramente un maestro de la narrativa, ahora mismo apuesto a que os estáis preguntando, ¿qué ocurrió?
Dios mío, Fezzik herido en el corazón, los otros dos tipos muriéndose, Buttercup intentando mantener el tipo mientras esos CINCUENTA HOMBRES DE LA BRIGADA BRUTAL se disponen a atacar… todos queremos saber lo que ocurre entonces, ¿no es así?
Pues he aquí lo que no vais a leer: sesenta y cinco páginas sobre los árboles florineses, su historia y su importancia. (Morgenstern ya había empezado, si os habéis dado cuenta: justo cuando comprende que los tiene atrapados, el príncipe Humperdinck hace todo un párrafo absurdo sobre los árboles.) Hasta sus editores florineses le rogaron que lo cortara. Así que no me importa lo que esos sabiondos de Morgenstern de Columbia puedan reprocharme: si algo había que eliminar de todo el libro, era esto.
¿Queréis saber por qué lo puso?
En realidad tiene que ver con La princesa prometida. O más bien, con el éxito que tuvo en Florin. Morgenstern se sintió de pronto abrumado y se marchó y se compró una casa en el campo, una casa que estaba aislada y lindaba con una enorme reserva forestal que pertenecía al Gobierno. Era, de hecho, propietario de todo lo que le rodeaba.
Sin embargo…
Había sido mal informado. Había una empresa maderera que tenía el título de propiedad, y poco tiempo después de que se fuera a vivir allí, imaginad qué ocurrió: empezaron a talar todos esos árboles. Morgenstern se volvió loco. (Literalmente loco. Toda su correspondencia con la empresa maderera está allí, en el Museo Morgenstern, justo a la izquierda de Florin Square.)
No pudo detenerlos y, al cabo de uno o dos años, su casa quedó completamente desnuda y solitaria, y situada en un enclave un poco absurdo, de modo que la vendió (malvendida, y eso lo mató) y volvió a mudarse a la ciudad.
Pero desde entonces se convirtió en el mayor salvador de árboles de la comarca. (Parece ser que le tenía echado el ojo a otra casa de campo, igualmente aislada, pero no la quería comprar hasta asegurarse de que estaba a salvo de los intereses madereros.)
De modo que lo que hizo aquí, en El bebé de Buttercup, fue construir con cuidado un larguísimo momento de suspense, confiando en que sus lectores tendrían que leer su ensayo sobre los árboles para poder saber quién moría y quién sobrevivía.
Resumiendo, en términos narrativos, he aquí lo que uno descubría:
a) Fezzik sobrevivía a la flecha de metal de Humperdinck gracias a la capa del holocausto de Max Milagros, que Fezzik llevaba embutida dentro de su túnica, y cuyos pliegues pararon el impacto de la flecha, salvándole la vida.
b) Los piratas del barco Venganza se escondían entre los árboles, de modo que, cuando la Brigada Brutal estaba a punto de asesinar a nuestro cuarteto, saltaron encima de ellos como un arrebato de cólera enviado por el cielo y se ocuparon de ellos en un par de minutos; y cuando Humperdinck y Yellin lo vieron, salieron huyendo. Y luego,
c) los piratas, liderados por Pierre —su número uno y aspirante a convertirse en el Terrorífico Pirata Roberts—, los recogieron a los cuatro y los llevaron hasta el Venganza esperando que todos siguieran vivos al embarcar.
Tiempo de regresar.
Tan pronto como los cuatro estuvieron a bordo y a salvo, Pierre hizo la señal para que levaran el ancla y el gran navío Venganza se deslizó por las aguas del Canal de Florin hasta mar abierto. Un chasquido de sus dedos trajo al Coagulador de Sangre, que se puso a trabajar en las heridas de Íñigo mientras el propio Pierre, médico jefe y segundo de a bordo, se concentraba en Westley o, como se lo conocía en el barco, el Terrorífico Pirata Roberts. Fezzik y Buttercup permanecieron cerca. Buttercup no podía dejar de temblar y buscó la mano de Fezzik, pero al darse cuenta de la diferencia de tamaño, se conformó con cogerse de su pulgar.
El Coagulador arrancó la camisa de Íñigo y examinó al herido. Había heridas menores de espada cerca de cada hombro, pero no eran nada importante. El estómago, en cambio, le llamó la atención:
—Una daga florinesa de tres filos —le dijo a Pierre, y luego se volvió a Fezzik—. ¿Cuándo?
—Hace unas horas —respondió Fezzik—, mientras corríamos por el castillo.
—Le puedo detener la hemorragia —dijo el coagulador—. Pero esto no le va a servir de mucho —hizo un gesto señalando la espada de seis dedos que la mano derecha de Íñigo todavía aferraba—, al menos, no por mucho tiempo.
Y con estas palabras se retiró, volvió al cabo de un momento con harina y tomate concentrado, mezcló los ingredientes con gran destreza y empezó a rellenar la herida. Entonces miró a Pierre e hizo un gesto en dirección a Westley:
—¿Quieres que me ocupe de él?
—Esto no es cuestión de sangre. Mira —dijo, dando unos golpecitos en el pecho de Westley y escuchando el tremendo sonido del vacío—. Su vida ha sido absorbida.
—Sucedió esta mañana —dijo Fezzik con delicadeza, intentando no alterar más a Buttercup—. Si estabais en la ciudad, probablemente oísteis su grito de muerte.
—¿Eso fue él? —gritó Pierre—. ¿Le hicieron eso a mi amo? ¿Dónde fue?
—En lo más profundo del Zoo de la Muerte. —Fezzik señaló a Íñigo—. Le encontramos allí.
Pierre escrutó a Westley otro momento antes de soltar:
—Debió de ser torturado más allá de la resistencia humana —dijo, sacudiendo la cabeza—. Si hubiera estado con vosotros, yo hubiera sabido qué hacer. Lo hubiera llevado a toda prisa hasta Max Milagros.
Fezzik se puso a dar saltos arriba y abajo:
—Pero si eso es lo que hicimos. Fuimos directos a verlo. A buscar una píldora de resurrección.
La energía empezó a regresar al cuerpo de Pierre:
—Si Max hizo algo, entonces tenemos esperanzas.
—Tenemos algo más que esperanzas —dijo Buttercup—. Aquí hay amor verdadero.
—Princesa —dijo Pierre—, vos ocupaos de vuestro lado de la calle y yo me ocuparé del mío.
Miró a Fezzik, pensativo, y luego le hizo esta pregunta:
—¿Os dijo Max lo muerto que estaba?
—«Un poco». —Pero luego añadió—: «En su mayor parte».
