6LOS FESTEJOS

Este es otro de esos capítulos en los cuales, según el profesor Bongiorno, de Columbia, el gurú florinés, el genio satírico de Morgenstern alcanza su pleno florecimiento. (El hombre utiliza siempre expresiones como éstas: «pleno florecimiento», «humorismo delicioso», y así sucesivamente.)

Este capítulo sobre los festejos es, en su mayoría, una descripción detallada de… ¿a que no lo adivináis? ¡Acertasteis! De los festejos. Las nupcias tendrían lugar ochenta y nueve días más tarde, y todos los copetudos de Florin debían agasajar a la pareja; lo que hace Morgenstern es llenar páginas y páginas con detalles sobre cómo atendían a sus invitados los ricachones de la época. Qué clase de fiestas, qué tipo de comidas, quién se encargaba de la decoración, cómo se disponía a los comensales en la mesa, todo ese tipo de cosas.

La única parte interesante, aunque no merece la pena leer cuarenta y cuatro páginas para enterarse, es la que describe cómo el príncipe Humperdinck se interesa cada vez más en Buttercup, llegando incluso a reducir un poco sus actividades de caza. Y, lo más importante, debido al fracasado intento de secuestro, se producen tres cosas: 1) todo el mundo está prácticamente convencido de que la trama fue urdida por Guilder, de modo que las relaciones entre ambos países son algo más que tensas; 2) todo el mundo adora a Buttercup, pues ha corrido la voz de que se comportó con gran valentía y que incluso logró salir con vida del Pantano de Fuego; y 3) el príncipe Humperdinck es, por fin, y en su propia tierra, un héroe. Nunca había sido popular, en parte debido a su fetichismo por la caza y a las prolongadas ausencias en las que permitió que su país se pudriera cuando su padre se volvió senil; pero la forma en que frustró el rapto sirvió para que todos se dieran cuenta de que aquél era un hombre bravío, y que era una suerte que fuese heredero de la corona.

En fin, estas cuarenta y cuatro páginas describen más o menos el primer mes de festejos. Sólo hacia el final, las cosas vuelven a ponerse interesantes. Buttercup está tendida en la cama, exhausta; es tarde, el fin de otra larguísima fiesta, y, mientras espera que el sueño llegue, se pregunta en qué mar navegará Westley y qué habrá sido del español y del gigante. Eventualmente, en tres veloces retrospectivas, Morgenstern regresa a lo que yo creo que es la narración propiamente dicha.

Cuando Íñigo volvió en sí, todavía era de noche en los Acantilados de la Locura. Allá abajo, se agitaban las aguas del Canal de Florin, Íñigo se movió, parpadeó, intentó frotarse los ojos y no pudo.

Tenía los brazos atados alrededor de un árbol.

Íñigo volvió a parpadear para aclararse la vista. Había caído de rodillas ante el hombre de negro, dispuesto a morir. Al parecer, el vencedor había tenido otras ideas. Como pudo, Íñigo echó un vistazo a su alrededor y encontró la espada con empuñadura para seis dedos; brillaba bajo la luna como un trozo de magia perdida, Íñigo estiró al máximo la pierna derecha y logró tocar la empuñadura. Acercó con el pie la espada todo lo posible para poder cogerla con una mano, y luego cortó las ataduras. Cuando se puso en pie sufrió un vahído; se frotó detrás de la oreja, donde le había golpeado el hombre de negro y notó que tenía un chichón; era de tamaño considerable, no cabía duda, pero aquello no constituía un grave problema.

Lo realmente grave era qué iba a hacer.

Las instrucciones de Vizzini para circunstancias como aquélla, cuando un plan fallaba, eran estrictas: Vuelve al principio. Volver al principio, esperando a Vizzini, reagruparse, volver a planear la acción y empezar de nuevo, Íñigo incluso había llegado a componer una rima para que Fezzik no tuviera problemas en recordar qué debía hacer en momentos de apuros: Bufón, bufón, vuelve al principio sin más dilación.

Íñigo sabía con exactitud dónde estaba el principio. Habían conseguido el trabajo en la misma ciudad de Florin, en el Barrio de los Ladrones. Como de costumbre, Vizzini se había encargado de las negociaciones. Se había entrevistado con su empleador, había aceptado el trabajo, lo había planeado, todo en el Barrio de los Ladrones. De manera que estaba claro que había que regresar allí.

Pero Íñigo odiaba aquel lugar. Todo el mundo era tan peligroso, tan grande, tan salvaje y musculoso…, ¿qué más daba que fuera el mejor espadachín del inundo?, ¿quién se enteraría con sólo mirarlo? Tenía toda la pinta de un pobre español delgaducho, al que podía ser divertido atracar. Uno no podía ir por el mundo portando un cartel que dijera: «Cuidado, soy el espadachín más grande del mundo desde que desapareciera el fenómeno de Córcega. No me atraquéis».

Además, y al pensarlo, Íñigo sintió un profundo dolor. Ya no era un gran espadachín, imposible, ¿acaso no acababa de ser derrotado? Antes sí había sido un titán, pero ahora…, ahora…

A continuación sigue un soliloquio de seis páginas que vosotros no leeréis y que Morgenstern aprovecha para dejar constancia, a través de Íñigo, de las angustias que produce la fugacidad de la gloria. El motivo por el que incluyó aquí este soliloquio radica en que la obra anterior de Morgenstern había sido despedazada por la crítica y no se había vendido ni un solo ejemplar. (Un inciso. ¿Sabíais que del primer libro de poemas de Robert Browning no se vendió ni uno solo? Es la verdad. Ni siquiera su madre compró uno en la librería de su ciudad. ¿Habéis oído alguna vez algo más humillante? Imaginaos por un momento que estáis en el lugar de Browning, que habéis publicado vuestro primer libro y que alimentáis la secreta esperanza de que ahora, ahora, seréis alguien. Establecido, importante. Y dejáis pasar una semana antes de preguntar al editor cómo van las cosas, porque no queréis parecer pesados ni nada por el estilo. Y después pasáis por el despacho del editor como quien no quiere la cosa, y probablemente en esa época todo era muy inglés y flemático, y como sois Browning charláis un poco de esto y de aquello, antes de formular la gran pregunta: «Ah, por cierto, ¿hay alguna idea de cómo marchan mis poemas?». Entonces, el editor, que había temido este momento, probablemente contesta: «En fin, ya sabe usted lo que ocurre hoy en día con la poesía; nada marcha como antes. Hay que dejar pasar el tiempo para que se propague la novedad». Entonces, un buen día, alguien tuvo que contestarle: «Nada, Bob. Lo siento, Bob. No, todavía no hemos logrado efectuar una sola venta. Por un momento creímos que Hatchards tenía un posible comprador en Piccadilly, pero parece ser que se arrepintió. Lo siento, Bob; no te preocupes, te mantendremos al tanto si llegara a producirse algún cambio». Fin del inciso.)

En fin, que Íñigo acaba su monólogo con los Acantilados y se pasa las horas siguientes tratando de encontrar un pescador que lo lleve de regreso a la ciudad de Florin.

El Barrio de los Ladrones era peor de lo que él recordaba. Porque antes Fezzik había estado siempre a su lado, y juntos componían rimas. La sola presencia del gigante bastaba para mantener a los ladrones a prudente distancia.

Impulsado por el pánico, Íñigo avanzó por las oscuras callejuelas. De la noche surgían todo tipo de gritos, y de las tabernas, risas vulgares. Se dio cuenta entonces de que tenía miedo, porque mientras estaba allí sentado, aferrado a su espada con empuñadura para seis dedos para darse valor, volvió a revivir mentalmente la época anterior a su encuentro con Vizzini.

Un fracasado.

Un hombre sin objetivos, sin apego al mañana. Hacía años que Íñigo no probaba el brandy. En ese momento, notó que sus dedos buscaban desmañadamente unas monedas. Oyó sus propios pasos que corrían hacia la taberna más próxima, y vio su dinero sobre el mostrador. Palpó entre sus manos la botella de brandy.

Regresó corriendo al pórtico que acababa de abandonar. Abrió la botella. Olió el brandy barato. Tomó un sorbo. Tosió. Tomó otro sorbo. Volvió a toser. Bebió ávidamente y tosió y volvió a beber ávidamente y esbozó una sonrisa.

Sus temores comenzaban a abandonarlo.

Al fin y al cabo, ¿por qué tenía que estar atemorizado? Él era Íñigo Montoya (ya se había bebido media botella), hijo del gran Domingo Montoya, ¿había algo en este mundo digno de ser temido? (Se había bebido toda la botella.) ¿Cómo se atrevía el miedo acercarse a un genio como Íñigo Montoya? Pues nunca más. (Iba ya por la segunda botella.) Nunca, nunca, nunca más.

Siguió allí sentado, solo, confiado y fuerte. Su vida era una maravilla. Tenía bastante dinero para comprar brandy y, con eso, se sentía dueño del mundo.

El pórtico era miserable y desolado. Íñigo siguió allí tirado, bastante feliz, aferrando la botella con sus manos otrora temblorosas. La existencia era realmente muy sencilla cuando uno obedecía órdenes. No había nada mejor ni más fácil que lo que le aguardaba.

Lo único que tenía que hacer era esperar y beber hasta que llegase Vizzini…

Fezzik no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Al incorporarse, se tambaleó por el sendero de montaña, y sólo supo una cosa: que le dolía mucho el cuello a causa del intento de estrangularle del hombre de negro.

¿Qué hacer?

Los planes habían fallado. Fezzik cerró los ojos e intentó pensar… Había un sitio adonde uno debía ir cuando los planes fallaban, pero no lograba recordarlo, Íñigo le había incluso compuesto una rima para que no se le olvidara, y ahora, ni siquiera con eso… Era tan estúpido que no se acordaba. ¿Cómo decía? ¿Acaso «Fornido, fornido, vete a esperar a Vizzini con Cupido»? Rimaba, pero ¿dónde estaba Cupido? «Idiota, idiota, vete ahora mismo a jugar a la pelota». Eso también rimaba, pero ¿qué clase de instrucciones eran ésas?

¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

«¿Pedazo de animal, usa el cerebro y no lo hagas mal?». Nada. Nada lograba ayudarle. En su vida había hecho algo bien, hasta que encontró a Vizzini y, sin pensárselo más, Fezzik se internó en la noche en busca del siciliano.

Vizzini dormía la siesta cuando el gigante lo encontró. Después de beber vino se había quedado dormido. Fezzik cayó de rodillas y juntó las manos en actitud de súplica.

—Vizzini, lo siento —dijo.

Vizzini siguió durmiendo.

Fezzik lo sacudió suavemente.

Vizzini no se despertó.

Lo sacudió no tan suavemente.

Nada.

—Ah, ya sé, estás muerto —dijo Fezzik. Se puso de pie—. Está muerto, Vizzini ha muerto —repitió en voz baja. Entonces, sin que su cerebro interviniese para nada, de su garganta surgió un grito de pánico—: ¡Íñigo!

Se dio media vuelta y bajó por el sendero de montaña, porque si Íñigo seguía con vida, todo estaba bien; no sería lo mismo, no, nunca volvería a ser lo mismo sin que Vizzini les diera órdenes y los insultara como sólo él sabía hacerlo, pero al menos tendrían tiempo para dedicarse a la poesía. Cuando Fezzik llegó a los Acantilados de la Locura les gritó a las rocas: «Íñigo, Íñigo, estoy aquí», y a los árboles: «Íñigo, Íñigo, soy yo, tu Fezzik», y por todas partes: «Íñigo, Íñigo, ¡contéstame, por favor!», hasta que no le quedó más remedio que llegar a la conclusión de que no sólo no había más Vizzini, sino que tampoco había más Íñigo, y que aquello era muy difícil de resistir.

En realidad, era demasiado difícil para Fezzik, de modo que echó a correr gritando: «Me reuniré contigo en seguida, Íñigo», y «Ahora mismo voy, Íñigo» y «Eh, Íñigo, espera» (espera, desespera…, corría como un desesperado, y cómo iban a divertirse componiendo rimas cuando Íñigo y él volvieran a reunirse), pero después de pasarse una hora gritando, la garganta ya no le respondió porque, al fin y al cabo, había estado a punto de morir estrangulado. Corrió y corrió hasta que finalmente llegó a una pequeñísima aldea en cuyas afueras encontró unas bonitas rocas que formaban una cueva lo bastante grande como para que pudiera tenderse en su interior. Se sentó con la espalda apoyada sobre el muro de piedra, los brazos alrededor de las rodillas y el cuello dolorido, hasta que los niños de la aldea dieron con él. Conteniendo el aliento se acercaron hasta donde se atrevieron. Fezzik deseaba que se fueran, de modo que permaneció inmóvil imaginando que estaba en compañía de Íñigo y que éste le decía «barril»; entonces Fezzik respondía veloz «alguacil», y después cantaban un poco hasta que Íñigo decía «serenata», y no había manera de ganarle a Fezzik con algo tan fácil como «sonata», entonces Íñigo se inventaba algo sobre el tiempo y Fezzik le encontraba una rima, y las cosas siguieron así hasta que los niños de la aldea dejaron de tenerle miedo. Fezzik se dio cuenta porque se le acercaron mucho y de pronto comenzaron a chillar a voz en grito y a hacerle todo tipo de muecas. No los culpaba; al fin y al cabo, tenía todo el aspecto de quien se merece que se mofen de él. Llevaba las ropas hechas jirones, había enmudecido y su mirada estaba perdida: probablemente, si hubiera tenido la misma edad que esos niños, él también se habría puesto a gritar.

Cuando los niños comenzaron a encontrarle gracioso, Fezzik empezó a considerar todo aquello como degradante, aunque en aquel momento ignoraba la palabra. Ya no hubo más gritos. Sólo risas. Risas, pensó Fezzik, y luego pensó, prisas… Para aquellos niños no era más que un payaso, una cosa enorme y graciosa que no hacía demasiado ruido. Risas, prisas, acaso payaso claudicante de ahora en adelante.

Fezzik se acurrucó en la cueva e intentó considerar los aspectos positivos de su situación. Al menos no le estaban lanzando cosas.

De momento.

Westley despertó encadenado en el interior de una jaula gigantesca. Comenzaba a supurarle el hombro a raíz de las mordeduras de los RAG. Momentáneamente pasó por alto su incomodidad e intentó acostumbrarse al sitio donde se encontraba.

Estaba claro que se encontraba bajo tierra. No era la falta de ventanas lo que le dio esa certeza, sino la humedad. Desde lo alto le llegaron unos sonidos animales: el rugido ocasional de un león, o el del leopardo.

Poco después de haber recuperado el sentido, apareció el albino exangüe, con la piel tan pálida como un abedul muerto. La luz de la vela que servía para iluminar la jaula hacía aparecer al albino como una criatura que jamás hubiera visto el sol. El albino llevaba una bandeja con muchas cosas: vendas, comida, polvos curativos y brandy.

—¿Dónde estamos? —inquirió Westley.

El albino se encogió de hombros.

—¿Quién eres?

Volvió a encogerse de hombros.

Al parecer ésa era toda la conversación de que era capaz el hombre. Westley le formuló una pregunta tras otra mientras el albino le curaba y le vendaba la herida. Después le dio de comer un plato caliente que encontró sorprendentemente bueno y abundante.

