Desde la ventana, Erica veía los copos deslizarse hacia tierra. Estaba sentada ante el ordenador, pero lo había apagado y llevaba ya un rato mirando la negra pantalla. A pesar de un tremendo dolor de cabeza, se había obligado a escribir diez páginas sobre Selma. El libro había dejado de provocar en ella el menor entusiasmo, pero había firmado un contrato que cumpliría dentro de dos meses. La conversación con Dan había puesto una sordina a su buen humor y ahora se preguntaba si, en aquel mismo momento, su amigo estaría contándoselo todo a Pernilla. Decidió utilizar su preocupación por Dan en algo creativo y volvió a encender el ordenador.

Tenía guardado en él el borrador del libro sobre Alex. Abrió el documento, que ocupaba ya más de cien páginas. Lo leyó todo de principio a fin. Era bueno. Incluso muy bueno. Lo que la llenaba de preocupación era pensar en cómo reaccionarían todas las personas cercanas a Alex si el libro llegaba a publicarse. Cierto que había enmascarado la historia parcialmente, había cambiado los nombres de personas y lugares y se había permitido la licencia de añadir una serie de digresiones fantasiosas, pero el material del libro se componía indudablemente de la vida de Alex, vista por Erica. Y en especial la parte relacionada con Dan era la que más dolores de cabeza le acarreaba. ¿Cómo iba a ser capaz de exponerlos a él y a su familia de ese modo? Al mismo tiempo, sentía la necesidad de escribir también esa parte de la historia. Por primera vez en su vida sentía verdadero entusiasmo por el argumento de un libro. Habían sido tantas las ideas que no habían dado la talla y que había ido desechando a lo largo de los años, que ahora no podía permitirse el lujo de dejar escapar ésta. Pensó que lo mejor sería concentrarse primero en terminar el libro; después se enfrentaría al problema de qué hacer con los sentimientos de los implicados.

Llevaba ya casi una hora escribiendo afanosamente cuando llamaron a la puerta. Al principio, se irritó al verse interrumpida, ya que por fin había cogido el ritmo, pero se le ocurrió que podría ser Patrik y saltó rauda de la silla. Se miró de pasada en el espejo antes de bajar corriendo la escalera para abrir la puerta. La sonrisa se le heló en los labios al ver a la persona que aguardaba al otro lado. Era Pernilla y tenía un aspecto horrible. Parecía haber envejecido diez años desde la última vez que Erica la vio. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, el cabello encrespado y se diría que había salido a toda prisa, sin ponerse ninguna prenda de abrigo, pues tiritaba cubierta por una fina rebeca. Erica la hizo pasar al interior de la casa y, en un impulso, la abrazó mientras le acariciaba la espalda para consolarla, del mismo modo en que había consolado a Dan hacía tan sólo un par de horas. Aquel gesto quebrantó el poco autocontrol que aún le quedaba a Pernilla, que estalló en largos sollozos con la cabeza apoyada sobre su hombro. Cuando, después de transcurridos unos minutos, alzó la cabeza, el rimel se le había corrido más aún por los párpados otorgándole un aspecto cómico, como de payaso.

—Lo siento.

A través de las lágrimas, Pernilla miraba el hombro de Erica, cuyo suéter blanco aparecía ahora emborronado de negras manchas de rimel.

—No importa. No te preocupes por eso. Ven.

Erica le pasó el brazo por los hombros y la condujo a la sala de estar. Notó que temblaba de pies a cabeza y supuso que no se debía sólo al frío. Por un segundo, se preguntó por qué habría decidido ir a verla a ella, precisamente. Erica siempre había sido mucho más amiga de Dan que de Pernilla y se le antojó un tanto extraño que no hubiese acudido a alguna de sus verdaderas amigas, o a su hermana. Pero, como quiera que fuese, allí estaba. Y Erica estaba dispuesta a hacer todo lo posible por ayudarle.

—Tengo una cafetera caliente. ¿Quieres un café? Claro que lleva ya algo así como una hora calentándose, pero seguro que puede beberse.

—Sí, gracias.

Pernilla se sentó en el sofá y cruzó fuertemente los brazos, como si temiese romperse en pedazos y quisiese sujetar las piezas de sí misma. Y, en cierto modo, así era.

Erica volvió con dos tazas de café. Colocó una de ellas en la mesa, ante Pernilla, y la otra enfrente, ante el sillón de orejas en el que se sentó para poder verla. Y esperó a que ella rompiese el silencio.

—¿Tú lo sabías?

Erica vaciló antes de responder.

—Sí, pero me entere hace poco.

Seguía vacilando, pero añadió:

—Yo le dije a Dan que hablase contigo.

Pernilla asintió.

—¿Y qué hago ahora?

Era una pregunta retórica, así que Erica la dejó resonar, sin responder nada.

Pernilla prosiguió:

—Sé que, al principio, yo no fui para Dan más que un modo de olvidarte a ti.

Erica quiso protestar, pero Pernilla la detuvo con un gesto de la mano.

—Sé que fue así, pero creía que, con el tiempo, se había convertido en mucho más, que nos queríamos de verdad. Hemos vivido bien y yo confiaba en él por completo.

—Dan te quiere, Pernilla. Sé que te quiere.

Pero Pernilla no parecía escucharla, sino que continuó hablando sin apartar la vista de su taza de café. La apretaba con tal fuerza entre sus dedos que los nudillos le blanqueaban como a punto de estallar.

—Podría vivir sabiendo que tenía una aventura, podría haber buscado una excusa, una prematura crisis de los cuarenta o algo así; pero jamás podré perdonarle que la dejara embarazada.

La cólera que resonaba en su voz era tan honda que Erica tuvo que contenerse para no retirarse. Cuando Pernilla alzó la mirada hacia Erica, ésta vio en sus ojos un odio tan grande que tuvo un horrible presentimiento. Jamás había visto una ira tan encendida y, por un instante, se preguntó desde cuándo conocería Pernilla la historia de Dan con Alex. Y hasta dónde estaría dispuesta a llegar para exigir su venganza. Después, rechazó la idea tan rápido como se le había ocurrido. Aquella mujer era Pernilla, ama de casa con tres hijas, casada con Dan desde hacía muchos años, no una furia iracunda que se lanzase contra la amante de su esposo como un ángel vengador. Y, aun así, había en la mirada de Pernilla un componente de frialdad que asustó a Erica.

—¿Qué pensáis hacer ahora?

—No lo sé. Ahora mismo, no sé nada de nada. Lo único que necesitaba era salir de aquella casa. Era lo único que tenía en la cabeza. Ni siquiera podía mirarlo a la cara.

Erica se compadecía de Dan. Lo más probable era que, en aquellos momentos, él estuviese pasando su propio infierno. Para ella habría sido más natural que Dan hubiese venido a pedirle consuelo. Entonces, habría sabido qué decir, qué palabras aliviarían su pesar. A Pernilla, en cambio, no la conocía lo suficiente como para saber cómo ayudarle. Tal vez bastase con escucharla.

—¿Por qué crees tú que lo hizo? ¿Qué le daba ella que no encontraba en mí?

En ese momento, Erica comprendió por qué Pernilla había preferido acudir a ella en lugar de a alguna de sus amigas. Porque creía que ella tenía todas las respuestas sobre Dan. Que ella podría darle la plantilla con la solución a la cuestión de por qué Dan había actuado como lo había hecho. Por desgracia, Erica se veía obligada a decepcionarla. Ella creía que Dan era la honradez en persona y jamás se le había pasado por la cabeza pensar que pudiese ser infiel. Se llevó la mayor sorpresa de su vida cuando comprobó las últimas llamadas realizadas por Alex y se encontró con el mensaje del contestador del móvil de Dan. Si había de ser sincera, sintió una gran decepción en ese instante. La decepción que uno siente cuando una persona a la que se aprecia no es como uno creía. Y ahora comprendía que Pernilla, además de sentirse traicionada y engañada, empezase a preguntarse quién era en realidad el hombre con el que había estado viviendo todos esos años.

—No lo sé, Pernilla. Te aseguro que a mí me sorprendió muchísimo. No es propio del Dan que yo conozco.

Pernilla asintió, como si la consolase el hecho de no ser la única burlada. Nerviosa, retiraba bolitas invisibles de su enorme rebeca. Con el largo cabello oscuro con restos de permanente recogido en una tosca cola de caballo, daba toda ella una impresión de aspecto más que descuidado. Erica siempre había pensado, con cierto complejo de superioridad, que Pernilla podría sacarle mucho más partido a su físico. Seguía haciéndose la permanente, pese a que había pasado de moda más o menos al mismo tiempo que las chaquetas de caballero cortas, y siempre se compraba la ropa por catálogo, de firmas con precios tan bajos como su calidad y su diseño. Pero nunca la había visto tan ajada como hoy.

—Pernilla, sé que estáis pasando un momento muy difícil, pero Dan y tú sois una familia. Tenéis tres hijas preciosas y quince años estupendos a vuestras espaldas. No te precipites. Y no me malinterpretes del todo. No es que defienda lo que ha hecho. Y es posible que no podáis seguir juntos. Que no se le pueda perdonar. Pero espera a que todo vuelva a su cauce antes de tomar una decisión. Piénsatelo bien, antes de actuar. Sé que Dan te quiere, me lo ha dicho hoy mismo. Y también sé que está profundamente arrepentido. Me dijo que había pensado dejarla y yo lo creo.

—Yo ya no sé qué creer, Erica. Nada de aquello en lo que he creído ha resultado cierto así que, ¿en qué voy a creer ahora?

Aquella pregunta no tenía respuesta. Un silencio insoportable se interpuso entre ellas.

—¿Cómo era?

Una vez más vislumbró Erica un fuego que, frío, ardía en el fondo de los ojos de Pernilla. No tuvo que preguntarle a quién se refería.

—Fue hace tantos años. Yo ya no la conocía.

—Era hermosa. Yo la veía por aquí los veranos. Era exactamente como yo soñaba ser. Hermosa, elegante, sofisticada. Me hacía sentir como una palurda y habría dado cualquier cosa por ser como ella. En cierto modo, comprendo a Dan. Si nos colocas juntas a Alex y a mí, es evidente quién gana.

Dijo aquello con frustración, al tiempo que tironeaba de su práctica pero anticuada vestimenta, como para ilustrar sus palabras.

—Y también a ti te he envidiado siempre. Su gran amor de juventud que se marchó a la gran ciudad y lo dejó aquí, añorándola. La escritora de Estocolmo que había conseguido ser alguien en la vida y que venía de vez en cuando a brillar con su presencia entre nosotros, simples mortales. Dan se pasaba semanas hablando de tu siguiente visita.

La amargura que rezumaba la voz de Pernilla horrorizó a Erica y, por primera vez, se avergonzó de haberla menospreciado. No se había enterado de nada. Al hacer examen de conciencia, tuvo que reconocer que hallaba cierta satisfacción en el hecho de demostrar la diferencia entre ella y Pernilla. Entre su corte de pelo de quinientas coronas en una peluquería de Stureplan y la permanente casera de Pernilla. Entre su ropa de marca comprada en la calle de Biblioteksgatan y las blusas baratas y las faldas largas de Pernilla. ¿Qué importancia tenía aquello? ¿Por qué, en momentos concretos de debilidad, se había alegrado de esas diferencias? Era ella quien había dejado a Dan. ¿Sería simplemente por satisfacer su propio ego, o sería porque, en el fondo, sentía envidia de que Pernilla y Dan tuviesen tanto más que ella? En lo más hondo de su ser, ¿no les envidiaría la familia que tenían? ¿Y no se habría arrepentido incluso de haberse marchado? ¿De no ser ella la que ahora tuviese la familia de Pernilla? ¿Habría intentado despreciar a Pernilla porque, de hecho, le tenía envidia? Era una idea despreciable, pero no podía deshacerse de ella. Se avergonzaba de ello en lo más hondo de su alma. Y, al mismo tiempo, se preguntaba hasta dónde habría llegado ella por defender lo que Pernilla tenía. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar Pernilla? Erica la observaba reflexiva.

—¿Qué van a pensar mis hijas?

Le dio la impresión de que Pernilla no había pensado que, aparte de Dan y ella, había más personas afectadas por la situación.

—Lo sabrá todo el mundo, ¿verdad? Me refiero a lo del niño. ¿Qué van a pensar las niñas?

La sola idea parecía infundirle pánico y Erica se esforzaba por calmarla.

—La policía tiene que saber que era Dan quien se veía con Alex, pero eso no significa que todo el mundo tenga que saberlo. Vosotros decidiréis qué le contáis a las niñas. Tú aún conservas el control.

Al parecer, sus palabras tranquilizaron a Pernilla que tomó un par de tragos de café. A aquellas alturas, debía de estar frío, pero a ella no pareció importarle. Erica sintió, por primera vez, una intensa furia contra Dan. Le sorprendía que hubiese tardado tanto, pero ahora la sentía crecer en su interior. ¿Cómo podía ser tan estúpido? ¿Cómo había podido tirar por la borda lo que tenía, con o sin atracción? ¿No comprendía lo afortunado que era? Cruzó las manos sobre la rodilla e intentó, sin palabras, comunicarle a Pernilla que estaba con ella; pero no supo si recibía o no el mensaje.

—Gracias por escucharme. De verdad que aprecio que lo hayas hecho.

Sus miradas se cruzaron. No había pasado ni una hora desde que Pernilla llamó a la puerta, pero Erica había aprendido mucho en ese tiempo, y, sobre todo, de sí misma.

—¿Podrás arreglártelas? ¿Tienes adónde ir?

—Pienso ir a casa —dijo Pernilla con voz clara y resuelta—. No voy a permitir que ella me aleje de mi casa y de mi familia. No pienso darle esa satisfacción. Pienso irme a casa con mi marido para solucionar esto. Pero no será sin condiciones. A partir de ahora, las cosas se harán de otro modo.

Erica no pudo evitar esbozar una sonrisa, pese a lo trágico de la situación. Dan tendría que vérselas con más de un obstáculo, eso estaba claro. Pero se lo tenía merecido.

Se abrazaron brevemente junto a la puerta. Mientras Pernilla, ya sentada al volante, se alejaba de allí, Erica deseó de corazón que Dan y ella fuesen felices. Sin embargo, no podía evitar sentir cierto desasosiego. La imagen de la mirada de Pernilla, llena de odio, no abandonaba su memoria. En aquella mirada no había lugar para la compasión.

Tenía todas las fotografías extendidas ante sí sobre la mesa. Lo único que le quedaba de Anders eran las fotografías. Casi todas antiguas y amarillentas. Hacía muchos años que no había motivo para hacerle una foto. Los retratos de cuando era un bebé eran en blanco y negro y, cuando fue creciendo, pasaron a ser en color. Anders fue un niño feliz. Algo indómito, pero siempre alegre. Considerado y amable. Se había ocupado de ella y se había tomado en serio su papel de hombre de la casa. A veces, demasiado en serio, tal vez; pero ella lo dejaba hacer. Lo hizo, bien o mal. ¡Era tan difícil saberlo! Tal vez hubiese debido hacerlo todo de otro modo, o tal vez el modo no hubiese importado lo más mínimo. Quién sabe.

Vera sonrió al ver una de sus fotos favoritas. Anders en su bicicleta, orgulloso como un gallo. Ella había trabajado muchas noches y fines de semana haciendo horas extra para poder comprársela. Era una bicicleta de color azul oscuro y tenía un asiento, de esos que llamaban de gota, que según Anders era lo único que le pediría en toda su vida. Había suspirado por aquella bicicleta más que por ninguna otra cosa en el mundo y Vera no olvidaría jamás la expresión de su cara cuando se la regaló el día de su octavo cumpleaños. Paseaba en ella siempre que podía y, en aquella foto, había conseguido captarlo justo cuando pedaleaba a toda velocidad. Su cabello largo se rizaba sobre el cuello de la ajustada sudadera Adidas con sus rayas blancas en las mangas. Así era como quería recordarlo. Antes de que todo empezara a torcerse.

Vera llevaba mucho tiempo esperando aquel día. Cada llamada telefónica, cada toque en la puerta, le traía el miedo. Aquella llamada o aquel toque en la puerta podía ser el que le trajera lo que ella tanto había temido durante tanto tiempo. Y, a pesar de todo, nunca creyó del todo que ese día llegaría al fin. Iba en contra de las leyes de la naturaleza el que un hijo muriese antes que sus progenitores y quizá por eso fuese tan difícil imaginar esa posibilidad. La esperanza es lo último que se pierde y, en cierto modo, ella confiaba en que todo se arreglaría de alguna manera. Aunque fuese mediante un milagro. Pero no había milagros. Ni esperanza. Lo único que le quedaba era la desesperanza y un montón de viejas fotos amarillentas.

El tic tac del reloj de la cocina resonaba estridente en medio del silencio. De repente, tomó conciencia de hasta qué punto su casa estaba descuidada. No había reparado nada durante años, y se notaba. Había mantenido a raya la suciedad, pero no había logrado limpiar los residuos de la indiferencia, que parecía adherida a paredes y techo. Todo era gris, sin vida. Desaprovechado. Eso era lo que más la apesadumbraba. Que todo estaba desaprovechado, malgastado.

El alegre rostro que Anders lucía en las fotos se burlaba de ella. Era la prueba más evidente de que ella había fracasado. Su misión consistía en mantener esa sonrisa en su semblante, darle algo en lo que creer, esperanza y, ante todo, amor para el futuro. En cambio, ella se había quedado callada mientras veía cómo le arrebataban todo aquello. Había descuidado su labor de madre, una vergüenza que jamás conseguiría lavar de su conciencia.

Le sorprendió comprobar lo escasas que eran las pruebas de que Anders hubiese estado vivo. Los cuadros habían desaparecido, los pocos muebles que tenía en el apartamento acabarían en la basura, si nadie los quería. En su casa no quedaba ninguna de sus pertenencias, que él había vendido o destrozado con el uso a lo largo de los años. La única evidencia de que había existido era aquel puñado de fotografías que ella tenía sobre la mesa. Y sus recuerdos. Claro que existiría también en el recuerdo de otras personas, pero como un desgraciado borracho, no como alguien a quien añorar ni por quien llorar. Ella era la única que conservaba buenos recuerdos de él. En ocasiones, resultaba difícil dar con ellos, pero existían y, en un día como aquél, eran los únicos que le venían a la memoria. Los demás quedaban prohibidos.

Los minutos se convirtieron en horas y Vera seguía sentada ante la mesa de la cocina mirando las fotografías. Empezó a sentir rígidas las articulaciones y a sus ojos cansados les costaba distinguir los detalles de las fotos a medida que la oscuridad del invierno ahogaba la casa, pero eso daba igual. Ahora, ya estaba completa e implacablemente sola.

El timbre de la puerta retumbó en la casa. Le llevó tanto tiempo oír que alguien se movía dentro, que ya estaba a punto de volver al coche, pero, tras un rato de espera, oyó que alguien se acercaba despacio. La puerta se abrió lentamente y allí estaba Nelly, que lo miraba inquisitiva. Se asombró al ver que abría ella misma. En efecto, se había imaginado que un adusto mayordomo enfundado en reluciente librea le mostraría el camino hacia el interior de la casa. Claro que ya no habría quien tuviera mayordomos.

—Hola, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Quería ver a su hijo, Jan.

Patrik había llamado antes a la oficina, pero allí le habían comunicado que Jan trabajaba hoy desde casa.

La anciana no pestañeó siquiera, sino que se hizo a un lado y lo dejó pasar.

—Un momento, voy a llamarlo.

Con paso lento pero elegante, Nelly se dirigió a una puerta que resultó ocultar una escalera que conducía hacia abajo. Patrik había oído decir que Jan habitaba el piso del sótano de la lujosa casa, y concluyó que allí era donde desembocaba la escalera.

—Jan, tienes visita. La policía.

Patrik se preguntó si la débil voz quebrada de Nelly se oiría en el fondo, pero unos pasos en la escalera le confirmaron que, en efecto, así fue. Cuando Jan llegó al descansillo, madre e hijo cruzaron una mirada cómplice cargada de mensajes secretos. Después, Nelly se retiró a sus habitaciones, con un gesto de asentimiento a modo de saludo hacia Patrik, mientras Jan se le acercaba con la mano extendida y una sonrisa que dejaba ver un montón de dientes. Patrik pensó en un aligátor. Un aligátor sonriente.

—Hola. Soy Patrik Hedström, de la comisaría de Tanumshede.

—Jan Lorentz. Encantado.

—Estoy trabajando en la investigación del asesinato de Alex Wijkner y quisiera hacerte unas preguntas, si no te importa.

—Por supuesto. No veo cómo podría ayudar, pero ése es vuestro trabajo, no el mío, ¿verdad?

De nuevo la sonrisa de aligátor. Patrik sintió que se le iban los dedos: se moría de ganas de borrar aquella sonrisa que lo sacaba de quicio.

—Si no te importa, podemos bajar a mi apartamento. Así no molestaremos a mi madre.

—Claro, ningún inconveniente.

A Patrik le resultaban extraños aquellos arreglos de vivienda. En primer lugar, no soportaba a los hombres adultos que aún vivían en casa de su madre; en segundo lugar, le costaba entender que Jan aceptase verse relegado a un oscuro sótano, mientras que la anciana vivía en la magnificencia de aquellos doscientos metros cuadrados, como mínimo. Habría sido lógico que Jan pensase que, de haber estado con ellos, a Nils no le habría tocado vivir en el sótano.

Patrik lo acompañó escaleras abajo y tuvo que admitir que, para ser un sótano, no estaba nada mal. No habían escatimado en ningún gasto y el apartamento había sido decorado por alguien que deseaba mostrar su poder adquisitivo. Por todas partes había cordones dorados, terciopelo y brocados, de las mejores marcas, seguramente; aunque, por desgracia, la falta de luz natural no le hacía justicia a tan rica decoración. Por el contrario, el conjunto recordaba ligeramente al ambiente de un burdel. Patrik sabía que Jan estaba casado y se preguntaba si sería su esposa quien había insistido en aquella decoración o si había sido él mismo. Según su propia experiencia, se inclinaba por la esposa.

Jan le indicó el camino hasta un pequeño despacho donde, además del escritorio y un ordenador había un sofá. Se sentaron cada uno en un extremo y Patrik sacó su bloc de notas del maletín. Había decidido esperar al máximo antes de mencionar la muerte de Anders Nilsson y no decirle a Jan nada al respecto hasta que fuese absolutamente necesario. La estrategia y la oportunidad eran factores importantes si quería sacarle a Jan Lorentz alguna información útil.

Miró al hombre que tenía frente a sí examinándolo. Su aspecto era, sencillamente, demasiado perfecto. La camisa y el traje no presentaban una sola arruga y el nudo de la corbata era ejemplar. Jan estaba recién afeitado, no tenía ni un cabello fuera de lugar y todo su ser irradiaba sosiego y confianza. También en este caso, la experiencia le decía a Patrik que todas las personas a las que interrogaba la policía se conducían con más o menos nerviosismo, aunque no tuviesen nada que ocultar. Una apariencia de total tranquilidad indicaba que la persona en cuestión tenía algo que ocultar: así rezaba la teoría de Patrik, de confección absolutamente casera. Y había resultado ser cierta con una frecuencia extraordinaria.

—¡Qué lugar más agradable! —comentó Patrik pensando que no podía hacer ningún mal mostrándose educado.

—Sí, fue Lisa, mi esposa, quien eligió la decoración. Y, en mi opinión, lo hizo con bastante acierto.

Patrik miró a su alrededor observando el pequeño y oscuro despacho, decorado hasta la saciedad con cojines con lazos dorados y reluciente mármol. Un excelente ejemplo de lo que podía lograrse con poco gusto y mucho dinero.

—¿Están ya cerca de alguna solución?

—Hemos obtenido bastante información y empezamos a forjarnos una idea de lo que pudo suceder.

No del todo cierto, pero debía intentar amedrentarlo un poco.

—¿Conocías a Alex Wijkner? Por ejemplo, tengo entendido que tu madre acudió al funeral.

—No, en realidad, mentiría si dijera que la conocía. Claro que sabía quién era, aquí en Fjällbacka todo el mundo se conoce más o menos. Pero su familia dejó el pueblo hace muchos años. Si nos veíamos por la calle, nos saludábamos, pero poco más. En cuanto a mi madre…, no puedo responder por ella. Tendrás que preguntárselo directamente.

—Durante la investigación hemos sabido, por ejemplo, que Alex Wijkner mantenía…, ¿cómo decirlo?…, una relación con Anders Nilsson. Supongo que sabes quién es, ¿no?

Jan sonrió. Una sonrisa torcida, despreciativa.

—Sí, claro, nadie que viviera aquí podía evitar conocer a Anders. Más que conocido, podría decirse que era célebre. ¿Y dices que Alex y él tenían una aventura? Perdona, pero me cuesta imaginarlo. Una pareja algo desigual, por lo menos. Entiendo lo que él pudo ver en ella, pero no se me ocurre por qué le habría interesado a ella relacionarse con él. ¿Estás seguro de que no habéis malinterpretado algo?

—Estamos seguros de que es así. Y a Anders, ¿lo conocías?

De nuevo aquella sonrisa de superioridad en los labios de Jan, pero en esta ocasión aún más manifiesta. El joven negó burlón con la cabeza.

—Pues no, qué quieres que te diga. No nos movíamos exactamente en los mismos círculos, a decir verdad. A veces lo veía en la plaza con los otros borrachos, pero conocerlo, desde luego que no.

Era evidente que la sola idea le parecía absurda.

—Nosotros nos codeamos con gente de una clase social muy distinta y los borrachines del pueblo no se cuentan entre los de nuestro círculo de amigos.

Jan despachó la pregunta de Patrik como si fuese una broma, pero ¿no había visto un atisbo de inquietud en sus ojos? De ser así, tal indicio se borró tan rápido como había aparecido, pero Patrik estaba convencido de haberlo notado. A Jan le incomodaban las preguntas sobre Anders. Bien, pues, en tal caso, Patrik podía dar por cierto que iba por buen camino. Se permitió el lujo de disfrutar de su siguiente pregunta antes de haberla formulado, e hizo una pausa dramática antes de decir, con inocente sorpresa:

—Pero entonces ¿cómo es que últimamente Anders realizó un montón de llamadas telefónicas a este número?

Con enorme satisfacción, vio que la sonrisa de Jan se esfumaba de su rostro. Evidentemente, la pregunta lo había hecho perder el control y, por un instante, Patrik pudo ver a través del escudo de dandy que Jan tanto se esforzaba en cultivar. Detrás de la fachada vio un miedo auténtico. Jan recobró por fin el temple, pero intentó ganar tiempo mientras, con gran parsimonia, encendía un puro y se esforzaba por no mirar a Patrik a los ojos.