Pierre sacudió la cabeza:
—«En su mayor parte» no es lo ideal, pero puedo trabajar con eso. ¿Le administró una nueva píldora de resurrección, y no una vieja que Max tuviera por ahí?
—Una nueva del día… yo mismo tuve que recoger el barro del holocausto —dijo Fezzik.
Ahora Pierre se empezaba a animar. Sus ojos iluminaban a Fezzik:
—Última pregunta, pero muy importante: ¿tuvo tiempo Valerie de hacer el recubrimiento de chocolate?
—Me dejó lamer el cazo y todo —dijo Fezzik, feliz por la seguridad de estar dando la respuesta correcta—. ¡Era deliciooooso!
Aquí un pequeño corte. (Eso ya lo dije en la introducción al pasaje en que se iban a la isla del Único Árbol a recuperar la salud, de modo que a estas alturas ya no reina demasiada tensión en el aire para que nos mordamos las uñas pensando en si Westley va a sobrevivir.)
Lo que no vais a leer es una secuencia de seis páginas en la cual Pierre —y todos tenemos unas ganas infinitas de pasar el rato con él, ¿no?— practica todos esos métodos medicinales fantásticos florineses para salvar a Westley. Ninguno de los cuales funciona, claro, porque a esas alturas de su vida Morgenstern había desarrollado una tremenda aversión hacia los médicos porque había empezado a tener gases (y lo lamento si os parece asqueroso, pero le prometí a King que lo investigaría hasta el fondo, e hice muchísimas indagaciones hasta que descubrí que todo el historial médico de Morgenstern está a la vista en el Museo, pero no todo el mundo tiene acceso a cosas así, has de tener algún tipo de interés académico para poder leerlo, e incluso así no te permiten sacarlo de allí). Ya he olvidado dónde empecé la frase, lo siento, pero bueno, el caso es que tenía gases, no podía superarlo y le dio a Pierre este fragmento para vengarse. (Cuando resulta que ningún método funciona, Fezzik coge a Westley y lo cuelga de los pies por la borda hasta que los pulmones se le llenan de agua de mar; se trata de una cura famosa en Turquía —no para los moribundos, sino para los gotosos: el padre de Fezzik lo había sido—. Entonces Westley se pone a toser como un loco, pero al menos recupera el habla.)
Íñigo seguía inconsciente, pero había dejado de sangrar, cuando Westley abrió finalmente los ojos. Medianoche. Buttercup estaba tumbada a su lado en cubierta mientras Fezzik los vigilaba a todos. Pierre se acercó, se arrodilló y dijo en voz baja:
—Traigo la peor de las noticias.
—La palabra «peor» no existe —susurró Westley. Entonces escrutó el rostro de Buttercup—. Estamos juntos.
Pierre respiró profundamente y luego lo dijo:
—Debéis abandonar el barco. Y debéis hacerlo esta noche.
Antes de que Buttercup pudiera expresar su indignación, Westley le puso un dedo en los labios:
—Por supuesto. Lo comprendo. Humperdinck nos persigue.
—Su ejército entero. Los podemos dejar atrás un tiempo, pero tarde o temprano, mientras estéis aquí…
—No estamos en las mejores condiciones para viajar —dijo Buttercup—. Danos unos cuantos días. Mi marido es el hombre más poderoso en mil millas a la redonda. Para él no hay un lugar seguro.
—Me es imposible, por mucho que lo quiera. Eso causaría pánico entre la tripulación, y con razón, y no puedo permitirme que pierdan la fe en mí.
Westley asintió con la cabeza. Luego se quedó en silencio. Entonces pronunció el nombre de Fezzik. Fezzik esperó.
—¿Te acuerdas de la ascensión a los Acantilados de la Locura?
—No quiero volver allá —dijo Fezzik—. Me dan miedo las alturas.
—Fezzik —dijo Westley, paciente—. Yo tampoco quiero volver allá. Pero respóndeme sólo a una pregunta. Acarreabas a tres personas cuando lo lograste, y, por favor, piensa antes de responderme: ¿te cansaste?
Fezzik esperó hasta que estuvo seguro de tener la respuesta correcta. Entonces dijo:
—No.
—¿Por qué no? Nuestras vidas dependen de ello, así que, por favor, piénsalo un rato.
Fezzik no necesitó más tiempo:
—Venid a mis brazos —dijo, en voz baja.
Westley lo miró tan sólo un momento más. Luego se volvió hacia Pierre:
—Necesitaremos cadenas y una pequeña embarcación.
Hizo una pausa y luego añadió:
—Ahora id rápido. Debéis acercarnos a la isla del Único Árbol antes del amanecer.
El Venganza hizo un tiempo espectacular, a todo trapo y con el viento a favor, y pronto se encontraron navegando por un lugar remoto del mar de Florin. Antes del amanecer, la pequeña embarcación fue bajada al agua y los cuatro, ahora todos fuertemente encadenados a Fezzik, se embarcaron en ella. Ni Westley ni Íñigo eran capaces de moverse demasiado. Fezzik tomó los remos, Westley hizo un gesto con la cabeza y Fezzik se puso a remar.
Desde el puente, Pierre dijo:
—Pediré a Dios que nos volvamos a ver.
—Hazlo —le contestó Westley.
Buttercup lo acurrucó en su regazo:
—Eso ha sido muy cariñoso por su parte —dijo—. No parecía un hombre de demasiadas convicciones religiosas.
—Esta será nuestra primera plegaria. Y no podría ser para un grupo más necesitado que el nuestro.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Buttercup.
—Abracémonos todos —dijo Westley—, mientras podamos hacerlo.
—Eso es un poco cenizo de tu parte, ¿no crees?
Fezzik escuchaba. Aterrorizado. Pero tenía tantas preguntas por hacer que no sabía por dónde empezar. De modo que siguió remando. Y de vez en cuando sonreía a Íñigo. Quien de vez en cuando era capaz de devolverle la sonrisa.
Entonces se quedaron en silencio, los cuatro. Durante lo que pareció ser un rato interminable. La noche no podía ser más bonita. La temperatura suave. Las olas invisibles. Una brisa fragante y balsámica.
Aaaaaah.
Fezzik seguía remando, había conseguido un buen ritmo, con sus grandes brazos disfrutando de la excursión. Remó más fuerte durante un rato y, por supuesto, la barca avanzó más rápido. Luego recuperó el ritmo normal y, por supuesto, la barca aminoró. Fezzik disfrutaba con esos cambios de ritmo; rompían la monotonía; más fuerte, más rápido, normal, más lento, más fuerte, más rápido, normal. Más rápido.
Hum —pensó Fezzik—, me pregunto qué ha ocurrido.