Se encogió de hombros de nuevo.

—¿Quién sabe que estoy aquí?

Volvió a encogerse de hombros.

—Miente si quieres, pero al menos di algo…, contéstame. ¿Quién sabe que estoy aquí?

Un susurro.

—Yo lo sé. Ellos lo saben.

—¿Ellos?

Otra vez encogimiento de hombros.

—¿Te refieres al príncipe y al conde?

Inclinación de cabeza.

—¿Nadie más?

Volvió a inclinar la cabeza.

—Cuando me trajeron aquí estaba medio inconsciente. El conde era quien daba las órdenes, pero me llevaban tres soldados. Ellos también lo saben.

Negación de cabeza. Un susurro.

—Lo sabían.

—Entonces, ¿voy a morir?

Encogimiento de hombros.

Westley se recostó en el suelo de la gigantesca jaula subterránea y se dedicó a observar cómo el silencioso albino volvía a colocarlo todo en la bandeja y desaparecía sin hacer ruido. Si los soldados estaban muertos, sin duda no sería irrazonable deducir que él no iba a tardar en seguir la misma suerte. Pero si deseaban eliminarlo, sin duda tampoco sería irrazonable deducir que no tenían la menor intención de hacerlo de inmediato; de lo contrario, ¿para qué iban a curar sus heridas, a devolverle sus fuerzas con esa comida deliciosa y caliente? No, no había llegado la hora de su muerte. Pero mientras tanto, considerando las personalidades de sus captores, no resultaba del todo irrazonable deducir que harían lo imposible por hacerle sufrir.

Mucho.

Westley cerró los ojos. Le esperaba todo tipo de dolores y tenía que estar preparado. Tenía que preparar su cerebro, tenía que controlar su mente y protegerla de sus esfuerzos, para que no lograsen quebrarlo. No permitiría que lo quebrasen. Se mantendría íntegro contra viento y marea. Si le daban el tiempo suficiente para prepararse, sabía que podría derrotar el dolor. Pero resultó que le concedieron tiempo suficiente (faltaban meses para que la Máquina estuviera lista).

Pero, de todos modos, lograron quebrarlo.

Finalizado el trigésimo día de festejos y cuando aún quedaban otros sesenta días de fiesta por disfrutar, a Buttercup la asaltó la genuina preocupación de que quizá le faltara la fuerza para soportarlo. Sonrisas, más sonrisas, estrechar manos, una reverencia y gracias, una y otra vez. Un solo mes la había dejado exhausta, ¿cómo iba a sobrevivir el doble de ese tiempo?

Al final, y debido a la precaria salud del rey, todo resultó fácil y triste a la vez. Cuando quedaban aún cincuenta y cinco días, Lotharon comenzó a debilitarse terriblemente.

El príncipe Humperdinck mandó llamar a otros médicos. (Quedaba aún con vida el último de los taumaturgos, un tal Max, pero como lo habían despedido hacía mucho, no se consideró oportuno solicitarle que volviese a tomar el caso; si entonces había sido un incompetente, cuando Lotharon sólo estaba grave, ¿cómo podría, ahora que Lotharon agonizaba, ser la panacea?) Los nuevos médicos estuvieron de acuerdo en utilizar diversos medicamentos ya probados, y transcurridas cuarenta y ocho horas de su intervención en el caso, el rey murió.

La fecha de la boda no experimentó alteraciones —no todos los días un país celebraba el quingentésimo aniversario—, pero los festejos o bien fueron reducidos o del todo y ampliamente cancelados. Y cuarenta y cinco días antes de la boda, el príncipe Humperdinck se convirtió en rey de Florin, y eso lo cambió todo, porque antes nunca se había tomado nada en serio, aparte de la cacería, y a partir de ese momento, tuvo que aprender, aprender de todo, a gobernar un país; se encerró, sepultado en libros y rodeado de sabios, y cómo se aplica este impuesto y cuándo debería aplicarse y cómo marchan las relaciones exteriores y en quién se puede confiar, cuánto se puede confiar y hasta qué punto. Y ante los hermosos ojos de Buttercup, Humperdinck se convirtió de temible hombre de acción en un ser de frenética sabiduría, porque era preciso que lo comprendiera todo bien ahora, antes de que ningún otro país se atreviera a entrometerse en el futuro de Florin. De modo que la boda, cuando tuvo lugar, fue un acontecimiento breve y sin importancia, programado entre una reunión de ministros y una crisis del tesoro, y Buttercup se pasó su primera tarde como reina vagando por el castillo, sin saber qué hacer. Sólo cuando el rey Humperdinck salió al balcón en compañía de Buttercup para saludar a la inmensa turba que había esperado pacientemente durante todo el día, logró la muchacha darse cuenta de que ya había acontecido todo, de que ya era reina, y que su vida, si alguna vez había tenido algún valor, pertenecía ahora al pueblo.

La real pareja se detuvo en el balcón del castillo y recibió los vítores, los gritos, los interminables y tronantes «vivas» hasta que Buttercup dijo:

—Por favor, ¿puedo volver a caminar entre ellos?

El rey asintió, y ella volvió a bajar, igual que hiciera el día en que anunciaron la boda, radiante y sola; una vez más, la gente se apartó para cederle el paso, llorando y dando vivas y haciendo reverencias y…

… y entonces fue cuando alguien la abucheó.

Desde el balcón, Humperdinck, que lo presenciaba todo, reaccionó al instante y ordenó a los soldados que se dirigieran al lugar de donde había provenido el sonido, envió luego más tropas para que rodearan a la reina y, de inmediato, Buttercup estuvo a salvo, y la autora del abucheo fue aprehendida y sacada de allí.

—Un momento —ordenó Buttercup, sorprendida aún por lo inesperado de los hechos—. Traedla ante mí.

En un instante, la autora del abucheo se encontró ante ella.

Era una mujer vieja, gastada y torcida, y Buttercup pensó en todos los rostros que había visto en su vida, pero de aquél no lograba acordarse.

—¿Nos hemos conocido? —inquirió la reina.

La vieja negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué en este día? ¿Por qué insultas a la reina?

—Porque no os merecéis estos vítores —repuso la anciana, y de pronto se puso a gritar a voz en grito—: ¡Teníais el amor en vuestras manos y renunciasteis a él a cambio de un puñado de oro! —Y dirigiéndose a la multitud, agregó—: Lo que os digo es la verdad… Junto a ella, en el Pantano de Fuego, iba el amor y ella lo lanzó lejos de sí como si fuera basura… eso es lo que es, la reina de la basura.

—Había dado mi palabra al príncipe… —comenzó a explicar Buttercup, pero no hubo manera de hacer callar a la anciana.

—Preguntadle cómo logró atravesar el Pantano de Fuego. Preguntadle si lo hizo sola. Renunció al amor para convertirse en reina de la mugre, en reina del estiércol… Yo soy vieja y para mí la vida no significa nada, por eso soy la única persona de toda esta multitud que se atreve a gritar la verdad, y la verdad os dicta que debéis inclinaros ante la reina de la fetidez si lo deseáis, pero yo no lo haré. Vitoread a la reina del fango y de las heces si lo deseáis, pero yo no lo haré. ¡No lo haré!

Dicho esto, comenzó a avanzar hacia Buttercup.

—Lleváosla —ordenó Buttercup.

Pero los soldados no lograron detenerla y la anciana siguió avanzando y gritando cada vez más fuerte. Más fuerte. ¡Y más fuerte! ¡Y mucho más fuerte! Y…

Buttercup despertó gritando.

Se encontraba en la cama. Sola. A salvo. Todavía faltaban dos meses para la boda.

Pero sus pesadillas habían comenzado.

A la noche siguiente soñó que daba a luz a su primer hijo, y…

Interrupción. ¿Qué os parece si le reconocemos al viejo Morgenstern sus méritos como impostor de primera? Lo digo porque imagino que al menos por un instante os habréis creído que se habían casado de veras. Yo me lo creí.

Es uno de los recuerdos que guardo con mayor fidelidad de cuando mi padre me leyó el libro. Tenía pulmonía, ¿os acordáis? Pero a estas alturas ya me encontraba un poquito mejor y completamente enganchado al libro; a los diez años si hay algo que se sabe es que pase lo que pase habrá un final feliz. Los autores podrán sudar la gota gorda para asustarte, pero, en el fondo, sabes, no te cabe duda alguna de que a la larga imperará la justicia. Y que Westley y Buttercup, aunque tuvieran sus más y sus menos, acabarían casándose y viviendo felices para siempre. Habría apostado la fortuna de mi familia si hubiera encontrado a alguien lo bastante primo como para aceptar mi apuesta.

Pues bien, cuando mi padre terminó de leerme la oración en la que se dice que la boda fue un acontecimiento programado entre una reunión de ministros y una crisis de no sé qué, recuerdo que le dije: «Lo has leído mal».

Mi padre era un hombre pequeñito, calvo, barbero de oficio, ¿os acordáis? Y más bien inculto. Pues bien, no se puede provocar a un tipo que lee con dificultad diciéndole que ha leído algo mal, porque la verdad es toda una osadía. Mi padre me contestó: «Aquí el que lee soy yo».

«Ya lo sé, pero es que te has equivocado. No se casó con el desgraciado de Humperdinck. Se casa con Westley».

Algo mosqueado, mi padre volvió a leérmelo todo.

«Entonces es que te has saltado una página o algo. Trata de leérmelo bien, ¿eh?».

A esas alturas ya estaba algo más que molesto. «No me he saltado nada. He leído lo que pone aquí. He leído las palabras. Buenas noches», y se marchó.

«Eh, papá, no te vayas», le grité yo, pero mi padre era tozudo, acto seguido, entró mi madre y me dijo: «Dice tu padre que tiene la garganta irritada; ya le había dicho yo que no leyera tanto». Me arropó bien y por más guerra que di, se había acabado. No más novela hasta el día siguiente.

Me pasé aquella noche convencido de que Buttercup se había casado con Humperdinck. Estaba destrozado. No sé cómo explicarlo, pero el mundo no funcionaba así. Los buenos se atraían entre sí, y el mal era algo que uno echaba en el retrete, tiraba de la cadena, y todos en paz. Pero esa boda era algo que no cuajaba. ¡Dios mío, cuántas vueltas le di! Primero se me ocurrió que Buttercup ejerció en Humperdinck un fantástico efecto y lo convirtió en una especie de Westley, o tal vez Westley y Humperdinck resultaban ser hermanos que habían sido separados al nacer, y como Humperdinck se alegraba tanto de haber recuperado a su hermano, le decía: «Verás, Westley, cuando me casé con ella yo no sabía quién eras tú, de modo que me divorciaré para que podáis casaros y para que todos podamos ser felices». Creo que nunca en mi vida he vuelto a ser más creativo.

Pero la cosa no cuajaba. Había algo que no funcionaba y no sabía qué. De repente sentí un descontento que comenzó a carcomerme hasta que logró hacerse un lugar lo bastante grande como para instalarse y, entonces, se acomodó bien y se quedó allí. Y sigue aquí, dentro de mí, acechándome incluso ahora mientras escribo.

A la noche siguiente, cuando mi padre continuó leyendo y resultó que lo de la boda lo había soñado Buttercup, grité: «Ya lo sabía, lo supe desde el principio». Mi padre me comentó: «Ahora que estás contento y que todo está bien, ¿podemos continuar, por favor?». Yo le contesté: «Adelante». Y él prosiguió con la lectura.

Pero yo no estaba satisfecho. Bueno, supongo que mis oídos sí, mi sentido de la narración también, mi corazón igual, pero en el fondo de… supongo que deberíamos llamarle «alma», estaba ese maldito descontento meneando su negra cabeza y diciéndome que no.

Nadie me explicó todo esto hasta que no llegué a la adolescencia y conocí a Edith Neisser, una gran mujer que vivía en mi ciudad natal, y que ya ha fallecido. Escribía unos libros estupendos sobre cómo echamos a perder a nuestros hijos. Hermamos y hermanas era uno de sus libros. El primogénito era otro de sus títulos. Ambos publicados por Harper. Edith no necesita que le hagan publicidad porque, como ya he dicho, ha muerto, pero si a alguno de los lectores le preocupara la idea de no ser un padre o una madre perfectos, le aconsejo que lea uno de los libros de Edith mientras todavía esté a tiempo. Yo la conocía porque mi padre le cortaba el pelo a Ed, hijo de Edith, y ella era la escritora, y yo, de adolescente, pensaba que aquél también sería mi oficio, sólo que nunca había podido contárselo a nadie. Era demasiado incómodo… El hijo de un barbero, si se daba maña, podía llegar a ser vendedor de IBM, pero ¿escritor?, ni hablar. No me preguntéis cómo ocurrió, pero con el tiempo, Edith descubrió mi ambición shhhh y a partir de aquel momento, en algunas ocasiones, hablábamos del tema. Recuerdo que una vez estábamos tomando té helado en el porche de los Neisser mientras hablábamos, y justo delante del porche se encontraba su campo de badminton. Yo estaba mirando cómo jugaban a badminton unos niños; Ed acababa de derrotarme y cuando yo me dirigía hacia el porche, me dijo: «No te preocupes, todo saldrá bien, la próxima vez me ganarás tú». Yo asentí, y Ed agregó: «Y si no me ganas, me derrotarás en cualquier otro juego».

Me fui al porche a beber té helado; Edith estaba leyendo un libro pero no lo dejó cuando me dijo: «No es del todo cierto, ¿sabes?».

Yo le pregunté: «¿A qué te refieres?».

Fue entonces cuando dejó el libro y me miró. Y me lo dijo: «Bill, la vida no es justa. Les decimos a nuestros hijos que sí lo es, pero eso es una barbaridad. No sólo es una mentira, sino que es una mentira cruel. La vida no es justa, nunca lo ha sido y nunca lo será».

Os juro que me ocurrió lo mismo que le ocurre a Mandrake, el mago, en los tebeos cuando se le enciende una bombilla encima de la cabeza. «¡No, no lo es!», exclamé en voz tan alta que la asusté. «Tienes razón, no es justa». Me sentía tan feliz que si hubiese sabido bailar, lo habría hecho allí mismo. «¿No es genial, no es estupendo?». Creo que fue en aquel momento cuando Edith debió de pensar que yo iba camino de perder la chaveta.

Pero para mí significó tanto haber oído aquello en voz alta, notarlo libre y volando…, ése era el descontento que me torturó la noche en que mi padre dejó de leer. Fue entonces cuando lo supe. Ésa era la reconciliación que trataba de conseguir y no podía.

A mi juicio, de eso trata este libro. Todos esos expertos de Columbia podrán discursear todo lo que quieran sobre la sátira deliciosa; están locos. Este libro dice que la vida no es justa, y os lo repito de una vez y para siempre, será mejor que os lo creáis. Tengo un hijo obeso y caprichoso…, no le echará el guante a la señorita Rheingold. Y siempre será gordo, pues aunque adelgace seguirá siendo gordo y seguirá siendo caprichoso y no se conformará con la vida para ser feliz, y quizá yo tenga la culpa de todo; culpadme a mí de todo, si queréis. La cuestión es que no hemos sido creados iguales, porque hasta los ricos sostienen que la vida no es justa. Tengo una esposa fría; es brillante, estimulante, estupenda, pero no hay amor; aunque da igual, con tal de que no esperemos que todo se iguale de algún modo antes de morirnos.