—¿Me disculpas si fumo?

No esperaba ninguna respuesta; y Patrik tampoco se la dio.

—Te aseguro que no comprendo eso que dices de que Anders llamaba aquí. De todos modos, yo no he hablado con él y creo que puedo responder por mi esposa. No, eso sí que es extraño.

Dio una honda calada del cigarro y se retrepó en el sofá, con el brazo indolentemente apoyado en los cojines.

Patrik no decía nada. De nuevo, según su experiencia, el mejor modo de conseguir que la gente dijese más de lo que tenía pensado decir era quedarse callado. Por lo general, sentían la necesidad de llenar un silencio que se prolongase demasiado, y Patrik dominaba aquel juego. Así que esperó.

—Pero, fíjate, creo que ya sé lo que pasó.

Jan se inclinó hacia delante agitando el cigarro, como animado.

—Alguien ha estado llamando hasta que saltaba el contestador, pero sin decir nada. Sólo se oía la respiración. Y, en alguna que otra ocasión, cuando yo mismo respondía, no parecía haber nadie al otro lado del hilo telefónico. Debía de ser Anders, que se había enterado de nuestro número.

—¿Y por qué iba a llamaros?

—¿Qué sé yo? —preguntó Jan a su vez, abriendo los brazos en gesto impotente—. Envidia, tal vez. Nosotros tenemos dinero y eso les molesta a muchos. La gente como Anders tiende a culpar de su desgracia a los demás y, mejor aún, a aquellos que, a diferencia de ellos mismos, han logrado algo en su vida.

A Patrik no le sonaba como un argumento sólido. Resultaría difícil rebatir lo que decía Jan, pero ni por un instante creyó que ésa fuese la razón.

—Supongo que no habrás conservado ninguna de las conversaciones que decías quedaban grabadas en la cinta del contestador, ¿verdad?

—Por desgracia, no.

Jan arrugó la frente para demostrar que lo sentía.

—Hay otros mensajes grabados encima. Lo siento, me gustaría haber podido ser de más utilidad. Pero ni que decir tiene que, si vuelve a llamar, guardaré la cinta.

—Puedes estar seguro de que Anders no volverá a llamaros.

—¿Ah sí? Y, ¿por qué?

Patrik no supo discernir entre la autenticidad o la falsedad de su expresión de curiosidad.

—Porque lo hemos encontrado muerto, asesinado.

Un poco de ceniza del puro cayó sobre la rodilla de Jan.

—¿Que han asesinado a Anders?

—Así es. Lo encontraron esta mañana.

Patrik estudiaba a Jan con la mirada. Si pudiese oír lo que pasaba en aquel momento por la cabeza de Jan… ¡Qué fácil sería todo entonces! ¿Era sincera su sorpresa o tenía ante sí a un excelente actor?

—¿Se trata del mismo hombre que mató a Alex?

—Aún es demasiado pronto para afirmarlo —todavía no quería soltar del todo a Jan—. En fin, que estás completamente seguro de que no conocías ni a Alex Wijkner ni a Anders Nilsson, ¿no es así?

—Has de saber que miro mucho con quién me relaciono y con quién no. Los conozco de vista, nada más.

Jan había recuperado su yo sonriente y flemático.

Patrik decidió probar con otra línea en sus preguntas.

—En casa de Alex Wijkner hallamos el recorte de un artículo que ella tenía guardado; trataba sobre la desaparición de tu hermano. ¿Sabrías decirme por qué tendría ella interés en conservar un artículo sobre ese asunto?

Jan alzó los brazos una vez más, con los ojos muy abiertos, indicando que le era totalmente incomprensible.

—Bueno, fue el gran tema de conversación en Fjällbacka hace ya muchos años. Tal vez conservara el artículo por puro interés por un suceso extraño.

—Tal vez. Y tú, ¿qué opinas de aquella desaparición? Como sabrás, circulan todo tipo de teorías al respecto.

—Bueno, pues yo creo que Nils vive la vida en algún país de clima cálido. Mi madre, en cambio, está convencida de que sufrió un accidente.

—¿Teníais buena relación?

—No, no puede decirse que así fuese. Nils era mucho mayor que yo y tampoco creo que le entusiasmase la idea de tener un hermanastro con el que compartir las atenciones de su madre. Pero tampoco nos llevábamos mal. Éramos más bien indiferentes el uno con el otro.

—Nelly te adoptó formalmente después de la desaparición de Nils, ¿no es cierto?

—Exacto. Un año más tarde, aproximadamente.

—Y aparejado a la adopción, iba la mitad del reino.

—Sí, podría decirse que sí.

Quedaba ya muy poco del cigarro puro y Jan estaba a punto de quemarse, así que lo aplastó bruscamente en un ostentoso cenicero.

—No es agradable pensar que fue a costa de otra persona, pero creo poder afirmar que me he ganado mi parte a lo largo de los años. Cuando tomé las riendas de la fábrica de conservas, íbamos cuesta arriba, pero yo reestructuré la actividad desde la base y ahora exportamos conservas de pescado y mariscos a todo el mundo, a Estados Unidos, Australia, Sudamérica…

—¿Qué te hace pensar que Nils huyó al extranjero?

—En realidad, no debería contártelo, pero justo antes de la desaparición de Nils, desapareció también una buena cantidad de dinero de la fábrica. Además, faltaba alguna ropa, una maleta y su pasaporte.

—¿Por qué no se denunció a la policía la desaparición del dinero?

—Mi madre se negó. Insistía en que debía de tratarse de un error, que Nils no habría sido capaz de algo así. Las madres, ya se sabe. Su trabajo consiste en creer sólo bondades de sus hijos.

Encendió otro cigarro. A Patrik le parecía que empezaba a haber demasiado humo en aquella habitación tan pequeña, pero no dijo nada.

—Por cierto, ¿no quieres uno? Son cubanos. Liados a mano.

—No, gracias. No fumo.

—Lástima. No sabes lo que te pierdes.

Jan observó su cigarro con fruición.

—Leí en nuestros archivos el informe sobre el incendio que acabó con la vida de tus padres. Debió de ser muy duro. ¿Cuántos años tenías, nueve, diez?

—Tenía diez años. Y tienes razón. Fue muy duro. Pero tuve suerte. La mayoría de los que se quedan huérfanos no va a parar a una familia como los Lorentz.

A Patrik le pareció un tanto falto de gusto hablar de suerte en ese contexto.

—Por lo que deduje, se sospechaba que el incendio fue provocado. ¿Llegó a saberse algo más?

—No, ya has leído los informes, ¿no? La policía nunca logró averiguar nada más. Personalmente, creo que mi padre estaba fumando en la cama, como siempre, y se durmió.

Por primera vez a lo largo de la conversación, dio muestras de impaciencia.

—¿Me permites que te pregunte qué tiene eso que ver con los asesinatos? Ya te he dicho que no conocía a ninguna de las víctimas y no alcanzo a comprender lo que tiene que ver con todo esto mi triste infancia.

—Verás, en estos momentos, estamos investigando cualquier pista, por insignificante que sea. Las llamadas de teléfono que os hizo Anders me llevaron a indagar en ese asunto. Pero no parece conducir a ninguna parte. Disculpa si te he robado tu tiempo inútilmente.

Patrik se levantó y le tendió la mano. Jan también se levantó, pero dejó el cigarro en el cenicero antes de estrechársela.

—No importa, de verdad. Ha sido un placer conocerte.

Menudo adulador, pensó Patrik mientras lo seguía escalera arriba, pisándole los talones. El contraste con el elegante piso de arriba era muy llamativo. Lástima que no le hubiesen dado el número de teléfono del decorador de Nelly a la mujer de Jan.

Dio las gracias y salió de la casa con la sensación de haber perdido más que ganado. Por un lado, tenía la sensación de haber visto en Jan algo cuyo significado debería haber comprendido. Algo que llamaba la atención en la magnificencia de su despacho. Por otro, había algo en Jan Lorentz que no terminaba de encajar. Patrik volvió a su idea inicial. Aquel tipo era demasiado perfecto.

Eran cerca de las siete y la nevada había arreciado considerablemente cuando Patrik llegó por fin a la puerta de la casa de Erica. La joven se sorprendió ante la intensidad de su reacción al verlo y lo natural que resultó el gesto de rodearlo con sus brazos y acurrucarse contra su pecho. Patrik dejó dos bolsas del supermercado ICA en el suelo del vestíbulo y respondió a su abrazo con otro cálido y prolongado.

—Te he echado de menos.

—Yo también.

Se besaron con ternura. Al cabo de un rato, el estómago de Patrik empezó a rugir de tal modo que ambos aceptaron el reto de llevar las bolsas a la cocina. Había comprado demasiada comida, pero Erica guardó en el frigorífico lo que no iban a consumir. Mientras preparaban la cena, y como por un acuerdo tácito, no hablaron de los sucesos del día. Una vez que hubieron saciado sus estómagos y, satisfechos, descansaban sentados a la mesa, Patrik le contó lo ocurrido.

—Anders Nilsson ha muerto. Lo encontraron esta mañana en su apartamento.

—¿Lo encontraste tú?

—No, pero por pocos minutos.

—¿Cómo murió?

Patrik vaciló un instante.

—Lo ahorcaron.

—¿Que lo ahorcaron? ¿Quieres decir que ha muerto asesinado?

Erica no podía ocultar su excitación.

—¿Por la misma persona que mató a Alex?

Patrik pensó cuántas veces había oído hoy aquella pregunta. Claro que, sin duda, era una cuestión vital.

—Eso creemos.

—¿Tenéis alguna otra pista? ¿Alguien ha visto algo? ¿Habéis dado con algún dato concreto que relacione los dos asesinatos?

—Eh, para el carro —dijo Patrik con las dos manos en alto—. No puedo decir más. Además, podemos hablar de un tema más agradable. Por ejemplo, ¿cómo te ha ido a ti el día?

Erica exhibió una media sonrisa. Si él supiera que su día no había sido mucho más agradable… Pero no podía contárselo. Tenía que dejar que fuese el propio Dan quien lo hiciese.

—Estuve durmiendo hasta muy tarde y me he pasado la mayor parte del día escribiendo. Mucho menos interesante que el tuyo.

Sus manos se habían buscado durante la conversación y sus dedos jugueteaban ahora entrelazados sobre la mesa. Los hacía sentirse seguros, a gusto, estar allí sentados, juntos, mientras que la compacta oscuridad de la noche envolvía la casa. Los copos de nieve seguían cayendo enormes, como estrellas que se deslizasen desde el negro firmamento.

—Y también he estado pensando bastante en Anna y en la casa. El otro día, le colgué el teléfono y tengo remordimientos desde entonces. Tal vez haya sido una egoísta. Sólo he pensado en cómo la venta de la casa me afectaría a mí, en mi pérdida. Pero tampoco Anna lo tiene tan fácil. Intenta hacer lo mejor en su situación y, aunque yo creo que está equivocada, no lo hace por maldad. Cierto que a veces parece actuar de forma insensata e ingenua, pero siempre ha sido considerada y generosa y, últimamente, he pagado con ella mi dolor y mi decepción. Quién sabe si, pese a todo, no será lo mejor, vender la casa, empezar de nuevo. Incluso puedo comprarme aquí otra casa, aunque mucho más pequeña, con el dinero de la venta. Tal vez sea demasiado sentimental. Ya es hora de seguir adelante, de dejar de lamentarse por lo que podría haber tenido y alegrarme de lo que de hecho tengo.

Patrik comprendió que no hablaba sólo de la casa.

—¿Cómo fue el accidente? Bueno, si no te importa que te pregunte.

—No, tranquilo —aseguró, antes de respirar hondo para continuar—. Estuvieron en Strömstad, en casa de mi tía. Era de noche y había llovido, así que el frío convirtió la carretera en una pista de patinaje. Mi padre siempre conducía despacio y con precaución, pero creen que algún animal se les cruzó ante el coche. Al parecer, él hizo un giro brusco con el volante, el coche patinó y fue a estrellarse contra un árbol que había a un lado de la carretera. Lo más probable es que muriesen en el acto. O, al menos, eso es lo que nos dijeron a Anna y a mí. Claro que cualquiera sabe si es verdad.

Una lágrima se abrió camino por su mejilla y Patrik se inclinó para secarla. La tomó por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.

—Si no fuese verdad, no os lo habrían dicho. Estoy seguro de que no sufrieron, Erica. Seguro.

Ella asintió sin decir nada. Confiaba en lo que él le decía y sintió como si acabasen de quitarle el gran peso que oprimía su pecho. El coche de sus padres había ardido y ella pasó muchas noches de insomnio horrorizada ante la idea de que hubiesen estado vivos el tiempo suficiente como para sentir cómo el fuego los devoraba. Las palabras de Patrik ahuyentaron sus temores y, por primera vez desde entonces, sintió una especie de paz al pensar en el accidente que mató a sus padres. El dolor seguía presente, pero la angustia había desaparecido. Patrik retiró con el pulgar unas lágrimas que discurrían por su mejilla.

—Pobre Erica. Pobre Erica.

Ella le tomó la mano y la posó sobre su mejilla.

—Nada de pobre, Patrik. De hecho, nunca he sido tan feliz como ahora, en este instante. Es curioso. Me siento tan increíblemente segura contigo. No hay ni rastro de la inseguridad que suele acosarnos al principio de una relación. ¿Tú a qué crees que se debe?

—Yo creo que se debe a que estamos hechos el uno para el otro.

Erica se sonrojó ante lo profundo de sus palabras. Pero no podía más que admitir que ella pensaba lo mismo. Era como llegar a casa.

Como si les hubiesen dado una señal, se levantaron de la mesa, dejaron los platos donde estaban y subieron al dormitorio fuertemente abrazados.

Resultaba extraño ocupar de nuevo la antigua habitación de cuando era niña. En especial, porque su gusto había cambiado con la edad, pero el dormitorio seguía siendo el mismo. Mucho rosa y mucho encaje, y eso a ella ya no le iba.

Julia estaba tendida boca arriba sobre su estrecha cama de la niñez con la mirada clavada en el techo y las manos cruzadas sobre el vientre. Todo se estaba derrumbando. Toda su vida se desmoronaba a su alrededor hecha añicos. Era como si se hubiese pasado la vida en el laberinto de los espejos, donde nada era lo que parecía. Ignoraba qué pasaría con sus estudios. Había perdido de golpe todo su entusiasmo y, ahora, seguían el trimestre sin ella. No porque creyese que nadie iba a notar su ausencia. Nunca le había resultado fácil hacer amigos.

Por lo que a ella tocaba, podría quedarse allí, en su habitación rosa, mirando el techo hasta hacerse vieja. Birgit y Karl-Erik no se atreverían a hacer otra cosa más que dejarla estar. Podría vivir de ellos el resto de su vida, si fuese preciso. Sus remordimientos les harían abrir la cartera para siempre.

Era como si anduviese moviéndose por el agua. Todos sus movimientos eran pesados y dificultosos y los sonidos le llegaban como a través de un filtro. Al principio no era así. Al principio, se sentía llena de legítima ira y de un odio tan intenso que la llenaba de espanto. Y aún seguía odiando, pero no con energía, sino con resignación. Estaba tan acostumbrada a despreciarse a sí misma que era capaz de sentir, físicamente, cómo su odio cambiaba de dirección, cómo en lugar de dirigirse hacia fuera se volvía hacia dentro, cavando profundos abismos en su pecho. Es difícil abandonar las viejas costumbres. Y ella había practicado el arte de odiarse a sí misma hasta la perfección.

Se tumbó de lado. Sobre su escritorio había una foto de ella y de Alex y se dijo que debía recordar tirarla. En cuanto tuviese fuerzas para levantarse, la rompería en mil pedazos y se desharía de ella. La adoración que reflejaba su mirada en la foto provocó en ella un gesto displicente. La mirada de Alex era fría y hermosa, como siempre, mientras que el patito feo, a su lado, la miraba idolatrándola, con el rostro redondo vuelto hacia ella. Alex no podía hacer nada mal a sus ojos y, en el fondo, siempre abrigó la secreta esperanza de que ella misma, un día, saldría del cascarón tan hermosa y segura de sí misma como Alex. Se rio de su propia ingenuidad. Qué absurda broma. Una broma que, además, ella había pagado desde siempre. Se preguntaba si la gente hablaba de ella a sus espaldas. Si hablaban de la tonta y fea y pobre Julia.

Unos golpecitos discretos en la puerta la hicieron encogerse hasta adoptar la posición fetal. Sabía quién era.

—Julia, nos tienes preocupados. ¿Por qué no bajas a hablar con nosotros un rato?

Pero Julia no respondió a la pregunta de Birgit. Al contrario, se aplicó a escrutar un mechón de su cabello con absoluta concentración.

—Por favor, Julia, por favor.

Birgit se sentó en la silla que había ante el escritorio, mirando hacia donde estaba Julia.

—Comprendo que estés enfadada e incluso que nos odies, pero créeme, no queríamos hacerte daño.

Julia disfrutaba al ver a Birgit tan estropeada, tan ajada. Se diría que llevaba varias noches sin dormir, y así sería, probablemente. Además, se le habían formado nuevas arrugas alrededor de los ojos y Julia pensó con maldad que debería adelantar la fecha del lifting que había pensado regalarse el año próximo, cuando cumpliese los sesenta y cinco. Birgit acercó un poco la silla y posó la mano sobre el hombro de Julia, que lo agitó para deshacerse de ella. Birgit se retiró, algo dolida.

—Querida, si ya sabes que todos te queremos.

Y una mierda. ¿A qué venía tanto cuento? Los tres eran conscientes de en qué medida podían contar con el otro y Birgit no tenía ni idea de lo que era amar. La única persona a la que había querido en su vida era Alex. Siempre Alex.

—Tenemos que hablar de ello, Julia. Ahora tenemos que apoyarnos.

A Birgit le temblaba la voz. Julia se preguntaba cuántas veces habría deseado que hubiese sido ella, y no Alex, la muerta. Vio que Birgit se rendía y, con mano temblorosa, volvía a colocar la silla en su sitio. Antes de cerrar la puerta, Birgit lanzó una última mirada suplicante a Julia que, con desprecio manifiesto, se dio la vuelta y se colocó mirando a la pared. Birgit salió y cerró sin hacer ruido.

Las mañanas no eran el momento favorito de Patrik; y aquella mañana era especialmente detestable. En primer lugar, tuvo que salir del calor de la cama y dejar allí a Erica para ir al trabajo. En segundo lugar, se vio obligado a quitar nieve durante media hora para poder sacar el coche. Finalmente, cuando ya tenía el camino despejado y limpio de nieve, el maldito coche no arrancó. Tras varios intentos fallidos, tuvo que darse por vencido y preguntarle a Erica si podía prestarle el suyo. No había ningún problema y, por suerte, el vehículo arrancó a la primera.

Llegó a la oficina con media hora de retraso. La operación quitanieves lo había hecho sudar y entró agitando la camisa en un intento de darse aire. La cafetera eléctrica era una parada obligada antes de ponerse a trabajar, y no sintió que se le regulaba el pulso hasta que no se vio ante el escritorio con la taza de café en la mano. Se permitió el lujo de soñar por un instante y de recrearse en el sentimiento de enamoramiento insensato y desmedido. La noche pasada había sido tan maravillosa como la primera, pero en esta ocasión habían logrado imponerse un ápice de sentido común y dormir un par de horas. No se podía decir que estaba descansado, eso sería exagerar, pero al menos no estaba en coma, como el día anterior.

Abordó en primer lugar las notas de su encuentro con Jan. No había conseguido ningún dato nuevo que despertase su interés, pero no daba el tiempo por perdido. El hacerse una idea de la persona o personas implicadas era muy importante para la investigación. «Las investigaciones de asesinato tratan de seres humanos», solía decir uno de sus profesores de la Escuela Superior de Policía. Y él lo tenía siempre presente. Además, se tenía por buen conocedor del género humano y, durante las entrevistas con los testigos y los sospechosos, tenía por costumbre intentar dejar al margen los hechos objetivos por un momento para concentrarse exclusivamente en la impresión que le causaba la persona que tenía ante sí. Jan no le había inspirado ninguna sensación positiva. Poco fiable, escurridizo y hedonista eran los calificativos que le sugerían las impresiones que en él había causado su personalidad. Estaba claro que ocultaba más de lo que concedía revelar. Patrik volvió a enfrascarse en el montón de documentos sobre la familia Lorentz. Aún no había descubierto ninguna conexión concreta entre ellos y los dos casos de asesinato. Aparte de las llamadas de Anders a Jan, en relación con las cuales tampoco podía demostrar que no fuese cierta la versión de Jan de que el objetivo de las llamadas fuese molestarlo a él y a su familia. Patrik comenzó por la carpeta que contenía el archivo sobre la muerte de los padres de Jan. Hubo algo en el tono de éste al hablar del suceso que lo inquietaba. Algo que sonaba falso. De pronto, se le ocurrió una idea. Tomó el auricular y marcó un número que conocía de memoria.

—Hola Vicky ¿cómo va todo?

La persona a la que había llamado contestó que todo iba bien y, tras las consabidas preguntas de cortesía, Patrik fue al grano.

—Oye, me pregunto si puedes hacerme un favor. Estoy mirando a un tipo que debió de entrar en los archivos de Asuntos Sociales hacia el setenta y cinco. Tenía diez años y entonces se llamaba Jan Norin. ¿Crees que conserváis ahí algo sobre él? Vale, espero.

Se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa mientras Vicky Lind, de la oficina de Asuntos Sociales, comprobaba su base de datos. Tras un instante, volvió a oír su voz a través del auricular.

—¿Y tienes ahí los datos? Perfecto. ¿Podrías decirme quién se encargó del caso? ¿Siv Persson? Estupendo, conozco a Siv. No tendrás su número de teléfono, ¿verdad?

Patrik anotó el número en un Post-it y colgó tras haberle prometido a Vicky una invitación a comer. Marcó el número que le habían dado y oyó enseguida una voz muy despierta al otro lado del hilo telefónico. Resultaba que Siv se acordaba perfectamente del caso de Jan Norin y le dijo a Patrik que no tenía ningún inconveniente en que fuese a verla de inmediato.

El agente echó mano de la cazadora, pero lo hizo con tal ímpetu que, sin querer, derribó el perchero donde estaba colgada. Con una precisión de lo más desafortunada, el perchero arrastró en su descenso hacia el suelo tanto el cuadro de la pared como una maceta que había en un estante, lo que originó un estrépito considerable. Patrik decidió dejarlo todo como estaba por el momento, pero cuando salió al pasillo se encontró con que había más de una cabeza asomada a la puerta. Él se limitó a saludar con la mano antes de dirigirse corriendo hacia la salida, seguido de varios pares de ojos que lo miraban curiosos.

La oficina de Asuntos Sociales quedaba a tan sólo doscientos metros de la comisaría, así que Patrik emprendió el camino a través de la nieve por la calle donde se encontraban los comercios. Al final de ésta giró a la izquierda, a la altura de la posada de Tanumshede Gestgifveri, y siguió aún unos metros. La oficina estaba en el mismo edificio que la administración municipal y, una vez dentro, Patrik subió la escalera. Tras un animado saludo a la recepcionista, una joven que había sido su compañera de clase en el instituto, entró en el despacho de la asistente social. Siv Persson no se molestó en levantarse al verlo. Sus caminos se habían cruzado muchas veces durante los años que Patrik llevaba en la Policía y los dos respetaban la profesionalidad del otro, aunque no siempre compartían las mismas opiniones sobre el modo idóneo de llevar un caso. Principalmente, porque Siv era una de las personas más buenas del mundo y, para un asistente social, tal vez no fuese lo ideal ver sólo el lado bueno de las personas. Al mismo tiempo, Patrik la admiraba, pues, pese a haberse topado con un considerable número de granujas a lo largo de los años, Siv seguía conservando inalterable su visión positiva de la naturaleza humana. En el caso de Patrik, era más bien al contrario.

—¡Hola, Patrik! Así que has conseguido cruzar el caos nevado de ahí fuera para llegar aquí, ¿eh?

Patrik reaccionó instintivamente ante la falta de naturalidad de su tono jovial.

—Sí, por poco si necesito una moto de nieve para llegar entero.

La mujer tomó las gafas, que tenía colgadas de un cordón alrededor del cuello, y se las colocó en la punta de la nariz. A Siv le encantaban los colores vivos y hoy llevaba unas gafas rojas a juego con su vestimenta. No había cambiado de peinado desde que la conocía: un corte a lo paje a la altura de la mandíbula y un flequillo corto justo por encima de las cejas. También su cabello era de color rojo cobrizo, y el conjunto de colores fuertes hizo que Patrik se animase sólo con mirarla.

—Querías mirar uno de mis antiguos casos, ¿no? El de Jan Norin.

Su tono de voz seguía siendo muy forzado. La mujer había preparado el material antes de que él llegase y lo tenía sobre la mesa en una gruesa carpeta.

—Bueno, pues, como ves, tenemos bastantes documentos sobre ese joven. Sus padres eran drogadictos y, si no hubiesen muerto en el incendio, tendríamos que haber intervenido tarde o temprano. El chico andaba a su antojo y, prácticamente, tuvo que criarse solo. Llevaba la ropa sucia y descosida y sus compañeros del colegio se burlaban de él y le hacían el vacío, porque olía mal. Al parecer, tenía que dormir en el viejo establo y por eso iba al colegio con la misma ropa con la que se había acostado.

Siv lo miró por encima de las gafas.

—Doy por supuesto que no piensas abusar de mi confianza, sino que traerás la autorización necesaria para obtener información sobre Jan, aunque sea después de haberla obtenido.

Patrik asintió sin decir nada. Sabía que era importante seguir las reglas, pero a veces las investigaciones exigían cierta eficacia y, en esos casos, los molinos de la burocracia debían moler a posteriori. Siv y él tenían una fluida relación profesional desde hacía tiempo, pero sabía que la asistente social tenía el deber de hacerle aquella pregunta. Así que empezó a indagar:

—¿Por qué no intervinisteis antes? ¿Cómo se permitió que la cosa llegase tan lejos? Me da la impresión de que Jan estaba abandonado desde que nació y, cuando murieron sus padres, tenía ya diez años.

Siv lanzó un profundo suspiro.