Volvió a remar más fuerte otra vez y ahora la barca parecía volar, y fue entonces cuando Fezzik sacó los remos totalmente del agua…
… y la barca se deslizó mucho más rápido que antes. Y entonces, a lo lejos, pero acercándose rápidamente, vino el rugido. Y Fezzik dijo:
—Oh, Westley, he hecho algo mal, lo siento, no quería zumbar así. Tan sólo intentaba romper la monotonía, rápido, lento, algo así, y nunca quise que esto sucediera.
—No eres tú —contestó Westley, manteniendo el tono de voz todo lo tranquilo que pudo para no alarmar a sus camaradas—, nos ha pillado el torbellino.
Íñigo abrió los ojos de par en par al oír la palabra:
—Fezzik, rema alrededor.
—¡No podemos! —dijo entonces Westley.
Entonces Buttercup resumió lo que todos pensaban:
—Westley, mi héroe y salvador, ¿cuál es el plan ahora?
—Voy a ser muy breve. El ejército de Humperdinck nos persigue. Tenemos que desaparecer y rectificar. La isla del Único Árbol, por lo que he oído, sería para nosotros el lugar más indicado.
—¿Y qué es lo que lo hace tan especial? —preguntó Buttercup, ahora más alto, porque ahora la barca estaba empezando a escorar y el rugido era cada vez más cercano.
—No puedo concretar porque nunca he estado allí —explicó Westley, medio a gritos, agarrándose fuerte a un lado para no caer por la borda—. Nadie ha estado nunca allí. Está cubierto por la bruma y sólo asoma la punta del único árbol por encima de las nubes. La bruma está provocada por el torbellino. La isla está rodeada por el torbellino. Y por rocas. Ninguna embarcación puede navegar hasta allí: las rocas la destripan o el agua se la traga. ¿Veis ahora por qué es perfecto para nosotros? Humperdinck no podrá llegar hasta allí y pronto perderá el interés en intentarlo.
—Vamos a ver si lo entiendo —dijo Buttercup—, ¿el ejército entero no es capaz de llegar hasta la isla y nosotros sí?
—Eso creo.
—No quiero ser pesada, pero no me apetece mucho morir aplastada por las rocas o ahogarme. Westley, ¿qué es lo que nosotros tenemos y ellos no?
—Tenemos a Fezzik —contestó Westley, sencillamente.
—¡Claro que sí! —gritó, feliz de que la respuesta hubiera salido con tanta facilidad—. ¡Está aquí mismo, bajo mi piel!
—Pero, cariño, ¿qué puede hacer Fezzik?
—Pues nadar por encima del torbellino, por supuesto.
Nadie dijo nada durante un rato porque la barca empezó a agrietarse por la presión del agua, y el rugido del torbellino empezó a rodearlos, lo cual significaba que estaba muy cerca. Westley comprobó las cadenas de Buttercup e Íñigo además de las suyas, asegurándose de que estaban bien sujetas alrededor de Fezzik. La barca ya tenía pocas funciones que cumplir. Los había acercado, pero ahora las rocas que quedaban delante se habían hecho visibles y Westley gritó por encima del estruendo:
—¡Sálvanos, Fezzik, sálvanos o moriremos!
Pero resulta que Fezzik, como todo el mundo sabe, tenía una crisis terrible de autoestima. Estaba totalmente a favor de la teoría que había detrás de las palabras de Westley: salvar a la gente. Qué maravilloso. ¿Qué podía haber en el mundo más maravilloso que salvar a las personas, en especial a estas tres que ahora le acompañaban? Nada. Así que, en teoría, tenía que estar listo para tirarse al agua.
En la práctica, se quedó sentado en el fondo de la barca, temblando.
—¡Fezzik, ahora! —gritó Westley.
Fezzik se puso a temblar mucho más fuerte.
—Necesita una rima —le explicó Íñigo a Westley. Y luego le dijo a Fezzik:
—Fezzik no es ningún cero.
Fezzik temblaba todavía más.
—¿Quieres una pista? —gritó Íñigo mientras la embarcación empezaba a partirse.
Todavía el tembleque.
—Fezzik es un héroe verdadero.
Fezzik no escuchaba nada de nada y se puso la cabeza entre las manos.
—¿De qué puede tener miedo? —gritó Buttercup.
—Fezzik —gritó Westley al oído del gigante—, ¿temes a los tiburones?
Todavía temblaba más. Y negó con la cabeza.
Ahora el torbellino empezaba a hacerlos girar.
—¿Es por el calamar gigante?
Todavía peor. Y volvió a negar con la cabeza.
Ahora el torbellino empezaba a succionarlos.
—¿Es por los monstruos marinos?
Más tembleque, más sacudidas de la cabeza.
Y Westley, consciente de que, tal como iban las cosas, ya casi no tenían posibilidades de salvarse, gritó:
—¡Dímelo!
Fezzik hundió la cabeza entre las manos.
Y entonces Westley gritó más fuerte que nunca:
—¡No hay nada peor que los monstruos marinos! ¿Qué es lo que te da tanto miedo?
Fezzik levantó su enorme cabeza y consiguió mirarlos:
—Que me entre agua por la nariz —murmuró—. No lo puedo soportar.
Y volvió a hundir la cabeza.
A esas alturas la barca se hundía. En los momentos finales se agarraron a los restos y Westley dijo:
—Yo estoy demasiado débil para hacerlo.
E Íñigo dijo:
—Y yo soy español: yo no le cojo la nariz a otro hombre.
Y Buttercup, no por última vez, se oyó a sí misma decir:
—¡Hombres!
Y entonces, cuando el torbellino ya los tenía atrapados, levantó las dos manos y las apretó fuerte sobre la nariz de Fezzik.
El torbellino supo desde el primer momento que los tenía; llevaba siglos sin perder una sola batalla, ni siquiera cuando un soldado que volvía de las Cruzadas lo pilló en un momento de especial calma, consiguió casi superarlo a nado, y llegó a pocos metros de la orilla de la isla del Único Árbol antes de quedar exhausto e irse a pique; y entonces el torbellino no erró el golpe: lo mantuvo en el fondo más tiempo del que nunca había mantenido a nadie antes de aflojar, dejarlo flotar y entregarlo a los tiburones, que aguardaban impacientes.