Veréis. (Los adultos se pueden saltar este párrafo.) No voy a deciros que este libro tiene un final trágico, pues ya os he dicho en la primera línea que éste es mi libro preferido. Pero ocurrirán muchas cosas malas; de la tortura ya os he advertido, pero hay cosas peores. Hay muertes, y será mejor que entendáis algo: que mueren algunas personas que no deberían morir. Preparaos, pues. Esto no es un cuento infantil. A mí nadie me lo advirtió y la culpa fue mía (dentro de poco entenderéis por qué os lo digo), y el error fue mío, de manera que no quiero que os pase lo mismo. Mueren algunas personas que no deberían morir, y la razón es ésta: la vida no es justa. Olvidaos de todas las tonterías que os dicen vuestros padres. Acordaos de Morgenstern. Seréis mucho más felices.

Basta ya. Hasta la próxima. Volvamos a las pesadillas.

La noche siguiente soñó que daba a luz a su primer hijo y que éste era una niña, una niñita hermosa, y Buttercup decía: «Siento que no fuera niño. Sé que necesitabas un heredero». Y Humperdinck le respondía: «Querida mía, no te preocupes por eso; fíjate qué maravillosa criatura nos ha dado Dios». Entonces se marchaba y Buttercup acercaba a la niña a su pecho perfecto, y la niña decía: «Tu leche está agria». Y Buttercup le contestaba: «Lo siento». Y la pequeña le replicaba: «Siempre sabes qué hacer, siempre sabes exactamente qué debes hacer, siempre haces exactamente lo que te conviene a ti, y al resto del mundo que lo parta un rayo». Buttercup le preguntaba entonces: «¿Te refieres a Westley?». Y la niña le contestaba: «Claro que me refiero a Westley». Entonces Buttercup le explicaba pacientemente: «Es que creí que había muerto; y le había dado mi palabra a tu padre». La niña sentenciaba: «Pues ahora me muero; la tuya es una leche sin amor. Tu leche me ha matado». Entonces la niña se ponía rígida, se partía y se convertía en polvo seco entre sus manos, y Buttercup se ponía a gritar sin parar, e incluso cuando volvía a estar despierta y aún faltaban cincuenta y nueve días para la boda, seguía gritando.

La tercera pesadilla llegó rauda a la noche siguiente y en ella aparecía un recién nacido, aunque en esta ocasión era un niño, un niño fuerte y maravilloso. Entonces Humperdinck le decía: «Amada mía, ha sido niño». Y Buttercup replicaba: «Gracias a Dios no te he fallado». Entonces el príncipe se marchaba y Buttercup le gritaba: «¿Puedo ver a mi hijo ahora?». Y todos los médicos corrían de un lado para otro ante la alcoba real, pero nadie le traía al niño. «¿Acaso hay algún problema?» preguntaba Buttercup, y el médico jefe le contestaba: «No logro entenderlo, pero la criatura no quiere veros». Entonces Buttercup decía: «Contadle que soy su madre y que además soy la reina y que ordeno que venga a verme». Entonces su hijo se presentaba ante ella; era un bebé tan precioso como el que más. «Cerradla», ordenó Buttercup, y los médicos cerraron la puerta. El bebé se quedó en un rincón, tan alejado de la cama de su madre como le fue posible. «Acércate, cariño», le dijo Buttercup. «¿Por qué? ¿Es que quieres matarme a mí también?». «Soy tu madre y te quiero, ven aquí; nunca he matado a nadie». «Has matado a Westley, ¿acaso no le viste la cara en el Pantano de Fuego, cuando te marchaste y lo dejaste solo? A eso llamo yo matar». «Cuando crezcas, entenderás las cosas, y ahora no pienso repetírtelo… Ven aquí». «Asesina —le gritaba el bebé—. ¡Asesina!». Para entonces ya había saltado de la cama, lo estrechaba entre sus brazos y le decía: «Cállate ya, cállate ahora mismo: te quiero». Y el crío le decía: «Tu amor es como el veneno: mata». Entonces el bebé moría entre sus brazos, y ella se echaba a llorar. E incluso cuando volvía a estar despierta y aún faltaban cincuenta y ocho días para la boda, seguía llorando.

A la noche siguiente, no quiso dormir. Se dedicó a caminar, a leer, a coser y a beber una taza tras otra de té humeante de las Indias. Estaba enferma de cansancio, por supuesto, pero era tal el pavor que sentía por lo que pudiera llegar a soñar que prefería soportar despierta todo tipo de incomodidades antes que saber lo que le depararían los sueños; al amanecer su madre estaba preñada…, no, algo más que preñada, tenía un hijo, y mientras Buttercup permanecía en un rincón de la habitación, presenciaba su propio nacimiento y cómo su padre se quedaba boquiabierto ante su belleza, igual que su madre; la comadrona era la primera en demostrar su preocupación. La comadrona era una mujer dulce, conocida en toda la aldea por su amor a los niños, y entonces decía: «Veo… problemas…». El padre de Buttercup preguntaba: «¿Qué problemas? ¿Dónde has visto una belleza igual?». Entonces la comadrona le respondía: «¿Es que no comprendes por qué le han dado semejante belleza? Porque no tiene corazón; mira, escucha: la niña está viva, pero el corazón no le late», y entonces acercaba el pecho de la criatura a la oreja del padre y el padre no podía hacer otra cosa que asentir y decir: «Debemos encontrar un taumaturgo que logre meterle un corazón ahí dentro». Pero la comadrona la replicaba: «Creo que no estaría bien; he oído hablar de otras criaturas como ésta, las despiadadas, las sin corazón. A medida que van creciendo se hacen más y más hermosas, y tras de sí no dejan más que un rastro de cuerpos rotos y almas destrozadas. Las criaturas sin corazón son portadoras de angustias, por eso te aconsejo que, dado que todavía sois jóvenes, tengáis otro hijo, un hijo diferente, para poder deshaceros de ésta; aunque claro está, la decisión es vuestra». Entonces el padre le decía a la madre: «¿Y bien?». Y la madre le contestaba: «Dado que la comadrona es la persona más amable de la aldea, no cabe duda de que tiene que saber reconocer un monstruo cuando lo ve; acabemos de una vez». Entonces los padres de Buttercup cogían al bebé por el cuello y éste comenzaba a boquear. Incluso cuando Buttercup volvió a estar despierta, y amanecía, y aún faltaban cincuenta y siete días para la boda, no pudo dejar de boquear.

A partir de aquel momento, las pesadillas se volvieron realmente aterradoras.

Una noche, cuando aún faltaban cincuenta días, Buttercup llamó a la puerta de la alcoba del príncipe Humperdinck. Entró cuando éste así se lo ordenó.

—Veo que hay problemas —le dijo él—. Parecéis muy enferma.

Y era la verdad. Seguía siendo hermosa, pero estaba claro que no se encontraba bien.

Buttercup no sabía exactamente cómo empezar.

Él la hizo sentar en una silla. Le dio agua. Buttercup la bebió a sorbitos, con la mirada perdida. Él dejó el vaso a un lado.

—Cuando vos queráis, princesa —le dijo él.

—Veréis —comenzó a decir Buttercup—. En el Pantano de Fuego he cometido el peor error de mi vida. Amo a Westley. Siempre lo he amado. Y parece que siempre le amaré. Cuando vos vinisteis a buscarme, no lo sabía. Por favor, creed lo que os voy a decir: cuando me dijisteis que debía casarme con vos o enfrentarme a la muerte, os pedí que me matarais. Lo dije en serio. Como en serio os digo que si me pedís que me case con vos dentro de cincuenta días, mañana mismo estaré muerta.

El príncipe se quedó literalmente pasmado.

Al cabo de un largo instante, se arrodilló junto a la silla de Buttercup y con su voz más suave, comenzó a hablar:

—Reconozco que cuando nos comprometimos, no había amor. Fue una decisión tanto mía como vuestra, aunque la idea fuera vuestra. Pero en este último mes de recepciones y festejos debéis de haber notado que mi actitud se ha entibiado un poco.

—Es cierto. Os habéis mostrado dulce y noble a la vez.

—Gracias. Después de lo que os he dicho, espero que apreciéis lo difícil que me resulta confesaros lo que sigue: preferiría morir antes que haceros infeliz impidiendo que os casarais con el hombre que amáis.

Buttercup estuvo a punto de llorar de gratitud.

—Os bendeciré todos los días de mi existencia por vuestra bondad. —Se puso en pie y agregó—: Entonces está decidido. Nuestra boda queda cancelada.

Él también se puso en pie y le dijo:

—Excepto por un pequeño detalle.

—¿Cuál?

—¿Habéis considerado la posibilidad de que él ya no quiera casarse con vos?

Hasta ese momento, no la había considerado.

—Lamento recordaros que en el Pantano de Fuego no os mostrasteis demasiado amable con las emociones de Westley. Perdonadme que os lo recuerde, amada mía, pero fuisteis vos quien lo dejó en la estacada, por decirlo de alguna manera.

Buttercup se dejó caer en la silla: le tocaba ahora a ella quedarse pasmada.

Humperdinck volvió a arrodillarse a su lado.

—Ese Westley vuestro, ese marinero, ¿es orgulloso?

—A veces pienso que más que ningún otro hombre —logró susurrar Buttercup.

—Pues, entonces, amada mía, pensad por un momento. Vuestro Westley se marcha a alguna parte con el temible pirata Roberts; ha tenido un mes para sobrevivir a las cicatrices emocionales que le habéis producido. ¿Qué ocurriría si deseara ahora permanecer soltero? O lo que es peor, ¿qué ocurriría si hubiese encontrado a otra?

Buttercup estaba tan trastornada que ni siquiera atinó a susurrar nada.

—Yo creo, mi dulce criatura, que deberíamos llegar a un acuerdo. Si Westley desea aún haceros su esposa, los dos tendréis mi bendición. Pero, si por motivos desagradables de mencionar su orgullo se lo impidiera, entonces os casaréis conmigo como habíamos planeado y seréis la reina de Florin.

—No puede haberse casado. Estoy segura. Mi Westley, no. —Miró al príncipe—. Pero ¿cómo puedo averiguarlo?

—¿Qué os parece si le escribís una carta y se lo contáis todo? Haremos cuatro copias. Ordenaré a mis cuatro barcos más veloces que las lleven en todas direcciones. El temible pirata Roberts no suele estar a más de un mes de navegación de Florin. Cuando cualquiera de mis buques lo encuentre, izará la bandera blanca de tregua, entregará vuestra carta y Westley podrá decidir. Si decide que no, podrá darle el mensaje a mi capitán. Si decide que sí, mi capitán os lo traerá hasta aquí y yo tendré que conformarme de algún modo con una prometida inferior.

—Creo que…, no estoy segura…, pero definitivamente creo que ésta es la decisión más generosa que he oído en mi vida.

—Entonces hacedme un favor a cambio. Hasta que conozcamos las intenciones de Westley, sean cuales fueren, continuemos como hasta ahora, para que los festejos no se interrumpan. Y si me muestro demasiado afectuoso con vos, recordad que no puedo evitarlo.

—De acuerdo —dijo Buttercup dirigiéndose a la puerta, después de haberle besado en la mejilla.

Él la siguió.

—Y ahora marchaos a escribir la carta —y le devolvió el beso, sonriéndole con los ojos hasta que ella se perdió de vista en una curva del corredor.

En la mente del príncipe no cabía duda de que en los días siguientes se mostraría más que afectuoso con ella. Porque cuando muriera asesinada la noche de bodas, resultaba de crucial importancia que todo Florin conociera la profundidad de su amor, la trascendental magnitud de su pérdida; a partir de entonces nadie dudaría un solo momento en secundarle en la guerra vengativa que iba a lanzar contra Guilder.

Al principio, cuando contrató al siciliano, estaba convencido de que lo mejor era que otra persona acabara con ella, haciendo que pareciera obra de los soldados de Guilder. Pero cuando el hombre de negro había hecho su aparición para echar a perder sus planes, el príncipe estuvo al borde de volverse loco de rabia. Pero ahora, su naturaleza esencialmente optimista había vuelto a afirmarse: no había mal que por bien no viniera. El pueblo estaba embobado con Buttercup como no lo había estado nunca antes de que la secuestraran. Y cuando él anunciara desde el balcón de su castillo que había sido asesinada… era como si ya viese la escena en su mente: él llegaría demasiado tarde para impedir que fuese estrangulada, pero lo bastante a tiempo como para ver a los soldados guilderianos saltar de la ventana de sus aposentos…, cuando lanzara aquel discurso a las masas en el quingentésimo aniversario de su país; pues bien, en la plaza no quedaría un solo ojo seco. Y aunque se encontraba un poquitín perturbado, puesto que jamás había matado a una mujer con sus propias manos, siempre había una primera vez para todo. Además, si uno quería que algo saliera bien, tenía que arreglárselas solo.

Esa noche comenzaron a torturar a Westley. El conde Rugen fue quien se encargó de infligir el dolor; el príncipe se limitó a presenciar la escena, haciendo preguntas en voz alta, admirando para sus adentros la habilidad del conde.

El conde se interesaba de veras en el dolor. El porqué de los gritos le interesaba plenamente, tanto como la angustia misma. Y mientras el príncipe dedicaba su vida a la cacería, el conde Rugen no hacía otra cosa que leer y estudiar todo lo que caía en sus manos y que estuviera relacionado con el tema de la congoja.

—Está bien —le dijo el príncipe a Westley, que yacía en la enorme jaula del quinto nivel—, antes de que comencemos, quiero que contestéis a esta pregunta: ¿tenéis alguna queja sobre cómo habéis sido tratado hasta ahora?

—Ninguna —repuso Westley, y en verdad no la tenía.

Claro que hubiera preferido que le quitaran las cadenas de vez en cuando, pero si uno tenía que ser un cautivo, no podía pedir más de lo que le habían dado. Las atenciones médicas del albino habían sido precisas y el hombro ya se le había curado; la comida que el albino le traía siempre había sido caliente y sustanciosa, el vino y el brandy le habían resultado maravillosamente cálidos en la humedad de la jaula subterránea.

—¿Os encontráis fuerte, entonces? —prosiguió el príncipe.

—Supongo que tengo las piernas un poco entumecidas debido a las cadenas, pero, aparte de eso, sí, me encuentro fuerte.

—Bien. Entonces os prometo una cosa, y pongo a Dios por testigo: si me contestáis la próxima pregunta os liberaré esta misma noche. Pero debéis contestar sinceramente, sin ocultarme nada, porque si mentís, yo lo sabré. Y en ese caso, os dejaré en manos del conde.

—No tengo nada que ocultar —dijo Westley—. Preguntadme.

—¿Quién os contrató para raptar a la princesa? Ha sido alguien de Guilder. En el caballo de la princesa hemos encontrado un trozo de tela que así lo indica. Decidme cómo se llama quien os contrató y seréis libre. Hablad.