—Sí, entiendo a qué te refieres y créeme, yo también lo he pensado mil veces. Pero cuando empecé a trabajar aquí, un mes o dos antes del incendio, eran otros tiempos. Tenían que pasar muchas cosas para que el Estado interviniese limitando el derecho de los padres a educar a sus hijos como quisieran. Además, por aquel entonces, no eran pocos los que abogaban por la educación libre lo que, por desgracia, perjudicó a niños como Jan. Por otro lado, jamás hallamos indicios de maltrato físico. Aunque sea un tanto cruel, tal vez lo mejor hubiese sido que lo golpearan de modo que hubiese ido a parar al hospital. En esos casos, gracias a Dios, solíamos empezar a echarle un ojo a la situación familiar. Pero, o bien lo maltrataban procurando que nunca se notase, o «simplemente», lo descuidaban —Siv describió con los dedos el signo de las comillas al decir la palabra simplemente.

En contra de su voluntad, Patrik sintió compasión por el pequeño Jan. ¿Cómo demonios podía uno convertirse en una persona normal con una infancia así?

—Y aún no has oído lo peor. Jamás conseguimos probarlo, pero había numerosos indicios de que sus padres cobraban dinero o drogas por permitir que hombres adultos abusaran de su hijo.

Patrik se quedó atónito, boquiabierto. Aquello era mucho peor de lo que jamás habría podido imaginar.

—Ya te digo, nunca pudimos probarlo, pero ahora vemos que Jan presentaba las características que hoy se asocian a los niños que son víctimas de abusos sexuales. Entre otras cosas, tenía serios problemas de disciplina en el colegio. Los demás niños le hacían el vacío, sí, pero también le tenían miedo.

Siv abrió la carpeta y se puso a hojear los papeles hasta que dio con el documento que buscaba.

—Aquí lo tenemos. En segundo, se llevó un cuchillo a la escuela y amenazó con él a uno de los que más lo acosaban. Incluso le hizo un corte en la cara, pero la dirección del centro silenció el asunto y, por lo que veo, no sufrió castigo alguno. Se produjeron varios altercados similares en los que Jan mostró gran agresividad contra sus compañeros de clase, pero el incidente del cuchillo fue el más grave. También lo denunciaron varias veces a la dirección por comportarse de forma indebida con las niñas de la clase. Para ser tan joven, protagonizaba insinuaciones y acosos sexuales muy avanzados. Tampoco esas denuncias condujeron a ningún correctivo. Sencillamente, no se sabía cómo tratar a un niño que presentaba tales trastornos en sus relaciones con las personas de su entorno. Estoy segura de que hoy habríamos reaccionado a los signos externos y habríamos actuado de algún modo, pero debes recordar que todo esto sucedió a principios de los setenta. Aquéllos eran otros tiempos.

Patrik se sentía lleno de compasión y de rabia ante la idea de que alguien pudiese tratar así a un niño.

—Después del incendio, ¿se produjeron más episodios de este tipo?

—No, y eso es lo extraño. Después del incendio, fue acogido muy pronto por la familia Lorentz y, a partir de ahí, no volvimos a oír jamás que Jan tuviese problemas. Yo misma fui a visitar a la familia un par de veces para hacer un seguimiento de la situación y te aseguro que aquel era un Jan totalmente distinto. Allí estaba, sentado, enfundado en un traje de chaqueta y repeinado, mirándome fijamente, sin pestañear siquiera, mientras contestaba educadamente a todas mis preguntas. Bastante incomprensible, la verdad. Nadie puede cambiar tanto así, de la noche al día.

Aquello alertó a Patrik. Era la primera vez que oía a Siv insinuar siquiera algo negativo sobre alguno de sus casos. Y comprendió que merecía la pena indagar más en ello. Siv quería decirle algo, pero él tendría que sonsacárselo.

—Y en cuanto al incendio…

Dejó la frase inconclusa un instante y observó que Siv se enderezaba en la silla, lo que interpretó como indicio de que iba por buen camino.

—He oído ciertos rumores al respecto.

—Yo no puedo responder de los rumores. ¿Qué es lo que has oído?

—Que fue provocado. Incluso en el informe de nuestra investigación aparece como «incendio probablemente provocado», pero nadie encontró jamás ni rastro de los autores. El incendio se originó en la planta baja de la casa. La familia Norin dormía en una habitación de la planta superior y no tuvieron la menor posibilidad de salvarse. ¿Tú sabes quién podría odiar a los Norin hasta el punto de hacer algo así?

—Sí. —Su respuesta fue tan escueta y la pronunció en voz tan baja, que Patrik no estaba seguro de haber oído bien.

Entonces la mujer la repitió más alto:

—Sí, sabemos quién odiaba a los Norin lo suficiente como para quemarlos vivos.

Patrik guardó silencio, invitándola a que siguiese hablando a su ritmo.

—Yo acompañé a la policía hasta el interior de la casa. Los primeros en llegar fueron los bomberos y uno de ellos había ido a examinar el establo, para ver si las chispas de la casa habían llegado hasta allí, con el consiguiente riesgo de un nuevo incendio. El bombero encontró a Jan en el establo y, puesto que el niño se negaba a salir de allí, nos llamaron a nosotros. Yo era nueva en el trabajo de asistente social y he de reconocer que, cuando todo pasó, pensé que había sido bastante emocionante. Jan estaba sentado al fondo del establo, con la espalda contra la pared, vigilado por un bombero que quedó muy aliviado al vernos llegar. Yo despaché a la policía y entré para, según creía yo, consolar a Jan y llevármelo de allí. El pequeño no dejaba de mover las manos, pero, como estaba oscuro, no se veía lo que estaba haciendo. Entonces me acerqué y vi que trajinaba con algo que tenía en la rodilla. Era una caja de cerillas. Con sincero entusiasmo, clasificaba las cerillas en dos montones, las usadas, con la cabeza negra, en una mitad de la caja; y las nuevas, con la cabeza roja, en la otra mitad. Su rostro expresaba la más pura alegría. Todo él lucía como con una felicidad interior. Te aseguro, Patrik, que ha sido la experiencia más desagradable de toda mi vida. Todavía veo su rostro a veces, antes de acostarme. Ya a su lado, le quité la caja de cerillas con cuidado. Entonces me miró y preguntó: «¿Están muertos ya?». Sólo eso. «¿Están muertos ya?». Después soltó una risita y se dejó conducir fuera del viejo establo. Lo último que vi antes de salir fue una manta, una linterna y un montón de ropa arrojada en un rincón. Entonces comprendí que éramos culpables de la muerte de sus padres. Tendríamos que haber actuado muchos años antes.

—¿Se lo has contado a alguien?

—No, ¿qué iba a decir? ¿Que mató a sus padres mientras jugaba con las cerillas? No, jamás he dicho nada hasta hoy, y porque tú me has preguntado. Pero siempre sospeché que se las vería con la policía de un modo u otro. ¿En qué está metido ahora?

—No puedo decirte nada aún, pero te prometo que te informaré en cuanto pueda. Te agradezco muchísimo que me hayas confiado todo esto y te aseguro que solicitaré la autorización enseguida, para que no tengas problemas.

Se despidió y se marchó enseguida.

Ya a solas, Siv Persson quedó sentada ante su escritorio, con las gafas rojas colgando del cordón, frotándose la base de la nariz con el pulgar y el índice y los ojos cerrados.

En el mismo momento en que Patrik se vio fuera, entre los torbellinos de nieve que se formaban en la acera, sonó su móvil. Ya se le habían congelado los dedos por el intenso frío y le costó abrir la pequeña tapa del teléfono. Deseaba que fuese Erica, pero se decepcionó al ver que era el número de la comisaría el que parpadeaba en la pantalla.

—Patrik Hedström. ¡Hola, Annika! No, ya estoy en camino. Bueno, espera un poco, no tardo nada en llegar a la comisaría.

Cerró la tapa. Annika lo había conseguido una vez más. Había encontrado algo que no encajaba en el relato biográfico de Alex.

El hielo crujía bajo sus pies mientras corría en dirección a la comisaría. El quitanieves había pasado por allí mientras él estaba en Asuntos Sociales con Siv, por lo que no le costó tanto volver. No eran muchos los valientes que andaban por la calle con aquellos fríos y la calle comercial estaba prácticamente desierta, a no ser por un par de personas que avanzaban con paso presuroso, el cuello del abrigo levantado y el gorro encajado hasta las cejas, para protegerse del frío.

Tras cruzar la puerta de la comisaría, zapateó varias veces con el fin de deshacerse de la nieve que se le había pegado a las suelas. Se dijo que debía recordar para el futuro que los mocasines y la nieve no eran una buena combinación, pues la sensación de tener los calcetines mojados era muy desagradable. Claro que eso era algo que él debería haber previsto.

Fue derecho al despacho de Annika, que lo aguardaba con expresión de suma satisfacción, por lo que dedujo que había encontrado algo muy bueno.

—¿Tienes toda la ropa en la lavadora, o qué?

Patrik no comprendió la pregunta enseguida, pero, a juzgar por la sorna con que lo miraba, concluyó que Annika intentaba hacer un chiste a su costa. Un segundo más tarde, se le encendió la bombilla y miró su vestimenta. ¡Mierda!, no se había cambiado de ropa desde anteayer, cuando fue a casa de Erica. Recordó el ejercicio físico a que lo obligó la nieve acumulada a la entrada de la casa y se preguntó si olía sólo mal o si olería muy mal.

Masculló una respuesta ininteligible mientras se esforzaba por mirar a Annika con tanto encono como pudo, a lo que la mujer sonrió con más gana aún.

—Sí, qué graciosa. En fin, vamos al grano. Dime lo que sabes, mujer.

Acompañó estas palabras con un puñetazo que, con fingida ira, dio sobre la mesa. El jarrón de flores respondió de inmediato volcándose y derramando el agua sobre el escritorio.

—¡Vaya, lo siento! No era mi intención. ¡Qué torpe soy!

Rebuscó en sus bolsillos por ver si encontraba algo con lo que secar el agua, pero Annika se adelantó, como de costumbre y sacó de la chistera un rollo de papel de cocina de algún lugar de detrás del escritorio. Empezó a secar el agua tranquilamente, mientras le daba a Patrik la consabida orden:

—¡Siéntate!

Él obedeció en el acto y pensó que era un tanto injusto que no le diesen una galletita como premio por ser tan bueno.

—¿Vamos a ello?

Annika no aguardó la respuesta de Patrik, sino que comenzó a leer la pantalla de su ordenador.

—Veamos. Empecé por el momento de su muerte y fui retrocediendo. Todo parece encajar en cuanto a los años que vivió en Gotemburgo. Abrió la galería de arte con una amiga, en 1989. Antes, pasó cinco años en Francia, en la universidad, donde se especializó en Historia del Arte. Hoy he recibido sus calificaciones por fax y la verdad es que superó los exámenes en la primera convocatoria y con buenos resultados. Fue al instituto Hvitfeldtska, en Gotemburgo. También ellos me han enviado sus calificaciones. No era una estudiante brillante, pero tampoco era mala y se mantuvo siempre en la media.

Annika hizo aquí una pausa para mirar a Patrik que, inclinado hacia delante, intentaba leer más aprisa lo que aparecía en la pantalla. Ella la giró ligeramente para impedirle que se hiciese con el descubrimiento antes de tiempo.

—Antes del instituto pasó unos años en un internado suizo. Estuvo en una escuela internacional, L’École de Chevalier, que es carísima.

Annika subrayó especialmente la última palabra.

—Según los datos que me dieron cuando los llamé, cuesta así, redondeando, unas cien mil coronas por semestre, a lo que hay que añadir alojamiento, comida, vestido y libros. Y lo he comprobado, los precios eran igual de elevados cuando Alexandra Wijkner se matriculó allí.

Sus palabras fueron llegando a la conciencia de Patrik, que pensó en voz alta:

—Es decir, que la cuestión es cómo la familia Carlgren pudo permitirse enviar a Alex allí. Por lo que yo sé, Birgit ha sido siempre ama de casa y no es posible que Karl-Erik ganase lo suficiente para poder afrontar esos gastos. ¿Has comprobado…?

Annika lo interrumpió.

—Sí, pregunté quién pagaba las facturas de Alexandra, pero me dijeron que no podían divulgar esa información. La única manera sería presentar una orden de la policía suiza, pero con los trámites burocráticos, tardaríamos seis meses como mínimo en conseguirlo. Así que empecé por otro lado y me puse a comprobar la historia económica de la familia Carlgren. Por si habían heredado de algún pariente, quién sabe. Aún espero que me avisen del banco, pero puede llevarles un par de días enviarnos la información. Sin embargo —Annika hizo aquí una nueva pausa dramática—, eso no es lo más interesante. Según los datos de la familia Carlgren, Alex empezó en el internado en la primavera de 1977. Pero según los registros de la escuela, no lo hizo hasta la primavera de 1978.

—¿Estás segura?

Patrik apenas podía contener su excitación.

—Lo he mirado y remirado y vuelto a mirar, que lo sepas. El año transcurrido entre la primavera de 1977 y la de 1978 falta en la biografía de Alex. No tenemos ni idea de dónde estuvo. Los Carlgren se fueron de aquí en marzo de 1977 y, después, no hay nada, ni un solo dato hasta que Alex empieza en el internado suizo al año siguiente y, al mismo tiempo, sus padres aparecen en Gotemburgo. Se compraron una casa y Karl-Erik empezó en su nuevo trabajo como jefe de una mediana empresa de mayoristas.

—Es decir, que tampoco sabemos dónde se encontraban ellos durante ese periodo.

—No, aún no. Pero sigo buscando. Lo único que sabemos es que no hay datos que indiquen que estuviesen en Suecia durante ese año.

Patrik calculó con los dedos.

—Alex nació en 1965, es decir que en el 77 tenía…, a ver…, doce años.

Annika volvió a mirar la pantalla.

—Nació el 3 de enero, así que es correcto, cuando se mudaron, ella tenía doce años.

Patrik asintió reflexivo. La información que Annika había conseguido era muy valiosa, pero por el momento sólo originaba más interrogantes. ¿Dónde estuvo la familia Carlgren entre 1977 y 1978? Una familia entera no podía desaparecer así como así. Seguro que habrían dejado algún rastro, sólo había que encontrarlo. Pero al mismo tiempo tenía que haber algo más. Aún le rondaba la cabeza el descubrimiento de que Alex había tenido hijos con anterioridad.

—¿De verdad que no encontraste ninguna otra laguna en sus antecedentes? Tal vez alguien hiciese los exámenes por ella en la universidad y su socia de la galería pudo llevarla sola un tiempo. No es que no confíe en lo que has encontrado, pero ¿no podrías volver a mirarlo una vez más? Y consulta también en los hospitales, por si Alexandra Carlgren, o Wijkner, hubiese dado a luz en alguno. Empieza por los de Gotemburgo y, si no hay nada, sigue buscando en el resto del país, partiendo de Gotemburgo. Debe de haber algún registro de ese episodio en alguna parte. Un bebé no puede esfumarse sin más.

—¿Y si tuvo el niño en el extranjero? Durante su estancia en el internado, por ejemplo, o en Francia.

—¡Sí, claro! ¿Cómo no lo he pensado antes? Prueba a conseguir la información a través de los canales internacionales. E intenta dar con un modo de averiguar dónde se metieron los Carlgren. Pasaportes, visados, embajadas. En algún lugar debe de haber datos de adonde se fueron.

Annika tomó buena nota de todo.

—Por cierto, ¿alguna información interesante de los colegas?

—Ernst ha comprobado la coartada de Bengt Larsson y parece consistente, así que a él podemos tacharlo. Martin ha estado hablando por teléfono con Henrik Wijkner pero no ha sacado en claro nada más sobre la relación entre Anders y Alex. Pensaba seguir indagando entre los compañeros de juerga de Anders, por si les dijo algo. Y Gösta… Gösta está en su despacho, compadeciéndose de sí mismo e intentando reunir las fuerzas necesarias para ir a Gotemburgo a interrogar a los Carlgren. Apuesto lo que quieras a que no sale antes del lunes.

Patrik lanzó un suspiro. Si quería resolver aquel caso, más le valdría no confiar en la colaboración de sus colegas, sino hacer él mismo el trabajo de campo.

—¿No has pensado en preguntarles a los Carlgren directamente? Tal vez no haya nada sospechoso en el asunto. Puede que exista una explicación lógica —sugirió Annika.

—Fueron ellos los que aportaron los datos sobre Alex. Por alguna razón, intentaron ocultar lo que hicieron entre el 77 y el 78. Hablaré con ellos, pero antes quiero saber más al respecto. No quiero que tengan la menor oportunidad de escabullirse.

Annika se retrepó en la silla con una sonrisa insidiosa.

—¿Cuándo tocarán a boda las campanas?

Patrik sabía que la mujer no estaba dispuesta a soltar un bocado tan suculento por las buenas. Así que no le quedaba más que hacerse a la idea de ser la fuente de entretenimiento de la comisaría en los próximos meses.

—Bueeeeno, creo que sería un poco, un poquito precipitado aún. Tal vez debamos estar juntos una semana, por lo menos, antes de pasar por la iglesia.

—¿Aaaah, entonces estáis juntos?

Patrik había caído en la trampa de cabeza.

—No, bueno, a ver, sí, tal vez sí… No lo sé, estamos bien juntos, por ahora. Pero es muy reciente y puede que ella se vuelva a Estocolmo dentro de poco, en fin, no sé. Tendrás que contentarte con esto, por el momento.

Patrik se retorcía en la silla como un gusano.

—De acuerdo, pero quiero que me mantengas constantemente informada de cómo va la cosa, ¿me oyes? —Annika subrayó sus palabras con un gesto aleccionador de su dedo índice.

Patrik asintió resignado.

—Vale, vale, te iré contando lo que suceda. Te lo prometo. ¿Satisfecha?

—Bueno, por ahora, me conformaré.

La mujer se levantó, rodeó el escritorio y, antes de que Patrik se diese cuenta siquiera, se vio atrapado en un tremendo abrazo, envuelto en el asombrosamente generoso busto de Annika.

—Me alegro mucho por ti. No lo estropees, Patrik, prométemelo.

Dicho esto, le dio otro apretón que le hizo crujir las costillas. Puesto que se había quedado sin aire por el momento, no pudo responder, pero ella tomó su silencio por un sí y lo soltó, no sin antes haber culminado la operación con un buen pellizco en la mejilla.

—Oye, vete a casa y cámbiate de ropa. ¡Apestas!

Y con semejante comentario y con la mejilla y las costillas doloridas, se vio de nuevo en el pasillo. Se palpó el pecho con cautela. Adoraba a Annika, pero a veces deseaba que comprendiese que debía conducirse con más delicadeza con un pobre hombre de treinta y cinco años, cuya condición física iba cuesta abajo.

Badholmen aparecía desierto y abandonado. En verano solía estar abarrotado de alegres bañistas y del parloteo de los niños, pero ahora silbaba el viento solitario sobre la nieve que había caído formando una gruesa capa durante la noche. Erica fue subiendo con cuidado al pisar la nieve que cubría las rocas. De repente, había sentido una gran necesidad de respirar aire fresco y decidió subir a Badholmen, desde donde, sin que nadie la molestase, podía otear las islas y el espejo de hielo que parecía infinito. Se oía el ruido de los coches en la distancia, pero, por lo demás, reinaba un dulce silencio, hasta el punto de que casi podía oír sus propios pensamientos. El trampolín se alzaba a su lado. No tan alto como se le antojaba cuando era pequeña, pues entonces le daba la impresión de que llegaba hasta el cielo, pero lo suficientemente alto para no atreverse a saltar desde la última plataforma cualquier día de verano.

Pensó que podría quedarse allí eternamente. Iba bien abrigada, así que podía oponerse al frío que intentaba penetrar sus ropas y, mientras lo pensaba, sintió que se fundía el hielo de su interior. No se había dado cuenta de lo sola que estaba hasta que dejó de estarlo. Pero ¿qué sería de ella y Patrik si tenía que volver a Estocolmo? Vivirían separados por muchos kilómetros y se sentía demasiado mayor para mantener una relación a distancia.

Si se veía obligada a aceptar la venta de la casa, ¿tendría alguna posibilidad de quedarse en Fjällbacka? No quería mudarse a casa de Patrik hasta que la solidez de su relación se hubiese sometido a la prueba del paso de bastante tiempo y, así las cosas, no le quedaba más alternativa que encontrar otra vivienda en Fjällbacka.

El problema era que esa alternativa no le atraía lo más mínimo. La principal razón era que, si vendían la casa, ella preferiría cortar todos sus lazos con Fjällbacka a visitarla y ver a gente extraña disponiendo de su casa de toda la vida. Tampoco se hacía a la idea de alquilar un apartamento, pues se sentiría muy extraña. Notó que la alegría iba esfumándose a medida que se amontonaban los puntos negativos. Seguro que tendría solución, pero no podía por menos de admitir que, aunque no era tanto como un vejestorio, los años que llevaba viviendo sola habían dejado su huella y ya no era tan flexible como antes. Tras seria consideración, había llegado a la conclusión de que estaba dispuesta a renunciar a su vida en Estocolmo, pero sólo si podía quedarse en el ambiente familiar de su casa de toda la vida. De lo contrario, su universo tendría que experimentar demasiados cambios y, enamorada o no, no se veía con fuerzas para ello.

Cabía la posibilidad de que la muerte de sus padres la hubiese hecho menos proclive a aceptar grandes cambios. Ese cambio, su pérdida, sería más que suficiente por muchos años y ahora no aspiraba más que a sumirse en una existencia segura y predecible. De tener miedo a las ataduras había pasado a no desear otra cosa que incluir a Patrik como una parte de esa vida segura y predecible. Quería poder planear su vida con todos los pasos habituales: convivir, prometerse, casarse, tener hijos y, después, una larga serie de días normales y corrientes, uno tras otro, hasta que llegase aquel en que se mirasen el uno al otro para descubrir que habían envejecido juntos. No le parecía mucho pedir.

Por primera vez sintió una punzada de dolor al pensar en Alex. Como si no hubiese comprendido hasta ahora que la vida de Alex había terminado irremediablemente. Aunque sus caminos no se hubiesen cruzado en muchos años, Erica había pensado en ella de vez en cuando, siempre sabiendo que su vida seguía adelante, paralela a la suya propia. Ahora, en cambio, ella era la única de las dos que tenía un futuro, que podría vivir el infortunio y la felicidad que los años le trajesen. Ahora y para el resto de su vida, cada vez que pensara en Alex lo haría recordando la imagen de su lívido cadáver en la bañera. La sangre en los azulejos y el cabello como un halo de santidad congelado. Tal vez ésa fuese la razón por la que había decidido empezar a escribir un libro sobre ella. Sería un modo de revivir los años en que fueron muy amigas y, al mismo tiempo, de conocer a la Alex en la que se convirtió después de que se separasen.

Lo que más preocupada la tenía últimamente era que el material le parecía algo inconsistente. Era como si estuviese mirando una figura tridimensional, pero sólo desde un lado. Los otros, tan importantes como el lado visible para hacerse una idea de la forma de la figura, no había podido verlos aún. Y había llegado a la conclusión de que debía observar más a las personas que había alrededor, no sólo a los protagonistas, sino a todos los que representaban papeles secundarios en torno a Alex. Pensó en primer lugar en algo que intuyó con la perspicacia de un niño pero que nunca llegó a entender.

El año antes de que Alex se mudase, se había producido un suceso que nadie le contó jamás. Tan pronto como ella se acercaba a un grupo de mayores, callaban los cuchicheos. Tenía la sensación de que estuviesen protegiéndola de alguna información y ahora sentía que necesitaba desesperadamente averiguar de qué se trataba. El problema era que no tenía ni idea de por dónde empezar. Lo único que recordaba de las ocasiones en que intentó escuchar a hurtadillas las conversaciones que, entre susurros, mantenían los mayores, era la palabra «escuela», que mencionaban a todas horas. No era gran cosa, pero no había más. Erica sabía que el profesor que ella y Alex habían tenido en primaria seguía viviendo en Fjällbacka, y tanto daba empezar por ahí como por cualquier otro lado.

El viento había arreciado y, pese a lo abrigado de su ropa, empezaba a notar el frío. Y pensó que era hora de empezar a moverse. Echó un último vistazo a Fjällbacka, que yacía protegida por la gran montaña que se alzaba a su espalda. Aquel panorama, bañado en verano por una luz dorada, aparecía ahora yermo y gris, pero a Erica no le parecía menos hermoso. En verano hacía pensar en un hormiguero donde se desarrollaba una actividad constante. Ahora, en cambio, el pueblecito irradiaba una dulce paz, como si de una ciudad dormida se tratase. Sin embargo, ella sabía que la impresión de calma era engañosa. Bajo la superficie latían también las distintas manifestaciones de la maldad humana representadas igual que en cualquier otro lugar del mundo habitado por el hombre. Había tenido la oportunidad de comprobarlo en parte en Estocolmo, pero Erica se temía que en Fjällbacka fuese aún más peligroso. El odio, la envidia, la codicia y la venganza, todo quedaba oculto bajo una gran tapadera creada por el qué dirán. La maldad, la mezquindad y la inquina fermentaban tranquilamente bajo una superficie que siempre aparecía reluciente. Allí sentada sobre las rocas de Badholmen, al contemplar el pueblecito cubierto por la nieve, Erica se preguntó cuántos secretos no guardarían sus casas.

Se estremeció y, con las manos hundidas en los bolsillos, emprendió el regreso al centro.

La vida se había ido convirtiendo en algo más amenazante cada año. Cada día descubría un nuevo peligro. Todo empezó el día en que tomó plena conciencia de todos los bacilos y bacterias que, en miríadas, circulaban a su alrededor. Para él, suponía un reto cada vez que tenía que tocar algo y si, al final, no le quedaba más remedio, veía ejércitos enteros de bacterias abalanzándose sobre él y amenazando con contagiarle infinidad de enfermedades, conocidas o no, que seguramente terminarían por causarle una muerte larga y dolorosa. Por otro lado, el entorno en sí se había convertido en una amenaza. Las grandes superficies comportaban sus riesgos, al igual que las pequeñas conllevaban los suyos. Cuando estaba con un grupo de gente, notaba que el sudor empezaba a manar enseguida de los poros de todos y la respiración se hacía más rápida y superficial. La solución a este problema era bien sencilla. El único entorno que podía controlar, al menos parcialmente, era su propia casa y se dio cuenta muy pronto de que, en realidad, podía vivir sin salir nunca más de ella.

Hacía ya ocho años desde la última vez que estuvo fuera y, desde entonces, había inhibido con tal eficacia toda posible añoranza de poder ver el mundo exterior que ya dudaba de su existencia. Se sentía satisfecho con su vida y no veía razón alguna para modificarla en lo más mínimo.

