Esta es mi primera gran supresión. El capítulo uno, «La prometida», trata, en su mayoría, de la prometida. El capítulo dos, «El prometido», sólo habla del príncipe Humperdinck en las últimas páginas.
Jason, mi hijo, abandonó la lectura en este capítulo, y no hay manera de culparlo por ello. Porque Morgenstern abre este capítulo dedicándole sesenta páginas a la historia florinesa. Para ser más exactos, a la historia de la corona florinesa.
¿Aburrido? No lo creo.
¿Por qué iba un maestro de la narrativa a interrumpir bruscamente su narración sin haberle dado la oportunidad de comenzar a generarse? No existe respuesta conocida. Lo único que se me ocurre es que para Morgenstern, la verdadera narración no se centraba en Buttercup y en las notables vicisitudes que había de soportar, sino más bien en la historia de la monarquía y temas por el estilo. Cuando se publique esta versión, supongo que cada uno de los eruditos florinenses vivos van a asesinarme. (La Universidad de Columbia no sólo cuenta con los principales expertos florinenses de América, sino que posee vínculos directos con el Times Book Review de Nueva York. Es algo que no puedo evitar, y espero que comprendan que no he tenido nunca la intención de mostrarme destructivo con la visión de Morgenstern.)
El príncipe Humperdinck tenía forma de barril. Su pecho era enorme como un barril y tenía unos poderosos muslos abarrilados. No era alto, pero pesaba cerca de los ciento veinte kilos, y era duro como la piedra. Caminaba de costado, como el cangrejo, y probablemente, si hubiera deseado convertirse en bailarín, habría estado condenado a una miserable existencia de infinitas frustraciones. Pero no deseaba convertirse en bailarín. Tampoco tenía demasiada prisa por convertirse en rey. Hasta la guerra, actividad en la que destacaba, ocupaba un segundo plano en sus afectos. Todo ocupaba un segundo plano en sus afectos.
La caza era su gran amor.
Se había impuesto la costumbre de no dejar que transcurriese un solo día sin matar algo. No importaba qué. Al comienzo de su afición, sólo se dedicaba a matar presas grandes: elefantes o pitones. Pero luego, a medida que sus habilidades fueron en aumento, comenzó a disfrutar también con el sufrimiento de pequeñas bestias. Era capaz de pasarse una tarde entera felizmente dedicado a rastrear a una ardilla voladora a través de los bosques o a una trucha arco iris por los ríos. Cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, cuando se concentraba en un objeto, el príncipe era implacable. Nunca se cansaba, jamás vacilaba, no comía ni dormía. Para él aquello era el ajedrez de la muerte, y él era el gran maestro internacional.
Al principio, viajó por todo el mundo en busca de oposición. Pero los viajes consumían tiempo, tanto barcos como caballos no daban mucho de sí, y estar alejado de Florin resultaba preocupante. Siempre tenía que haber un heredero al trono, y mientras su padre siguiera vivo, no había problema. Pero algún día, su padre moriría, y entonces el príncipe se convertiría en rey y tendría que elegir una reina para que le diera un heredero al trono que lo sustituyera cuando él muriese.
De manera que para evitar el problema de la ausencia, el príncipe Humperdinck se construyó el Zoo de la Muerte. Lo diseñó él mismo con ayuda del conde Rugen, y ordenó a sus mercenarios que recorrieran todo el mundo para conseguirle ejemplares. El Zoo estaba lleno a rebosar de cosas que el príncipe podía cazar, y no se parecía a ninguno de los santuarios animales existentes. En primer lugar, allí nunca había visitantes. Sólo el guardián albino, que se cuidaba de alimentar adecuadamente a las bestias y de que allí no hubiera enfermedades ni debilidades.
El Zoo tenía otra particularidad: era subterráneo. El príncipe escogió personalmente el sitio, en el rincón más tranquilo y más apartado de los jardines del castillo. Y decretó que tendría cinco niveles, todos ellos con los requisitos adecuados a sus enemigos individuales. En el primer nivel colocó a los enemigos veloces: perros salvajes, leopardos, colibríes. Al segundo nivel pertenecían los enemigos fuertes: las anacondas, los rinocerontes y los cocodrilos de más de seis metros. El tercer nivel era para los venenosos: las cobras, las arañas saltarinas, una profusión de murciélagos letales. El cuarto nivel era el reino de los más peligrosos, los enemigos más aterradores: la tarántula chillona (la única araña capaz de emitir sonidos), el águila sanguinaria (el único pájaro que se alimentaba de carne humana) y, en su exclusiva piscina negra, el calamar chupador. Incluso el albino se echaba a temblar a la hora de alimentar a los animales del cuarto nivel.
El quinto nivel estaba vacío.
El príncipe lo construyó con la esperanza de encontrar algún día algo que mereciera la pena, algo tan peligroso, fiero y poderoso como él.
Cosa poco probable. No obstante, el príncipe era un eterno optimista, y en el quinto nivel tenía siempre preparada una jaula enorme.
En los restantes cuatro niveles ya había material letal más que suficiente para hacer feliz a un hombre. En ocasiones, el príncipe escogía su presa por puro azar: tenía una enorme rueda con una aguja giratoria, y en la parte exterior de la rueda estaban los dibujos de todos los animales del Zoo; solía hacer girar la aguja a la hora del desayuno, y cuando se detenía, el albino escogía la presa marcada. En ocasiones escogía según el humor: «Hoy me siento veloz; tráeme un leopardo», o bien, «Hoy me siento fuerte, suelta al rinoceronte». Y, como era natural, se hacía lo que él pedía.
Estaba acabando con un orangután cuando la cuestión de la salud del rey efectuó su última intrusión. Era media tarde, el príncipe había estado enzarzado con la bestia gigantesca desde la mañana y, por fin, después de todas esas horas, aquella cosa peluda comenzaba a debilitarse. El simio intentó morderlo una y otra vez, síntoma seguro de que perdía fuerza en los brazos. El príncipe esquivó fácilmente los frustrados mordiscos y el pecho del simio se agitó: el animal se desesperaba por respirar. Con sus andares de cangrejo, el príncipe dio un paso de lado, y luego otro, después, salió disparado hacia adelante, hizo girar en sus brazos a la enorme bestia, y comenzó a presionarle la espina dorsal. (Todo esto tenía lugar en el foso de los monos, donde el príncipe se desahogaba con cualquiera de los simios.) Desde lo alto, lo interrumpió la voz del conde Rugen:
—Hay novedades —le dijo el conde.
Sin abandonar la batalla, el príncipe le respondió:
—¿No pueden esperar?
—¿Cuánto tiempo? —inquirió el conde.
C
R
A
A
C
El orangután cayó como un muñeco de trapo.
—¿De qué se trata? —preguntó entonces el príncipe, y dejando atrás a la bestia muerta, subió la escalera que conducía a la boca del foso.
—Vuestro padre se ha sometido a su revisión anual —respondió el conde—. Tengo el informe.
—¿Y?
—Vuestro padre se muere.
—¡Rayos! —exclamó el príncipe—. Eso significa que tendré que casarme.