—Nadie me contrató —repuso Westley—. Trabajaba por cuenta propia. Y no la rapté; la salvé de otros que estaban haciendo precisamente lo que vos decís.

—Parecéis un hombre razonable, y mi princesa sostiene que os conoce desde hace años, de modo que, en honor a ella, os daré una última oportunidad: ¿cómo se llama el guilderiano que os ha contratado? Decídmelo o tendréis que enfrentaros a la tortura.

—Juro que no me contrató nadie.

El conde le quemó las manos a Westley. Nada que fuera a dejarlo baldado de por vida; simplemente se las untó con aceite y le acercó la llama de una vela lo suficiente como para hacer hervir la cosa. Cuando Westley hubo gritado: «¡Nadie…, nadie…, lo juro por mi vida!», un número suficiente de veces, el conde le metió las manos en agua, y después se marchó en compañía del príncipe por la entrada subterránea, dejando una medicación al albino, que siempre estaba cerca durante las sesiones de tortura, pero nunca visible como para resultar un factor de distracción.

—Me siento bastante animado —comentó el conde cuando él y el príncipe comenzaron a subir la escalera subterránea—. Es una cuestión perfecta. Decía la verdad, de eso no cabe duda; los dos lo sabemos.

El príncipe asintió. El conde estaba al tanto de sus planes más secretos para la guerra de la venganza.

—Me fascina ver lo que ocurre —prosiguió el conde—. ¿Qué dolor será menos soportable? ¿El físico o la angustia mental de conseguir la libertad si se dice la verdad, decirla y luego ser tachado de mentiroso?

—Creo que el físico —repuso el príncipe.

—Creo que os equivocáis —dijo el conde.

En realidad, los dos estaban equivocados, porque Westley no había sufrido en absoluto. Sus gritos habían sido una actuación para agradarles; llevaba un mes entero practicando sus defensas, y estaba más que preparado. Cuando el conde le acercó la llama de la vela, Westley miró hacia el techo, cerró los ojos y en un estado de profunda y tranquila concentración, apartó su mente de allí. Pensó en Buttercup. En su cabello color de otoño, en su piel perfecta; la llevó a su lado, muy cerca de él, y durante lo que duró la tortura hizo que le susurrara al oído: «Te amo. Te amo. Te abandoné en el Pantano de Fuego para poner a prueba tu amor. ¿Es tan grande como el mío por ti? ¿Acaso pueden dos amores así existir en un mismo planeta y al mismo tiempo? ¿Hay lugar para algo así, amado Westley…?».

El albino le vendó los dedos.

Westley permaneció inmóvil.

Por primera vez, fue el albino quien entabló conversación. Le susurró:

—Será mejor que se lo digáis.

Westley contestó con un encogimiento de hombros.

—Nunca se detienen —susurró el albino—. Una vez que empiezan ya no paran. Decidles lo que quieren saber y acabad de una vez.

Volvió a encogerse de hombros.

—La Máquina está casi lista —susurró el albino—. Ya la están probando con animales.

Se encogió de hombros de nuevo.

—Os lo digo por vuestro propio bien —susurró el albino.

—¿Mi propio bien? ¿Qué bien? De todos modos van a matarme.

El albino asintió.

El príncipe encontró a Buttercup esperando con aire desdichado ante las puertas de sus aposentos.

—Es la carta —dijo ella—, no logro que me salga bien.

—Pasad, pasad —le ordenó el príncipe amablemente—. Quizá pueda ayudaros.

Buttercup se sentó en la misma silla de la vez anterior y el príncipe le dijo:

—Está bien, cerraré los ojos y escucharé; leédmela.

—«Westley, mi pasión, mi adorado, mi alma. Regresa, regresa. Si no lo haces, me quitaré la vida. Atormentadamente tuya, Buttercup».

Buttercup miró a Humperdinck y le preguntó:

—¿Consideráis que me estoy arrojando a sus pies?

—Suena un poco atrevida —reconoció el príncipe—. No le deja demasiado espacio para maniobrar.

—¿Me ayudaréis a mejorarla, por favor?

—Haré lo que pueda, mi dulce dama, pero creo que me sería útil conocerlo un poco mejor. ¿Es de verdad tan maravilloso vuestro Westley?

—Maravilloso, no; es perfecto —respondió—. Carece de defectos. Es magnífico. Sin mácula. Tirando a ideal. —Miró al príncipe y le preguntó—: ¿Os estoy ayudando?

—Creo que las emociones empañan un poco vuestra objetividad. ¿De verdad pensáis que no hay nada que ese hombre no sea capaz de hacer?

Buttercup pensó durante un instante y luego respondió:

—No se trata de que no haya nada que no sea capaz de hacer, sino más bien que puede hacerlo todo mejor que los demás.

El príncipe se rió entre dientes y dijo:

—¿Queréis decir por ejemplo, que si quisiera cazar, podría superar, y os recuerdo que se trata sólo de un ejemplo, a alguien como yo?

—Oh, supongo que si quisiera, podría superaros con toda facilidad, pero la cuestión es que no le gusta la cacería, al menos que yo sepa, aunque tal vez sí le guste, no lo sé. Yo no sabía que le interesara tanto el alpinismo, pero escaló los Acantilados de la Locura en unas condiciones de lo más adversas, y todo el mundo coincide en afirmar que ésa no es una de las empresas más fáciles del mundo.

—Pues bien, podríamos empezar la carta con un «Divino Westley», y apelar así a su sentido de la modestia —sugirió Humperdinck.

Buttercup comenzó a escribir y se detuvo.

—¿Divino se escribe con be o con uve?

—Creo que con uve, deliciosa criatura —repuso el príncipe sonriendo amablemente al tiempo que Buttercup comenzaba la carta.

Tardaron cuatro horas en redactarla, y en muchas, muchas ocasiones Buttercup le dijo: «Jamás habría sido capaz de hacerlo sin vuestra ayuda». Y el príncipe se mostró de lo más modesto y le formuló infinidad de preguntas íntimas sobre Westley, todas las veces que le fue posible sin llamarle demasiado la atención al respecto; de ese modo, mucho antes del amanecer, la princesa le habló, sonriendo al recordarlo, del temor juvenil que Westley sentía por las garrapatas hiladoras.

Esa noche, en la jaula del quinto nivel, el príncipe ordenó, como iba a ordenar siempre a partir de entonces:

—Confesad el nombre de la persona de Guilder que os contrató para raptar a la princesa y os prometo la libertad inmediata.

Y Westley le contestó, como iba a contestarle siempre:

—Nadie, nadie. Yo iba solo.

El conde, que se había pasado todo el día capturando garrapatas, las distribuyó cuidadosamente sobre la piel de Westley, y éste cerró los ojos y suplicó, y al cabo de una hora más o menos, el príncipe y el conde se marcharon, después de haberle dado instrucciones al albino de que quemara las garrapatas y las arrancara de la piel de Westley, para que no lo envenenaran accidentalmente. Y mientras subían desde el sótano a la superficie, con ánimo conversador, el príncipe dijo:

—Mucho mejor, ¿no creéis?

Lo raro fue que el conde no respondió. Cosa que a Humperdinck le resultó vagamente fastidiosa, porque, a decir verdad, la tortura no alcanzaba un alto rango en su escala de pasiones, y a él le hubiera dado lo mismo disponer de Westley en ese mismo instante.

Ojalá Buttercup reconociera que él, Humperdinck, era mejor.

¡Pero no era así! ¡Lo negaba! No hacía más que hablar de Westley. No hacía más que preguntar si había noticias de Westley. Pasaron los días, y las semanas, pasó una fiesta tras otra, y todo Florin se mostró conmovido al comprobar que su grandioso príncipe cazador estaba clara y maravillosamente enamorado; pero cuando se encontraban a solas, ella no hacía más que repetir:

—¿Dónde estará Westley? ¿Por qué tardará tanto en venir? ¿Cómo conseguiré vivir hasta que él venga?.

Enloquecedor. De manera que cada noche, los esfuerzos del conde, que hacían retorcer y contraer a Westley, eran en realidad muy oportunos. El príncipe soportaba más o menos una hora de espectáculo antes de marcharse en compañía del conde, que seguía extrañamente silencioso. Y allá abajo, se quedaba el albino cuidando de las heridas y susurrando:

—Decídselo. Por favor. No harán más que añadir sufrimiento al que ya estáis padeciendo.

Westley apenas podía contener la sonrisa.

Ni una sola vez sintió dolor. Había cerrado los ojos y apartado su mente de aquel lugar. En eso consistía el secreto. Si uno podía apartar la mente del presente y enviarla al lugar donde pudiese contemplar una piel como nata helada, pues entonces, que se divirtieran.

Ya llegaría su hora de vengarse.

Westley vivía exclusivamente para Buttercup. Pero no se podía negar que había otra cosa que también deseaba.

Su tiempo…

El príncipe Humperdinck no tenía tiempo. Al parecer, en Florin no existía decisión que, de un modo u otro, no fuera a recaer pesadamente sobre sus hombros. No sólo iba a casarse, sino que además, su país celebraba el quingentésimo aniversario. No sólo se devanaba los sesos tratando de encontrar las mejores maneras de declarar una guerra sino que además, el afecto debía brillar constantemente en sus ojos. Debía cumplir con todos los detalles, y hacerlo correctamente.

Su padre no le servía de ninguna ayuda, y se negaba a expirar o a dejar de balbucear (creíais que su padre había muerto, pero eso ocurrió en las escenas engañosas, no lo olvidéis. Morgenstern se limitó a incluir la descripción de unas pesadillas, no os confundáis) y a comenzar a decir cosas con sentido. La reina Bella se limitaba a revolotear alrededor de su esposo, traduciendo lo que decía; por eso, cuando aún faltaban doce días para la boda, el príncipe Humperdinck descubrió, horrorizado, que se le había olvidado poner en marcha la parte guilderiana crucial de su plan. Por tanto, citó a Yellin para que se presentara en el castillo bien tarde, por la noche.

Yellin era Encargado del Cumplimiento de las Leyes de la ciudad de Florin, cargo que había heredado de su padre. (El cuidador albino del zoo era primo hermano de Yellin, y ambos eran las únicas personas que no pertenecían a la nobleza por las que el príncipe sentía algo cercano a la confianza.)

—Alteza —dijo Yellin.

Era bajito, pero taimado, tenía unos ojos movedizos y unas manos mañosas.

El príncipe Humperdinck se levantó de la silla que estaba ante su escritorio. Se acercó a Yellin, miró cuidadosamente a su alrededor y le dijo en voz baja:

—Sé por fuentes fidedignas que últimamente muchos hombres de Guilder han comenzado a infiltrarse en nuestro Barrio de los Ladrones. Van disfrazados de florineses, y me tienen preocupado.

—Yo no he oído nada al respecto —adujo Yellin.

—Un príncipe tiene espías en todas partes.

—Comprendo —dijo Yellin—. ¿Y vos creéis que en vista de que las pruebas indican que intentaron raptar a vuestra prometida en una ocasión, podrían volver a intentarlo?

—Es una posibilidad.

—Entonces, clausuraré el Barrio de los Ladrones —dijo Yellin—. No dejaré entrar ni salir a nadie.

—Eso no basta —dijo el príncipe—. Quiero que hagas desalojar por completo el Barrio de los Ladrones y encierres a cada uno de los villanos que allí habitan hasta que me haya marchado en viaje de bodas. —Yellin no asintió con la velocidad esperada, de modo que el príncipe le ordenó—: Explica cuál es tu problema.

—A mis hombres no les hace demasiado felices la idea de entrar en el Barrio de los Ladrones. Muchos ladrones se resisten al cambio.

—Oblígalos. Forma una Brigada Brutal. Haz lo que sea, pero hazlo.

—Se precisa por lo menos una semana para reunir una Brigada Brutal decente —arguyó Yellin y agregó—: Pero es tiempo suficiente.

Hizo una reverencia y se retiró.

Fue entonces cuando comenzó el grito.

Yellin había oído muchas cosas en su vida, pero nada tan espantoso como aquello: era un hombre valiente, pero aquel grito le asustó. No era humano, aunque le resultó imposible dilucidar de qué garganta animal provenía. (Se trataba de un perro salvaje del primer nivel del Zoo, pero ningún perro salvaje había aullado nunca de aquella manera. Aunque también era cierto que ningún perro salvaje había sido sometido antes a la Máquina.)

El sonido se hizo más angustiado y llenó el cielo nocturno al propagarse por los terrenos del castillo y superar los muros e incluso la Gran Plaza.

Era interminable. Quedó suspendido en el aire, bajo el cielo, cual recordatorio audible de la existencia de la agonía. En la Gran Plaza, media docena de niños gritaron a su vez a la noche, tratando de ocultar aquel sonido. Algunos rompieron a llorar, otros corrieron a sus casas.

Después, comenzó a disminuir en volumen. Resultó difícil oírlo desde la Gran Plaza, y se acalló. Fue perdiendo intensidad y huyó por los terrenos del castillo hacia el primer nivel del Zoo de la Muerte, donde el conde Rugen manipulaba unos botones. El perro salvaje había muerto. El conde Rugen se levantó de su silla, y a duras penas logró que no se oyera su propio grito de triunfo.

Abandonó el Zoo y corrió hacia los aposentos del príncipe Humperdinck. Yellin se disponía a irse cuando llegó el conde. El príncipe estaba sentado detrás de su escritorio. Cuando Yellin se hubo marchado y estuvieron solos, el conde hizo una reverencia ante su majestad:

—La Máquina —anunció por fin—, funciona.

El príncipe Humperdinck tardó un rato en contestar. Se trataba de una situación espinosa; una vez reconocido que él era su jefe y el conde un simple subalterno, no había nadie en todo Florin que contara con las habilidades de Rugen. Como inventor había por fin eliminado todos los defectos de la Máquina. Como arquitecto, había desempeñado un papel de crucial importancia en la dilucidación de los factores de seguridad del Zoo de la Muerte, y era innegable que había sido Rugen quien había inventado la única entrada con posibilidades de salir vivo del quinto nivel.

Además, apoyaba todas las hazañas logradas por el príncipe, tanto en el campo de batalla como en el de la caza; por lo tanto, a un seguidor así no se lo podía despedir con un breve: «Márchate, muchacho, que me importunas». Por ello, el príncipe tardó un rato en responder; pero cuando lo hizo, dijo:

—Veréis, Ty, me entusiasma que hayáis eliminado todos los problemas que tenía la Máquina; jamás, ni por un instante, dudé de que no fuerais a lograrlo. Y me muero de ganas por verla funcionar. Pero ¿cómo decirlo? Me resulta dificilísimo mantenerme a flote: no sólo lo digo por las fiestas y las recepciones con…, ¿cómo se llama?, sino también porque debo decidir cuánto durará el desfile del quingentésimo aniversario, dónde y cuándo comenzará y qué noble marchará delante de este otro noble para que, concluido el desfile, todos sigan hablándome; además tengo una esposa por asesinar y un país al que achacarle el asesinato; luego debo poner en marcha la guerra cuando todo haya acabado, y ya sabéis que éstas son cosas que he de hacer yo solo. Resumiendo: estoy abrumado de trabajo, Ty. De modo que, ¿qué os parece si seguís trabajando con Westley y me mantenéis al tanto de cómo marchan las cosas? Cuando tenga un momento iré yo mismo a verlo,… estoy seguro de que todo irá estupendamente; pero en estos momentos, y sin ánimo de ofenderos, ¿qué os parece si me dejáis unos instantes tranquilo?