Aquel día los tiburones también esperaban, contentos, cuatro piezas que devorar, y nadaron justo hasta los alrededores del torbellino, observando los cuerpos que se hundían. Fezzik no opuso ninguna resistencia, no hizo nada hasta asegurarse de que Buttercup le tapaba bien la nariz. Entonces el torbellino los hundió, los llevó hasta el fondo y Fezzik dejó que ocurriera, esperando simplemente que los otros pudieran aguantar la respiración mucho más tiempo del que lo habían hecho nunca, y pronto pudo tocar el fondo del mar. Aquí no era muy profundo, a los torbellinos no les gustaban las profundidades, y Fezzik levantó su enorme cuerpo e hizo fuerza con sus poderosas piernas, empujó mucho más fuerte de lo que nunca lo había hecho. Tan pronto como su cuerpo inició la trayectoria ascendente, empezó a mover los brazos, sus brazos grandes e infatigables, agitándolos como aspas de molino con una furia que el torbellino no había visto jamás, e hizo todo lo que pudo —incrementó sus rugidos, aceleró el ritmo de su remolino—, pero los brazos no se detenían, nada podía hacerlos parar, y las cadenas aguantaban, y los otros no eran conscientes de la batalla que se libraba, pero Fezzik supo, tan pronto como emergió al otro extremo del torbellino, que Íñigo había acertado con su rima, que definitivamente él no era un cero, no precisamente hoy…
Seguían encadenados cuando alcanzaron la orilla de la isla del Único Árbol, y siguieron así dos días más, todos ellos inmóviles, medio muertos por las heridas y el tormento y el agotamiento. Luego se desencadenaron y, siempre juntos, empezaron a explorar su nuevo hogar.
Yo otra vez, por supuesto, lo lamento mucho, pero no querréis leer ahora diez páginas sobre vegetación (la fijación con los árboles de Morgenstern ataca de nuevo. Su tesis aquí es que la isla del Único Árbol, un lugar muy cercano al paraíso, es lo que todo Florin podría ser si la gente no se dedicara a talarlo todo). Los cuatro personajes van recuperando las fuerzas lentamente. Buttercup los cuida y Fezzik se ocupa de conseguir comida, de cocinar y de limpiar el pescado que constituye buena parte de su dieta. (Buttercup, un día en el que no ocurre nada en especial, le hace un regalo para su nariz: una pinza de tender ropa. Y resulta que Fezzik se vuelve loco de alegría. Es de su talla exacta, no se separa nunca de ella, etcétera, etcétera, y equipado con esto, Fezzik inicia el rastreo de la zona, nadando por todos lados; luchando con tiburones y succionando calamares —que tienen un sabor parecido al pollo, he pensado que los más aprensivos de vosotros agradeceríais la información—, y cada día les trae algo de cenar.) En resumen, este fragmento acaba con la luna bien alta, una noche perfecta, muy romántica y todo eso. Íñigo y Fezzik están ya acostados en sus tiendas. Buttercup y Westley están a solas, sentados frente a una hoguera parpadeante.
—¿Sabes que tú y yo sólo nos hemos besado? —dijo Buttercup, mirando las ascuas.
—Por supuesto —contestó Westley.
Al no obtener la respuesta esperada, Buttercup lo intentó de nuevo:
—Desde luego que hemos tenido nuestra dosis de aventuras, nadie lo puede negar. Y amor verdadero… Para tener todo esto, debemos de ser las criaturas más afortunadas.
—Desde luego, las más afortunadas —asintió Westley.
—Pero —dijo entonces Buttercup, intentando adoptar un tono desenfadado—, hasta ahora, lo que está claro es esto: sólo nos hemos besado.
—¿Es que hay algo más? —preguntó Westley. Entonces rozó la mejilla de Buttercup con los labios, suspiró—. Seguramente no debe de haber nada más.
Eso era de alguna manera insincero de su parte, puesto que había sido Rey del Mar varios años y, bueno, había cosas que sucedían.
—Chico bobo —le dijo ella, sonriéndole—. Yo sé lo suficiente para los dos. Por supuesto que se me supone, con todas esas clases que tomé sobre artes amatorias en la Royalty School.
Había asistido a las clases, pero, puesto que Humperdinck había ordenado a sus profesores que no le enseñaran nada en absoluto, Buttercup, a pesar de sonreír, estaba aterrada.
—Estoy ansioso de que empiecen tus enseñanzas.
Ella le miró el rostro perfecto. Pensó que, por encima de todo, quería que las cosas salieran como las llevaba en el corazón. Pero ¿y si fracasaba? ¿Y si ella resultaba ser otro caso de mucho hablar, poco hacer y al final, él se cansaba y la abandonaba?
—Sé tantas cosas que me resulta difícil saber en qué lugar preciso es mejor empezar. Si voy demasiado rápida, levanta la mano.
Esperó y, cuando vio la indefensión en su mirada, él se dio cuenta de que jamás la había amado tanto ni tan profundamente.
—¿Intentarás no reírte de mí?
—Jamás me burlaría de un principiante como tú. Sería cruel ridiculizar tu ignorancia cuando, por supuesto, yo estoy totalmente instruida.
—¿Empezamos de pie o tumbados?
—Una muy buena pregunta —dijo Buttercup rápidamente, sin tener la más remota idea de qué más decir—. Hay una gran controversia sobre qué postura…
—Bueno, pues entonces tal vez sería mejor cubrir las dos contingencias. ¿Por qué no voy a buscar una manta, para el caso de que sea mejor tumbarse?
La manta que trajo y extendió para los dos era suave, y la almohada todavía más suave.
—En el caso de que nos tuviéramos que tumbar, ¿deberíamos estar juntos sobre la manta o bien separados?
—De nuevo, sobre esto hay también una gran controversia —respondió ella—. Verás, uno de los problemas de saber tanto de un tema es que siempre ves los dos lados de las cosas.
—Tienes mucha paciencia conmigo y te lo agradezco —dijo, y le tendió una mano—. Podríamos hacer lo siguiente: podríamos intentar permanecer tumbados muy juntos sobre la manta y experimentar, más o menos.
Buttercup tomó su fuerte mano:
—Mis profesores eran muy partidarios de experimentar.
Ahora estaban muy juntos sobre la manta. La brisa, al verlo, sabiendo todo lo que habían pasado hasta llegar a ese momento, pensó que sería agradable acariciarlos. Las estrellas, al verlo, pensaron que sería un detalle palidecer un rato. La luna entendió todo el concepto y se escondió un poco detrás de una nube. Buttercup seguía cogida de su mano. Se preguntó un instante si no sería más sensato detenerse ahora, confesar la verdad e intentarlo otra noche. Estaba a punto de proponerlo, pero entonces lo miró profundamente a los ojos. Eran del color del mar antes de la tormenta y lo que leyó en ellos le dio fuerzas para continuar…
¿Queréis saber algo sorprendente? A Willy le gustó esta escena. Recuerdo que cuando mi padre me leía La princesa prometida, yo odiaba todas las partes de besuqueo. Le dije antes de leerlo que quizá lo encontraría un poco carente de audacia, quizá eso ayudó. Su única pregunta después de esta escena fue «qué tipo de cosas» ocurrían cuando Westley era Rey del Mar. Le contesté que si Morgenstern hubiera querido que lo supiéramos, nos lo hubiera contado. (Se lo tragó. Uf.)