Axel Wennerström dedicaba su tiempo a una serie de medidas rutinarias sólidamente implantadas. Todos los días seguía el mismo esquema, y aquél no iba a ser diferente. Se levantó a las siete, desayunó y limpió toda la cocina con productos de gran poder desinfectante con el fin de eliminar las posibles bacterias que lo que había ingerido en el desayuno hubiese podido propagar en su camino desde el frigorífico hasta la mesa. Después, invertía las horas siguientes en quitar el polvo, fregar y ordenar el resto de la casa. A la una de la tarde, por fin, podía permitirse una pausa y sentarse a leer el periódico en el porche. Había acordado con Signe, el cartero, que le entregaría el diario todas las mañanas en una bolsa de plástico, con objeto de, en la medida de lo posible, rehuir la imagen de todas las manos sucias de la gente que lo había tocado antes de que llegase a su buzón.

Unos golpecitos en la puerta dispararon sus niveles de adrenalina. No esperaba a nadie a aquellas horas. Solía recibir la compra los viernes y a una hora muy temprana. En principio, ésa era la única visita que recibía. Con sumo esfuerzo, centímetro a centímetro, fue acercándose a la puerta. Los golpecitos se dejaron oír una vez más, con insistencia. Extendió su mano temblorosa hacia la cerradura superior y la abrió. Le habría gustado tener una mirilla en la puerta, pero en su casa, que era muy antigua, no había ni siquiera una ventana junto a ella desde la que controlar a los intrusos. De modo que desbloqueó también la cerradura inferior y, con el corazón desbocado, abrió la puerta haciendo un esfuerzo por no ceder al deseo de cerrar los ojos al horror innominado que lo aguardaba en el exterior.

—¿Axel? ¿Axel Wennerström?

Se tranquilizó un poco. Las mujeres eran menos peligrosas que los hombres. Pero, por si acaso, mantuvo echada la cadena de seguridad.

—Sí, soy yo.

Intentó sonar tan arisco como le fue posible. Lo único que quería era que aquella mujer, quien quiera que fuese, se marchase enseguida y lo dejase en paz.

—Hola, Axel. No sé si te acuerdas de mí, pero fuiste profesor mío en el colegio. Erica Falck, ¿te suena?

Rebuscó en su memoria. Hacía tantos años y eran tantos niños… Poco a poco, la vaga imagen de una niña rubia fue abriéndose paso en su memoria. Exacto, la hija de Tore.

—Quería saber si podía hablar contigo.

Erica lo miraba acuciante a través de la rendija de la puerta. Axel lanzó un hondo suspiro, quitó la cadenilla y la invitó a pasar. Intentó no pensar en la cantidad de organismos desconocidos que aquella mujer estaría introduciendo en su casa inmaculada. Le señaló un zapatero en el que debía dejar los zapatos. Erica obedeció y, después, colgó el abrigo en el perchero. Para evitar en la medida de lo posible que la suciedad entrase en el resto de la casa, le indicó que se sentase en el sofá de mimbre del porche, tomando nota de que debería lavar los cojines tan pronto como la mujer se hubiese marchado.

—¡Cuánto tiempo!

—Pues sí, tú debiste de estar en mi clase hace unos veinticinco años, si no recuerdo mal.

—Así es. El tiempo pasa volando.

La charla insulsa producía en Axel una sensación de frustración, pero se obligó a resistir. Quería que Erica fuese al grano y le dijese por qué había ido a su casa, porque así se iría enseguida y lo dejaría en paz. Desde luego que no alcanzaba a comprender qué quería de él. Había tenido cientos de alumnos a lo largo de los años y, hasta la fecha, se había visto libre de sus visitas. Y ahora resultaba que tenía frente a sí a Erica Falck y que él estaba ansioso por deshacerse de ella. Su mirada se dirigía sin cesar al cojín sobre el que estaba sentada Erica y, literalmente, veía todas las bacterias que traía consigo reptando y trepando por el sofá, por el suelo… Y pensó que no sería suficiente con lavar los cojines cuando se marchase, sino que tendría que limpiar de nuevo toda la casa.

—Imagino que te preguntarás a qué he venido.

Él asintió sin decir nada.

—Habrás oído hablar del asesinato de Alexandra Wijkner.

Cierto que había oído hablar de ello. Y el suceso le había hecho recordar cosas que había dedicado gran parte de su vida a olvidar. Un motivo más para desear que Erica se levantase y saliese por la puerta. Pero no, la mujer seguía allí, con lo que tuvo que reprimir el infantil impulso de taparse los oídos con las manos y empezar a tararear una cancioncilla para no oír lo que sabía que tendría que oír.

—Tengo motivos personales para investigar ciertos aspectos de la vida de Alex y de su muerte, por lo que me gustaría hacerte unas preguntas, si no te importa.

Axel cerró los ojos. Siempre supo que llegaría este día.

—Sí, por qué no.

No se molestó en preguntar cuáles eran los motivos que habían inducido a Erica a andar preguntando por Alex. Si no quería decírselos, a él le parecía bien. No le interesaban. Ella podía preguntar, pero él no tenía por qué responder. Aunque, al mismo tiempo y para su sorpresa, sentía una gran necesidad de contárselo todo a aquella mujer rubia. De deshacerse de toda la carga que había soportado durante tantos años y pasársela a alguien, quien quiera que fuese. Aquello había envenenado su vida. Había crecido como una semilla en lo más hondo de su conciencia para después extenderse como un veneno por su cuerpo y su razón. En sus momentos de mayor clarividencia, sabía que aquello constituía el origen de su necesidad de limpieza y de su creciente miedo por cuanto supusiera una amenaza para su control del entorno. Erica Falck podía preguntarle lo que gustase, pero él haría todo lo posible por reprimir su deseo de hablar. Sabía que, si empezaba a ceder, los diques se resquebrajarían, eliminando los muros de protección que él había levantado con tanto esmero. Era algo que no podía permitir.

—¿Recuerdas a Alexandra en aquellos años?

El hombre sonrió con amargura para sus adentros. La mayoría de los alumnos no habían dejado más que un recuerdo vago e indefinido, pero Alexandra permanecía hoy en su memoria con la misma claridad que hacía veinticinco años. Aunque eso no pensaba decirlo.

—Sí, la recuerdo, pero como Alexandra Carlgren, no Wijkner, claro está.

—Claro, desde luego. ¿Cómo la recuerdas en la escuela?

—Callada, algo retraída, bastante madura para su edad.

Vio que Erica se desanimaba ante su parquedad, pero él estaba haciendo un esfuerzo consciente por decir tan poco como fuese posible, como si las palabras pudiesen tomar el mando y empezar a fluir por sí mismas si eran muchas.

—¿Era buena estudiante?

—Bueno, del montón, diría yo. No se contaba entre los más ambiciosos del grupo, por lo que yo recuerdo, pero era inteligente sin llamar la atención y se encontraba más o menos en la media de la clase.

Erica vaciló un instante y Axel comprendió que estaba a punto de acercarse a las preguntas que realmente quería hacerle. Las que había formulado hasta ahora no habían sido más que una introducción.

—Sabes que se mudaron a mitad de curso. ¿Recuerdas cuáles fueron los motivos que adujeron sus padres?

Axel fingió que pensaba, juntó las yemas de los dedos y apoyó sobre ellas la barbilla, en un impostado gesto de reflexión. Vio que Erica se adelantaba un poco en el sofá, mostrando así su expectación ante la respuesta. Pero no tenía más remedio que decepcionarla. La verdad era lo único que no podía ofrecerle.

—Pues, si no recuerdo mal, su padre encontró trabajo en otra ciudad. Para ser sincero, no lo recuerdo bien, pero creo que fue algo así.

Erica no podía ocultar su desencanto. Él volvió a sentir el deseo de aliviar su pecho y desvelar lo que tantos años llevaba ocultando. Pero respiró hondo y reprimió todas las confesiones que luchaban por salir a la luz.

Ella continuó, sin darse por vencida.

—Pero ¿no fue un poco precipitado? ¿Tú habías oído algo al respecto antes de que se mudaran? No sé, quizá Alex había mencionado algo…

—Bueno, a mí no me pareció tan raro. Cierto que fue, como dices, un poco precipitado, si no recuerdo mal, pero son cosas que pueden suceder y tal vez a su padre le hiciesen la oferta con poco margen de tiempo, qué sé yo.

Abrió los brazos, marcando más aún la arruga de su frente, en un gesto que indicaba que su suposición era tan válida como la de Erica. No era ésa la respuesta que ella esperaba, pero tuvo que contentarse con ello.

—Ya, bueno, hay otra cosa. Recuerdo vagamente que, las últimas semanas antes de que se marchasen, la gente hablaba de algo relacionado con Alex. También recuerdo que oí que los mayores mencionaban la escuela. ¿Tienes idea de qué podía ser? Como te digo, mis recuerdos son muy vagos, pero sé que todos intentaban que los niños no nos enterásemos.

Axel notó que todas sus articulaciones se ponían rígidas. Tenía la esperanza de que su turbación no fuese tan evidente como él la sentía. Por supuesto que era consciente de que debían de correr rumores, siempre los había. Era imposible mantener nada en secreto, pero creía que el daño habría quedado limitado. De hecho, él mismo había contribuido a que así fuese. Aquello aún lo devoraba por dentro. Erica seguía esperando su respuesta.

—No, no tengo la menor idea de qué pudo ser. Claro que la gente habla tanto… Ya sabes cómo son. Y por lo general, sus habladurías no tienen mucho de verdad. Yo en tu lugar no le daría importancia.

El rostro de Erica reflejaba una decepción mayúscula. Axel Wennerström comprendía que no había averiguado nada de lo que esperaba cuando llegó. Pero no tenía elección. Era como una olla a presión. Si levantaba un poco la tapa, cualquier cosa lo haría estallar todo. Al mismo tiempo, algo seguía removiéndose en su interior, como queriendo ser contado. Como si alguien se hubiese adueñado de su cuerpo, sentía que la boca se abría y la lengua empezaba a dar forma a las palabras, unas palabras que no debían pronunciarse. Vio con alivio que Erica se ponía de pie y el momento de angustia pasó. La vio ponerse el abrigo y las botas y extender la mano para despedirse. Él miró la mano y tragó saliva un par de veces, antes de estrechársela. Tuvo que reprimir el impulso de retorcer la boca de asco. El contacto con la piel de otra persona le producía una repugnancia que escapaba a toda posibilidad de descripción. Erica cruzó por fin la puerta, pero, justo cuando él iba a cerrarla, se dio la vuelta.

—Por cierto, ¿sabes si Nils Lorentz tenía alguna relación con Alex o con la escuela?

Axel vaciló un instante, pero finalmente, tomó una decisión. La mujer terminaría enterándose por alguna vía. Si no se lo decía él, alguien acabaría diciéndoselo.

—¿No te acuerdas? Fue profesor de apoyo en primaria durante un semestre.

Después, cerró la puerta, echó las dos cerraduras y la cadena y apoyó la espalda en la puerta con los ojos cerrados.

Rápidamente, sacó los utensilios de limpieza y se puso a eliminar cualquier rastro de la inoportuna visita. Cuando terminó, volvió a sentirse seguro en su mundo.

La noche no había empezado bien. Lucas estaba de mal humor cuando llegó a casa del trabajo y ella intentaba estar atenta para no darle más motivos de irritación. Aunque a aquellas alturas, ya sabía que cuando llegaba malhumorado, cualquier cosa le servía de excusa para desahogar su ira.

Puso especial cuidado al preparar la cena, que era la comida favorita de Lucas y puso la mesa a conciencia. Quitó de en medio a los niños: a Emma le puso la película de El rey león en su cuarto y a Adrian le dio un biberón para cenar, con el fin de que se durmiese pronto. Puso el disco favorito de Lucas, Chet Baker y, además, se vistió algo mejor que de costumbre y se esmeró más de lo habitual con el peinado y el maquillaje. Sin embargo, no tardó en comprender que, aquella noche, daba igual lo que hiciese. Al parecer, Lucas había tenido un día nefasto en el trabajo y la rabia que había ido acumulando tenía que salir por algún lado. Anna vio el destello en sus ojos y supo que no había más que esperar a que estallase la bomba.

El primer golpe llegó sin avisar. Una bofetada con la derecha que le resonó en el oído. Ella se llevó la mano a la mejilla y miró a Lucas, como confiando en que algo se ablandase en su interior al ver las marcas que le dejaba. Pero aquello surtió el efecto contrario y despertó en él el deseo de hacerle más daño aún. El hecho de que él disfrutase de verdad golpeándola era lo que más tiempo le había llevado comprender y aceptar. Durante muchos años, le había creído cuando él le aseguraba que los golpes le dolían a él tanto como a ella. Pero eso había terminado. Había visto a la fiera que llevaba dentro otras veces, y ya le resultaba familiar.

Se acurrucó como por instinto para protegerse de los golpes que sabía se sucederían. Cuando empezaron a lloverle, intentó concentrarse en un punto de su interior al que sabía que Lucas no tenía acceso. Era un truco que había perfeccionado con los años y, aunque seguía siendo consciente del dolor, podía distanciarse de él casi todo el tiempo. Era como si estuviese flotando por el techo de la habitación y, al mismo tiempo, viese a su propio yo encogido en el suelo mientras Lucas desataba su ira contra ella.

Un ruido la obligó a regresar rauda a la realidad y volver a entrar en su propio cuerpo. Emma estaba en la puerta, chupándose el pulgar y con su mantita en el brazo. Anna había conseguido que dejase de chuparse el dedo hacía más de un año, y ahora volvía a hacerlo con ansiedad, buscando consuelo. Lucas no la había visto aún, pues estaba de espaldas a la habitación de Emma, pero se volvió al ver que Anna tenía la mirada fija en un punto detrás de él.

De un salto, antes de que Anna lograse detenerlo, llegó junto a su hija, la alzó con brusquedad en sus brazos y empezó a zarandearla con tal fuerza que Anna pudo oír cómo le rechinaban los dientes. Anna empezó a levantarse del suelo, pero tenía la sensación de que todo sucedía a la velocidad de la luz. Sabía que la escena permanecería para siempre grabada en su mente. Lucas zarandeando a Emma, que miraba con los ojos desorbitados y sin comprender en absoluto a su querido padre que, de repente, se había convertido en un temible extraño.

Anna se lanzó contra Lucas con la idea de proteger a Emma pero no llegó a tiempo y, aterrada, vio cómo Lucas estrellaba el menudo cuerpo de su hija contra la pared. Se oyó un desagradable crujido y Anna supo que su vida acababa de cambiar para siempre en ese momento. Los ojos de Lucas, cubiertos por una membrana irisada, miraban extrañados a la pequeña que tenía en sus manos antes de dejarla en el suelo con sumo cuidado, con ternura. Después volvió a tomarla en sus brazos, pero como si se tratase de un bebé esta vez, y miró a Anna con los ojos brillantes, como de autómata.

—Tenemos que llevarla al hospital. Se ha caído por la escalera y se ha hecho daño. Tenemos que explicárselo. Se ha caído por la escalera.

Hablaba en forma incoherente mientras se dirigía a la puerta, sin mirar si Anna lo seguía o no. Ella estaba conmocionada y echó a andar tras él sin pensar. Era como si estuviese moviéndose en un sueño del que podía despertar en cualquier momento.

Lucas repetía una y otra vez:

—Se ha caído por la escalera. Tienen que creernos, con tal de que digamos los dos lo mismo, nos creerán. Porque los dos vamos a decir lo mismo, ¿verdad, Anna? Se ha caído por la escalera, ¿verdad?

Lucas repetía aquella frase sin cesar pero Anna sólo era capaz de asentir. Quería arrancarle de los brazos a Emma, que ahora lloraba histérica, dolorida y asustada, pero no se atrevía. En el último instante, ya en el rellano de la escalera, despertó de su letargo y cayó en la cuenta de que Adrian se quedaba solo en el apartamento. Se apresuró a entrar a buscarlo y lo llevó meciéndolo en sus brazos hasta que llegaron a urgencias, en tanto que el nudo que sentía en el estómago crecía más y más.

—¿Quieres almorzar conmigo hoy?

—Sí, gracias. ¿A qué hora te parece que vaya?

—Puedo tener algo listo para dentro de una hora, más o menos. ¿Te viene bien?

—Sí, perfecto. Así me da tiempo a rematar un par de cosas. Entonces, nos vemos en una hora.

Se hizo una breve pausa. Después, se oyó la voz vacilante de Patrik:

—Un beso. Hasta luego.

Erica se sonrojó de alegría al oír la expresión de aquel avance en su relación, pequeño pero muy significativo. Respondió con la misma frase antes de colgar.

Mientras preparaba el almuerzo, se sintió algo avergonzada por su plan. Por otro lado, pensaba que no podía hacer otra cosa y cuando, una hora después, sonó el timbre, respiró hondo antes de abrir la puerta. Era Patrik, al que acogió con un apasionado recibimiento, que se vio obligada a interrumpir cuando el reloj de la cocina le avisó de que los espaguetis estaban listos.

—¿Qué hay de comer?

Patrik se pasó la mano por el vientre, indicando que tenía hambre.

—Espaguetis a la boloñesa.

—Mmmm, ¡qué rico! ¿Sabías que eres la mujer perfecta?

Patrik se le acercó por detrás, la rodeó con sus brazos y empezó a besarle el cuello.

—Eres sexy, inteligente, fantástica en la cama y, sobre todo, lo más importante de todo, eres buena cocinera. ¿Qué más se puede pedir?

En ese momento, llamaron al timbre. Patrik miró a Erica inquisitivo, pero ella bajó la vista y fue a abrir después de secarse las manos en un paño de cocina. Al otro lado de la puerta esperaba Dan. Tenía muy mal aspecto, la espalda vencida y la mirada sin vida. Erica se alarmó al verlo, pero se contuvo e intentó que no se le notase.

Cuando Dan entró en la cocina, Patrik miró a Erica intrigado. Ella se aclaró la garganta y los presentó:

—Patrik Hedström, éste es Dan Karlsson. Dan tiene algo que contarte. Pero, bueno, vamos a sentarnos.

Erica se encaminó al comedor con la olla de la carne picada. Se sentaron a comer, aunque la situación era muy tensa. Se sentía agobiada, pero sabía que era necesario hacerlo así. Había llamado a Dan por la mañana para convencerlo de que debía revelarle a la policía su relación con Alex y le propuso que lo hiciese en su casa, con la esperanza de que le resultase menos penoso.

No hizo caso de la insistente mirada inquisitiva de Patrik y tomó la palabra:

—Patrik, Dan ha venido porque tiene algo que contarte, como policía.

Le hizo una señal a Dan, animándolo a empezar. Dan bajó la vista hacia el plato, que no había tocado siquiera. Tras varios minutos de incómodo silencio, comenzó a hablar.

—Yo soy el hombre con el que se veía Alex. Y el padre del niño que esperaba.

Se oyó un tintineo: a Patrik se le había caído el tenedor. Erica posó la mano sobre su brazo y le explicó:

—Patrik, Dan es uno de mis mejores amigos de toda la vida. Ayer averigüé que él era el hombre con el que Alex se veía en Fjällbacka. Os he invitado a almorzar a los dos porque pensé que sería más fácil hablar en este entorno que en la comisaría.

Vio que a Patrik no le había gustado lo más mínimo que ella se hubiese entrometido de aquel modo, pero de eso ya se encargaría después. Dan era su amigo y pensaba hacer todo lo posible para que su situación no se agravase. Cuando habló con él por la mañana, le contó que Pernilla se había ido con las niñas a Munkedal, a casa de su hermana porque, según le dijo, necesitaba pensar, que no sabía cómo acabaría aquello y que no podía prometerle nada. Dan veía que su vida se desmoronaba a su alrededor. El confesarlo todo ante la policía sería, en cierto modo, una liberación. Las últimas semanas habían sido muy duras. Se había visto obligado a lamentar la pérdida de Alex en secreto al tiempo que se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono o que llamaban a la puerta, convencido de que la policía había descubierto su relación con ella. Ahora que Pernilla lo sabía, no temía contárselo a la policía también. Nada podía ser peor que la situación que ya vivía. No le importaba qué iba a ser de él, con tal de no perder a su familia.

—Dan no tiene nada que ver con el asesinato, Patrik. Os contará cuanto queráis saber sobre él y Alex, pero jura que jamás le hizo ningún daño, y yo lo creo. Te ruego que intentes que esto quede dentro de la comisaría, en la medida de lo posible. Ya sabes lo cotilla que es la gente y la familia de Dan ya ha sufrido bastante. Dan incluido, por cierto. Cometió un error y, créeme, sé que lo está pagando muy caro.

Patrik no parecía nada conforme, pero asintió dándole a entender que tenía en cuenta sus palabras.

—Erica, me gustaría hablar con Dan a solas.

Ella no opuso objeción alguna sino que se levantó enseguida y se fue a recoger la cocina. Desde allí oía sus voces que subían y bajaban de tono. La voz profunda y grave de Dan, y la de Patrik, algo más clara. La discusión sonaba acalorada a veces pero cuando, algo más de media hora después, los dos aparecieron en la cocina, Dan parecía mucho más aliviado. Patrik, en cambio, parecía irritado aún. Dan abrazó a Erica antes de irse y le estrechó la mano a Patrik.

—Te llamaré si tenemos más preguntas que hacerte —le advirtió Patrik—. Puede que tengas que venir a dejar tu testimonio por escrito.

Dan asintió sin abrir la boca y se marchó, tras despedirse de los dos con la mano.

La mirada de Patrik no presagiaba nada bueno.

—Nunca, nunca vuelvas a hacer algo así, Erica. Estamos investigando un asesinato y tenemos que hacerlo todo como es debido.

Cuando se enfadaba, se le arrugaba la frente y Erica tuvo que reprimir un impulso de besarlo hasta borrar esas arrugas.

—Lo sé, Patrik. Pero el primero en vuestra lista, de sospechosos era el padre de la criatura y yo sabía que si iba a la comisaría lo meteríais en una sala de interrogatorios y le apretaríais las clavijas. Dan no soportaría algo así en estos momentos. Su mujer se ha llevado a las niñas y lo ha dejado y él no sabe si volverá algún día. Además, ha perdido a alguien que, lo mires como lo mires, significaba bastante para él: Alex. Y no ha podido mostrar su dolor ante nadie, no ha podido hablar con nadie de ello. Por eso pensé que podíais empezar por hablar aquí, en un ambiente neutro, sin policías de por medio. Comprendo que tendréis que volver a interrogarlo, pero ya ha pasado lo peor. De verdad que siento mucho haberte engañado así. ¿Crees que podrás perdonarme?

Con el puchero más seductor que supo componer, se le acercó despacio. Tomó los brazos de Patrik y los colocó alrededor de su cintura y, después, se puso de puntillas para alcanzar su boca. Fue probando a meter la punta de la lengua y, pocos segundos después, él respondió adecuadamente. Tras un instante, él la apartó y la miró tranquilo a los ojos.

—Estás perdonada, por esta vez. Pero no vuelvas a hacerlo, ¿me oyes? Y ahora, creo que debemos meter el resto de la comida en el microondas para que yo pueda acallar los rugidos de mi estómago.

Erica asintió y, abrazados, volvieron al comedor, donde el almuerzo seguía casi intacto en los platos.

Cuando llegó la hora de volver a la comisaría y Patrik estaba a punto de salir, Erica se acordó de pronto de algo más que había pensado contarle.

—¡Ah! Recuerdas que te dije que tenía un vago recuerdo de que, justo antes de que se mudase Alex, circuló algún rumor sobre ella; algo que tenía que ver con la escuela. Intenté comprobarlo, pero no conseguí averiguar nada. Lo que sí me recordaron fue que, de hecho, existe otra conexión entre Alex y Nils, aparte de que Karl-Erik trabajaba en la fábrica de conservas. Nils fue profesor de apoyo en primaria durante un semestre. Yo nunca lo tuve como profesor, pero sé que trabajó con la clase de Alex de vez en cuando. No sé si será importante, pero pensé que debías saberlo.

—¡Vaya! Así que Alex tuvo a Nils de profesor.

Patrik quedó pensativo en la escalinata.

—Tal y como tú has dicho, puede que no tenga la menor importancia, pero en estos momentos, cualquier relación entre Alex y Nils puede ser de interés. No tenemos muchas otras pistas en las que basarnos.

La miró muy serio.

—No puedo dejar de pensar en algo que me ha dicho Dan. Según él, últimamente Alex no dejaba de hablar de que había que aclarar el pasado, que había que enfrentarse a antiguos problemas difíciles para poder seguir adelante… No sé, ¿crees que puede guardar relación con lo que acabas de contarme?

Patrik calló de nuevo, pero enseguida volvió a poner los pies en la tierra:

—No puedo descartar a Dan como sospechoso, espero que lo comprendas.

—Sí, Patrik, lo comprendo. Pero no seáis duros con él, te lo ruego. ¿Vendrás esta noche?

—Sí, tengo que pasar por casa a coger algo de ropa y esas cosas. Pero llegaré sobre las siete.

Se dieron un beso de despedida. Patrik cambió el coche de Erica por el suyo. Ella se quedó en la escalinata hasta que lo perdió de vista.

Patrik no volvió a su casa directamente. Sin saber muy bien por qué, se había llevado las llaves del apartamento de Anders en el último momento, antes de salir de la comisaría. Y decidió pasar por allí y echar un vistazo tranquilamente. Necesitaba algo, cualquier cosa, que abriera una grieta en el muro de la investigación. Tenía la sensación de ir topándose con callejones sin salida por todas partes, como si nunca fuesen a dar con el asesino, o los asesinos, si eran varios. El amante secreto de Alex era, tal y como había dicho Erica, el primero de la lista de sospechosos, pero ahora ya no estaba tan seguro de que así fuese. No estaba dispuesto a descartar por completo a Dan, pero no tenía más remedio que admitir que esa pista ya no le parecía tan sólida como antes.

En el apartamento de Anders reinaba un ambiente fantasmal. Patrik podía evocar la imagen de Anders balanceándose de un lado a otro colgado de la cuerda, pese a que ya la habían cortado cuando él llegó. Aunque no sabía lo que había ido a buscar, se puso un par de guantes para no eliminar ninguna posible huella. Se colocó justamente debajo del gancho del techo al que habían atado la cuerda e intentó hacerse una idea de cómo habrían colgado a Anders. Simplemente, no había manera. El techo era alto y la atadura del cuello estaba justo bajo el gancho. Para levantar el cuerpo de Anders a esa altura, se precisaba mucha fuerza física. Cierto que estaba bastante delgado, pero, teniendo en cuenta su altura, debía de pesar demasiado. Patrik se dijo que debía mirar el peso de Anders cuando recibiesen el informe de la autopsia. La única explicación plausible era que lo hubiesen izado entre varias personas. Pero ¿cómo es que no habían dejado marcas en su cuerpo? Aunque lo hubiesen sedado, debería haber quedado algún moretón. Aquello no tenía sentido.