El conde Rugen sonrió y repuso:

—Perfecto.

No se ofendió en absoluto. Se sentía siempre mucho mejor cuando podía estudiar el dolor a solas. Uno se concentraba mucho más cuando se quedaba a solas con la agonía.

—Sabía que me comprenderíais, Ty.

Llamaron a la puerta, y Buttercup asomó la cabeza para preguntar:

—¿Alguna novedad?

El príncipe le sonrió y meneó tristemente la cabeza.

—Amor mío, os prometí que en cuanto me enterara de algo os lo diría.

—Es que sólo faltan doce días.

—Tiempo más que suficiente, dulce amada mía, no os preocupéis.

—Os dejo, pues —dijo Buttercup.

—Yo también me disponía a marchar —dijo el conde—. ¿Os acompaño hasta vuestros aposentos?

Buttercup asintió y ambos se marcharon pasillo abajo hasta llegar a los aposentos de la princesa.

—Buenas noches —dijo Buttercup brevemente, pues desde el primer día en que el conde se presentara en la granja de su padre, su presencia le había inspirado temor.

—Estoy seguro de que vendrá —dijo el conde; era el confidente de todos los planes del príncipe y Buttercup lo sabía—. No conozco bien a vuestro galán, pero me ha impresionado muchísimo. Un hombre que ha podido hallar el camino para salir del Pantano de Fuego, encontrará el camino para llegar al castillo de Florin antes del día de vuestra boda.

Buttercup asintió.

—Parecía tan fuerte, tan poderoso —prosiguió el conde con voz arrulladora y cálida—. De lo que no estoy seguro es de si posee una verdadera sensibilidad, pues algunos hombres de gran fuerza carecen de ella, como ya sabréis. Me pregunto, por ejemplo, si es capaz de llorar.

—Westley jamás lloraría —repuso Buttercup, al tiempo que abría la puerta de su alcoba—. Salvo por la muerte de un ser amado.

Dicho esto cerró la puerta y dejó al conde allí, de pie; luego se dirigió a su cama y se arrodilló. «Westley —pensó entonces—, ven, por favor; con el pensamiento te he rogado que vinieras durante todas estas semanas, pero aún no he obtenido respuesta. Cuando vivíamos en la granja creía que te amaba, pero aquello no era amor. Cuando vi tu rostro tras la máscara en el fondo del barranco, creí que te amaba, pero insisto, aquello no era nada más que una pretensión. Amado, creo que ahora te quiero, y sólo te ruego que me concedas la oportunidad de probártelo. Podría pasarme el resto de la vida en el Pantano de Fuego cantando de la mañana a la noche si tú estuvieras a mi lado. Podría pasarme una eternidad hundiéndome en las Arenas de Nieve si mi mano estuviese aferrada a la tuya. Preferiría vivir toda una eternidad contigo a mi lado, en una nube, pero el infierno también sería una maravilla si tú, Westley, estuvieras a mi lado…».

Prosiguió así, rezando en silencio hora tras hora; no había hecho otra cosa durante las últimas treinta y ocho noches, y cada vez su ardor era más profundo, sus pensamientos se hacían más y más puros. Westley. Westley. Atravesando los siete mares para ir en su busca.

Por su parte, y sin saberlo, Westley se pasaba las noches haciendo más o menos lo mismo. Concluida la sesión de tortura, cuando el albino terminaba de curarle los cortes, las quemaduras o las fracturas, cuando se quedaba solo en la gigantesca jaula, enviaba su mente junto a Buttercup y allí la dejaba.

La comprendía tan bien. Supo entonces que cuando la dejó en la granja, cuando ella le juró amor eterno, lo había dicho en serio, pero apenas tenía dieciocho años. ¿Qué sabía ella de las profundidades del corazón? Y cuando se había quitado la máscara negra y ella se había postrado ante él, la sorpresa había tenido mucho que ver; el aturdimiento y el asombro habían actuado tanto como la emoción. Pero así como el sol estaba obligado a salir cada mañana por el oeste, por más que para variar le hubiese complacido salir por el este, de ese mismo modo sabía él que Buttercup estaba obligada a depositar en él su amor. Las riquezas resultaban incitantes, igual que la realeza, pero no eran nada comparadas con la fiebre que le ardía en el corazón, y tarde o temprano ella tendría que contagiarse de aquella fiebre. Tenía menos elección que el sol.

De manera que cuando el conde apareció con la Máquina, Westley no se mostró particularmente perturbado. De hecho, no tenía idea de lo que el conde estaba metiendo en la gigantesca jaula. Aunque no era el conde quien estaba metiendo allí la Máquina, sino el albino, que se pasó haciendo un viaje tras otro cargando una cosa después de otra.

Eso era lo que a Westley le parecieron: cosas. Ventosas de bordes delicados y variados tamaños, algo que parecía una rueda, y otro objeto que logró identificar como una palanca o un palo, porque le resultaba muy extraño.

—Buenas noches —le saludó el conde.

Westley no recordaba haberlo visto antes tan entusiasmado. Le contestó asintiendo débilmente. En realidad se sentía mejor que nunca, pero de nada servía que se propagaran semejantes noticias.

—¿Os sentís indispuesto? —inquirió el conde.

Westley volvió a asentir débilmente.

El albino entraba y salía trayendo más cosas: una especie de cables largos y delgados pero fuertes.

—Eso es todo —dijo por fin el conde.

El albino asintió, y se marchó.

—Ésta es la Máquina —dijo el conde cuando estuvieron a solas—. He tardado once años en construirla. Como podréis ver, estoy muy entusiasmado y orgulloso.

Westley logró manifestar su asentimiento con un parpadeo.

—Tardaré un rato en montarla.

Dicho lo cual el conde puso manos a la obra.

Westley observó la construcción con gran interés y una lógica curiosidad.

—¿Habéis oído ese grito de hace un rato?

Otro parpadeo afirmativo.

—Era un perro salvaje. Esta máquina le arrancó ese grito. —El conde estaba realizando un trabajo muy complejo, pero los seis dedos de su mano derecha no dudaron ni por un momento lo que debían hacer—. Estoy muy interesado en el dolor —le dijo el conde—, como tengo la certeza de que habéis podido comprobar en estos últimos meses. Desde un punto de vista intelectual, diría. He escrito para las publicaciones especializadas en el tema. En su mayoría, artículos. En estos momentos estoy preparando un libro. Mi libro. El libro, espero. La obra definitiva sobre el dolor, al menos tal y como lo conocemos ahora.

Todo aquello le resultó fascinante a Westley. Lanzó un pequeño gruñido.

—En mi opinión, el dolor es la emoción más subestimada que poseemos —prosiguió el conde—. A mi modo de ver, la Serpiente era el dolor. El dolor nos ha acompañado siempre, y siempre me molestó que la gente dijese: «Tan importante como la vida y la muerte», pues la frase adecuada es, a mi juicio, «Tan importante como el dolor y la muerte». —El conde guardó silencio, pues en ese momento empezó y concluyó una serie de complejos ajustes—. Una de mis teorías —dijo al cabo de un rato—, es que el dolor implica expectación. Reconozco que no es nada original, pero os demostraré lo que quiero decir: no voy a utilizar, repito, no voy a utilizar, en vos la Máquina esta misma noche. Podría hacerlo. Está lista y la he probado. Pero me limitaré a montarla y dejarla aquí, junto a vos, para que la veáis durante las próximas veinticuatro horas y os preguntéis qué es y cómo funcionará y si puede llegar a ser tan horrenda como os la describo.

Ajustó algunas piezas por aquí, aflojó otras por allá, tiró de aquí y dio unas palmaditas allá.

La Máquina tenía un aspecto tan ridículo que a Westley le dieron ganas de reír. En cambio, volvió a soltar otro gruñido.

—Os dejo con vuestra imaginación, pues —dijo el conde, y mirando a Westley, agregó—: Pero quiero que sepáis una cosa antes de que llegue la noche de mañana, y os aseguro que soy completamente sincero: sois el hombre más fuerte, más brillante y más valiente, la criatura más valiosa que jamás haya tenido el privilegio de conocer, y casi siento pena por tener que destruiros para poder concluir mi libro y para el bien de los futuros expertos en el tema del dolor.

—Gracias… —dijo Westley con un hilo de voz.

El conde se dirigió a la puerta de la jaula y por encima del hombro le dijo:

—Ya podéis dejar de representar que estáis débil y derrotado, no habéis sido capaz de mantenerme engañado ni siquiera durante un mes. Sois prácticamente tan fuerte ahora como el día en que os internasteis en el Pantano de Fuego. Conozco vuestro secreto, si es que eso os sirve de consuelo.

—¿… secreto? —inquirió en tonos apagados y cansinos.

—Habéis mantenido vuestra mente lejos de aquí —le gritó el conde—. En todos estos meses no habéis experimentado la más mínima incomodidad. Miráis al cielo, cerráis los ojos y después ya no estáis aquí; probablemente os marcháis con…, no lo sé…, con ella, tal vez. Expectación, no lo olvidéis.

Lo saludó con la mano y comenzó a subir la escalera subterránea.

Westley logró sentir la repentina presión de su corazón.

El albino no tardó en presentarse, y se arrodilló junto al oído de Westley para susurrarle:

—Os he estado observando durante todos estos días. Os merecéis algo mejor de lo que os espera. A mí me necesitan, no hay nadie más que alimente a las bestias como yo. Estoy a salvo, no me harán daño. Si queréis, puedo mataros, eso los fastidiaría. Dispongo de unos buenos venenos. Os lo ruego. He visto la Máquina; estaba presente cuando el perro salvaje gritó. Por favor, dejad que os mate. Juro que me estaréis agradecido.

—Debo vivir.

—Pero… —susurró el albino.

—No lograrán llegar a mí —lo interrumpió Westley—. Estoy bien. Me encuentro bien. Estoy vivo y seguiré así.

Pronunció estas palabras en voz alta, y lo hizo con pasión. Pero por primera vez en mucho tiempo, tuvo miedo…

—¿Y bien? ¿Habéis podido dormir? —inquirió el conde la noche siguiente al llegar a la jaula.

—Francamente, no —respondió Westley en tono normal.

—Me alegra que seáis sincero conmigo; yo también lo seré con vos: basta de charadas entre nosotros —dijo el conde mientras depositaba un cierto número de cuadernos, plumas y tinteros—. Debo registrar cuidadosamente vuestras reacciones —le explicó.

—¿En nombre de la ciencia?

El conde asintió, y luego le dijo:

—Si mis experimentos son válidos, mi nombre perdurará más que mi cuerpo. He de confesar que persigo la inmortalidad. —Ajustó unos cuantos mandos de la Máquina—. Imagino que sentiréis una curiosidad natural por conocer cómo funciona.

—He pasado la noche reflexionando y no he sacado nada en claro, estoy como al principio. Al parecer, se trata de un conglomerado de ventosas de borde delicado y tamaños infinitamente variados, además de una rueda, unos mandos y una palanca, y lo que hace ese conglomerado es algo que me supera.

—Y cola —añadió el conde señalando hacia un pequeño recipiente con una sustancia espesa—. Para fijar las ventosas. —Dicho esto se puso a trabajar: sacó una ventosa tras otra, untó los bordes delicados con cola y las distribuyó por todo el cuerpo de Westley—. Pronto tendré que colocaros una sobre la lengua —le explicó el conde—, pero lo haré en último término, por si tenéis que formularme alguna pregunta.

—Está claro que no se trata de algo sencillo de montar, ¿verdad?

—En los modelos posteriores podré solucionar ese aspecto —le explicó el conde—, al menos ésas son mis intenciones —y continuó colocando más ventosas sobre el cuerpo de Westley hasta cubrirle cada centímetro que había al descubierto—. Por fuera ya estáis listo —anunció el conde—. Lo que sigue es un poco más delicado, procurad no moveros.

—Tengo los pies, las manos y la cabeza encadenados —dijo Westley—. ¿Creéis que así puedo moverme?

—¿Realmente sois tan valiente como parecéis, o es que estáis un poco asustado? Decidme la verdad, por favor. No olvidéis que es un dato para la posteridad.

—Estoy un poco asustado —repuso Westley.

El conde anotó ese detalle junto con la hora. Después se dispuso a realizar el trabajo fino, y al cabo de poco tiempo unas ventosas muy, muy diminutas y de bordes muy, muy delicados, cubrieron el interior de las fosas nasales, de los oídos, de los párpados de Westley, y la parte superior e inferior de su lengua, y antes de que el conde se incorporara, Westley quedó cubierto por dentro y por fuera con aquellas cosas.

—Y ahora —dijo el conde en voz bien alta con la esperanza de que Westley lo oyera—, lo que haré es hacer girar la rueda a su máxima velocidad para disponer de energía más que suficiente para trabajar. El mando puede ajustarse del uno al veinte; como ésta es la primera vez, usaré el ajuste más suave, es decir, el uno. Después, lo único que debo hacer es empujar hacia adelante la palanca y, si no me equivoco, estaremos operando a pleno ritmo.

Pero cuando la palanca se movió, Westley apartó de allí su mente, y cuando la Máquina comenzó a funcionar, Westley se encontraba acariciando el pelo color del otoño de Buttercup, su piel como la nata helada y… y… y… entonces su mundo se hizo pedazos…, porque las ventosas, las ventosas estaban por todas partes y antes, antes habían torturado su cuerpo sin tocar su mente, pero la Máquina no, la Máquina llegaba a cada rincón…, no lograba controlar sus ojos, y sus oídos no lograban escuchar el dulce y afectuoso susurro de su voz, y su cerebro huía, huía lejos del amor para hundirse en el foso profundo de la desesperación, donde golpeaba con fuerza y volvía a caer y se enterraba en la casa de la agonía para internarse en el país del dolor. El mundo de Westley se rompía en pedazos por dentro y por fuera, y él no podía hacer nada más que romperse también.

El conde apagó la Máquina, y mientras cogía sus libretas de apuntes le dijo:

—Como ya sabréis, sin ninguna duda, el concepto de la bomba de succión data de hace muchos siglos. Básicamente, ese concepto es el que sustenta mi invento, salvo que en lugar de agua, lo que estoy succionando es la vida. Acabo de succionar un año de vuestra vida. Más adelante, pondré el ajuste en un valor más elevado, el dos o el tres, puede que incluso el cinco. En teoría, el cinco debería ser cinco veces más doloroso que lo que acabáis de experimentar, de modo que os ruego que seáis preciso en vuestras respuestas. Decidme con toda sinceridad: ¿cómo os sentís?

Humillado, dolido, frustrado, lleno de rabia, y con una angustia que lo mareaba, Westley se echó a llorar como un crío.

—Interesante —dijo el conde, y cuidadosamente se dispuso a tomar nota.