Pero bueno, probablemente no os sorprenderá saber que los nueve meses de rigor pasaron bastante rápido y…
—Creo que el anochecer sería un momento muy bonito —dijo Buttercup—. Creo que eso le gustaría, abrir los ojos al mundo en ese momento. Sí, que sea al anochecer.
Estaba hablando a los otros mientras desayunaban, y todos estuvieron de acuerdo. De hecho, como ninguno de ellos tenía ninguna experiencia dando a luz, poco podían discutir. Y nadie le podía discutir a Buttercup la manera en que cuidaba de sí misma. En los nueve meses desde que ella y Westley hicieron el amor por primera vez, había florecido, y había manejado su situación con una serenidad admirable en alguien tan joven. Es cierto que los primeros meses le trajeron unos leves mareos matutinos que, sí, resultaban desagradables. Pero todo lo que debía hacer para ahuyentarlos era mirar a Westley y decirse a sí misma que estaba trayendo a un ser como él al universo. Y entonces, puf, el mareo desaparecía.
Sabía que su primer hijo sería un niño. Tuvo un sueño durante el primer mes en que así era. El sueño se repitió un par de veces más. Y después de esto, ya no tuvo ninguna idea. Y se comportó durante todo el embarazo como si fuera el más normal de los estados humanos. Te hinchabas, cierto, pero eso no te impedía hacer vida normal, que en su caso consistía en ayudar a Fezzik a menudo a cocinar, ayudar a Íñigo a recomponer su corazón, pasear y conversar con Westley, hablar de su futuro juntos, dónde se instalarían, qué iban a hacer con el resto de sus vidas teniendo en cuenta que el hombre más poderoso de la tierra se había propuesto matarlos.
Después de la cena, se sentía preparada. Westley le había hecho una cama especial para dar a luz, con el heno más suave y unos almohadones todavía más blandos. Estaba orientada al oeste, y prendió un fuego cerca, y puso marmitas a hervir con el agua más pura. Una hora antes de la puesta del sol, cuando las contracciones venían con cinco minutos de diferencia, la llevó hasta la cama y la posó delicadamente sobre ella. Entonces se sentó a su lado y le iba dando masajes. Ella se sentía tan feliz como él, y cuando el sol empezó a ponerse las contracciones venían con dos minutos de diferencia.
Buttercup miró fijamente al sol poniente y sonrió, tomó la mano de Westley y le susurró:
—Es lo que siempre he querido en este mundo, dar a luz a tu hijo a esta hora, contigo a mi lado.
Estaban los dos tan felices, y Westley le dijo:
—Somos un solo latido.
Y ella le dio un beso y le contestó:
—Y siempre lo seremos.
Mientras eso sucedía, Íñigo hacía esgrima con las sombras, una práctica excelente si no tienes un oponente adecuado. Westley, por supuesto, era buenísimo, y se habían pasado muchas horas felices acuchillándose el uno al otro. Pero ahora, a medida que la puesta de sol terminaba, Íñigo se propuso acabar pronto para ir a dar la bienvenida al bebé.
Fezzik normalmente los vigilaba, o sólo a Íñigo cuando era el caso. Pero no esa noche. Hoy se escondía en el extremo del único árbol de la isla del Único Árbol, el rascacielos. Y se aguantaba el estómago e intentaba no quejarse y ser una molestia, pero la verdad era ésta: para ser el hombre más fuerte de la tierra, para ser un hombre que se ganaba la vida haciendo daño, Fezzik era muy aprensivo. Podía soportar la visión de la sangre tan bien como cualquier luchador, siempre y cuando se tratara de la de un adversario. Pero les había preguntado a Westley y a Íñigo cómo iba a ser el nacimiento del bebé de Buttercup, y aunque ninguno de los dos era experto en el tema, ambos le indicaron que podía haber un poco de sangre, además de otro tipo de secreciones.
Fezzik rodó por los suelos cuando las palabras «otro tipo de secreciones» llegaron a sus oídos. Había una palabra turca que describía tales cosas: puaj. Fezzik se aguantó el estómago y pensó puaj una y otra vez. Supo, por las estrellas que brillaban en el cielo, que el chico estaba a punto de llegar.
Pero, hacia la medianoche, supieron que algo andaba mal.
Las contracciones venían cada minuto cuando brillaron los últimos destellos del sol… pero ahí se quedaron. A las diez seguían igual, y Buttercup lo hubiera llevado discretamente, como lo había hecho las horas precedentes…
… pero a medianoche empezó a tener espasmos en la espalda. Eso lo podía soportar; Westley estaba a su lado, ¿qué eran aquellos espasmos? Se estaba preparando para convivir un buen rato con ellos…
… hasta que el dolor se arrastró desde la espalda a las caderas, bajó hasta una pierna, luego a la otra, las puso al rojo vivo…
… y el ardor en las piernas fue el inicio de su tormento.
Fue empalideciendo pero seguía siendo Buttercup y estaba iluminada por el brillo de las llamas. Todavía entonces era una visión digna de ver.
Hasta el amanecer no se dieron cuenta de lo que el dolor le había hecho.
Westley estuvo con ella todo el tiempo, le frotó la espalda, le dio masajes en las piernas, le secó el sudor de la frente con una toalla. Se portaba maravillosamente.
Hacia mediodía sabían ya que algo iba muy, muy mal.
Fezzik rugía de vez en cuando, echaba un vistazo, se marchaba corriendo y se metía en su escondite, indefenso. Íñigo se aferraba a la espada de seis dedos y luchaba con las brisas hasta que se dio cuenta de que el sol empezaba de nuevo a bajar y que estaban en el segundo día.
—No quiero que te preocupes —le susurró Buttercup a su amado.
—De momento no pasa nada extraño —le contestó Westley—. Por lo que he oído, treinta horas es perfectamente normal.
—Bien, me alegra saberlo.
Cuando llegó el amanecer siguiente y la muchacha empezaba claramente a debilitarse, logró decir:
—¿Qué más has oído?
Y Westley dijo:
—Todo el mundo está de acuerdo en esto: cuanto más largo es el parto, más sano nace el bebé.
—Qué suerte tendremos de tener un bebé sano.
Cuando llegó la segunda puesta de sol la preocupación ya era sólo la supervivencia.
Fezzik sollozaba detrás del árbol mientras Westley consultaba con Íñigo. Hablaban con calma, pero el terror empezaba a rondarlos.
—Yo no sé nada de estas cosas —dijo Íñigo.
—Ni yo.
—He oído de un corte que puede salvar la vida. Se corta a la mujer de alguna manera.
—¿Y matar a mi amada? Mataría a cualquiera que lo intentara.