Continuó revisando el apartamento mirando un poco aquí y allá, sin ningún objetivo concreto. Puesto que no había muchos muebles, a excepción del colchón de la sala de estar y la mesa de la cocina, con dos sillas, no había tanto que examinar. Patrik tomó nota de que el único lugar de almacenaje eran los cajones de la cocina, así que los revisó sistemáticamente, uno tras otro. Ya los habían inspeccionado antes, pero quería asegurarse de que no habían pasado por alto ningún detalle.

En el cuarto cajón encontró un bloc que sacó y abrió sobre la mesa de la cocina, para verlo con más detenimiento. Lo sostuvo ante la ventana para, a la fuerte luz del día, comprobar si habían quedado huellas en la hoja. En efecto, vio que lo que habían escrito en la primera hoja se había grabado en la de debajo y, para intentar leer al menos parte del texto, empleó un viejo truco infalible. Con un lápiz que encontró en el mismo cajón, fue coloreando el papel sin apretar mucho y pasó la mano para retirar los restos de grafito. Sólo se distinguían algunas partes del texto, pero lo suficiente para hacerse una idea de qué trataba. Patrik lanzó un leve silbido. Aquello era interesante, muy interesante. Y tuvo la virtud de poner en movimiento su máquina de pensar. Con sumo cuidado, metió el bloc en una de las bolsas de plástico que había cogido del coche.

Prosiguió con su examen de los cajones. La mayor parte de lo que en ellos había era basura, pero en el último encontró algo que llamó su atención. Se quedó mirando el trozo de piel que tenía entre los dedos. Era exactamente igual que el que Erica y él habían visto en la casa de Alex. Recordó que estaba en su mesilla de noche y que leyeron en él la misma inscripción que ahora leía en éste: «L.T.M. 1976».

Al darle la vuelta, vio que, al igual que en el de Alex, también en éste había unas manchas de sangre borrosas en el reverso. Que entre Anders y Alex había un lazo que ellos no habían descubierto aún no era ninguna novedad. No obstante, lo desconcertaba la extraña sensación que experimentaba al mirar aquel trozo de piel.

Había algo en su subconsciente que reclamaba su atención y que intentaba advertirle de que aquella pequeña marca debía revelarle un dato esencial. Estaba pasando por alto algo que era evidente pero que se negaba a hacerse patente. De lo que sí estaba convencido era de que aquella marca situaba la relación de Anders y Alex en un punto lejano del pasado. Como mínimo, en 1976. Un año antes de que Alex y su familia se fuesen de Fjällbacka para desaparecer sin dejar rastro durante todo un año. Un año antes de que Nils Lorentz desapareciese para siempre. El mismo Nils que, según Erica, había sido profesor de apoyo en la escuela a la que asistían tanto ella como Alex.

Patrik decidió que tenía que hablar con los padres de Alex. Si las sospechas que empezaban a fraguarse en su mente eran ciertas, ellos tenían las respuestas decisivas, las que le permitirían unir las piezas que él ya creía entrever.

Tomó el bloc y el trozo de piel en sendas bolsas de plástico y echó un último vistazo a la sala de estar antes de salir. De nuevo vio ante sí la imagen del cuerpo pálido y escuálido de Anders balanceándose de un lado a otro y se prometió a sí mismo que llegaría hasta el fondo de lo que llevó a Anders a terminar sus tristes días colgado de una cuerda. Si el cuadro que empezaba a recrear en su mente se correspondía con la verdad, se trataba de una tragedia que escapaba a la razón. Y, desde lo más hondo de su alma, esperaba estar equivocado.

Patrik buscó el nombre de Gösta en la agenda y marcó el número de su extensión en la comisaría. Lo más probable era que su llamada interrumpiese una ronda de solitario.

—Hola, soy Patrik.

—Hola, Patrik.

La voz de Gösta denotaba el cansancio habitual en él. El hastío y el abatimiento habían terminado por conferirle un aspecto de permanente cansancio interior y exterior.

—Oye, ¿has concertado ya la visita a Gotemburgo, a la casa de los Carlgren?

—No, no me ha dado tiempo. He tenido muchas otras cosas de las que encargarme.

Gösta estaba en guardia, como a la defensiva ante la pregunta de Patrik, preocupado ante la idea de que lo criticasen por no haberse encargado aún de su cometido. Simplemente, no había tenido fuerzas para ponerse a pensarlo siquiera. Se le antojaba un imposible tomar el auricular y marcar el número; sentarse en el coche y ponerse en marcha rumbo a Gotemburgo, una tarea inabordable.

—¿Te importaría que me encargase yo?

Patrik tenía el convencimiento de que se trataba de una pregunta retórica. Era consciente de que Gösta se sentiría inmensamente feliz al verse liberado del encargo. Y, en efecto, Gösta le respondió con renovada energía en la voz:

—¡No, por supuesto que no! Si tú quieres hacerlo, por mí no hay inconveniente. Yo tengo tantas cosas que hacer que no creo que me dé tiempo de todos modos.

Ambos eran conscientes de que estaban representando una escena, pero bien consolidada desde hacía años, por lo que funcionaba perfectamente entre ellos. Patrik podía hacer lo que quisiera y Gösta, a su vez, podía volver a su juego de ordenador, con la tranquilidad de que él haría su trabajo.

—¿Podrías darme su número de teléfono y así los llamo ahora mismo?

—Claro que sí, aquí lo tengo. A ver…

Gösta le leyó el número.

Patrik lo anotó en el bloc que siempre llevaba sobre el salpicadero del coche. Le dio las gracias a Gösta y colgó antes de marcar el número de los Carlgren. Rogó por que estuviesen en casa y tuvo suerte. Karl-Erik respondió al tercer tono. Cuando Patrik le explicó el motivo de su llamada lo oyó vacilar, pero después le dijo que podía ir a hacerles las preguntas que necesitara. Karl-Erik intentó averiguar de qué tipo de preguntas se trataba, pero Patrik evitó responder y le dijo simplemente que había ciertos interrogantes que esperaba que ellos pudiesen aclarar.

Salió marcha atrás del aparcamiento de la urbanización y tomó primero a la derecha y luego a la izquierda en el siguiente cruce para salir a la carretera que lo conduciría a Gotemburgo. El primer tramo era bastante pesado, una serpenteante carretera comarcal que discurría bosque a través. Pero, tan pronto como salió a la autopista, todo fue más rápido. Dejó atrás Dingle, luego Munkedal y, cuando llegó a Uddevalla lo tranquilizó pensar que ya había recorrido la mitad del camino. Como siempre que conducía, llevaba la música a todo volumen. Conducir lo relajaba. Se detuvo ante la gran casa de color azul claro de Kålltorp, para recobrar fuerzas. Si sus sospechas eran ciertas, destrozaría el idilio familiar. Pero en eso consistía, a veces, su trabajo.

Un coche se había detenido ante su casa. No lo veía, pero oyó el ruido de las ruedas en la gravilla. Erica abrió la puerta y echó una ojeada. Al ver quién era, se quedó boquiabierta. Anna la saludó con gesto cansado, antes de abrir las puertas traseras para sacar a los niños de sus sillitas. Erica se puso un par de zuecos y salió a ayudarle. Anna no le había avisado de que iba a visitarla y se preguntaba qué habría ocurrido.

El abrigo negro de su hermana realzaba su palidez. Bajó a Emma mientras Erica le quitaba el cinturón a Adrian antes de tomarlo en brazos. Adrian le agradeció su ayuda con una enorme sonrisa desdentada a la que ella correspondió con la misma moneda. Después miró inquisitiva a su hermana, pero Anna negó con un leve gesto para indicarle que no preguntase. Erica conocía a su hermana lo suficiente para saber que ella misma se lo diría todo en el momento oportuno: no conseguiría sacarle nada antes.

—¡Vaya, qué visita más agradable! Así que se os ha ocurrido venir a visitar a vuestra tía, ¿eh?

Erica parloteaba sonriéndole al bebé que tenía en brazos y miró a su alrededor buscando a Emma para saludarla también. Emma siempre había tenido predilección por ella, pero en esta ocasión la pequeña no respondió a su sonrisa sino que, mirando a Erica con suspicacia, se aferró al abrigo de su madre.

Erica entró en la casa con Adrian y Anna la siguió con Emma de una mano y una pequeña maleta en la otra. Erica vio con sorpresa que el maletero estaba repleto, pero hizo un esfuerzo por no preguntar.

Con mano torpe e inexperta, fue quitándole a Adrian la ropa de abrigo, en tanto que Anna, haciendo gala de mayor soltura, hacía lo propio con Emma. Y entonces se dio cuenta Erica de que Emma tenía un brazo escayolado hasta el codo. Alarmada, miró a Anna que, una vez más y de modo casi imperceptible, negó con un gesto para evitar que preguntase. Emma seguía mirándola con grandes ojos tristes sin despegarse de Anna ni un instante. Además, la pequeña se chupaba el pulgar, lo que venía a confirmarle a Erica que había sucedido algo grave, pues, en efecto, hacía ya un año que Anna le había contado que habían conseguido que Emma abandonase esa costumbre.

Con el cálido cuerpecito de Adrian bien sujeto a su regazo, Erica entró en la sala de estar y se sentó en el sofá con el pequeño sobre sus rodillas. Adrian la miraba encantado, sonriendo entrecortadamente, como incapaz de resolver si romper a reír o no. Era tan lindo que a Erica le entraban ganas de comérselo como si fuese un pastelillo.

—¿Qué tal el viaje?

Erica no sabía exactamente qué decir y pensó que las preguntas convencionales funcionarían bien hasta que Anna decidiese contarle qué estaba pasando.

—Bueno, el camino es bastante malo. Vinimos por Dalsland. Emma se mareó en los tramos con más curvas, así que tuvimos que parar dos veces por el camino hasta que se le pasó.

—¡Vaya, pobre Emma!

Dijo Erica en un intento de acercamiento a la pequeña. Emma corroboró su comentario con un gesto, pero su mirada seguía sombría y no se apartaba de su madre.

—Creo que deberíais dormir un rato, Emma. ¿Qué te parece? No habéis echado una sola cabezada durante el viaje, así que debéis de estar muy cansados.

Emma aceptó la propuesta con otro gesto y, para corroborarla, empezó a frotarse los ojos con la mano sana.

—Erica, ¿puedo acostarlos arriba?

—Por supuesto. Que se acuesten en el dormitorio de papá y mamá. Yo estoy durmiendo allí, así que la cama está hecha.

Anna tomó a Adrian de los brazos de Erica que, con gran satisfacción, vio cómo el pequeño empezaba a protestar al verse apartado de una señora tan simpática.

—Mamá, mi manta —recordó Emma cuando ya estaban a medio camino escaleras arriba. Anna bajó por la pequeña bolsa de viaje que había dejado en el vestíbulo.

—¿Te ayudo?

—Qué va, estoy acostumbrada.

Anna acompañó sus palabras de una media sonrisa que denotaba amargura y que a Erica le costó interpretar.

Mientras Anna acostaba a los niños, ella puso otra cafetera. Se preguntó cuántas jarras se había bebido últimamente. Su estómago no tardaría en empezar a protestar. De repente, se quedó paralizada con la mano sujetando la cucharilla del café sobre el filtro. Mierda. La ropa de Patrik estaba esparcida por toda la habitación y, o Anna era una tonta, o sacaría la conclusión inevitable. La sonrisa burlona que Anna lucía al bajar la escalera poco después lo confirmaba.

—Bueeeno, hermanita. ¿Qué es lo que tienes que contarme? ¿Quién es ese hombre al que tanto le cuesta doblar su ropa como es debido?

Erica no pudo evitar sonrojarse.

—Pues bueno, verás, todo ha ido tan rápido, ¿sabes?

Se oyó a sí misma balbucir mientras Anna parecía estar disfrutando de lo lindo. Por un instante, las arrugas de cansancio de su rostro se atenuaron ligeramente y Erica volvió a ver a su hermana como la que siempre había sido, antes de que conociese a Lucas.

—A ver, dime quién es. Deja de tartamudear y dale a tu hermana pequeña todo tipo de suculentos detalles. Puedes empezar por decirme su nombre, por ejemplo. ¿Lo conozco?

—Pues sí, lo conoces. No sé si te acordarás de Patrik Hedström…

Anna lanzó un silbido y se dio una palmada en la frente.

—¡Patrik! ¡Claro que me acuerdo de él! Siempre andaba pegado a ti como un perrillo faldero con la lengua fuera. O sea, que por fin lo ha conseguido…

—Ya, bueno, yo sabía que le gustaba, pero no sabía cuánto…

—¡Por Dios! ¡Debías de estar ciega! Estaba enamorado de ti hasta los huesos. ¡Dios, qué romántico! Es decir, que lleva años suspirando por ti y ahora, por fin, tú lo has mirado a los ojos y has encontrado el gran amor de tu vida.

Anna se llevó la mano al corazón en gesto dramático y Erica no pudo por menos de echarse a reír. Aquélla era su hermana, tal y como la había conocido, tal y como la quería.

—En fin, no es exactamente así como lo pintas. En realidad, ha estado casado entre tanto, pero su esposa lo dejó hace un año más o menos y ahora está separado y vive en Tanumshede.

—¿A qué se dedica? No me digas que es obrero, que entonces me muero de envidia. Yo que siempre he soñado con tener sexo con un obrero de verdad.

Con un gesto infantil, Erica le sacó la lengua a Anna, que respondió enseñando la suya.

—No, no es un obrero. Es policía, por si te interesa.

—Vaya, policía. Un hombre con pistola, en otras palabras. Bueno, eso tampoco está nada mal…

Erica casi había olvidado lo chinchosa que podía llegar a ser su hermana y movió la cabeza con resignación mientras servía dos tazas de café. Anna se sentía en casa, fue al frigorífico, sacó el cartón de leche y puso un chorrito en su taza y otro en la de Erica. La sonrisa burlona había desaparecido ya de su rostro y Erica comprendió que había llegado el momento de explicar el porqué de su repentina visita a Fjällbacka.

—Bueno, mi cuento de hadas ha terminado. Definitivamente. Claro que ya estaba acabado hacía muchos años, pero no lo he comprendido hasta ahora.

En este punto, guardó silencio mirando con tristeza el fondo de su taza.

—Sé que nunca te gustó Lucas, pero yo lo amaba de verdad. No sé cómo, logré racionalizar el hecho de que me pegase; siempre me pedía perdón después y me demostraba que me quería. Al menos antes lo hacía. No sé cómo logré convencerme a mí misma de que era culpa mía, de que si conseguía ser mejor esposa, mejor amante, mejor madre, no tendría que pegarme más.

Anna respondía a las preguntas mudas de Erica.

—Sí, ya sé que suena absurdo, pero era una experta en engañarme a mí misma. Y luego, claro, era buen padre con Emma y Adrian y, a mis ojos, eso constituía una buena excusa. No podía dejar a los niños sin su padre.

—Pero ha pasado algo, ¿no?

Erica intentó animar a Anna a seguir adelante, consciente de lo difícil que parecía resultarle continuar. De hecho, se veía herida en su orgullo. Anna había sido siempre una persona extremadamente orgullosa y le costaba admitir sus errores.

—Sí, ha pasado algo. Ayer noche empezó a pegarme, como suele hacer. A decir verdad, cada vez con más frecuencia últimamente. Pero ayer…

Su voz se quebró y Anna tragó saliva un par de veces para contener el llanto.

—Ayer atacó a Emma. Estaba fuera de sí y Emma apareció de pronto, en medio de la pelea, y él no pudo contenerse.

Anna volvió a reprimir las lágrimas.

—Fuimos a urgencias, donde comprobaron que tenía una fisura en el brazo.

—Y Lucas fue denunciado a la policía, supongo.

Erica sintió cómo la rabia le hacía un nudo en el estómago, un nudo que no paraba de crecer.

—No —respondió Anna con un hilo de voz apenas audible, mientras las lágrimas empezaban a rodar por sus pálidas mejillas—. No, dijimos que se había caído por la escalera.

—¡Por Dios, Anna! ¿Y de verdad os creyeron?

Anna sonrió con amargura.

—Bueno, ya sabes lo encantador que puede ser Lucas. Se ganó al médico y a la enfermera de un plumazo. Al final, casi les daba tanta pena de él como de Emma.

—Pero Anna, tienes que denunciarlo. No puedes permitir que quede impune.

Erica miraba a su hermana, que no dejaba de llorar. La compasión y la rabia se debatían con la misma pujanza. Anna se derrumbaba a sus ojos, totalmente amilanada.

—Yo misma me encargaré de que no vuelva a ocurrir. Fingí que escuchaba sus disculpas y, después, preparé el equipaje y lo metí en el coche para salir en cuanto se marchó al trabajo. Y no pienso volver. Lucas no volverá a hacerles daño a los niños. Si lo hubiera denunciado, habrían llamado a Asuntos Sociales y nos habrían quitado a los niños a los dos.

—Pero Lucas no va a conformarse sin protestar con que tú te quedes con los niños, Anna. Sin una denuncia y una investigación, ¿cómo conseguirás la custodia y la patria potestad exclusivas?

—No lo sé, Erica, no lo sé. Y no tengo fuerzas para pensar en ello ahora mismo. Tenía que marcharme lejos de él. El resto ya se solucionará. No me culpes, por favor.

Erica dejó la taza sobre la mesa, se levantó y fue a abrazar a su hermana. Le acarició el cabello mientras la calmaba. La dejó llorar a sus anchas sobre su hombro, hasta que sintió que se le mojaba el jersey. Entre tanto, su odio hacia Lucas crecía sin cesar. Nada le gustaría más que arrearle un buen puñetazo.

Birgit oteaba la calle oculta tras la cortina. Karl-Erik comprendió lo nerviosa que estaba, a juzgar por la postura tensa de sus hombros. Desde la llamada del agente de policía, no había dejado de dar vueltas de un lado a otro de la casa. Él, en cambio, se sintió tranquilo por primera vez en mucho tiempo. Karl-Erik pensaba darle al policía todas las respuestas, si él formulaba las preguntas adecuadas.

Los secretos lo habían calcinado por dentro durante tantos años… Para Birgit había sido más fácil, en cierto modo. Su forma de enfrentarse a la situación había consistido en negar que aquello hubiese ocurrido en realidad. Se negaba a hablar de ello y seguía mariposeando por la vida como si nada hubiese sucedido. Pero todo había sucedido. Y no había pasado un solo día sin que él pensase en ello, y cada vez sentía la carga más pesada de llevar. Sabía que, aparentemente, Birgit era la más fuerte de los dos. En todos los eventos sociales, ella lucía como una estrella mientras él era el personaje gris, un ser invisible a su lado. Ella, con sus hermosos vestidos y sus magníficas joyas y su maquillaje como escudo.

Luego, cuando llegaban a casa tras otra animada noche de glamour y ella se quitaba su armadura, era como si se hundiese de repente quedándose en nada. Lo único que persistía entonces era una niña temblorosa e insegura que se aferraba a él buscando apoyo. Durante todos sus años de matrimonio, él se había debatido entre los diversos sentimientos que le inspiraba su esposa. Su belleza y su fragilidad despertaban en él sentimientos de ternura y un claro instinto protector, lo hacían sentirse como un hombre; pero su rechazo a enfrentarse cara a cara a los aspectos más difíciles de la vida lo irritaban a veces hasta sacarlo de quicio. Lo que más lo indignaba era la certeza de que, en el fondo, Birgit no era una necia, pero le habían inculcado que, cueste lo que cueste, la mujer debe ocultar su inteligencia y emplear toda su energía en aparecer hermosa y necesitada. En complacer. De recién casados, no le llamó la atención, pues era lo normal en aquella época. Pero los tiempos habían cambiado e imponían exigencias muy distintas tanto a hombres como a mujeres. Él había sabido adaptarse, pero no su esposa. Por ese motivo, aquél sería un día terrible para ella. Karl-Erik sospechaba que, en el fondo, ella sabía lo que pensaba hacer. De ahí que se hubiese pasado casi dos horas deambulando nerviosa por la casa. Pero Karl-Erik tenía la certeza de que Birgit no le permitiría ventilar los secretos familiares sin oponer resistencia.

—¿Por qué ha tenido que venir Henrik?

Birgit le preguntó angustiada, mirándolo sin dejar de retorcerse las manos.

—El policía quería hablar con la familia. Y Henrik pertenece a la familia, ¿no?

—Sí, bueno, es que me parece innecesario mezclarlo a él en esto. Ese agente no querrá más que hacernos algunas preguntas generales, y obligarlo a venir aquí por algo así… En fin, que me parece innecesario, simplemente.

El tono de su voz subía y bajaba para ocultar las preguntas no formuladas. La conocía tan bien…

—Ya está aquí.

Birgit se apartó rauda de la ventana. Al cabo de un rato, llamaron a la puerta. Karl-Erik respiró hondo antes de ir a abrir, mientras Birgit se retiraba rápidamente a la sala de estar, donde Henrik aguardaba sentado en el sofá, sumido en sus pensamientos.

—Hola, soy Patrik Hedström.

—Karl-Erik Carlgren.

Se estrecharon la mano y Karl-Erik calculó que el policía tendría más o menos la edad de Alex. Últimamente lo hacía a menudo. Consideraba a las personas en relación con Alex.

—Pasa. Podemos sentarnos a hablar en la sala de estar.

Patrik se sorprendió al ver a Henrik, pero se recobró enseguida y fue a saludar a Birgit y también al yerno. Una vez se hubieron sentado todos en torno a la mesa, siguieron unos minutos de tenso silencio, hasta que Patrik tomó la palabra.

—Bueno, esto ha sido un tanto precipitado, así que os agradezco que hayáis aceptado recibirme con tan poco margen.

—Pues nos preguntábamos si habría pasado algo, si habría habido alguna novedad. Llevamos ya tiempo sin recibir noticias y…

Birgit dejó la frase inconclusa y miró a Patrik esperanzada.

—Vamos lentos, pero seguros. Eso es lo único que puedo decir por ahora. El asesinato de Anders Nilsson le ha dado otro giro al asunto.

—Sí, claro. ¿Sabéis ya si se trata de la misma persona que asesinó a nuestra hija?

El ritmo frenético y nervioso del parloteo de Birgit hizo que Karl-Erik contuviese el impulso de tomarle la mano para calmarla. Hoy tenía que resistir la tentación de adoptar ese papel protector que tan bien desempeñaba.

Por un instante, se permitió incluso dejarse llevar con el pensamiento, lejos del presente, a un tiempo que ahora se le antojaba muy lejano. Miró a su alrededor y vio la sala de estar con cierta aversión. Con qué facilidad habían caído en la tentación; casi se percibía el aroma a un dinero manchado de sangre. La casa de Kålltorp era mucho más de lo que jamás se habían atrevido a soñar siquiera cuando las niñas eran pequeñas. Era grande, amplia, conservaba los detalles de los años treinta, y se habían podido permitir todo tipo de comodidades. Con el salario del trabajo en Gotemburgo, lo habían conseguido todo.

La habitación en la que se encontraban era la más grande de la casa. Demasiado abigarrada de muebles y adornos para su gusto, pero Birgit tenía una incontenible predilección por los objetos brillantes y luminosos y todo era prácticamente nuevo. Cada tres años, más o menos, solía empezar a quejarse de que todo estaba ya estropeado y de lo harta que estaba de lo que tenían en casa y, tras varias semanas de miradas suplicantes, él solía ceder y terminaba abriendo la cartera. Era como si, al tenerlo todo siempre nuevo, Birgit pudiese reinventarse a sí misma y su propia existencia constantemente. Ahora se encontraba en su periodo Laura Ashley, por lo que la habitación estaba repleta de flores y lazos de una feminidad sofocante. Aunque bien sabía él que sólo tendría que aguantarlo un par de años más; si tenía suerte, Birgit se inclinaría por los sillones Chesterfield y los motivos de cetrería ingleses. Claro que, de lo contrario, el próximo cambio le llenaría la casa de motivos de fieras salvajes.

Patrik se aclaró la garganta.

—El caso es que tengo algunos interrogantes que quisiera me ayudasen a aclarar.

Nadie hizo el menor comentario, así que Patrik prosiguió.

—¿Saben cómo se conocieron Alex y Anders Nilsson?

Henrik quedó desconcertado y Karl-Erik comprendió que él no sabía nada. Le dolía por él, pero no podía hacer nada por ayudarle.

—Estaban en la misma clase, pero de eso hace ya muchos años.

Birgit se retorcía nerviosamente las manos, sentada en el sofá, junto a su yerno, que intervino entonces:

—Su nombre me resulta familiar. ¿No tenía Alex unos cuadros suyos en la galería?

Patrik asintió y Henrik prosiguió:

—No lo entiendo, ¿insinúa que había entre ellos otro tipo de relación? ¿Qué razón tendría nadie para querer asesinar a mi esposa y a uno de sus artistas?

—Eso es precisamente lo que intentamos averiguar.

Patrik vaciló antes de proseguir.

—Por desgracia, también hemos podido constatar que mantenían una relación amorosa.

En medio del silencio que se hizo entonces, Karl-Erik detectó la avalancha de sentimientos que reflejaban los rostros que tenía frente a sí, el de Birgit, el de Henrik. Él no experimentó más que cierto asombro, que remitió enseguida en beneficio de la certeza de que lo que el policía acababa de decirles era verdad. Teniendo en cuenta las circunstancias, era lógico.

Birgit se tapó la boca con la mano, horrorizada ante la noticia, mientras el rostro de Henrik perdía paulatinamente el color. Karl-Erik observó que Patrik Hedström no disfrutaba lo más mínimo en su papel de mensajero de malas noticias.

—No puede ser verdad.

Birgit miró indecisa a su alrededor buscando la connivencia de su esposo y su yerno, pero fue en vano.

—¿Por qué razón iba a liarse nuestra Alex con un tipo como ése?

Miraba suplicante a Karl-Erik, pero éste se negaba a corresponder y mantenía la cabeza baja. Henrik no dijo nada, pero daba la impresión de haber quedado hundido.

—¿No saben si siguieron manteniendo el contacto después del traslado?

—No, no creo. Alex cortó de raíz todos los lazos cuando nos fuimos de Fjällbacka.

Una vez más fue Birgit quien respondió. Henrik y Karl-Erik, en cambio, seguían sin pronunciar palabra.