Yellin tardó una semana en reunir un número suficiente de hombres para formar una Brigada Brutal adecuada. Así, cinco días antes de la boda, se encontró al frente de su compañía esperando el discurso del príncipe. Estaban en el patio del castillo, y cuando el príncipe hizo su aparición iba acompañado del conde, según hacía siempre, aunque, contrariamente a lo acostumbrado, el conde parecía preocupado. En realidad estaba muy preocupado, aunque Yellin no tenía manera de saberlo. En esa última semana, el conde había succionado diez años de la vida de Westley, y teniendo en cuenta que el promedio de vida de un hombre florinés era de sesenta y cinco años, a la víctima le quedaban aproximadamente treinta años, suponiendo que tuviera unos veinticinco al comenzar el experimento. ¿Cuál era la mejor manera de dividir ese período? El conde se encontraba sencillamente sumido en un dilema. Tenía ante sí tantas posibilidades, pero ¿cuál de ellas sería más interesante desde el punto de vista científico? El conde lanzó un suspiro; la vida nunca era fácil.

—Os he reunido aquí —comenzó a decir el príncipe—, porque es posible que exista otra conjura contra mi amada. Os nombro a cada uno de vosotros su protector personal. Quiero que veinticuatro horas antes de mi boda, el Barrio de los Ladrones quede vacío, y que cada uno de sus habitantes esté en la cárcel. Sólo entonces descansaré tranquilo. Caballeros, os lo ruego: si consideráis esta misión como un asunto del corazón, sé que no fallaréis.

Dicho lo cual, giró en redondo y, seguido del conde, salió del patio dejando a Yellin al mando.

El asedio del Barrio de los Ladrones comenzó de inmediato. Yellin trabajó con ahínco día tras día, pero el Barrio de los Ladrones era bastante extenso; así pues, había mucho por hacer. La mayoría de los criminales ya habían pasado por redadas injustas e ilegales, de modo que ofrecieron poca resistencia. Sabían que las cárceles no contaban con celdas suficientes para todos, así que si aquello representaba unos cuantos días de encierro, ¿qué importancia tenía?

Sin embargo, existía otro grupo de criminales, aquellos que sabían que la captura, debido a sus actuaciones pasadas, significaba la muerte; por lo tanto, éstos, sin excepción, se resistieron. En general, gracias a un diestro manejo de la Brigada Brutal, Yellin logró controlar a tan malvados personajes.

Pero, cuando aún faltaban treinta y seis horas para la boda, en el Barrio de los Ladrones quedaban todavía una media docena de guaridas por controlar. Yellin se levantó al amanecer y, cansado y confundido —ni uno solo de los criminales capturados parecía provenir de Guilder—, reunió a los mejores hombres de la Brigada Brutal y los condujo al Barrio de los Ladrones para llevar a cabo lo que debía ser la incursión final.

Yellin se dirigió directamente a la Taberna de Falkbridge, aunque antes envió a todos los Brutos a realizar diversas tareas, reservándose dos de ellos, uno silencioso y otro ruidoso, para sus propias necesidades. Llamó a la puerta de Falkbridge y esperó. Falkbridge era, con mucho, el hombre más poderoso del Barrio de los Ladrones. Al parecer, era dueño de medio barrio y no existía un solo delito, por grave que fuera, en el que él no tuviese algún tipo de participación. Siempre se salvaba de ser arrestado, y todo el mundo creía que Falkbridge debía estar sobornando a alguien. Yellin también lo sabía, pues cada mes, lloviera o tronase, Falkbridge se presentaba en la casa de Yellin y le entregaba una bolsa llena de dinero.

—¿Quién es? —gritó Falkbridge desde el interior de la taberna.

—El Encargado del Cumplimiento de las Leyes de la ciudad de Florin, acompañado de los Brutos —repuso Yellin.

La exactitud era una de sus virtudes.

—Ah. —Falkbridge abrió la puerta. Para ser un personaje poderoso tenía un aspecto poco imponente, pues era bajito y regordete—. Pasad.

Yellin entró, dejó a los dos Brutos en el portal y les ordenó:

—Preparaos y sed rápidos.

—Eh, Yellin, que soy yo —le dijo Falkbridge en voz baja.

—Ya lo sé, ya lo sé —repuso Yellin también en voz baja—. Te ruego que me hagas un favor, prepárate.

—Finge que ya lo he hecho. Me quedaré en la taberna, te lo juro. Tengo comida suficiente; nadie se enterará jamás.

—El príncipe es despiadado —le dijo Yellin—. Si permito que te quedes y me descubre, será mi fin.

—Me he pasado veinte años pagándote para no ir a la cárcel. Te has hecho rico, de modo que no tengo por qué ir a la cárcel. ¿De qué me sirve pagarte si no obtengo ninguna ventaja a cambio?

—Te compensaré. Te conseguiré la mejor celda de la ciudad de Florin. ¿No confías en mí?

—¿Cómo puedo confiar en un hombre a quien pago durante veinte años para no ser encarcelado y que de la noche a la mañana, ante un poco de presión extra, me dice que debo ir a la cárcel? Pues no voy.

—¡Vosotros! —gritó Yellin señalando al ruidoso.

El Bruto echó a correr hacia él.

—Mete a este hombre en el carro, deprisa —le ordenó Yellin.

Falkbridge quería explicarse cuando el ruidoso le asestó un golpe en el cuello.

—¡No tan fuerte! —le gritó Yellin.

El ruidoso levantó a Falkbridge e intentó sacudirle el polvo de la ropa.

—¿Está vivo? —inquirió Yellin.

—Es que no sabía que queríais que lo llevara vivo al carro; pensé que sólo queríais que estuviera en el carro, respirase o no, de modo que…

—Ya basta —lo interrumpió Yellin. Y, molesto, salió de la taberna mientras el ruidoso cargaba con Falkbridge—. ¿Están todos, pues? —preguntó Yellin cuando vio aparecer carros tirados por diversos Brutos que abandonaban el Barrio de los Ladrones.

—Creo que todavía queda el espadachín del brandy —contestó el ruidoso—. Ayer trataron de sacarlo, pero…

—No puedo perder el tiempo con un borracho; soy un hombre importante. Vosotros dos, sacadlo de aquí ahora mismo; ¡llevaos el carro y daos prisa! Este barrio ha de ser clausurado y debe quedar vacío a la puesta del sol o el príncipe se pondrá furioso conmigo, y no me gusta nada que el príncipe se enfurezca conmigo.

—Ya vamos, ya vamos —dijo el ruidoso, y se alejó a toda prisa, dejando que el silencioso tirase del carro donde iba Falkbridge—. Ayer algunos de los hombres del grupo normal trataron de sacar al espadachín, pero parece que es bastante diestro con el acero y les dio mucho trabajo, aunque creo que tengo un truco que funcionará.

El silencioso lo seguía de cerca, tirando del carro. Doblaron una esquina y desde la esquina siguiente, una especie de balbuceo beodo se fue haciendo cada vez más audible.

—Me estoy aburriendo, Vizzini —se oyó decir desde la esquina—. Tres meses es mucho esperar, sobre todo para un español apasionado. —Y en voz mucho más alta agregó—: Y yo soy muy apasionado, Vizzini, y tú no eres más que un siciliano lerdo. De modo que si dentro de tres meses no estás aquí, no quiero tener nada más que ver contigo. ¿Me has oído? ¡Se acabó! —Y en su voz más baja agregó—: No lo he dicho en serio, Vizzini, adoro mi sucio pórtico, tómate el tiempo que necesites…

El Bruto ruidoso aminoró la marcha.

—Se pasa todo el día hablando así; no le hagas caso y lleva el carro a donde no lo vea. —El silencioso empujó el carro casi hasta la esquina y allí lo detuvo—. Quédate junto al carro —le ordenó el ruidoso, y luego, agregó susurrando—: Ahí va mi truco. —Dicho esto dobló la esquina y miró fijamente al tipo delgaducho aferrado a la botella de brandy y tirado en el pórtico—. ¡Eh, amigo! —llamó el ruidoso.

—No me moveré, o sea que guárdate tu «¡eh, amigo!» —le dijo el bebedor de brandy.

—Escúchame, por favor, me ha enviado el príncipe Humperdinck en persona, pues necesita diversión. Mañana se celebra el quingentésimo aniversario de nuestro país, y los doce mejores saltimbanquis, espadachines y artistas están compitiendo en este mismo instante. Los dos más hábiles se enfrentarán personalmente mañana en presencia de los contrayentes. Y ahora te explicaré por qué estoy aquí. Ayer, algunos de mis amigos intentaron arrestarte y, según me dijeron más tarde, te resististe haciendo gala de un soberbio manejo de la espada. Por eso, si tú quisieras, sería capaz de realizar un gran sacrificio personal y te conduciría a la competición de esgrima donde, si eres tan bueno como me han dicho, podrías tener el honor de entretener a la pareja real. ¿Crees que podrías ganar?

—Con los ojos cerrados.

—Entonces date prisa que aún queda tiempo de inscribirse.

El español logró ponerse de pie. Desenvainó la espada y la blandió haciéndola brillar bajo la luz de la mañana.

El ruidoso retrocedió rápidamente unos cuantos pasos y dijo:

—No hay tiempo que perder; acompáñame ahora mismo.

Fue entonces cuando el borracho se puso a gritar:

—Espero… a… Vizzini…

—Mini.

—No… soy… mini…, sólo… cumplo… con… la regla…

—Arregla.

—Yo no arreglo… nada… ¿No entiendes que…? —Su voz se apagó por un momento mientras procuraba fijar la vista. Luego, en voz baja, preguntó—: ¿Fezzik?

El silencioso, que se encontraba detrás del ruidoso, repuso:

—¿Quién lo dicik?

Íñigo salió de su pórtico intentando desesperadamente luchar contra los sopores del alcohol para poder fijar bien la vista.

—¿Dicik? ¿Se trata de una broma?

—Paloma —repuso el silencioso.

Íñigo lanzó un grito, y avanzó tambaleándose:

—¡Fezzik, eres tú!

—¡Tururú! —exclamó el gigante; tendió la mano, agarró a Íñigo justo antes de que se desplomara, y lo enderezó.

—Aguántalo así —le dijo el Bruto ruidoso, y avanzó veloz con el brazo derecho en alto, como había hecho con Falkbridge.

¡P

A

A

A

F!

Fezzik lanzó al Bruto ruidoso al interior del carro, junto a Falkbridge, los cubrió a ambos con una manta sobada y volvió rápidamente junto a Íñigo, al que había dejado apoyado contra la pared de un edificio.

—No sabes cómo me alegro de verte —le dijo entonces Fezzik.

—Yo también…, yo también…, pero… —la voz de Íñigo fue perdiendo más y más fuerza—. Estoy demasiado débil para sorpresas.

Éstas fueron las últimas palabras que logró pronunciar antes de desmayarse a causa de la fatiga, el brandy, la falta de comida, de sueño y muchas otras cosas más, ninguna de ellas demasiado nutritivas.

Fezzik lo levantó con un brazo, mientras que con el otro agarraba el carro, y regresó a la casa de Falkbridge. Entró a Íñigo y lo llevó al piso de arriba, donde lo depositó sobre el lecho de plumas de Falkbridge; luego, tirando del carro, se dirigió a toda prisa a la entrada del Barrio de los Ladrones. Se aseguró bien de que la manta sobada cubriera a las dos víctimas, y en el momento de llegar a la entrada, la Brigada Brutal efectuaba un recuento de las botas de los detenidos. El total les cuadraba, y a las once de la mañana, el amurallado y extremo Barrio de los Ladrones quedó oficialmente vacío y cerrado a cal y canto.

Relevado del servicio activo, Fezzik bordeó la muralla hasta llegar a un lugar tranquilo donde se puso a esperar. Estaba solo. Para él las murallas nunca habían constituido un problema, no mientras los brazos le respondieran; escaló aquella muralla rápidamente y a toda prisa recorrió las calles silenciosas hasta llegar a la casa de Falkbridge. Preparó un poco de té, lo llevó arriba, y obligó a Íñigo a bebérselo. Al cabo de unos instantes, Íñigo parpadeaba por su propia voluntad.

—Cómo me alegro de verte —le dijo entonces Fezzik.

—Yo también, yo también —admitió Íñigo—. Lamento haberme desmayado, pero durante tres meses no he hecho más que esperar a Vizzini y beber brandy, y la sorpresa de verte fue…, bueno…, fue demasiado para soportarla con el estómago vacío. Pero ya estoy mejor.

—Bien —dijo Fezzik—. Vizzini ha muerto.

—¿Que Vizzini ha qué? ¿Dices que ha muerto…, que Vizz…? —entonces volvió a desmayarse.

Fezzik comenzó a reprenderse a sí mismo.

—Estúpido, si hay un modo correcto y otro incorrecto de hacer las cosas, lo más seguro es que escojas el primero como el más perfecto; bufón, bufón, vuelve al principio sin más dilación.

Fezzik se sintió como un verdadero idiota porque, después de meses de no acordarse, en aquel momento que ya no le servía de nada recordar la regla, se acordaba de ella. Bajó la escalera a toda prisa, preparó más té, buscó unas galletas y miel, volvió a subir y le dio de comer a Íñigo.

Cuando Íñigo parpadeó, Fezzik le dijo:

—Descansa.

—Gracias, amigo mío; no más desmayos.

Cerró los ojos y durmió durante una hora.

Fezzik se puso a trabajar en la cocina de Falkbridge. No sabía cómo hacer un guiso de verdad, pero sabía cómo calentar y enfriar alimentos, y además sabía distinguir por el olor la carne buena de la podrida, de manera que no le resultó demasiado difícil conseguir algo parecido al rosbif y otra cosa que podría haber pasado por una patata.

El inesperado olorcillo a comida caliente reanimó a Íñigo y, mientras seguía tendido en la cama, se fue comiendo hasta el último bocado que Fezzik le metía en la boca.

—No sabía que estuviera en tan mal estado —comentó Íñigo sin dejar de masticar.

—¡Chist!, ya te pondrás bien —le dijo Fezzik mientras cortaba otro trozo de carne y se lo metía en la boca.

Íñigo lo masticó con cuidado y se lo tragó.

—Primero vas y apareces tú, y luego, como broche final, lo de Vizzini. Fue demasiado para mí.

—Habría sido demasiado para cualquiera; descansa.

Fezzik se disponía a cortar otro trozo de carne.

—Me siento como un crío, igual de indefenso —dijo Íñigo mientras aceptaba el siguiente bocado y empezaba a masticar.

—Cuando caiga el sol estarás tan fuerte como siempre —le prometió Fezzik, preparando el siguiente trozo de carne—. El hombre de los seis dedos se llama conde Rugen y está aquí mismo, en la ciudad de Florin.

—Interesante —logró decir Íñigo, esta vez antes de desmayarse.

Fezzik contempló la silueta inerte desde su altura.

—Cómo me alegro de que estés aquí —dijo—. Ha pasado tanto tiempo y tengo tantas noticias.

Íñigo se quedó allí tendido.