En aquel preciso instante Buttercup gritó y Westley corrió a atenderla y se dejó caer a su lado.
—Lamento ser… un problema…
—¿Por qué has gritado?
Buttercup le cogió la mano, la apretó con mucha fuerza.
—Tengo la columna… ardiendo.
Westley sonrió:
—Qué suerte tenemos. Cuando sucede esto en la columna, bueno, es una clara señal de que nuestro hijo está a punto de nacer.
—Lo de la columna no es nada, al menos cuando te acostumbras. Yo ya sabía lo que es el dolor, cuando escuché que Roberts te había matado. Eso fue algo difícil de superar. Entonces sí que sufrí. Pero esto —dijo, tratando de chascar los dedos, pero su cuerpo no la obedecía—, esto no es nada.
—Íñigo y yo estábamos hablando sobre adonde ir una vez seamos una familia. ¿Te acuerdas de cómo, antes de abandonar la granja de tu padre, pensaba en emigrar a América? A mí me parece una buena idea, ¿qué te parece?
Ella susurró:
—¿América?
—Sí, en algún lugar al otro lado del océano, ¿y sabes cuándo fue la primera vez que te amé?
—… dímelo…
—Bueno, éramos jóvenes y tú me acababas de vejar terriblemente, me habías llamado memo y tonto como solías hacer en aquellos tiempos. «Granjero, ¿por qué no puedes hacer nunca nada bien? Granjero, eres un inútil, inútil y bobo y no harás nunca nada de provecho».
Buttercup logró sonreír un poco:
—Era insoportable.
—En tus días «buenos» eras insoportable, pero podías ser mucho peor que eso, y cuando los chicos empezaron a perseguirte fuiste lo peor. Un anochecer, cuando todos ya se habían marchado y yo estaba en el establo cepillando a Caballo, tú llegaste, canturreando y haciendo el tonto, y dijiste: «Puedo tener a cualquier chico del pueblo y bla, bla, bla», y yo me fui a mi choza y me dije: «Ya he tenido bastante, por mí puedes quedarte con todos esos idiotas que yo me marcho», e hice las maletas y me dispuse a salir de la granja, y entonces miré hacia tu ventana y pensé «lamentarás haberme humillado porque un día volveré con todas las riquezas de Asia; adiós para siempre».
—¿En serio me abandonaste…?
—Eso fue la teoría. Pero la realidad fue ésta: me di la vuelta y di un paso hacia la puerta y pensé: «¿Qué valor tienen todas las riquezas de Asia sin su sonrisa?». Y luego di otro paso y pensé: «¿Y si esa sonrisa llega y yo no estoy aquí para verla?». Y me quedé allí junto a tu ventana y me di cuenta de que tenía que estar ahí en caso de que a tu sonrisa se le ocurriera aparecer. Porque me quedaba tan indefenso cuando eso ocurría, me quedaba tan deslumbrado por tu esplendor, estaba tan extasiado de estar cerca de ti, aunque tú sólo me insultaras. Jamás podía haberme marchado.
Ella sonrió con la sonrisa más dulce que pudo.
Westley le hizo un gesto a Íñigo para que se acercara:
—Creo que hemos llegado al momento crítico —le susurró.
—Ya lo veo —le susurró Íñigo como respuesta.
Pero vivían de la esperanza y ambos lo sabían, y Westley la abrazaba con mucha delicadeza a medida que su aliento se iba debilitando, Íñigo le dio unos golpecitos en la espalda a Westley como hacen los camaradas en momentos así, haciendo gestos con la cabeza como diciendo que todo saldría bien. Y Westley le devolvía los gestos. Pero Íñigo, en su corazón, sabía una cosa: aquello iba a acabar pronto.
Y detrás del árbol, Fezzik, solo, jadeaba, porque él sabía una cosa: de pronto ya no estaba solo. Empezó a intentar buscarlo, porque algo lo invadía, le invadía el cerebro, y el sólo sabía que su cerebro necesitaba un poco de ayuda, pero Fezzik siguió luchando porque cuando te sientes invadido, no sabes nunca quién va a venir a acompañarte, si un ayudante o un estropeante, alguien bueno o, lo más aterrador, alguien que desea tormento. La madre de Fezzik había sido invadida el mismo día que conoció a su padre, puesto que se suponía que era demasiado tímida como para acercarse a él y flirtear de la manera en que las chicas turcas acostumbraban a hacerlo en aquellos días, de modo que se limitó a quedarse a un lado mientras las otras chicas del pueblo se abalanzaban sobre él. Y ella quería al padre de Fezzik, quería pasar el resto de su vida con él, eso lo sabía, pero se quedó al margen, dejando el campo libre a las chicas más audaces… pero luego sintió la invasión y, de pronto, la madre de Fezzik se sintió de hierro, y su nuevo inquilino temporal le dio la confianza para hacer cosas maravillosas, de modo que volvió a reunirse con las otras coquetas del pueblo y las superó a todas, con su sonrisa ostentosa y la admirable manera en que su cuerpo se movía. Al menos lo hizo así, y el padre de Fezzik se quedó cautivado con ella, y aunque el invasor se marchó aquella misma noche, se casaron y su madre se puso tan contenta y su padre sólo se preguntaba, a medida que pasaban los años, se preguntaba qué había sido de aquella criatura gloriosa que había ganado su corazón…
Fezzik sentía su poder creciente a medida que el invasor lo iba controlando. Su último pensamiento fue en realidad una plegaria: por favor, seas quién seas, si vas a hacerle daño al bebé, házmelo primero a mí.
Y junto al fuego, Westley sujetaba a Buttercup con fuerza y le dirigía palabras de optimismo, e Íñigo respondía siempre en el mismo tono.
Hasta esa terrible hora cincuenta del parto de Buttercup, cuando Íñigo ya no fue capaz de mentir y pronunció las temidas palabras: «La hemos perdido».
Westley miró su rostro sin expresión y era cierto, y él no había hecho nada para salvarla. Ni una sola vez en toda su vida, excepto cuando estaba en la Máquina, había dejado que las lágrimas lo visitaran, ni siquiera cuando sus amados padres fueron torturados ante sus propios ojos, ni una sola vez, nunca, jamás.
Ahora flaqueaba. Cayó al lado de su amada e Íñigo no podía más que contemplarlos, incapaz de hacer nada. Y Westley se preguntó qué iba a hacer hasta que la muerte le llegara, porque seguir viviendo solo era imposible. Habían luchado en el Pantano de Fuego y habían sobrevivido. Si hubiera sabido cómo iban a acabar, pensó Westley en aquel momento, los hubiera dejado morir entonces. Al menos así hubieran estado juntos.