—Tengo otra pregunta que hacerles. Ustedes se mudaron en mitad del semestre, cuando Alex estaba en sexto. ¿Por qué? Además, prácticamente sin avisar.

—Yo no veo que sea tan extraño. A Karl-Erik le hicieron una oferta laboral magnífica que no podía rechazar. Tuvo que decidirse rápido porque necesitaban cubrir el puesto de inmediato. Por eso fue todo tan precipitado.

Birgit no dejaba de frotarse las manos nerviosamente mientras hablaba.

—Pero no matricularon a Alex en ninguna escuela de Gotemburgo, ¿no? Sino que empezó a estudiar en un internado en Suiza. ¿Por qué?

—Con el nuevo trabajo de Karl-Erik, nuestra situación económica cambió por completo y quisimos darle a Alex las mejores posibilidades a nuestro alcance —explicó Birgit.

—Ya, ¿y no había buenos colegios en Gotemburgo?

Patrik martilleaba implacable con sus preguntas y Karl-Erik no pudo por menos de admirar su interés y dedicación. También él fue joven y entusiasta un día. Ahora era simplemente un hombre cansado.

Birgit volvió a tomar la iniciativa:

—Claro que los había, pero se puede usted imaginar la red de contactos que podía adquirir en un internado como aquél. Incluso había un par de príncipes y, claro, figúrese, lanzarse a la vida adulta con semejantes conocidos.

—¿Ustedes fueron con ella a Suiza?

—Sí, claro, nosotros la matriculamos y esas cosas, si es a eso a lo que se refiere. Por supuesto que sí.

—Bueno, no me refería exactamente a eso.

Patrik ojeó su bloc de notas para refrescarse la memoria.

—Alexandra dejó la escuela de Fjällbacka a mediados del segundo semestre del 77. Y se matriculó en el internado en el segundo semestre del 78, que fue también cuando Karl-Erik empezó a trabajar aquí en Gotemburgo. Así que mi pregunta es, ¿dónde estuvieron durante ese año?

Con el entrecejo fruncido, Henrik miraba extrañado, ya a Birgit, ya a Karl-Erik. Ambos lo evitaron, no obstante, aunque Karl-Erik sintió un sordo y creciente dolor en el corazón.

—No entiendo adónde quiere ir a parar con estas preguntas. ¿Qué tiene que ver si nos mudamos en el 77 o en 78? Nuestra hija está muerta y viene a interrogarnos como si nosotros fuésemos los culpables. Simplemente debe de haberse producido algún error en alguna parte. Alguien que anotó mal en un registro, eso debe de ser. Nos vinimos aquí la primavera del 77, cuando Alexandra empezó en el internado en Suiza.

Patrik miraba consternado a Birgit, que parecía cada vez más alterada.

—Lo siento, señora Carlgren, siento causarles tantas molestias. Sé que están pasando por momentos muy difíciles, pero es mi deber hacerles estas preguntas. Y la información que tengo es correcta. Ustedes no se mudaron aquí hasta la primavera de 1978 y, de todo el año anterior, no hay un solo dato que certifique que vivían en Suecia. De modo que tengo que preguntar de nuevo: ¿dónde estuvieron ustedes entre la primavera del 77 y la primavera del 78?

Con la desesperación en el rostro, Birgit buscó apoyo en Karl-Erik, pero él sabía que ya no podía prestarle la ayuda que ella necesitaba. Tenía el convencimiento de que lo que iba a hacer sería, a la larga, lo mejor para la familia. Pero también sabía que, a corto plazo, podría destrozar a Birgit. Pese a todo, no había elección. Miró apesadumbrado a su esposa y se aclaró la garganta.

—Estuvimos en Suiza, mi esposa, Alex y yo.

—¡Calla, Karl-Erik! ¡No digas más!

Pero él no la escuchó.

—Estuvimos en Suiza porque nuestra hija de doce años estaba embarazada.

Sin sorprenderse lo más mínimo, vio cómo Patrik Hedström, estupefacto ante su respuesta, dejaba caer el lápiz de entre los dedos. Por mucho que el agente se lo hubiese imaginado, por mucho que hubiese sospechado, no era lo mismo oírlo decir en voz alta. ¿Cómo iba nadie a imaginar tal crueldad?

—Abusaron de mi hija, la violaron. Y era sólo una niña.

Sintió que se le quebraba la voz y se apretó el puño contra los labios para infundirse valor. Tras un instante, pudo continuar. Birgit se negaba a mirarlo siquiera, pero ya no había vuelta atrás.

—Notamos que algo no andaba bien, pero no sabíamos qué. Era una niña que siempre andaba feliz, se sentía segura. Pero en algún momento, a principios del sexto curso, empezó a cambiar. Se volvió taciturna e introvertida. Sus amigas dejaron de venir a casa y podía estar fuera durante horas sin que nosotros supiéramos dónde. No nos lo tomamos demasiado en serio, creímos que serían cosas de la edad, que estaba atravesando un estadio preadolescente, tal vez, yo qué sé.

Tuvo que pararse para aclararse la garganta de nuevo. El dolor del pecho crecía sin cesar.

—Y hasta que no estuvo de cuatro meses, no nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Tendríamos que haber detectado antes algún indicio, pero quién iba a creer… Ni siquiera podíamos imaginar tal cosa…

—Karl-Erik, por favor.

El rostro de Birgit parecía una máscara cenicienta. Henrik parecía anestesiado, como si no pudiese dar crédito a lo que estaba oyendo. Y seguro que no podía. Incluso a Karl-Erik le sonaba increíble al oírse a sí mismo decirlo en voz alta. Aquellas palabras habían estado corroyendo sus entrañas durante veinticinco años. Por Birgit había contenido su necesidad de dejarlas salir de su boca; pero ahora, las palabras brotaban solas, sin freno.

—Para nosotros el aborto era impensable. Ni siquiera en tales circunstancias. Tampoco le dimos a Alex la posibilidad de elegir. Nunca le preguntamos cómo se sentía ni lo que quería. Erradicamos el suceso con silencio, la sacamos del colegio, nos fuimos al extranjero y nos quedamos allí hasta que tuvo el bebé. Nadie debía enterarse. Porque, ¿qué iba a decir la gente?

Oyó la amargura que rezumaban sus últimas palabras. Eso era lo más importante. Más incluso que la felicidad y el bienestar de su hija. Ni siquiera podía culpar totalmente a Birgit de aquella elección. Cierto que ella era la que más se preocupaba de cómo los veía la gente, pero, tras años de examen de conciencia, se vio obligado a reconocer que él le permitió actuar así a causa de su propio deseo de mantener limpia la fachada. Sintió ardor de estómago, volvió a tragar saliva y reanudó su relato:

—Cuando nació el bebé, la matriculamos en el internado, regresamos a Gotemburgo y continuamos con nuestras vidas.

Cada palabra estaba impregnada en amargura y desprecio de sí mismo. Los ojos de Birgit irradiaban ira, incluso odio, tal vez, mientras lo miraba fijamente, como para hacerlo callar con su sola voluntad. Pero él sabía que aquel proceso había comenzado en el mismo instante en que hallaron a Alex muerta en la bañera. Sabía que empezarían a indagar, a comprobar cada detalle y a desvelar todos los secretos. Y era mejor que contasen la verdad ellos mismos. O él solo, según se había visto. Tal vez deberían haberlo hecho antes, pero necesitaban armarse de valor gradualmente. Y la llamada de Patrik Hedström fue el empujón definitivo.

Era consciente de que había omitido muchos detalles, pero un cansancio enorme le había sobrevenido de repente posándose sobre él como una manta, así que dejó que Patrik fuese haciendo las preguntas precisas para llenar las lagunas. Se retrepó en el sillón que ocupaba y se aferró convulsamente a los brazos de madera. Henrik se adelantó a preguntar, con la voz trémula.

—¿Por qué no dijisteis nada? ¿Por qué Alex no me dijo nunca nada? Sabía que me ocultaba algo pero…, ¿esto?

Karl-Erik hizo un gesto de resignación: no tenía ninguna explicación que ofrecerle al esposo de Alex.

Patrik había librado una dura batalla por conservar su profesionalidad, pero era evidente que estaba conmocionado. Tomó el lápiz, que seguía en el suelo e intentó centrarse en el bloc que tenía ante sí.

—¿Quién fue el agresor de Alex? ¿Alguien de la escuela?

Karl-Erik asintió sin abrir la boca.

—¿Fue…? —Patrik vaciló un segundo—. ¿Fue Nils Lorentz?

—¿Quién es Nils Lorentz? —quiso saber Henrik.

Birgit respondió, con un retintín acerado en la voz.

—Un profesor de apoyo de la escuela. Hijo de Nelly Lorentz.

—Pero ¿dónde está? Supongo que acabó en la cárcel por lo que le hizo a Alex.

Henrik se debatía duramente por comprender lo que Karl-Erik acababa de contar.

—Desapareció hace veinticinco años. Y nadie lo ha visto desde entonces. Pero yo quisiera saber por qué no lo denunciaron a la policía. He estado mirando en nuestros archivos y jamás se presentó ninguna denuncia contra él.

Karl-Erik cerró los ojos. Patrik no formuló la pregunta como un reproche, pero así fue como sonó. Cada una de las palabras que la componían lo hería como un cuchillo, recordándole el terrible error que habían cometido hacía veinticinco años.

—No, nunca presentamos ninguna denuncia. Cuando nos dimos cuenta de que Alex estaba embarazada y nos contó lo que había pasado, subí a ver a Nelly hecho una fiera y le expliqué lo que había hecho su hijo. Tenía intención de denunciarlo a la policía, y así se lo hice saber a Nelly pero…

—Pero Nelly vino a hablar conmigo —intervino Birgit, sentada como una estaca en el sofá—. Y me propuso que lo resolviéramos sin mezclar a la policía. Dijo que no había ningún motivo para humillar a Alex más aún, como sucedería si toda Fjällbacka empezaba a chismorrear sobre lo sucedido. No pudimos por menos de admitir que tenía razón y decidimos que a nuestra hija le sería más provechoso que lo solucionáramos todo en el seno familiar. Nelly nos prometió que se encargaría de Nils del modo más adecuado.

—Fue ella quien me procuró un puesto muy bien pagado en Gotemburgo. Supongo que no éramos tan buenos para no rendirnos a sus promesas del oro y el moro.

La sinceridad de Karl-Erik para consigo mismo era implacable. Ya era hora de empezar a admitir la verdad.

—No tuvo nada que ver con eso, Karl-Erik. ¿Cómo puedes decir tal cosa? Nosotros sólo pensábamos en el bien de Alex. ¿De qué le habría valido el que todos se enterasen de lo ocurrido? Le dimos la oportunidad de seguir adelante y abrirse camino en la vida.

—No, Birgit. La oportunidad era para nosotros. Alex la perdió en el momento en que optamos por ocultarlo todo.

Se miraron a los ojos. Karl-Erik sabía que había cosas imposibles de cambiar, que ella jamás lo comprendería del todo.

—¿Y el bebé? ¿Qué fue del bebé? ¿Lo dieron en adopción?

Se hizo un silencio, que vino a romper una voz procedente de la puerta de la sala de estar.

—No, no lo dieron en adopción. Decidieron quedárselo y mentirle acerca de su identidad.

—¡Julia! ¡Creí que estabas en tu habitación!

Karl-Erik se volvió a mirar a Julia. La joven debió de haber bajado la escalera de puntillas, pues nadie la había oído llegar. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí escuchando.

Julia se apoyó en el marco de la puerta, cruzada de brazos. Todo su cuerpo expresaba rebeldía. Pese a que eran las cuatro de la tarde, aún no se había quitado el pijama. Y además, parecía que llevara una semana sin ducharse. Karl-Erik sintió en su pecho una mezcla de compasión y dolor. ¡Pobre, pobre patito feo!

—De no haber sido por Nelly, ¿o debería decir, «mi abuela paterna»?, no me habríais dicho nunca nada, ¿verdad? No se os habría ocurrido nunca contarme que mi madre no es, en realidad, mi madre, sino mi abuela materna y que mi padre es mi abuelo materno y, sobre todo, que mi hermana no es mi hermana, sino mi madre. ¿Te has enterado o lo repito una vez más? Ya sé que es algo complicado.

La mordaz pregunta iba dirigida a Patrik y Julia parecía disfrutar al ver cómo la miraba horrorizado.

—Una perversión, ¿no te parece?

Bajó la voz, con el índice en los labios, y susurró teatral:

—Pero shhh…, no se lo cuentes a nadie porque, ¿qué diría la gente entonces? Figúrate que empezasen a rumorear sobre los Carlgren, tan buena familia como son.

Después, volvió al tono de voz normal.

—Pero, gracias a Dios, Nelly me lo contó todo el verano pasado, cuando estuve trabajando en la fábrica. Me reveló lo que yo tenía derecho a saber. Quién soy en realidad. Toda mi vida me he sentido marginada. He tenido la sensación de que no pertenecía a la familia. Y tener una hermana mayor como Alex tampoco era tarea fácil. Pero yo la adoraba. Ella era todo lo que yo quería ser, todo lo que yo no era. Yo veía cómo la mirabais a ella y cómo me mirabais a mí. Y Alex, que no parecía interesarse por mí lo más mínimo, lo cual hacía que yo la idolatrase más aún. Ahora comprendo por qué. Supongo que apenas si soportaba verme, yo era la bastarda que nació fruto de una violación y vosotros la obligasteis a tenerlo siempre presente, cada vez que me veía. ¿De verdad que no comprendéis lo cruel que fue vuestro comportamiento?

Karl-Erik se estremeció al oír sus palabras, como si le hubiesen dado una bofetada. Sabía que la joven tenía razón. Había sido terriblemente cruel quedarse con Julia y, de este modo, obligar a Alex a, una y otra vez, revivir el horror que había puesto fin a su infancia. Y tampoco había sido justo para con Julia. Él y Birgit no podían evitar tener presente el modo en que había sido engendrada. Y, con toda probabilidad, la joven lo había presentido desde el principio: vino al mundo entre gritos y, desde entonces, no había dejado de gritar y de enfrentarse al mundo entero durante toda su vida. Julia jamás perdía ocasión de mostrarse insoportable y él y Birgit eran demasiado mayores para encargarse de una niña pequeña y, menos aun, de una niña tan complicada como Julia.

En cierto modo, sintieron un gran alivio el día del verano anterior en que llegó a casa y se enfrentó a ellos con la verdad. No les sorprendía que Nelly, por iniciativa propia, le hubiese contado la verdad. Nelly era una vieja bruja que sólo se preocupaba por sus intereses, así que, si ella sacaba algún beneficio del hecho de contárselo a Julia, sabían que lo haría. De ahí que hubiesen intentado convencer a Julia de que no aceptase la oferta de trabajo en la fábrica; pero Julia no cedió, como siempre.

Cuando Nelly le reveló la verdad, se abrió ante ella un nuevo mundo de posibilidades. Por primera vez en su vida, había alguien que la quería, que quería tener relación con ella. Pese a que Nelly tenía a Jan, para ella sólo contaban los lazos de sangre y así, le había contado a Julia que, llegado el momento, pensaba dejarle a ella toda su fortuna en herencia. Karl-Erik comprendía perfectamente hasta qué punto todo aquello influía sobre la actitud de Julia. La joven estaba furiosa contra los que hasta ahora había creído sus padres y adoraba a Nelly con la misma intensidad con que había idolatrado a Alex. En todo aquello pensaba el hombre mientras la veía en el umbral de la puerta, a la tenue luz de la cocina. Lo más triste era, sin duda, que Julia no comprendiese que, si bien era cierto que muchas veces al verla recordaban el terrible suceso del pasado, no era menos cierto que ellos la amaban de verdad. Pero siempre se había comportado en casa como ave en nido ajeno y no habían sabido qué hacer con ella. Aun hoy seguían sintiendo lo mismo y, ahora, se verían obligados a aceptar que la habían perdido para siempre. Desde el punto de vista físico, Julia seguía entre ellos, pero en su mente ya los había abandonado.

A Henrik parecía costarle respirar, acurrucado con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados. Por un instante, Karl-Erik se preguntó si habría hecho bien llamándolo para que estuviese presente en el interrogatorio. Pero se dijo que, en su opinión, Henrik merecía saber la verdad, pues él también amaba a Alex.

—Pero Julia…

Birgit extendió los brazos hacia Julia con un gesto torpe y suplicante, pero la muchacha le dio la espalda con desprecio y, al instante, la oyeron subir la escalera.

—Créanme que lo siento. Sabía que algo no encajaba, pero jamás me habría imaginado algo así. No sé qué decir.

—No, en realidad, nosotros tampoco sabemos qué decir. Sobre todo, no sabemos qué decirnos el uno al otro.

Karl-Erik miró a su esposa intentando ver qué pensaba.

—¿Saben cuánto tiempo duraron los abusos?

—No exactamente. Alex nunca quiso hablar de ello. Probablemente un par de meses, tal vez incluso un año. Y ahí tiene también la respuesta a su anterior pregunta —dijo tras una breve vacilación.

—¿Qué pregunta? —quiso saber Patrik.

—La de la relación entre Anders y Alex. Anders también fue una víctima. El día antes de la mudanza, encontramos una nota que Alex le había escrito. Y de ella dedujimos que Nils también había abusado de Anders. Al parecer, comprendieron o se enteraron, no sé cómo, de que los dos estaban en la misma situación y buscaron consuelo el uno en el otro. Yo me llevé la nota y fui a ver a Vera Nilsson. Le conté lo que le había pasado a Alex y lo que parecía haberle ocurrido a Anders. Jamás en mi vida me he visto en una situación tan difícil. Anders es, o era —se corrigió enseguida— lo único que tenía Vera. Y supongo que yo tenía la esperanza de que Vera hiciese lo que nosotros no tuvimos el valor de hacer: denunciar a Nils y hacer que cargase con las consecuencias de sus actos. Pero no pasó nada e imaginé que Vera era tan débil como nosotros.

Inconscientemente, Karl-Erik había empezado a masajearse el pecho con el puño. El dolor crecía en intensidad y ya empezaba a irradiarse hacia los dedos.

—¿Y no tenéis ni idea de adónde pudo ir Nils?

—No, ni remota. Pero, donde quiera que esté, espero que el muy sinvergüenza esté sufriendo.

El dolor era ya insoportable. Se le estaban durmiendo los dedos y comprendió que algo iba mal. Muy mal. Tanto le dolía que empezó a perder visibilidad y, aunque veía que las bocas de los demás seguían moviéndose, era como si las imágenes y los sonidos pasasen a velocidad ultrarrápida. Por un instante, se alegró al ver que había desaparecido la expresión de ira de los ojos de Birgit, pero, cuando observó que había sido reemplazada por una clara preocupación, comprendió que estaba pasando algo grave. Después, todo quedó a oscuras.

Tras el precipitado trayecto en ambulancia hasta el hospital Sahlgrenska, Patrik se sentó en el coche e intentó recobrar el ánimo. Había seguido a la ambulancia en su coche y se había quedado con Birgit y Henrik hasta que les dijeron que había sido un infarto grave, pero que Karl-Erik estaba ya fuera de peligro, pues había superado la fase crítica.

Aquel día había sido uno de los más terribles de su vida. Había visto muchos horrores durante sus años como policía, pero nunca había oído una historia tan desgarradora como la que había contado Karl-Erik aquella tarde.

Pese a que Patrik iba intuyendo la verdad a medida que la iba oyendo, le resultó duro escucharla. ¿Cómo podía seguir viviendo una persona después de pasar por lo que había pasado Alex? No sólo habían abusado de ella arrebatándole su infancia sino que, además, se había visto obligada a vivir el resto de sus días con el recuerdo constante de ello. Por más que lo intentaba, no atinaba a comprender la conducta de sus padres. Él jamás habría dejado escapar a un agresor que abusase de su propio hijo, y de ningún modo lo habría mantenido en silencio. ¿Cómo podían importar más las apariencias que la vida y la salud de un hijo? Era algo que le costaba mucho comprender.

Se quedó, pues, sentado en el coche, con los ojos cerrados y echado sobre el respaldo. Había empezado a atardecer y pensó que debería irse a casa, pero se sentía agotado y apático. Ni siquiera el que Erica estuviese esperándolo le infundía el ánimo suficiente para arrancar el coche y ponerse en marcha. Su sólida actitud positiva ante la vida había sufrido un golpe en sus cimientos, y por primera vez, dudaba de que la bondad humana superase verdaderamente a la maldad.

Por otro lado, se sentía un tanto culpable, puesto que, si bien aquella tremenda historia lo había conmovido hasta lo más hondo de su ser, también lo había hecho sentir la satisfacción profesional de comprobar que las piezas iban encajando. ¡Cuántas dudas no se habían despejado aquella tarde…! Y, aun así, su frustración era ahora mayor. En efecto, aunque había conseguido aclarar bastantes incógnitas, aún seguía sin tener ni idea de quién o quiénes habían asesinado a Alex y a Anders. Tal vez el móvil tuviese su origen en el pasado, o tal vez no tuviese nada que ver con él, aunque le parecía inverosímil. A pesar de todo, en el pasado se hallaba la única conexión clara entre Alex y Anders.

Pero ¿por qué querría nadie matarlos por unos abusos sexuales cometidos hacía más de veinticinco años? Y, en todo caso, ¿por qué ahora y no antes? ¿Qué podía poner en movimiento algo que había estado latente durante tantos años, haciendo que acabase en dos asesinatos cometidos con un par de semanas de diferencia? Lo más frustrante era que no tenía la menor idea de en qué dirección seguir.

La información obtenida aquella tarde había supuesto un gran giro en la investigación, pero al mismo tiempo había conducido a un callejón sin salida. Patrik revisó mentalmente lo que había hecho y oído durante el día y cayó en la cuenta de que, pese a todo, llevaba en el coche una pista muy concreta. Era algo que había olvidado por lo delicado del tema tratado en casa de los Carlgren y el tumulto a consecuencia del ataque sufrido por Karl-Erik. Sintió renacer el entusiasmo de aquella mañana, pues comprendió que tenía la posibilidad de investigar esa pista más de cerca. Lo único que necesitaba era un poco de suerte.

Encendió el móvil, ignoró el aviso de que tenía tres mensajes en el buzón de voz y llamó al servicio de información telefónica para que le diesen el número del hospital Sahlgrenska. Le dieron la posibilidad, que aceptó, de pasarle la llamada directamente.

—Hospital Sahlgrenska, ¿dígame?

—Hola, me llamo Patrik Hedström. Quisiera saber si Robert Ek trabaja en su unidad de medicina legal.

—Un momento, voy a comprobarlo.

Patrik contuvo la respiración. Robert era un viejo compañero de la Escuela Superior de Policía que, después, siguió estudiando para pertenecer a la policía científica forense. Fueron muy amigos mientras estudiaban, pero después habían perdido el contacto. Patrik había oído decir que ahora trabajaba en el Sahlgrenska y rogó por que así fuese.

—Bueno, veamos. Sí, en efecto, Robert Ek trabaja aquí. ¿Quieres que te pase con él?

Patrik daba saltos de alegría.

—Sí, por favor.

Oyó un par de tonos de llamada y, después, la voz familiar de Robert.

—Medicina legal, le habla Robert Ek, ¿dígame?

—Hola, Robban, ¿sabes quién soy?

Se hizo un silencio y Patrik pensó que Robert no caería en la cuenta. Pero, cuando ya estaba a punto de echarle una mano, oyó un silbido en el auricular.

—¡Patrik Hedström, viejo granuja! ¡Qué demonios! Si hace un siglo… ¿Cómo es que tengo el placer de oírte? Quiero decir que no es tu estilo.

Aquello sonó a reproche y Patrik se sintió algo avergonzado. Sabía que era malísimo a la hora de llamar a la gente y mantener el contacto con los amigos. Robert se portaba mucho mejor, pero había terminado por cansarse de ser siempre él quien llamaba. Se avergonzó más aun al pensar que, cuando por fin lo hacía, era para pedirle un favor, pero ahora ya no tenía remedio.

—Sí, ya lo sé, soy un desastre. Pero ahora resulta que estoy en el aparcamiento del Sahlgrenska y me acordé de que alguien me dijo que tú trabajabas aquí… Así que se me ocurrió comprobar si estabas en el trabajo por si podía hacerte una visita y saludarte.

—Joder, claro que sí. Vente, me encantará verte.

—¿Dónde estás exactamente?

—Estamos en la planta sótano. Cruza la entrada principal y toma el ascensor, cuando salgas, gira a la derecha hasta el final del pasillo. Al fondo hay una puerta. Ahí estamos. Llama al timbre y te abriré. ¡Vaya sorpresa!

—Sí, pues nada, nos vemos en un par de minutos.

Patrik volvió a sentirse avergonzado, pues estaba a punto de utilizar a un viejo amigo, pero, por otro lado, tenía una larga lista de favores que cobrarle a Robert. Cuando eran estudiantes, Robert vivía con su prometida, que se llamaba Susanne, pero al mismo tiempo mantenía una excitante historia con una de sus compañeras de clase, Marie, que también estaba comprometida con otro chico. Aquello duró casi dos años y Patrik no recordaba ya cuántas veces tuvo que salvarle el pellejo a Robert. En muchas, muchísimas ocasiones, Patrik le había servido de coartada y se había visto obligado a dar muestras de una imaginación inagotable cuando Susanne llamaba para preguntarle si sabía dónde estaba Robert.

Bien mirado y al cabo de tantos años, le parecía que tal vez no fuese muy honrado ni por su parte ni por la de Robert, pero en aquel entonces eran los dos tan jóvenes e inmaduros…, y en honor a la verdad, a él le parecía una pasada y llegó a sentir algo de envidia de Robert, que hacía malabares con dos tías a la vez. Claro que aquello estaba condenado a irse al traste y Robert se encontró un día sin casa y sin ninguna de las dos tías. Aunque, como el seductor empedernido que era, no tuvo que pasar muchas semanas durmiendo en el sofá de Patrik, pues enseguida encontró a otra chica a cuya casa mudarse.

Cuando le contaron que Robert trabajaba en el hospital, mencionaron también que estaba casado y que tenía hijos, pero a él le costaba creerlo. Ahora podría comprobar si era cierto.

Recorrió los interminables pasillos del hospital y, pese a que la descripción de Robert le había sonado bien sencilla, llegó a perderse dos veces hasta que por fin se encontró ante la puerta que su viejo amigo le había indicado. Llamó al timbre y esperó. De pronto, la puerta se abrió.

—¡Hooola!