Fezzik se dirigió a toda prisa a la bañera de Falkbridge, le puso el tapón y al cabo de un rato logró llenarla con agua humeante. Fue en busca de Íñigo y lo mantuvo bajo el agua con una mano, mientras que con la otra le tapaba la boca. Cuando el español comenzaba a eliminar el brandy a través del sudor, Fezzik vació la bañera y la llenó de nuevo, pero con agua helada, volvió a meter a Íñigo, y cuando el agua comenzó a calentarse un poco, llenó otra vez la bañera con agua humeante e introdujo a Íñigo hasta que el brandy comenzó a salirle por los poros, y así siguió, hora tras hora, pasando del calor al frío helado y al calor humeante, y después preparó té y tostadas y un poco más de agua hirviente y más agua helada, y después siguió una siesta y después más tostadas y menos té, pero el más largo de los baños humeantes y esta vez ya no quedaba mucho brandy por eliminar, y luego siguió un último baño en agua helada y después dos horas de sueño, hasta que, a media tarde, los dos se encontraron sentados en la cocina de Falkbridge, en la planta baja, y entonces, por fin, por primera vez en tres meses, los ojos de Íñigo casi brillaban. Le temblaban las manos, eso sí, pero no de un modo del todo perceptible, y tal vez el Íñigo de antes del brandy habría superado a éste en una hora de esgrima pura. Pero en el mundo no había muchos maestros que hubieran sido capaces de aguantar cinco minutos seguidos.

—Cuéntamelo todo en pocas palabras. Mientras yo estaba aquí con el brandy, ¿dónde estabas tú?

—Bueno, pasé una temporada en una aldea de pescadores y, después, vagué por ahí un tiempo, hasta que hace unas semanas me encontré en Guilder donde no se hablaba de otra cosa que de la inminente boda y quizá de una próxima guerra; entonces me acordé de Buttercup, de cuando cargué con ella para escalar los Acantilados de la Locura. Era tan bonita y delicada, y como nunca había estado tan cerca de una fragancia así, pensé que sería bonito ver los festejos de su boda, por eso vine aquí. Pero se me había acabado el dinero, y como estaban formando una Brigada Brutal y necesitaban gigantes, me ofrecí para el puesto y me azotaron con garrotes para ver si era lo bastante fuerte. Cuando los garrotes se partieron, decidieron que lo era. He sido Bruto de Primera durante esta última semana. El sueldo es muy bueno.

Íñigo asintió y le dijo:

—Está bien. Pero, insisto, por favor, esta vez sé breve y cuéntame desde el principio lo del hombre de negro. ¿Logró derrotarte?

—Sí. Y con justicia. Fuerza contra fuerza. Estuve demasiado lento y me faltaba práctica.

—Entonces, ¿fue él quien mató a Vizzini?

—Eso creo.

—¿Utilizó la espada o la fuerza?

Fezzik intentó recordar, y luego contestó:

—No se le apreciaban heridas de espada y Vizzini no parecía estar fracturado. Sólo encontré dos copas y a Vizzini muerto. Supongo que usó veneno.

—¿Y por qué iba Vizzini a tomar veneno?

Fezzik no tenía la más mínima idea.

—Pero ¿estaba muerto de verdad?

Fezzik afirmó, seguro.

Íñigo comenzó a pasearse por la cocina con movimientos rápidos y breves, tal como solían serlo antes.

—Está bien. Vizzini ha muerto, asunto concluido. Cuéntame brevemente dónde está el tal Rugen de seis dedos para que pueda matarlo.

—Quizá no sea tan sencillo, Íñigo, porque el conde está con el príncipe, y éste permanece en su castillo y ha prometido no abandonarlo hasta después de su boda, porque teme otro ataque encubierto de Guilder. Todas las entradas menos la principal han sido clausuradas para mayor seguridad y las puertas principales están custodiadas por veinte hombres.

—Mmm —dijo Íñigo, paseándose más deprisa—. Si tú lucharas contra cinco y yo me enfrentara con mi espada a otros cinco, quedarían diez menos, pero no nos serviría de nada porque eso significaría que los diez restantes podrían matarnos. Pero —y aquí aceleró aún más la velocidad de su paseo—, si tú te encargaras de seis y yo de ocho, tendríamos catorce derrotados, que no sería tan malo pero seguiría siendo malo, puesto que los seis restantes nos matarían. —En este punto, se volvió veloz hacia Fezzik y preguntó—: ¿Cuál es el máximo del que podrías hacerte cargo?

—Verás, algunos de ellos pertenecen a la Brigada Brutal, de modo que no creo que pudiera con más de ocho.

—O sea, que quedarían doce para mí; no sería imposible, pero no constituye la mejor forma de pasar tu primera noche después de tres meses de vivir sólo a base de brandy.

De repente el cuerpo de Íñigo se vino abajo, y en sus ojos, que poco antes brillaban, había ahora lágrimas.

—¿Qué ha pasado? —gritó Fezzik.

—Oh, amigo mío, amigo mío, necesito a Vizzini. No sirvo para planificar. Me limito a seguir. Dime qué debo hacer y te aseguro que no habrá hombre viviente que lo haga mejor. Pero mi mente es como el buen vino, no soporta los largos viajes. Paso de un pensamiento a otro, pero sin lógica, y me olvido de las cosas. Ayúdame, Fezzik, ¿qué voy a hacer?

Fezzik también tuvo ganas de llorar.

—Soy el tipo más tonto que jamás haya existido, ya lo sabes. Ni siquiera pude acordarme que debía volver aquí, y eso que tú me habías compuesto esa rima tan bonita.

—Necesito a Vizzini.

—Pero Vizzini está muerto.

Entonces Íñigo volvió a ponerse en pie y a pasearse furioso por la cocina, y por primera vez chasqueó los dedos lleno de entusiasmo.

—No necesito a Vizzini, sino a su superior: ¡Necesito al hombre de negro! Verás…, me ganó a mí con el acero, superó mi maestría; te ganó a ti en fuerza. Y debió de superar en maestría, planificación y sagacidad a Vizzini; él me dirá ahora cómo entrar en el castillo y matar a la bestia de seis dedos. Si tienes alguna idea de dónde se encuentra el hombre de negro en estos momentos, dame rápidamente la respuesta.

—Navega por los siete mares en compañía del temible pirata Roberts.

—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa?

—Porque trabaja como marinero del temible pirata Roberts.

—¿Es marinero? ¿Un marinero corriente? ¿Un marinero corriente y moliente derrota con la espada al gran Íñigo Montoya? In-con-ce-bi-ble. Él tiene que ser el temible pirata Roberts. De lo contrario, no tiene ningún sentido.

—En cualquier caso, está navegando muy lejos de aquí. Lo dice el conde Rugen, y el príncipe mismo fue quien dio la orden. El príncipe no quiere piratas por aquí, porque ya tiene bastantes problemas con Guilder; no olvides que en una ocasión intentaron raptar a la princesa y podrían…

—Fezzik, nosotros raptamos a la princesa en esa ocasión. La memoria nunca fue tu punto fuerte, pero incluso tú deberías recordar que fuimos nosotros quienes dejamos los trozos de uniforme guilderiano debajo de la silla de montar de la princesa. Vizzini lo hizo porque tenía órdenes de hacerlo. Alguien quería que Guilder apareciera como culpable, ¿y quién si no un noble iba a querer semejante cosa? ¿Y qué otro noble podría ser sino el príncipe mismo, que es tan amante de las guerras? Nunca supimos quién contrató a Vizzini. Supongo que fue Humperdinck. En cuanto a eso de que el conde haya dicho dónde está el hombre de negro, dado que el conde es la misma persona que asesinó a mi padre, podemos estar más que seguros de que es, sin duda, un tipo tremendo. —Se dirigió a la puerta y añadió—: Ven. Tenemos mucho que hacer.

Fezzik lo siguió por las lóbregas calles del Barrio de los Ladrones.

—¿Me lo explicarás todo mientras vamos hacia allá? —inquirió Fezzik.

—Te lo explicaré todo ahora mismo… —Su cuerpo, cual hoja de arma blanca, fue abriéndose paso a cuchilladas por las calles silenciosas, mientras Fezzik lo seguía a toda prisa—, a) Necesito llegar hasta el conde Rugen para poder vengar por fin a mi padre; b) No puedo planificar cómo llegar al conde Rugen; c) Vizzini lo habría planificado por mí, pero, c prima) Vizzini no estará disponible; sin embargo, d) el hombre de negro logró superar en sagacidad y pericia a Vizzini, por lo tanto, e) el hombre de negro puede conducirme hasta el conde Rugen.

—Pero ya te he dicho que después de capturarlo, el príncipe Humperdinck dio las órdenes delante de todos para que se enteraran de que el hombre de negro debía ser devuelto sano y salvo a su barco. Todo el mundo en Florin sabe que ha sido así. a) El príncipe Humperdinck tenía algún tipo de plan para matar a su novia y nos contrató a nosotros para llevarlo a cabo; pero b) el hombre de negro arruinó los planes del príncipe Humperdinck; sin embargo, al final, c) el príncipe Humperdinck logró capturar al hombre de negro y, como todos los habitantes de la ciudad de Florin también saben, el príncipe Humperdinck tiene un carácter espantoso; de manera que d) si un hombre tiene un carácter espantoso, ¿qué podría resultarle más divertido que desahogarse justamente con el hombre que le arruinó sus planes para matar a su novia? —A esas alturas ya habían llegado a las murallas del Barrio de los Ladrones. Íñigo saltó sobre los hombros de Fezzik, y éste comenzó a escalar—. Conclusión 1.ª —prosiguió Íñigo sin perder el ritmo—: dado que el príncipe se encuentra en la ciudad de Florin dando rienda suelta a su mal carácter con el hombre de negro, éste también debe de encontrarse en la ciudad de Florin. Conclusión 2.ª: el hombre de negro no debe de sentirse demasiado feliz en su actual situación. Conclusión 3.ª: yo me encuentro en la ciudad de Florin y necesito alguien que planifique cómo puedo vengar a mi padre, mientras que él está en la ciudad de Florin y necesita alguien que lo rescate para poner a salvo su futuro, y cuando las personas se necesitan mutuamente y con la misma intensidad, conclusión 4.ª y última: hacen un pacto.

Fezzik llegó a lo alto de la muralla y comenzó a descender cuidadosamente por el otro lado.

—Lo he entendido todo —dijo.

—No has entendido nada, pero en realidad no importa, puesto que lo que quieres decir es que te alegras de verme, igual que yo me alegro de verte a ti, porque así se acabó la soledad.

—Eso mismo quería decir —replicó Fezzik.

Oscurecía cuando comenzaron a buscar ciegamente por toda la ciudad de Florin. Faltaba un día para la boda. El conde Rugen se disponía a dar inicio a sus experimentos nocturnos: pasó por su alcoba a recoger sus cuadernos de apuntes, repletos con sus comentarios. Cinco niveles bajo tierra, tras las altas murallas del castillo, Westley esperaba junto a la Máquina, encerrado, encadenado y silencioso. En cierto modo, seguía pareciéndose a Westley, con la diferencia de que había sido quebrado. Le habían succionado veinte años de vida. Le quedaban otros veinte. El dolor era expectación. El conde no tardaría en regresar. Pese a los pocos deseos que aún le quedaban. Westley siguió llorando.

Anochecía cuando Buttercup fue a ver al príncipe. Llamó con fuerza a su puerta, esperó, y volvió a llamar. Lo oyó gritar allí dentro, y de no haber sido tan importante, jamás se habría atrevido a llamar por tercera vez; pero lo hizo, y la puerta se abrió de par en par, y la mirada de ira del príncipe se trocó de inmediato por la más dulce de las sonrisas.

—Amada mía —le dijo—, pasad. Sólo necesito un momento más. —Se volvió hacia Yellin y le comentó—: Mírala, Yellin. Mi futura esposa. ¿Acaso existe hombre más afortunado que yo?

Yellin meneó la cabeza.

—Entonces, ¿crees que me equivoco al no escatimar esfuerzos para protegerla?

Yellin volvió a menear la cabeza. El príncipe lo estaba volviendo loco con sus historias sobre la infiltración guilderiana. Yellin había puesto a todos los espías que había utilizado en toda su vida a trabajar día y noche, y ni uno solo de ellos había logrado descubrir nada sobre Guilder. Y, sin embargo, el príncipe insistía. Yellin suspiró para sus adentros. Aquélla era una situación que lo superaba; él no era un príncipe sino tan sólo el Encargado del Cumplimiento de las Leyes. De hecho, las únicas noticias remotamente perturbadoras que había oído desde que clausurara el Barrio de los Ladrones esa misma mañana le habían llegado hacía apenas una hora, cuando alguien le comentó que se rumoreaba que habían visto el barco del temible pirata Roberts entrar en el canal de Florin. Pero, por su prolongada experiencia, Yellin sabía que tales noticias no eran más que rumores.

—Te digo que estos guilderianos están por todas partes —prosiguió el príncipe— Y dado que pareces incapaz de detenerlos, deseo hacer un cambio en mis planes. Todas las puertas de mi castillo han sido clausuradas exceptuando la principal, ¿no es así?

—Sí. Y hay veinte hombres montando guardia.

—Añade ochenta más. Quiero cien hombres. ¿Está claro?

—Serán cien. Todos los Brutos que estén disponibles.

—Dentro del castillo estoy bastante seguro. Tengo mis propios suministros, alimentos, establos, lo necesario. Mientras no puedan llegar hasta mí sobreviviré. Éstos son, pues, los nuevos planes. Todos los festejos para celebrar el quingentésimo aniversario quedan suspendidos hasta después de la boda, que tendrá lugar mañana, al ponerse el sol. Mi prometida y yo cabalgaremos en mis blancos hasta el canal de Florin, rodeados por todos tus hombres. Allí, subiremos a bordo de un buque y comenzaremos nuestra tan ansiada luna de miel, rodeados por todos los buques de la Armada florinesa…

—Todos menos cuatro —le corrigió Buttercup.

La miró, parpadeando durante un instante, sin decir palabra. Luego, lanzándole un beso, aunque discretamente, para que Yellin no lo viera, le dijo:

—Sí, sí, qué olvidadizo soy, todos los buques menos cuatro.

Y se volvió hacia Yellin.

Pero en ese parpadeo y en el silencio que siguió, Buttercup lo había comprendido todo.

—Esos buques seguirán con nosotros hasta que yo considere que estamos a salvo como para enviarlos de vuelta. Es evidente que Guilder podría atacar entonces, pero ése es un riesgo que debemos correr. Déjame ver si hay algo más. —Al príncipe le encantaba dar órdenes, sobre todo aquellas que él sabía que jamás haría falta cumplir. Además, Yellin era muy lento apuntando, con lo cual todo resultaba mucho más divertido—. Puedes retirarte —dijo finalmente el príncipe.

Yellin hizo una reverencia y se marchó.

—Los cuatro buques jamás fueron enviados —dijo Buttercup cuando estuvieron a solas—. No os molestéis en seguir mintiendo.

—Todo lo que se ha hecho, ha sido por vuestro propio bien, alma mía.

—No sé por qué, pero dudo que sea así.

—Estáis nerviosa, y yo también lo estoy; vamos a casarnos mañana, tenemos derecho a ponernos nerviosos.

—Nunca habéis estado más equivocado, porque yo me siento muy tranquila. —Y en realidad lo parecía—. No importa si habéis enviado o no esos barcos. Westley vendrá a buscarme. Como que existe Dios y el amor, sé que Westley me salvará.