Y entonces, de detrás de él, llegó el sonido más extraño de todos los que habían oído nunca; un sonido incorpóreo, como si hablara un cadáver, y el sonido retumbó hacia ellos:
«Tenemos el cuerpo».
Íñigo dio vueltas sobre sí mismo y luego gritó al cielo nocturno. Y Westley, de desesperación, se quedó tan sorprendido del sonido que también dio vueltas y gritó a la noche.
Algo avanzaba hacia ellos desde la oscuridad.
Ambos entornaron los ojos para asegurarse. Sus ojos no les engañaban.
Fezzik avanzaba hacia ellos en la oscuridad.
O al menos, algo que parecía Fezzik avanzaba hacia ellos. Pero sus ojos brillaban y su ritmo era rápido, y su voz… ninguno de ellos había nunca oído una voz así. Tan profunda, atronadora y mesurada a la vez. Y el acento era también algo que jamás habían escuchado. No hasta que llegaron a América. (O, para ser más precisos, cuando los que seguían vivos llegaron.)
—Fezzik —dijo Íñigo—, no es el momento.
—Tenemos el cuerpo —volvió a decir Fezzik—. Tenemos a un bebé sano atado dentro. Lleva demasiado tiempo esperando.
Ahora el gigante se arrodilló junto a la mujer inmóvil, le hizo un gesto a Westley para que se apartara, posó el oído sobre ella y dio una palmada fuerte con las manos.
—Tú —dijo, dirigiéndose a Íñigo—, tráeme agua y jabón para desinfectarme las manos.
—¿Dónde ha aprendido esas palabras? —preguntó Westley.
—No lo sé, pero creo que será mejor que obedezca —dijo Íñigo, apresurándose hacia el fuego.
Y ahora Fezzik señalaba la espada grande:
—Esterilízala en el fuego.
—¿Por qué? —dijo Íñigo, llevándole a Fezzik el jabón y la toalla.
—Para hacer el corte.
—No —dijo Westley—. ¡No voy a dejar que le des la espada!
Y entonces la voz adquirió un poder más aterrador que nunca.
«Este niño es un holgazán. Así es como llamamos a los que se demoran demasiado en nacer. Pero éste es peor que eso: viene de espaldas. Y tiene una vuelta de cordón umbilical que le aprieta la garganta. Así que, si deseas vivir tu vida a solas, guárdate la espada. Pero si deseas tener un hijo y una mujer a tu lado, haz lo que te digo».
—Que sea para lo mejor —dijo Westley, e hizo un gesto a Íñigo para que le entregara la gran espada al gigante.
Fezzik la llevó hasta el fuego, calentó la punta hasta dejarla al rojo vivo, volvió al lado de la dama y se arrodilló.
—Ahora el cordón umbilical aprieta mucho. La respiración se está acabando. Tenemos poco tiempo.
Y durante un rato Fezzik cerró los ojos, respiró profundamente. Y entonces procedió.
Y sus manos enormes eran tan delicadas, los dedos gigantes tan expertos, y mientras Westley e Íñigo observaban, las manos de Fezzik cumplían su cometido, y la espada tocó la piel de Buttercup, y entonces hizo el corte, largo y preciso, y luego brotó la sangre, pero los ojos de Fezzik sólo brillaron un poco y sus dedos bailaban, y tocó por dentro y con delicadeza la sacó, sacó a la niña del vientre, una niña, Buttercup estaba equivocada, era una niña, y aquí estaba finalmente, rosada y blanca como un caramelo…
… aquí estaba Waverly…
Al principio ella estaba bastante más abajo, contorsionándose y girando con el impulso y el viento. Fezzik no había visto nunca el mundo así, desde esas alturas, a cinco mil metros y sin nada debajo para detener la caída; nada más que unas formaciones rocosas al fondo de todo.
La llamó pero, por supuesto, ella no podía oírle. Intentó acercarse pero, por supuesto, no ganaba nada. Hay leyes científicas que explican que los cuerpos caen a la misma velocidad, sea cual sea su tamaño. Pero los que hacen las leyes no intentaron nunca explicar a Fezzik, porque sus pies, tan inútiles a la hora de buscar puntos de apoyo en laderas escarpadas, no tenían parangón cuando revoloteaban en el aire en caída libre. Preparó las manos para recibir la entrega y entonces se puso a trabajar, moviendo los brazos con fuerza y revoloteando con los pies a una velocidad que, si intentabas verlos, era imposible, y entonces Fezzik tomó más velocidad…
… y la distancia entre ellos empezó a reducirse. De treinta metros a la mitad, luego la mitad de eso, luego otra mitad y cuando estuvo muy cerca, Fezzik la llamó, con su palabra:
—¡Niiiiña!
Ella lo oyó y miró hacia arriba y cuando tuvo sus ojos, Fezzik hizo su mueca favorita —tocando la punta de la nariz con la lengua— y ella lo vio, por supuesto, y entonces, claro, la niña se echó a reír feliz.
Porque ahora sabía lo que estaban haciendo. Tan sólo otro de sus juegos gloriosos, de esos que siempre acababan tan felizmente…
Desde el principio fueron distintos. A veces, cuando ella era muy chiquita y dormía la siesta y Fezzik ayudaba a Buttercup, él decía:
—Tiene que despertarse.
Y Buttercup decía:
—No, no es cierto, simplemente…
Y entonces se callaba hasta decir «es cierto», porque Waverly empezaba a pestañear y llevaba el pañal empapado, y Buttercup miraba a Fezzik en esos momentos llena de asombro.
O a veces Waverly y Buttercup jugaban alegremente y Fezzik las observaba, siempre allí, contemplándolas muy de cerca, y Buttercup decía:
—Fezzik, ¿por qué tienes esa cara tan triste?
Y Fezzik contestaba:
—No soporto que se ponga enferma.
Y entonces, aquella noche, la niña tenía fiebre.
El gigante sabía cuándo tenía hambre, cuándo estaba cansada, sabía por qué sonreía. Y cuándo la pataleta estaba a punto de llegar.
Lo cual le convertía, a ojos de Buttercup, en el canguro perfecto, puesto que, ¿cómo se podía superar a un canguro que era capaz de prever lo que iba a ocurrir? De modo que Fezzik la cuidaba todo el tiempo, y cuando se dormía él se sentaba entre la niña y el sol. Y por eso, cuando la niña creció, lo llamaba «sombra»… porque él era esto, la sombra de sus primeros días.
Más adelante, cuando ella aprendió algunos juegos, no tenía más que parpadear en dirección a él para que Fezzik supiera no sólo que quería jugar, sino a qué juego. Westley estaba de acuerdo con Buttercup en que, a pesar de que, sí, la suya, la suya era una relación canguro-niño fuera de lo habitual, era una bendición, puesto que a ella le proporcionaba tiempo para cicatrizar y recuperarse y, mucho mejor, a la pareja tiempo para estar a solas. De modo que Fezzik y Waverly aprendieron el uno del otro y lo pasaban bien juntos. Con altercados ocasionales, por supuesto, pero eso viene incorporado, como Buttercup le explicó un día, con el hecho de ser madre.