Se abrazaron con entusiasmo antes de dar un paso atrás para ver los efectos que el paso del tiempo había causado en el otro. Patrik constató que el tiempo se había portado bien con Robert, y esperaba que Robert pensase lo mismo de él, pero, por si acaso, metió el estómago y sacó el pecho un poco más.

—Pasa, pasa.

Robert lo condujo hasta su despacho, que resultó ser una habitación minúscula en la que apenas si cabía una persona, y menos aún dos. Patrik escrutó a Robert con más detenimiento después de sentarse frente a él, en la silla que había detrás del escritorio. Tenía el rubio cabello tan repeinado como cuando eran más jóvenes y la ropa igual de bien planchada bajo la bata blanca. Patrik siempre creyó que la necesidad de orden y pulcritud externas de Robert funcionaba como una compensación al caos que tendía a crear en su vida privada. Su mirada se fijó en la fotografía de la estantería que había detrás del escritorio.

—¿La familia?

Formuló la pregunta sin poder ocultar del todo su asombro.

Robert sonrió con orgullo y tomó la instantánea.

—Exacto, mi mujer, Carina, y mis dos hijos, Oscar y Maja.

—¿Cuántos años tienen?

—Oscar tiene dos y Maja seis meses.

—Son preciosos. ¿Cuánto tiempo llevas casado?

—Ya ha hecho tres años. Te cuesta creer que me haya convertido en padre de familia, ¿verdad?

Patrik rio de buena gana.

—Sí, he de reconocerlo; eras un auténtico ligón.

—Bueno, ya sabes, cuando el diablo se hace viejo, se vuelve religioso. ¿Y tú, qué ha sido de ti? Seguro que tienes una buena prole a estas alturas.

—Pues no, la verdad. Lo cierto es que estoy separado. Sin hijos, lo que, dadas las circunstancias, puede considerarse una suerte.

—Vaya, lo siento.

—Bueno, no está tan mal. Tengo entre manos una historia que parece muy prometedora, así que ya veremos.

—Cuéntame, ¿cómo es que te presentas aquí como por arte de magia, después de tantos años?

Patrik se movió nerviosamente en la silla, otra vez con el punto de remordimiento que le producía el no haber llamado en tanto tiempo y ahora presentarse para pedir un favor.

—He venido a la ciudad por un asunto policial y, de pronto, me acordé de que tú trabajabas aquí, en medicina legal. Necesito resolver un escollo y, sencillamente, no puedo esperar a que pase el trámite administrativo habitual. Me llevaría semanas obtener una respuesta y no tengo ni el tiempo ni la paciencia necesarios.

Aquello parecía haber despertado la curiosidad de Robert. Juntó las yemas de los dedos a la espera de que Patrik continuase.

Éste se inclinó, sacó de su maletín un papel protegido por un plástico y se lo entregó a Robert, que lo expuso a la fuerte luz de su flexo para ver mejor de qué se trataba.

—Lo saqué de un bloc que hallé en la casa de la víctima de un asesinato. Vi las huellas de algo que habían escrito en la hoja que falta, pero son demasiado tenues y no se ve más que parte de lo que dice. Vosotros tenéis aquí el equipamiento técnico necesario para averiguarlo, ¿verdad?

—Sí, bueno, claro que lo tenemos.

Robert respondió algo reticente sin dejar de estudiar el folio a la luz.

—Pero, como tú bien dices, existen reglas, muy estrictas, sobre cómo y en qué orden tramitar la solicitud. Tenemos una larga cola de documentos así.

—Sí, sí, ya lo sé. Pero yo pensaba que esto debe de ser muy fácil y rápido de mirar y que si te lo pedía como un favor, que mirases así, rapidito, por ver si puede sacarse algo en claro, pues…

Robert frunció el entrecejo mientras reflexionaba sobre las palabras de Patrik. Después, esbozó una de esas sonrisas suyas de niño travieso y se levantó.

—En fin, no hay que ser tan burocrático. Y es verdad que no me llevará más que unos minutos. Ven conmigo.

Echó a andar por el estrecho pasillo y entró en una sala que había enfrente de su despacho. Era una habitación amplia y luminosa, llena de todo tipo de aparatos muy raros. Todo estaba reluciente y presentaba un aspecto de limpieza clínica que le otorgaban las blanquísimas paredes y el cromado de las mesas de estudio y los armarios. El aparato que necesitaba utilizar Robert estaba al fondo de la sala. Con sumo cuidado, sacó el papel de la funda de plástico y lo colocó sobre una bandeja. Pulsó el botón de «ON», que estaba en un lateral del aparato y se encendió una luz azulada. Las palabras aparecieron enseguida sobre el papel, con toda la claridad deseable.

—¿Lo ves? ¿Es lo que esperabas encontrar?

Patrik ojeó rápidamente el texto.

—Exacto. Esto era exactamente lo que esperaba. ¿Te importa dejarlo ahí un momento, mientras lo copio?

Robert sonrió.

—Puedo hacer algo mucho mejor. Con este equipo, puedo hasta sacar una fotografía del texto. Te haré una.

Patrik sonrió satisfecho.

—¡Fantástico! Sería perfecto, gracias.

Media hora más tarde salía de allí con una fotocopia del folio que faltaba en el bloc de Anders. Le prometió a Robert que lo llamaría más a menudo y esperaba poder mantener su palabra. Aunque, por desgracia, se conocía demasiado bien.

Se pasó el trayecto de regreso a casa reflexionando. Le encantaba conducir en la oscuridad. La paz con que lo envolvía la aterciopelada negrura de la noche, tan sólo interrumpida por las luces de algún que otro vehículo con el que se cruzaba, le permitía pensar con más claridad. Pieza a pieza, fue recomponiendo lo que él ya sospechaba y que ahora veía confirmado sobre el papel y, cuando ya entraba en el carril de acceso a su casa de Tanumshede, estaba bastante seguro de haber resuelto al menos uno de los dos misterios que tanto lo torturaban.

Se le hacía raro irse a la cama sin Erica. Qué curioso, con qué rapidez se acostumbra uno a las cosas, sobre todo si son agradables, y se encontró con que le costaba conciliar el sueño estando solo. Le sorprendió lo decepcionado que se había sentido cuando, mientras iba de camino a casa, Erica lo llamó al móvil para decirle que su hermana había venido inesperadamente y que era mejor que se quedase en su casa aquella noche. Le habría gustado indagar más sobre la visita, pero por el tono de Erica entendió que no podía hablar, de modo que se contentó con despedirse diciendo que ya se llamarían al día siguiente y que la echaba de menos.

Y ahora estaba en vela, no sólo por el recuerdo de Erica sino también porque no podía evitar pensar en lo que tendría que hacer al día siguiente, de modo que fue una noche muy larga para él.

Con los niños ya dormidos, tuvieron por fin tiempo para hablar. Erica había dispuesto algo de comida preparada que tenía en el congelador, pues parecía que Anna necesitaba echarle algo al estómago. Además, ella misma se había olvidado de comer y también su estómago empezaba ya a protestar.

Anna no hacía más que remover la comida con el tenedor mientras Erica empezaba a experimentar la conocida sensación de preocupación por su hermana pequeña que solía alojársele en el cuerpo. Exactamente igual que cuando eran pequeñas, sentía deseos de tomar a Anna en su regazo, mecerla y tranquilizarla asegurándole que todo iría bien, besarle la zona magullada y hacer desaparecer el dolor. Sin embargo, ahora eran adultas y los problemas de Anna superaban con mucho el dolor de una rodilla lastimada. Erica se sentía impotente ante aquello. Por primera vez en su vida, veía a su hermana como a una extraña y a sí misma torpe e insegura a la hora de hablar con ella. De ahí que guardase silencio, a la espera de que Anna le mostrase el camino. Cosa que no hizo hasta después de pasado un buen rato.

—No sé qué hacer, Erica. ¿Qué va a ser de mí y de los niños? ¿Adónde vamos a ir? ¿De qué voy a vivir? Llevo tantos años de ama de casa, que no sé hacer nada.

Erica vio la tensión en los nudillos de Anna, que se aferraba a la mesa como en un intento de controlar físicamente la situación.

—Shhh…, no pienses en eso ahora. Todo se arreglará. Tómatelo con calma, puedes quedarte aquí con los niños el tiempo que quieras. La casa también es tuya, ¿no?

Se permitió esbozar media sonrisa y vio con satisfacción que Anna le correspondía. Su hermana se secó la nariz con el reverso de la mano y, pensativa, se puso a toquetear el mantel.

—Lo que, simplemente, no puedo perdonarme es haberlo dejado ir tan lejos. Le hizo daño a Emma, ¿cómo fui capaz de permitirlo?

De nuevo empezó a moquearle la nariz y, en esta ocasión, se limpió con el pañuelo en lugar de con la mano.

—¿Por qué permití que le hiciese daño a Emma? ¿No sabría yo en el fondo que llegaría a ocurrir y decidí cerrar los ojos a esa realidad sólo porque era más cómodo para mí?

—Anna, si hay algo de lo que estoy totalmente segura es de que tú jamás permitirías conscientemente que les hiciesen daño a los niños.

Erica se inclinó sobre la mesa y le tomó la mano a Anna. Una mano de una delgadez alarmante. Los huesos parecían los de un pajarillo y daban la sensación de ir a quebrarse si presionaba demasiado fuerte.

—Lo que no puedo comprender de mí misma es que, pese a haber hecho lo que hizo, una parte de mí aún lo siga queriendo. Llevo tanto tiempo amando a Lucas que ese amor se ha convertido en una parte de mí, en una parte de lo que soy, y por más que lo intento, no consigo deshacerme de ella. Quisiera poder amputármela con un cuchillo, físicamente. Me siento sucia y despreciable.

Se pasó la mano temblorosa por el pecho, como para mostrar dónde le dolía.

—Eso es normal, Anna. No tienes por qué avergonzarte. Lo único que tienes que hacer es concentrarte en ponerte bien.

Hizo aquí una pausa, antes de añadir:

—Pero algo que sí tienes que hacer es denunciar a Lucas.

—No, Erica, no puedo.

Las lágrimas empezaron a rodar copiosamente por sus mejillas y unas gotas se le quedaron suspendidas en la barbilla, antes de caer mojando el mantel.

—Sí, Anna, tienes que hacerlo. No puedes permitir que quede impune. No me digas que puedes seguir viviendo tranquila sabiendo que has permitido que casi le rompa el brazo a tu hija sin hacer lo posible por que se enfrente a las consecuencias.

—No…, sí…, no sé, Erica. Ahora no puedo pensar, es como si tuviese la cabeza llena de algodón. No tengo fuerzas para pensar en eso ahora. Quizá más adelante.

—No, Anna. Más adelante no. Ahora. Luego será demasiado tarde. Tienes que hacerlo ahora. Yo te acompañaré mañana a la comisaría, pero tienes que hacerlo, no sólo por los niños, sino por ti misma.

—Ya, es sólo que no estoy segura de tener fuerzas para ello.

—Yo sé que sí. A diferencia de lo que nos pasó a ti y a mí, Emma y Adrian tienen una madre que los quiere y que está dispuesta a hacer cualquier cosa por ellos.

Erica no pudo evitar que la amargura se filtrase por sus palabras.

Anna lanzó un suspiro.

—Tienes que superar eso, Erica. Yo ya acepté hace mucho tiempo que en realidad sólo teníamos a papá. Y también he dejado de cavilar en por qué fue así. ¿Qué sé yo? Tal vez mamá no quisiera tener hijos. O puede que nosotras no fuésemos como ella quería. Jamás lo sabremos y de nada sirve seguir dándole vueltas. Aunque claro, yo fui la más afortunada, porque te tenía a ti. Puede que nunca te lo haya dicho, pero sé lo que hiciste por mí y lo que significaste cuando éramos niñas. Tú no tenías a nadie que se ocupase de ti en lugar de mamá, pero no te amargues con eso, prométeme que no lo harás. ¿Crees que no me he dado cuenta de que te retiras en cuanto encuentras a alguien con quien podrías llegar a algo serio? Te retiras antes de arriesgarte a quedar herida de verdad. Tienes que aprender a dejar atrás el pasado, Erica. Ahora parece que tienes algo serio y bueno entre manos y no puedes dejarlo pasar también esta vez. ¡Yo también quiero ser tía algún día!

Ambas rieron entre lágrimas ante el comentario y ahora le tocó a Erica sonarse con el pañuelo. El aire se hizo tan denso como la concentración de sentimientos, pero al mismo tiempo fue como una limpieza general del alma. Había tantas cosas que nunca se habían dicho, tanto polvo en los rincones…, y las dos tenían las sensación de que había llegado el momento de sacar el cepillo.

Estuvieron hablando toda la noche hasta que la oscuridad del invierno empezó a ceder ante la neblinosa alborada gris. Los niños durmieron más de lo habitual y cuando por fin Adrian dio señales de estar despierto gritando a pleno pulmón, Erica se ofreció a hacerse cargo de los niños por la mañana para que Anna pudiese dormir un par de horas.

Se sentía tan en paz consigo misma como no recordaba haberse sentido nunca. Desde luego que aún estaba apesadumbrada por lo que le había sucedido a Emma, pero Anna y ella habían aclarado muchas cosas durante la noche, cosas que debían haberse dicho hacía muchos años. Algunas verdades resultaron desagradables, pero necesarias, y le sorprendió comprobar hasta qué punto su hermana menor la conocía bien. Erica tuvo que admitir para sí misma que había subestimado a Anna; incluso, en alguna ocasión, la había menospreciado, al verla como una niña grande e irresponsable. Pero su hermana era mucho más que eso y se alegró de, por fin, ser capaz de ver a la verdadera Anna.

También hablaron bastante sobre Patrik y, con Adrian en brazos, Erica marcó el número de su casa. Pero nadie respondía, de modo que lo intentó en el móvil. Llamar por teléfono resultó ser un reto mucho mayor de lo que ella había imaginado, pues Adrian estaba entusiasmado con el fantástico juguete que ella tenía en la mano e intentaba por todos los medios hacerlo suyo. Cuando Patrik, al primer tono, respondió a la llamada, todo el cansancio de la noche desapareció como por encanto.

—¡Hola cariño!

—Mmmm, me gusta que me llames «cariño».

—¿Qué tal va todo?

—Bueno, verás, tenemos una pequeña crisis familiar. Ya te contaré cuando nos veamos. Han pasado muchas cosas y Anna y yo nos hemos pasado la noche hablando. Yo estoy con los niños para que Anna pueda dormir un par de horas.

El joven la oyó ahogar un bostezo.

—Pareces cansada.

Estoy cansada. Hasta la médula. Pero Anna necesita el sueño más que yo, así que tendré que mantenerme despierta un poco más. Los niños son demasiado pequeños para estar solos.

Adrian parloteó confirmando sus palabras.

Patrik se decidió en un segundo.

—Bueno, hay otro modo de resolverlo.

—¿Ah sí? ¿Cuál? ¿Quieres que los deje un par de horas atados a la barandilla de la escalera?

Erica soltó una carcajada.

—No, pero yo puedo ir a cuidar de ellos.

Erica resopló incrédula.

—¿Tú? ¿Tú vas a cuidar de los niños?

Patrik fingió el tono más dolido de que fue capaz.

—¿Estás insinuando que me falta hombría para ese cometido? Si yo solito, he sido capaz de reducir a dos ladrones, creo que me las arreglaré muy bien con dos personas de tan escasa estatura, ¿no? ¿O acaso no tienes la menor confianza en mí?

Hizo aquí una pausa para ver el efecto que causaban sus palabras y oyó que Erica lanzaba un teatral suspiro al otro lado del hilo telefónico.

—Bueno, puede que lo consigas. Pero te lo advierto, son unos cachorros salvajes. ¿Estás seguro de que aguantarás su ritmo? Quiero decir, teniendo en cuenta tu edad…

—Lo intentaré. Por si acaso, me llevaré las pastillas para el corazón.

—Bien, en ese caso, acepto tu oferta. ¿Cuándo llegarás?

—Pues ya. Iba de camino a Fjällbacka para otro asunto y acabo de pasar la pista de minigolf. Así que nos vemos en cinco minutos.

Cuando Patrik salió del coche, Erica estaba esperándolo en la puerta. Llevaba en brazos a un niño pequeño de mejillas regordetas que agitaba los brazos sin cesar. Detrás, sin apenas dejarse ver, había una niña que se chupaba el pulgar y que tenía una mano escayolada y en cabestrillo. Seguía sin saber lo que había causado la repentina visita de la hermana de Erica, pero, por lo que ella le había contado de su cuñado y a la vista del brazo escayolado de la pequeña, empezó a concebir las peores sospechas. No preguntó, pues supuso que Erica le contaría lo sucedido en el momento apropiado.

Saludó a los tres, uno tras otro: a Erica con un beso en los labios, a Adrian con una palmadita en la mejilla y después se puso en cuclillas para saludar a Emma, que estaba muy seria. Le tomó la mano sana mientras le decía:

—Hola, me llamo Patrik. ¿Y tú?

La respuesta tardó en oírse.

—Emma.

Después, la pequeña volvió a meterse el pulgar en la boca.

—Ya se ablandará, no te preocupes.

Erica dejó a Adrian en brazos de Patrik y se dirigió a Emma.

—Mamá y tía Erica necesitan dormir un poco, así que Patrik se quedará con vosotros un ratito. ¿De acuerdo? Es amigo mío y es muy, muy bueno. Y si tú también eres muy, muy buena, puede que Patrik te dé un helado de los que hay en el congelador.

Emma miró suspicaz a Erica, pero la posibilidad de comerse un helado ejerció una atracción irresistible y terminó por asentir, aunque con cierta reserva.

—Bien, pues aquí te los dejo. Nos vemos dentro de un rato. Procura que sigan vivos cuando me despierte, por favor.

Erica se marchó escaleras arriba y él se dirigió a Emma, que continuaba mirándolo con suspicacia.

—Bueno, ¿qué te parece si jugamos una partida de ajedrez? ¿No? ¿Y qué me dices de un helado para desayunar? ¡Ah, eso sí te parece bien! Vale. El último en llegar al frigorífico se lleva una zanahoria en vez de un helado.

Anna fue emergiendo a la superficie de la conciencia poco a poco. Era como si llevase cien años durmiendo, como la Bella Durmiente. Cuando abrió los ojos, le costó orientarse al principio. Después, reconoció el papel de las paredes de su habitación de soltera y la realidad se le vino encima como un bloque de hormigón. Se sentó sobresaltada. ¡Los niños! Pero enseguida oyó los alegres gritos de Emma procedentes del piso de abajo y recordó que Erica le había prometido acompañarlos mientras ella dormía. Volvió a tumbarse y decidió quedarse un rato más disfrutando del calor de la cama. Tendría que enfrentarse a las tareas del día tan pronto como se levantase, así que no le vendría mal permitirse unos minutos para huir de la realidad.

Poco a poco fue tomando conciencia de que no era la voz de Erica la que se oía desde la planta baja mezclada con las risas de Emma y Adrian. Por un instante pensó aterrada que Lucas estaba en la casa, pero comprendió enseguida que Erica le habría pegado un tiro antes que dejarlo entrar. Tuvo un presentimiento y empezó a sospechar quién podría ser el visitante así que, llena de curiosidad, se dirigió sigilosamente al descansillo y miró por entre los barrotes de la barandilla de madera. Abajo, en la sala de estar, parecía que había caído una bomba. En combinación con cuatro sillas del comedor y una manta, los cojines se habían convertido en una cabaña y los bloques del juego de construcción de Adrian estaban esparcidos por el suelo. En la mesa de la sala de estar había una cantidad alarmante de envoltorios de helado y Anna deseó que Patrik se hubiese comido buena parte de ellos. Con un suspiro, intuyó que resultaría muy difícil hacer que su hija comiese nada ni en el almuerzo ni en la cena. Su hija, la misma que en aquel momento cabalgaba a hombros de un hombre de cabello oscuro, aspecto agradable y ojos castaños de mirada cálida. La pequeña reía a carcajadas y Adrian parecía compartir su alegría tumbado sobre una mantita que había extendida en el suelo y con un pañal por toda vestimenta. Sin embargo, quien mejor parecía estar pasándolo era Patrik, motivo por el que, a partir de ese momento, el joven se había ganado un lugar en el corazón de Anna.

Se levantó y tosió discretamente para llamar la atención de los tres compañeros de juegos.

—¡Mamá, mira, tengo un caballo!

Emma hacía una demostración de su poder absoluto sobre «el caballo» tirándole del pelo, pero las protestas de Patrik eran poco convincentes como para que la pequeña dictadora tomase nota de ellas.

—Emma, deberías tener cuidado con el caballo. De lo contrario, puede que no vuelva a dejarte que lo cabalgues nunca más.

Aquella observación incitó a la amazona a cierta reflexión y, por si acaso, acarició al caballo con la mano sana, como para asegurarse de que no perdía sus privilegios.

—¡Hola, Anna! ¡Cuánto tiempo!

—Sí, mucho. Espero que no te hayan dejado exhausto.

—No, qué va, lo hemos pasado estupendamente.

De pronto pareció preocupado.

—Pero he tenido mucho cuidado con el brazo.

—No me cabe la menor duda. Se ve que está perfectamente. Y Erica, ¿está durmiendo?

—Sí, sonaba tan cansada cuando hablamos por teléfono esta mañana que me ofrecí a intervenir.

—Y, por lo que se ve, con un éxito total.

—Sí, aunque lo hemos desordenado todo. Espero que Erica no se enfade cuando despierte y vea que he destrozado su sala de estar.

A Anna le pareció muy divertida la expresión de ansiedad de su rostro. Al parecer, Erica ya lo tenía dominado.

—Venga, vamos a recoger entre los dos. Pero antes, creo que necesito tomarme un café. ¿Quieres uno?

Se tomaron el café mientras charlaban como viejos amigos. El mejor modo de ganarse a Anna era ganarse a sus hijos y, desde luego, era imposible no ver la adoración con que Emma tironeaba de Patrik, que rechazaba los intentos de Anna de obligar a su hija a dejarlo en paz un rato. Cuando Erica bajó por fin con cara somnolienta, algo más de una hora más tarde, Anna había interrogado a Patrik sobre todo lo habido y por haber, desde el número que calzaba hasta por qué se había separado. Cuando Patrik, por fin, dijo que tenía que marcharse, todas las chicas protestaron, e incluso Adrian lo habría hecho de no haber caído exhausto en un sueñecito de mediodía.

Tan pronto como oyeron partir su coche, Anna se volvió hacia Erica con los ojos muy abiertos:

—¡Diosss! ¡Se ha convertido en el sueño de cualquier suegra! No tendrá un hermano menor, ¿verdad?

Erica le respondió con una sonrisa que irradiaba felicidad.

Patrik había podido retrasar en un par de horas una misión que sabía no podía eludir pero que lo había mantenido dando vueltas en la cama toda la noche. Pocas veces le había infundido tanto horror abordar algo que formaba parte inevitable de la profesión que había elegido. Conocía la solución de uno de los asesinatos, pero no por ello se sentía feliz.

Así, conducía despacio desde Sälvik hacia el centro, pues deseaba posponerlo lo más posible. El trayecto era, no obstante, demasiado corto y llegó a su destino mucho antes de lo que habría querido. Dejó el coche en el aparcamiento del supermercado de Evas Livs y recorrió a pie los últimos metros. La casa estaba al final de una calle que descendía en abrupta pendiente hasta las cabañas de pescadores que salpicaban la orilla. Era una casa antigua muy bonita, aunque presentaba un aspecto de años de abandono. Respiró hondo antes de llamar a la puerta, pero tan pronto como sus nudillos chocaron contra la madera, se sobrepuso el profesional que llevaba dentro. Los sentimientos personales no debían intervenir. Era un agente de policía y, como tal, estaba obligado a hacer su trabajo, con independencia de cómo se sintiese ante el cometido.

Vera le abrió casi de inmediato. Lo miró inquisitiva, pero se hizo a un lado enseguida y lo invitó a entrar. Después lo guió hasta la cocina, donde ambos tomaron asiento. A Patrik le extrañó que la mujer no preguntase el motivo de su visita y, por un instante, sospechó que tal vez ya lo supiese. En cualquier caso, no tuvo más remedio que encontrar el modo de exponer lo que quería decir, con la mayor suavidad posible.

Ella lo miraba sin nerviosismo, aunque lucía unas profundas ojeras que él interpretó como la manifestación externa del dolor por la muerte de su hijo. Había sobre la mesa un viejo álbum de fotos que Patrik adivinó contendría instantáneas de la niñez de Anders. Le resultaba duro presentarse ante una madre cuyo hijo no llevaba muerto más de dos días, pero una vez más tuvo que dejar a un lado su natural instinto protector y concentrarse en la misión que lo había llevado hasta allí: averiguar la verdad sobre la muerte de Anders.

—Vera, la última vez que nos vimos lo hicimos en circunstancias muy dolorosas y quiero que sepas que lamento profundamente la muerte de tu hijo.

Ella no hizo más que asentir en silencio, esperando que Patrik continuase.

—Pero, por más que comprenda la difícil situación por la que estás pasando, es mi deber investigar lo que le sucedió a Anders. Espero que lo comprendas.

Patrik articulaba como si estuviese hablando con un niño. No sabía muy bien por qué, pero era importante para él que la mujer comprendiese su mensaje a la perfección.

—Hemos estado investigando la muerte de Anders como un asesinato e incluso hemos estado buscando alguna conexión con el de Alexandra Wijkner, una mujer con la que sabemos que mantuvo una relación. No hemos encontrado pista alguna sobre el posible asesino, ni tampoco hemos podido aclarar cómo se produjo el crimen. Para ser sincero, te diré que nos ha puesto a cavilar a todos y, pese a ello, ninguno ha dado con una explicación plausible de cómo pudieron desarrollarse los acontecimientos. Hasta que encontré esto en casa de Anders.

Patrik puso ante Vera, sobre la mesa de la cocina, la fotocopia de la hoja con el texto para que ella pudiera leerlo. Una expresión de asombro se reflejó entonces en su rostro y la mujer miraba perpleja ya a Patrik, ya el papel. Luego tomó el papel y le dio la vuelta. Pasó los dedos por el texto y volvió a dejarlo sobre la mesa, con la extrañeza aún pintada en el rostro.

—¿Dónde lo encontraste?

Preguntó con la voz ronca de dolor.

—En casa de Anders. Te sorprende tanto porque tú creías que te habías llevado el único ejemplar existente de esta carta, ¿no es así?