—Sois una muchachita tonta. Volved a vuestra alcoba.

—Sí, soy una muchachita tonta, y desde luego, me iré a mi alcoba. Pero vos sois un cobarde con el corazón lleno de miedo.

El príncipe se echó a reír.

—Soy el mejor cazador del mundo, ¿y me tacháis de cobarde?

—Efectivamente. A medida que me hago mayor me vuelvo más lista. Digo que sois un cobarde y así es; creo que cazáis sólo para no admitir lo que en realidad sois: el ser más débil que jamás haya hollado la tierra. Él vendrá a buscarme y nos marcharemos, y ni con todos vuestros conocimientos de cacería podréis hacer nada, porque Westley y yo estamos unidos por el lazo del amor y eso es algo a lo que no podréis seguirle el rastro ni con mil sabuesos, algo que no podéis romper ni con mil espadas.

Entonces Humperdinck le gritó, se abalanzó sobre ella y le tiró de los cabellos color del otoño, la levantó en volandas y la condujo a lo largo del curvo corredor hasta su alcoba, donde abrió la puerta de una patada y la arrojó dentro. Luego la encerró con llave y echó a correr hacia la entrada subterránea del Zoo de la Muerte…

Mi padre dejó de leer.

«Continúa», le pedí yo.

«Es que me he perdido», dijo él mientras yo esperaba, débil aún por los efectos de la pulmonía y sudando de miedo hasta que él siguió leyendo. «Íñigo permitió que Fezzik abriera la puerta…». «Oye —dije yo—, para, que así no es, te has saltado algo». Entonces me callé en seguida porque hacía poco que habíamos discutido, pues yo me disgusté mucho cuando mi padre me contó que Buttercup se había casado con Humperdinck, y le acusé de haberse saltado algo, y claro, no quería que se repitiera la escena. «Papá —le dije—, verás, no lo digo por nada, pero ¿no estaba el príncipe corriendo hacia el Zoo y después, tú vas y me lees lo de Íñigo? No sé, ¿no crees que a lo mejor hay una página o algo así en medio?».

Mi padre comenzó a cerrar el libro.

«No estoy discutiendo, por favor, no lo cierres».

«No es por eso —me contestó mi padre. Después se me quedó mirando durante un largo rato y añadió—: Billy —me dijo (casi nunca me llamaba así; me encantaba cuando lo hacía; detestaba que otros me llamaran de otra manera, pero cuando el barbero lo hacía, no sé, pues que me derretía)—, Billy, ¿confías en mí?».

«¿Por qué lo preguntas? Claro que sí».

«Billy, tienes pulmonía; sé que te estás tomando este libro muy en serio, porque ya hemos discutido una vez por esto».

«Pero yo no estoy discutiendo ahora…».

«Escúchame…, hasta ahora nunca te he mentido, ¿verdad? Bien. Confía en mí. No quiero leerte el resto de este capítulo y quiero que me digas que está bien».

«¿Por qué? ¿Qué pasa en el resto de este capítulo?».

«Si te lo digo es lo mismo que si te lo leyera. Dime simplemente que está bien así».

«Pero no puedo decirte que está bien hasta que no sepa qué pasa».

«Pero…».

«Dime qué pasa y entonces te diré si está bien. Te prometo que si no quiero oírlo, podrás seguir leyéndome lo de Íñigo».

«¿No vas a hacerme este favor?».

«Me levantaré de la cama cuando estés durmiendo; no importa dónde escondas el libro, lo encontraré y me leeré el resto del capítulo yo solo, de manera que ya puedes empezar a leérmelo».

«Por favor, Billy».

«Te he cogido, o sea que más te vale reconocerlo».

Mi padre lanzó un tremendo suspiro. Sabía que lo había derrotado.

«Westley se muere», me dijo mi padre.

«¿Qué quieres decir con eso de que Westley se muere? ¿Que se muere de verdad?».

Mi padre asintió. «El príncipe Humperdinck lo mata».

«Pero es de mentira, ¿no?».

Mi padre meneó la cabeza, y cerró el libro por completo.

«Jo, mierda», dije yo, y me eché a llorar.

«Lo siento —dijo mi padre—. Te dejaré solo», y se marchó.

«¿Quién se carga a Humperdinck?», grité yo cuando él se hubo marchado.

Se detuvo en el pasillo y me dijo: «No comprendo».

«¿Quién mata al príncipe Humperdinck? Al final alguien tiene que cargárselo. ¿Es Fezzik? ¿Quién?».

«No lo mata nadie. Sigue viviendo».

«¿Quieres decir que él gana, papá? Jo, ¿para qué me lo has leído?», inquirí.

Seguidamente sepulté la cabeza en la almohada y hasta el día de hoy no he vuelto a llorar como aquella vez, ni siquiera en una sola ocasión. Fue como si se me hubiese vaciado el corazón en la almohada. Pienso que lo más asombroso de llorar es que cuando empiezas, crees que no pararás nunca, pero en realidad no dura ni siquiera la mitad de lo que habías creído. Al menos no en términos de tiempo real. En términos de emociones reales es peor de lo que uno piensa, pero medido por el reloj, no lo es. Cuando mi padre regresó, no había pasado siquiera una hora.

«Bien —me dijo—, ¿continuamos esta noche o no?».

«Adelante —le contesté. Los ojos secos. La voz segura—. Dispara cuando estés listo».

«¿Sigo con Íñigo?».

«Quiero oír lo del asesinato», repuse. Sabía que no volvería a llorar como una Magdalena. Mi corazón, al igual que el de Buttercup era ya un jardín secreto y sus muros eran muy altos.

Humperdinck le gritó entonces, se abalanzó sobre ella y le tiró de los cabellos color del otoño, la levantó en volandas y la condujo a lo largo del curvo corredor hasta su alcoba, donde abrió la puerta de una patada y la arrojó dentro. Luego la encerró con llave y echó a correr hacia la entrada subterránea del Zoo de la Muerte; bajó la escalera como un torbellino, una zancada gigantesca tras otra y cuando abrió de par en par la puerta de la jaula del quinto nivel, hasta el conde Rugen se sorprendió de la pureza de la emoción que se reflejaba en los ojos de su señor. El príncipe se acercó a Westley y le gritó:

—Te ama. Sigue amándote y tú también la amas, piensa en ello…, y medita acerca de esto: podrías haber sido feliz, verdaderamente feliz. No ha habido una sola pareja en un siglo que haya tenido esa oportunidad, por más que los libros digan lo contrario; pero podrías haberlo logrado, por eso creo que nadie sufrirá una pérdida tan grande como la que tú sufrirás ahora —dicho lo cual, aferró el mando y lo empujó hasta el fondo.

—¡Hasta el veinte, no! —le gritó el conde, pero ya era demasiado tarde; el grito de muerte había comenzado.

Fue mucho peor que el grito del perro salvaje. En primer lugar, en el caso del perro, el mando había llegado sólo al seis, mientras que ahora se había triplicado esa cifra. Por ello, naturalmente, fue tres veces más largo. Y tres veces más fuerte. Pero ninguno de estos motivos explica por qué fue peor.

La diferencia consistía en que el grito salía de una garganta humana.

Buttercup, que estaba en sus aposentos, lo oyó y se asustó, pero no tenía la más mínima idea de qué se trataba.

Yellin, que se encontraba junto a la puerta principal del castillo, lo oyó y también se asustó, aunque no pudo imaginar qué podía ser.

Los cien Brutos y luchadores que formaban fila junto a la puerta principal también lo oyeron, inquietándose hasta el último de ellos, y se pasaron hablando de aquel grito un buen rato, pero ninguno conocía lo suficiente de sonidos como para dilucidar qué podía haber sido.

La Gran Plaza estaba llena de gente corriente entusiasmada por la inminente boda y el aniversario, que también oyó el grito, y nadie fingió no estar asustado, pero ninguno tuvo la menor idea de qué podía haber sucedido.

El grito de muerte se elevó agudo en la noche.

Todas las calles que confluían en la Plaza también estaban llenas de ciudadanos que trataban de llegar a la Plaza misma: ellos también lo oyeron, pero una vez que reconocieron estar petrificados de miedo, se dieron por vencidos y ya no trataron de adivinar qué podía haber sido.

Íñigo lo supo al instante.

Se detuvo en el pequeño callejón por el que trataba de abrirse paso en compañía de Fezzik, e intentó recordar. El callejón conducía a las calles que confluían en la Plaza, y también estaba atestado.

—No me gusta ese sonido —dijo Fezzik con la piel erizada de frío.

Íñigo se agarró al gigante y las palabras fluyeron a su boca:

—Fezzik…, Fezzik…, es el sonido del Sufrimiento Postrero…, lo conozco…, fue el sonido que sentí en mi corazón cuando el conde Rugen asesinó a mi padre y lo vi caer…, es el hombre de negro quien lo lanza ahora.

—¿Crees que es él?

—¿Quién tendría si no motivos para el Sufrimiento Postrero esta noche de fiesta?

Dicho esto, se puso a seguir el sonido. Pero la muchedumbre se interponía en su camino, y él era fuerte pero delgado. Entonces gritó:

—Fezzik…, Fezzik…, debemos seguir ese sonido, debemos rastrear hasta llegar a su origen, y no puedo moverme. Por eso te pido que me guíes. Vuela, Fezzik. Íñigo te lo ruega, ábrete paso…, ¡por favor!

Eran muy raras las ocasiones en las que alguien le rogaba algo a Fezzik, y mucho menos Íñigo, y cuando así ocurría, se hacía lo que se podía; de modo que sin perder un instante, Fezzik comenzó a empujar. Hacia adelante. Montones de gente. Fezzik empujó con más fuerza. Un montón de personas comenzaron a moverse. Se apartaron del camino de Fezzik. Deprisa.

El grito de muerte comenzaba a acallarse ya, apagándose entre las nubes.

—¡Fezzik! —gritó Íñigo—. Usa toda tu fuerza, ¡ahora mismo!

Fezzik corrió callejón abajo mientras la gente gritaba y se lanzaba hacia los lados para apartarse de su camino; Íñigo lo seguía de cerca, y al final del callejón nacía una calle desde donde el grito se oía más apagado. Pero Fezzik giró a la izquierda y enfiló por el centro de la calzada como si fuera dueño de la calle; nadie se interponía en su camino, nada se atrevía a bloquearle el paso, y ya empezaba a resultar difícil oír el grito, por eso Fezzik rugió con todas su fuerzas:

—¡Silencio!

Y la calle enmudeció repentinamente mientras Fezzik continuaba avanzando veloz, seguido de Íñigo; el grito seguía oyéndose débilmente, se internó en la Gran Plaza misma y en el castillo que se alzaba tras ella, y después, se apagó…

Westley yacía muerto junto a la Máquina. El príncipe mantuvo el mando en el veinte mucho más tiempo del necesario, hasta que el conde le dijo:

—Ya está hecho.

El príncipe se marchó entonces sin volver a mirar a Westley. Subió la escalera secreta de cuatro en cuatro escalones.

—Me ha tachado de cobarde —dijo, y desapareció.

El conde Rugen comenzó a tomar notas. Al cabo de nada dejó la pluma. Examinó brevemente a Westley y meneó la cabeza. La muerte no presentaba para él ningún interés intelectual; los muertos no reaccionan al dolor.

—Deshazte del cadáver —ordenó el conde.

Aunque no veía al albino, sabía que estaba allí. Era una pena, pensó mientras subía la escalera tras el príncipe. No todos los días se encontraban víctimas como Westley.

Cuando se marcharon, el albino salió, le quitó las ventosas al cadáver y decidió que quemaría el cuerpo en la pira de la basura que había detrás del castillo. Para ello debía usar una carretilla. Subió a toda prisa la escalera subterránea, salió por la entrada secreta, y se dirigió raudo al cobertizo principal de herramientas; todas las carretillas estaban sepultadas junto a la pared del fondo, detrás de azadas, rastrillos y tijeras de podar. El albino lanzó un sonido siseante de disgusto y comenzó a abrirse paso entre todas aquellas herramientas. Siempre le ocurrían esas cosas cuando tenía prisa. El albino volvió a sisear, trabajo extra, trabajo extra, siempre tenía trabajo extra. ¿Acaso no lo sabía?

Cuando por fin logró sacar la carretilla y se disponía a trasponer la falsa entrada principal, supuestamente mortal, que conducía al Zoo, oyó lo siguiente:

—Me está costando sangre, sudor y lágrimas seguir ese grito.

El albino se volvió en redondo y se encontró con que allí, allí, en los terrenos del castillo, había un extraño, delgado como la hoja de un arma blanca, que empuñaba una espada. La espada se abrió rápidamente paso hacia la garganta del albino.

—¿Dónde está el hombre de negro? —le preguntó entonces el espadachín.

Dos larguísimas cicatrices le marcaban cada una de las mejillas y tenía todo el aspecto de no ir con rodeos.

—No conozco a ningún hombre de negro —susurró el albino.

—¿Provino el grito de este lugar? —El hombre indicó la entrada principal.

El albino asintió.

—¿De qué garganta salió? ¡Busco a ese hombre, date prisa!

—Westley —susurró.

—¿Un marinero? ¿Traído hasta aquí por Rugen? —indagó Íñigo.

El albino afirmó.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

El albino vaciló, señaló en dirección de la entrada mortal y luego susurró:

—Está en el último nivel. Cinco niveles para llegar al último.

—Entonces ya no te necesito. Hazlo callar, Fezzik.

El albino notó que a sus espaldas se movía una sombra gigantesca. «Raro —pensó, y fue lo último que recordó—, creía que era un árbol».

A Íñigo lo quemaba el entusiasmo. Ya no había manera de detenerlo. Fezzik titubeó junto a la puerta principal.

—¿Por qué iba a decirnos la verdad?

—Es el cuidador de un zoo al que amenazaban de muerte. ¿Por qué iba a mentir?

—Eso no tiene sentido.

—¡No me importa! —repuso Íñigo de mal talante, y la verdad era que no le importaba.

En lo más profundo de su corazón sabía que el hombre de negro se encontraba allá abajo. No existía ninguna razón que justificara el que Fezzik hubiese dado con él, que se hubiera enterado del paradero de Rugen, que todo encajase tan bien después de tantos años de espera. Como que existía un Dios que el hombre de negro lo estaba esperando. Íñigo lo sabía. Lo sabía. Y, por supuesto, estaba absolutamente en lo cierto. Pero, también por supuesto, había muchas cosas que ignoraba. Ignoraba, por ejemplo, que el hombre de negro estaba muerto. Que la entrada que iban a utilizar no era la correcta, sino una falsa, puesta allí para engañar a aquellos que, como él mismo, no pertenecían a aquel lugar. Allá abajo había cobras venenosas, aunque lo que iba a ocurrirle en realidad sería mucho peor. Y de estas cosas tampoco estaba al tanto.

Pero su padre debía ser vengado. Y el hombre de negro le ayudaría a planificar esa venganza. Para Íñigo aquello bastaba.

Y así, con una urgencia que no tardaría en convertirse en profundo arrepentimiento, él y Fezzik se internaron en el Zoo de la Muerte.