—¿Puede venir Waverly a jugar conmigo en el torbellino? —preguntaba Fezzik todo el tiempo.
Buttercup vacilaba:
—Es que se cansa demasiado, Fezzik.
—Por favor, por favor, por favor.
Buttercup acababa cediendo, claro, y entonces se marchaban, pasando primero a buscar la pinza para la nariz, y se metían en el agua, con Waverly sentada con seguridad en su cabeza y las manos de Fezzik sujetándole las piernas, y ¡splash! Mirarlos, como Íñigo y los padres de la niña hacían a menudo, resultaba realmente mágico. Porque Fezzik, una vez conquistado el torbellino, había trabado amistad con él: pateaba para conseguir velocidad, luego nadaba hasta el remolino y se dejaba transportar por él, con Waverly gritando emocionada y Fezzik equilibrándose mientras juntos se deslizaban por el agua, su juego favorito, que casi siempre acababa con tanta alegría…
Fezzik estaba ahora lo bastante cerca para alcanzarla, así que lo hizo, cogió a la niña entre sus brazos, hizo otra mueca, ahuyentó sus miedos.
—Sombra —le dijo ella, feliz.
Ahora estaban a mil metros.
Entonces la acercó más hacia él.
Luego a unos setecientos metros.
A medida que las rocas se aproximaban más y más, sabía que jamás se podría salvar. Pero si lograba arropar a la niña con su cuerpo, si conseguía tenderse boca arriba y cogerla con los brazos para que su poderosa espalda absorbiera todo el golpe, tenían muchas posibilidades de que ella recibiera una sacudida, sí, una terrible sacudida.
Pero podría sobrevivir.
Echó el cuerpo bien plano a contraviento. La atrajo hacia él con toda su fuerza delicada.
—Niiña —le susurró al final—, si alguna vez necesitas sombra, piensa en mí.
Una mueca final.
Una carcajada maravillosa por respuesta.
Fezzik cerró entonces los ojos, pensando sólo en esto: gracias a Dios que, al fin y al cabo, he sido un gigante…
Cuando acabé, Willy estaba en silencio. Recogió su pelota de béisbol y su frisbi y tocó el botón del ascensor. Era la hora de la cena y tenía que llevarlo de vuelta a casa. No volvió a decir nada hasta que estuvimos en la calle.
—No me creo que Fezzik se muera. Me da igual cómo se llame el capítulo.
Yo asentí con la cabeza. Anduvimos en silencio, y ¿recordáis cómo Fezzik era capaz de adivinar lo que le pasaba a Waverly ? Pues bien, a mí me pasa lo mismo con Willy, al menos cuando tengo un buen día, y entonces supe lo que iba a preguntarme.
—Abuelo… —dijo finalmente.
¿Creéis que eso me gusta? ¿Os acordáis de la cantidad de dinero que Westley iba a obtener cuando decidió abandonar a Buttercup harto de que ella lo atormentara con sus comentarios sobre los chicos del pueblo? Me gusta en esa cantidad.
—Habla al micrófono —le dije, imitando un micro con la mano.
—Vale… ¿sabes aquella cosa que invadió a Fezzik? Es eso lo que no entiendo. ¿Cómo sabía la cosa que tenía que invadirlo en aquel momento preciso? Quiero decir que, si lo hubiera invadido un día antes, se tendría que haber esperado dentro de él veinticuatro horas, sintiéndose un poco tonto.
Le dije que dudaba que aquella pregunta hubiera sido formulada en el planeta Tierra alguna vez.
Jason y Peggy estaban esperando en la puerta.
—Ha estado bien, papá —dijo Willy—. Jugaba mucho con el tiempo.
—De verdad necesitamos otro novelista en la familia —dijo Jason, y yo me reí y los abracé a todos y luego me dispuse a volver a casa. Hacía una fantástica noche de primavera, de modo que dejé que el parque se apoderara un rato de mí, mientras andaba en silencio, pensando.
Lo primero que hay que decir: Morgenstern no ha perdido demasiado de su empuje. Ésta es una obra claramente distinta de La princesa prometida, pero él era mucho más viejo cuando la escribió.
Y puesto que tal vez éste sea el final de mi intervención, tengo un par de ideas finales que expresar.
Como Willy, yo tampoco pienso que Fezzik fuera a morir aquí. Apuesto a que Morgenstern lo salva. Ya lo salvó de la flecha de Humperdinck con la capa del holocausto, y aquí también se le ocurrirá algo.
El Fragmento Inexplicado de Íñigo. ¿Qué era? ¿No nos podía haber dado al menos un par de pistas referentes al por qué? ¿Va a tener sentido más adelante?
¿Quién era el loco de la montaña? ¿Nació realmente sin piel? ¿Cómo capturó a Waverly? ¿Era él mismo el secuestrador, o pertenecía a una banda? Y si era miembro de una banda, ¿quién era el jefe?
¿Y quién invadió a Fezzik?
En aquel momento me adelantó una pareja atractiva. Ella estaba muy embarazada y yo le deseé una Waverly, y entonces me di cuenta de una cosa; ésta:
Hemos hecho juntos un largo recorrido, vosotros y yo, desde que Buttercup figuraba sólo entre las veinte mujeres más bellas de la tierra (debido a su potencial), montando a caballo y mofándose del granjero, e Íñigo y Fezzik fueron traídos para matarla. Vosotros me habéis escrito cartas, habéis mantenido el contacto, y jamás sabréis cuánto os lo agradezco. Una vez estaba en la playa de Malibú, hace años, y vi a un muchacho que rodeaba con el brazo a su chica, y ambos llevaban camisetas en las que ponía WESTLEY NEVER DIES («Westley no morirá nunca»).
Me encantó.
¿Y sabéis qué? Estos cuatro me gustan: Buttercup y Westley, Fezzik e Íñigo. Todos han sufrido, han recibido castigos, no han sido educados con cucharitas de plata. Y siento realmente unas fuerzas terribles que se ciernen a su alrededor. Realmente sé que les esperan cosas peores de las que jamás han vivido. ¿Sobrevivirán siquiera? La muerte del corazón, dice el subtítulo. ¿Muerte de quién? Y quizás todavía más importante, ¿del corazón de quién? Morgenstern ni siquiera les ha dado nunca una oportunidad fácil de ser felices.
Esta vez, espero de verdad que los deje llegar hasta ahí…
Florin City/Nueva York
16 de abril de 1998