Vera asintió y Patrik continuó explicándole:

—Y así fue, en realidad. Pero yo encontré el bloc en el que Anders había escrito la carta y, al apretar el bolígrafo contra el papel, dejó las huellas de lo que escribía en la hoja de debajo. Y de ahí hemos sacado esta copia.

Vera esbozó una sonrisa irónica.

—¡Vaya! Eso no se me había ocurrido, claro. Has sido muy listo.

—Ahora creo que sé más o menos lo que sucedió, pero me gustaría que me lo contaras tú misma.

Vera jugueteó un instante con la carta entre sus dedos, tocando las palabras una a una, como si estuviese leyendo un texto en Braille. Lanzó un hondo suspiro antes de satisfacer la petición de Patrik, no por amable menos terminante.

—Fui a casa de Anders para llevarle algo de comida. La puerta no estaba cerrada con llave, pero así solía tenerla, de modo que no hice más que llamarlo y entrar sin más. Todo estaba en calma y en silencio. Lo vi de inmediato y, en el mismo instante, sentí que se me paraba el corazón. Eso fue ni más ni menos lo que sentí. Como si mi corazón hubiese dejado de latir y todo hubiese quedado estático en mi pecho. Su cuerpo se mecía ligeramente. De un lado a otro. Como si la brisa estuviese soplando en la habitación, lo cual, claro está, era imposible.

—¿Por qué no llamaste a la policía? ¿O a una ambulancia?

Vera se encogió de hombros.

—No lo sé. Mi primer impulso fue el de correr hacia él y bajar su cuerpo como fuera, pero una vez en la sala de estar, comprendí que era demasiado tarde. Mi niño estaba muerto.

Por primera vez desde que empezó a relatar lo sucedido, se oyó un temblor en su voz; pero Vera tragó saliva y se obligó a seguir con una tranquilidad aterradora.

—Encontré la carta en la cocina. Ya la has leído, así que sabes lo que dice. Que no tenía fuerzas para vivir. Que la vida no había sido para él más que un sufrimiento interminable y que ya no tenía fuerzas para seguir resistiendo. Ya no le quedaban razones para vivir. Estuve sentada en la cocina una hora, tal vez dos, no lo sé con certeza. No tardé ni un minuto en guardarme la carta en el bolso y, después, sólo tuve que retirar la silla que él había colocado debajo de la cuerda y devolverla a su lugar en la cocina.

—Pero ¿por qué, Vera? ¿Por qué? ¿De qué iba a servir?

Tenía la mirada serena, pero Patrik observó que le temblaban las manos, que la calma era sólo aparente. No podía ni siquiera imaginar el horror que debía de suponer para una madre el ver a su hijo colgado del techo, con la lengua hinchada y violácea y los ojos desorbitados. A él mismo le había resultado terrible la visión de Anders; su madre tendría que vivir el resto de sus días con esa imagen en la retina.

—Quería ahorrarle más humillaciones. Durante muchos años, la gente lo miró con desprecio. Lo señalaban y se reían de él. Al pasar a su lado, lo miraban con gesto altanero porque se sentían superiores. ¿Qué iban a decir cuando supiesen que se había colgado? Quería evitarle esa vergüenza, y lo hice del único modo que se me ocurrió.

—Pero sigo sin comprender. ¿Por qué iba a ser peor el suicidio que el asesinato?

—Tú eres demasiado joven para comprenderlo. El desprecio por los suicidas aún sigue vivo en la conciencia de las gentes de los pueblos costeros. No quería que nadie hablase así de mi niño. Ya lo habían criticado bastante a lo largo de su vida.

La voz de Vera resonaba como el acero. Durante toda su vida, había dedicado su energía a proteger y ayudar a su hijo y, por más que él siguiese sin comprender sus motivos, pensó que tal vez fuese lógico que la mujer quisiera protegerlo aun después de muerto.

Vera extendió la mano en busca del álbum de fotos y lo abrió para que también Patrik pudiese verlo. Por la vestimenta y por el tono amarillento de los colores, calculó que eran instantáneas de los setenta y en todas ellas el rostro de Anders le sonreía franco, despreocupado.

—¿No era guapo mi Anders?

Preguntó con expresión soñadora, al tiempo que pasaba el índice por las fotos.

—Siempre fue un niño tan bueno… Jamás dio ningún problema.

Patrik observaba las fotos con interés. Le parecía increíble que representasen a la misma persona que él sólo había conocido como un despojo. Era una suerte que el joven de las instantáneas no supiera el destino que lo aguardaba. Una de las imágenes llamó especialmente su atención. Una niña rubia muy delgada aparecía junto a Anders, que estaba sentado en una bicicleta con sillín anatómico y manillar de ciclista. La chica mostraba sólo una leve sonrisa y miraba tímidamente medio oculta tras un flequillo.

—¿No es ésta Alex?

—Sí —replicó Vera parcamente.

—¿Solían jugar mucho juntos de niños?

—No mucho. Pero sí a veces. Después de todo, estaban en el mismo curso.

Con suma precaución, Patrik empezó a adentrarse en un terreno delicado. Mentalmente, procedía como de puntillas.

—Sí, creo que ambos tuvieron de maestro a Nils Lorentz durante un tiempo, ¿no?

Vera lo miró con curiosidad.

—Sí, es posible. Hace tanto tiempo de eso…

—Por lo que he oído, se habló bastante de Nils Lorentz. Sobre todo, porque luego desapareció sin más.

—Bueno, la gente habla de cualquier cosa aquí en Fjällbacka. Así que seguro que también hablaron de Nils Lorentz.

Era evidente que estaba metiendo el dedo en la llaga, pero no tenía más remedio que seguir ahondando.

—He estado hablando con los padres de Alex. Me dijeron unas cuantas cosas sobre Nils Lorentz. Cosas que también afectaban a Anders.

—¿Ah, sí?

Vera no pensaba ponérselo fácil, eso estaba claro.

—Según ellos, Nils Lorentz abusó de Alex y también de Anders.

Vera estaba rígida como una estaca, sentada en el borde de la silla, pero no respondió a la afirmación con la que Patrik más bien pretendía preguntar. Resolvió esperar hasta que ella se decidiese y, tras un instante de lucha interna, la mujer cerró el álbum despacio y se puso de pie.

—No quiero hablar de historias pasadas. Quiero que te marches ahora mismo. Si pensáis tomar medidas por lo que hice cuando encontré a Anders, ya sabéis dónde estoy; pero no pienso ayudaros a remover cosas que es mejor dejar enterradas.

—Ya, bueno. Sólo una pregunta más: ¿hablasteis alguna vez del tema con Alexandra? Por lo que tengo entendido, ella había decidido zanjar ese asunto de una vez por todas y lo lógico habría sido que hablara contigo también.

—Sí, claro, habló conmigo. Estuve en su casa una semana antes de que apareciese muerta, escuchando sus ingenuas ideas sobre hacer borrón y cuenta nueva con el pasado, sacar a la luz los viejos fantasmas, etcétera, etcétera. Enredos de la modernidad, si quieres que te diga mi opinión. Hoy todo el mundo parece obsesionado por lavar sus trapos sucios en público y por lo saludable que, según dicen, es desvelar los secretos y los pecados de uno. Pero hay cosas que deben seguir siendo privadas. Y eso fue lo que le dije. No sé si me hizo caso, pero espero que así fuese. De lo contrario, lo único que conseguí fue la infección de vejiga que me llevé de su casa helada.

Con estas palabras dio Vera a entender que ponía punto final a la discusión y se encaminó hacia la puerta. Le abrió a Patrik y se despidió de él con un adiós más que reticente.

Ya fuera de la casa, muerto de frío, con la gorra y los guantes bien encajados, no sabía, literalmente, por dónde empezar. Empezó a saltar para entrar en calor y se apresuró en dirección al coche.

Vera era una mujer complicada, de eso no le cabía la menor duda después de la conversación que acababa de mantener con ella. Simplemente, pertenecía a otra generación, pero en muchos sentidos estaba en conflicto con sus valores. Había trabajado para mantenerse a sí misma y a su hijo e incluso después de que Anders alcanzase la edad adulta y, por consiguiente, hubiese debido arreglárselas solo, ella siguió siendo su sostén. Así que, en cierto modo, era una mujer liberada que había salido adelante sin marido, pero al mismo tiempo estaba atada por las normas que su generación tenía establecidas para las mujeres, y por cierto, también para los hombres. Patrik no podía por menos que sentir cierta admiración por ella, aunque le pesase. Vera era una mujer fuerte. Una mujer compleja que había sufrido más de lo que ningún ser humano debería verse obligado a sufrir en su vida.

No sabía cuáles serían las consecuencias de que Vera hubiese retirado las pruebas del suicidio de Anders para que pareciese un asesinato. Desde luego, él tendría que revelar en la comisaría esa información, pero no tenía la menor idea de lo que sucedería después. Si lo dejasen decidir a él, harían la vista gorda; pero no estaba seguro. Desde el punto de vista legal, podrían acusarla de obstaculizar la investigación, por ejemplo, pero tenía la esperanza de que eso no ocurriese. Le gustaba Vera, eso era indiscutible. Era una luchadora auténtica, y no había muchas como ella.

Cuando se sentó en el coche y encendió el móvil, descubrió que tenía un mensaje. Era de Erica, que le comunicaba que tres damas y un caballero muy pequeño esperaban que pudiese cenar con ellos aquella noche. Patrik miró el reloj. Ya eran las cinco y, sin pensárselo dos veces, se dijo que ya era demasiado tarde para ir a la comisaría y, además, ¿qué iba a hacer allí? Antes de arrancar el coche, llamó a Annika, que seguía en su puesto para, brevemente, darle cuenta de lo que había hecho aquel día, pero omitió los detalles, pues quería explicárselo todo a Mellberg cara a cara. Quería evitar por todos los medios que se malinterpretase la situación y que Mellberg pusiese en marcha una operación gigantesca sólo por darse una satisfacción a sí mismo.

Mientras regresaba a casa de Erica, volvió a pensar en el asesinato de Alex. Lo desesperaba el hecho de haber dado con otra pista infructuosa. Dos asesinatos suponían el doble de posibilidades de que el asesino hubiese cometido algún error. Ahora volvía a encontrarse en la casilla número uno y, por primera vez, se le ocurrió la idea de que tal vez nunca diesen con el asesino de Alex. Aquello le producía una extraña tristeza. En cierto modo, tenía la sensación de que conocía a Alex mejor que nadie. Y la información que había obtenido sobre su niñez y sobre su vida después de los abusos lo había conmovido profundamente. Deseaba encontrar a su asesino más de lo que había deseado nada en la vida.

Pero tenía que admitirlo. Había llegado a un callejón sin salida y no sabía adónde ir ni dónde buscar. Patrik se obligó a dejar de lado el tema por aquel día. Ahora iba a ver a Erica y a su hermana y, cómo no, a los niños; y sintió que eso era, precisamente, lo que necesitaba aquella noche. Toda aquella tragedia lo hacía sentirse roto por dentro.

Mellberg tamborileaba impaciente con los dedos sobre la mesa. ¿Dónde se había metido aquel niñato? ¿Acaso se había creído que aquello era una guardería de la que podía ir y venir a su gusto? Cierto que era sábado, pero quien creyese que podía tomarse el día libre antes de haber resuelto el caso estaba muy equivocado. Pero bueno, él no tardaría en sacarlo de tal error. En su comisaría había reglas muy estrictas y una dura disciplina. Un liderazgo indiscutible. Era la frase de moda y si había alguien con cualidades de liderazgo congénitas ése era él. Su madre siempre le había dicho que llegaría a ser algo grande y, aunque tenía que reconocer que el ansiado momento tardaba en llegar más de lo que ambos habían calculado, jamás había dudado de que sus excelentes cualidades darían su fruto tarde o temprano.

De ahí que le resultase tan frustrante comprobar que parecían haberse atascado en la investigación. Sentía tan cercana su gran oportunidad que casi podía olerla, pero si sus pésimos colaboradores no empezaban a traerle resultados, tendría que olvidarse del ascenso y el traslado. Eran unos vagos, eso es lo que eran. Policías rurales incapaces de encontrar su propio trasero ni con las dos manos y una linterna. Él había abrigado alguna esperanza con el joven Hedström, pero ahora parecía que también iba a decepcionarlo. Por lo menos, todavía no le había presentado ningún resultado del viaje a Gotemburgo, así que seguro que al final no terminaría más que en otro gasto.

—¡Annika!

Gritó en dirección a la puerta abierta y se irritó más de lo que ya estaba al ver que a la mujer le llevaba hasta un minuto tener a bien levantarse y responder a su llamada.

—¿Sí, qué querías?

—¿Sabes algo de Hedström? ¿Es que está remoloneando en la cama, calentito?

—No creo. Llamó hace un rato y me dijo que había tenido problemas para arrancar el coche, pero que ya venía de camino.

Annika miró el reloj.

—Estará aquí en un cuarto de hora, más o menos.

—Pero ¡qué coño! ¿No puede venir andando desde su casa?

La respuesta se hizo esperar y, ante su sorpresa, vio que Annika esbozaba una leve sonrisa.

—Verás, no creo que estuviera en su casa.

—¿Y dónde narices ha estado?

—Eso tendrás que preguntárselo a Patrik —dijo Annika antes de darle la espalda y regresar a su despacho.

El hecho de que Patrik pareciese tener una razón justificada para llegar tarde irritó a Mellberg más aún. ¿No podía ser más precavido y salir con más margen de tiempo por las mañanas, por si el coche se resistía a arrancar?

Un cuarto de hora más tarde, Patrik cruzaba su puerta después de haber dado unos golpecitos discretos. Llegaba sin resuello y con las mejillas sonrosadas, y parecía descaradamente contento y despierto, pese a haber hecho esperar a su jefe durante casi media hora.

—¿Acaso crees que aquí trabajamos media jornada? Y, por cierto, ¿dónde estuviste ayer? ¿No fue anteayer cuando viajaste a Gotemburgo?

Patrik se sentó en la silla que había frente al escritorio y respondió con calma a los ataques de Mellberg.

—Siento llegar tarde. El coche se negaba a arrancar esta mañana y me llevó más de media hora ponerlo en marcha. Y sí, estuve en Gotemburgo anteayer y pensaba comentarte lo que saqué en claro antes de contarte lo que hice ayer.

Mellberg gruñó asintiendo a regañadientes. Patrik le explicó lo que había averiguado sobre la niñez de Alex. Omitió los detalles más desagradables y, al oír la noticia de que Julia era hija de Alex, Mellberg sintió que se le abría la boca de asombro. Jamás había escuchado nada parecido en su vida. Patrik terminó contándole la precipitada partida de Karl-Erik al hospital y cómo consiguió que analizasen la hoja del bloc que se había llevado de casa de Anders. Asimismo, le explicó que la hoja resultó contener una carta de despedida y, consiguientemente, procedió a explicar lo que había estado haciendo el día anterior, y por qué. Finalmente, le hizo una síntesis a un Mellberg insólitamente mudo:

—De modo que uno de nuestros asesinatos ha resultado ser un suicidio y, con respecto al otro, seguimos sin tener ni idea de quién ni por qué. Tengo la sensación de que está relacionado con lo que me contaron los padres de Alex, pero no tengo ninguna prueba ni hechos en que apoyar esa hipótesis. Así que, ya sabes todo lo que yo sé. ¿Tienes idea de cómo debemos proceder en adelante?

Tras un instante de silencio, Mellberg logró recuperar la compostura.

—Bueno, pues vaya historia más increíble. Yo creo que apostaría por el tipo con el que tenía una aventura, más que por rebuscar en un montón de viejos chismorreos de hace veinticinco años. Propongo que hables con el amante de Alex y que, esta vez, le aprietes bien las tuercas. Creo que resultará una explotación mucho más fructífera de nuestros recursos.

Inmediatamente después de que Patrik lo informase de quién era el padre del bebé, Mellberg colocó a Dan el primero en la lista de sospechosos.

Patrik asintió, en opinión de Mellberg, a disgusto, y se levantó dispuesto a marcharse.

—Eh, mmm, buen trabajo, Hedström —dijo Mellberg a su pesar—. Entonces, ¿te encargas tú de eso?

—Por supuesto, jefe, puedes darlo por hecho.

¿No le oyó Mellberg un retintín irónico al decir aquello? Pero Patrik lo miró con expresión inocente y Mellberg desechó la sospecha. El chico tenía sesera suficiente como para reconocer la voz de la experiencia cuando la oía.

El objetivo del bostezo era el de suministrar más oxígeno al cerebro. Patrik tenía serias dudas de que, en su caso, tuviese el menor efecto. El cansancio de la noche anterior, que había pasado dando vueltas en la cama, se le vino encima de golpe y, como de costumbre, habían decidido por mayoría no dormir en casa de Erica. Agotado, miró las montañas de papeles, ya habituales, y tuvo que contener el impulso de tirarlos todos a la papelera. Estaba tan tremendamente harto de aquella investigación… Tenía la sensación de que habían pasado meses, aunque, en realidad, no serían más de cuatro semanas, como máximo. Habían ocurrido tantas cosas y, pese a todo, no se llegaba a ninguna parte. Annika, que pasó ante su puerta y lo vio frotarse los ojos, apareció con una taza de café que le vino de maravilla y la colocó sobre la mesa.

—¿Se te hace cuesta arriba?

—Sí, tengo que admitir que es difícil. Pero no queda otra solución que empezar de nuevo desde el principio. En algún lugar, entre estos montones de papeles, está la respuesta. Lo sé. Lo único que necesito es una pista pequeña, muy pequeña, que se me ha pasado por alto hasta ahora.

Arrojó el lápiz sobre los papeles con gesto de resignación.

—Y ¿por lo demás?

—¿Qué?

—Pues eso, ¿qué tal te va la vida, sin contar el trabajo? Ya sabes a qué me refiero…

—Sí, Annika. Sé perfectamente a qué te refieres. ¿Qué es lo que quieres saber?

—¿Estáis aún en la etapa del bingo?

—¿Qué es la etapa del bingo?

—Sí hombre, ya sabes, cinco seguidos…

La mujer cerró la puerta con una sonrisa socarrona.

Patrik rio para sí. Sí, bien podría llamarse así, etapa del bingo.

Se obligó a volver a pensar en el trabajo y empezó a rascarse la cabeza con un lápiz mientras cavilaba. Había algo que no encajaba. Algo de lo que Vera le había dicho era falso, sencillamente. Sacó el bloc en el que había ido tomando apuntes durante la conversación con ella y revisó lo anotado palabra por palabra. Una idea empezó a forjarse en su mente. No era más que un simple detalle, pero podía resultar importante. Sacó un papel de entre uno de los montones que tenía en el escritorio. La impresión de desorden era falsa, pues él sabía perfectamente dónde estaba cada cosa.

Patrik leyó el documento con suma atención y cuidado y, cuando terminó, descolgó el auricular.

—Hola, buenos días, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Quería saber si vas a estar en casa dentro de un rato, porque tengo unas preguntas que hacerte. ¿Sí? Estupendo, pues estaré ahí dentro de veinte minutos. ¿Dónde vivís exactamente? Justo a la entrada de Fjällbacka. A la derecha después de la pendiente, la tercera casa de la izquierda. Una casa roja con las ventanas pintadas de blanco. De acuerdo, no creo que sea difícil encontrarla. De lo contrario, os llamaré. Bien, nos vemos dentro de un rato.

Apenas veinte minutos después, Patrik se encontraba ante la puerta. No tuvo el menor problema para encontrar la casa en la que adivinaba que Eilert había vivido con su familia muchos años. Llamó a la puerta con los nudillos y ésta se abrió casi de inmediato dejando ver a una mujer de cara afilada y expresión amargada. Se presentó pomposamente como Svea Berg, la mujer de Eilert, y lo acompañó hasta una pequeña sala de estar. Patrik comprendió que su llamada había desencadenado una actividad febril. En efecto, la mesa estaba puesta con la porcelana fina y, sobre una bandeja, aparecían amontonadas en tres pisos siete clases distintas de dulces. Antes de acabar con este caso, se habría hecho con un buen michelín, suspiró Patrik para sus adentros.

De la misma forma instintiva en que le desagradó Svea Berg, le agradó su esposo, que lo recibió con un par de ojos claros y despiertos y un firme apretón de manos. Notó los callos de sus palmas y comprendió que aquel hombre había trabajado duro toda su vida.

La funda del sofá quedó arrugada cuando Eilert se levantó para saludarlo y, con el ceño fruncido, Svea acudió presta a alisarla, no sin lanzar una mirada de reproche a su esposo. Toda la casa relucía de limpia y ordenada, tanto que costaba creer que estuviese habitada. Patrik se compadeció de Eilert. Parecía perdido en su propio hogar.

El efecto del cambio inmediato en el rostro de Svea, de una sonrisa solícita cuando miraba a Patrik a un mohín recriminatorio al dirigirse a su marido, resultaba casi cómico. Patrik se preguntaba qué habría hecho el hombre para provocar tal irritación, pero sospechaba que la simple presencia de Eilert era fuente de disgusto para Svea.

—Veamos, agente, siéntese, que voy a ponerle un café y unos dulces.

Patrik se sentó obediente en la silla que daba a la ventana y Eilert hizo amago de ir a sentarse en la silla que había al lado.

—Pero Eilert, hombre, ahí no. Siéntate allí.

La mujer señaló con gesto imperativo una silla que había en un extremo de la mesa y Eilert la obedeció atento. Patrik miraba a su alrededor mientras que Svea iba y venía como una posesa y servía el café al tiempo que alisaba arrugas invisibles en el mantel y las cortinas. Era evidente que la decoración había sido elegida por alguien que quería dar la impresión de una bonanza económica que, en realidad, no existía. Todo eran malas copias de originales, todo, desde las cortinas, que debían parecer de seda, con cantidad de volantes y de lazos dispuestos de forma muy compleja, hasta los múltiples objetos decorativos de alpaca e imitaciones de oro. Eilert parecía un pájaro extraviado entre tanta magnificencia de pacotilla.

Para desesperación de Patrik, tardó en poder abordar el tema que lo había llevado allí. Svea hablaba sin cesar al tiempo que se tomaba el café a sorbos sonoros.

—Verá usted, esta vajilla me la envió mi hermana, la que está en América. Se casó allí con un hombre rico y siempre me manda buenos regalos. Esta vajilla, por ejemplo, es muy costosa.

Hizo una pausa que aprovechó para alzar la taza, ricamente decorada. Patrik dudaba mucho de lo costoso de la vajilla, pero su buen juicio lo previno de hacer ningún comentario.

—Pues sí, y yo también me habría ido a América, de no haber tenido tan mala salud. De no ser por eso, seguro que también yo estaría allí casada con un hombre rico, en lugar de vivir en esta cueva durante cincuenta años.

Svea le lanzó a Eilert una mirada de reprobación que el hombre dejó pasar tranquilamente. Con total probabilidad, no sería la primera vez que escuchaba la misma cantinela.

—Es la gota, ¿sabe usted? Tengo las articulaciones arruinadas y me duele todo de la mañana a la noche. Suerte que yo no soy de las que se quejan. Y con las jaquecas que me dan, tendría mucho de qué lamentarme, pero no es ése mi natural, sabe usted, andar quejándome. No, uno debe soportar el dolor con serenidad. No sé cuántas veces he oído a la gente decir: ¡qué fuerte eres, Svea!, ¡tantos dolores como soportas día tras día! Pero yo soy así.

Cerró los párpados con timidez al tiempo que, para evidenciar su enfermedad, se retorcía unas manos que, a los ojos de un profano como Patrik, parecían cualquier cosa menos afectadas por la gota. ¡Menuda arpía!, pensó Patrik. Pintada y equipada con demasiadas joyas baratas y una gruesa capa de maquillaje. Lo único positivo que podía decirse de su aspecto era que, al menos, iba bien con la decoración. ¿Cómo era posible que una pareja tan desigual como Eilert y Svea llevasen cincuenta años de matrimonio? Suponía que era una cuestión generacional. La separación era una salida a la que recurría la gente de esa generación sólo en caso de circunstancias mucho peores que las desigualdades de carácter. Aunque era una pena. Eilert no debía de haberlo pasado muy bien en su vida.

Patrik se aclaró la garganta para interrumpir el incesante flujo verbal de Svea, que calló sumisa y fijó la vista en sus labios, a la espera de las emocionantes nuevas que pudiera traer. En tal caso, seguro que el telégrafo invisible del pueblo empezaría a funcionar tan pronto como él cerrase la puerta tras de sí.

—Verás, Eilert, tengo algunas preguntas que hacerte sobre los días previos al hallazgo del cadáver de Alexandra Wijkner. Cuando estuviste allí para comprobar que todo estaba en orden en la casa, antes de que ella llegase.

Patrik guardó silencio y miró a Eilert esperando su respuesta. Pero Svea se le adelantó.

—Bueno, bueno, es lo que yo digo. Pensar que algo así fuese a suceder aquí. Y que mi Eilert encontrase su cadáver. En las últimas semanas, no se ha hablado de otra cosa.

Tenía las mejillas encendidas por la excitación y Patrik tuvo que contenerse para no responder con un comentario cortante. En cambio, sonrió paciente y le dijo:

—Si me disculpa, me pregunto si existe la posibilidad de que su marido y yo hablemos a solas un rato. Es una norma policial el tomar declaración siempre sin la presencia de personas ajenas a la misma.

Aquello era una vil mentira, pero, para su satisfacción, comprobó que la mujer, pese a la gran indignación que sintió al verse despachada del centro de la emoción, aceptaba su autoridad en la materia y, en contra de su voluntad, se levantaba para marcharse. Eilert, que no podía reprimir su alegría al ver que Svea se quedaba decepcionada sin tomar parte en el festín, premió a Patrik con una risueña mirada de gratitud. Cuando su esposa salió hacia la cocina arrastrando los pies, Patrik retomó la conversación:

—Bueno, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí! Podrías empezar por hablarme de cuando estuviste en casa de Alexandra la semana anterior.

—¿Qué importancia puede tener eso?

—Bueno, no puedo decírtelo aún con exactitud. Pero puede ser importante. Así que intenta recordar tantos detalles como sea posible.

Eilert reflexionó un instante en silencio, mientras aprovechaba para cargar cuidadosamente su pipa con tabaco que iba sacando de un paquete que llevaba grabadas tres anclas. Y no comenzó a hablar hasta que, con la pipa encendida, dio un par de hondas caladas:

—Veamos. La encontré el viernes. Y yo siempre iba allí los viernes para comprobar que todo estaba en orden antes de que ella llegase por la noche. Así que la última vez que estuve allí antes de su muerte fue el viernes anterior. No, un momento, el viernes de esa semana fuimos al cumpleaños del menor de mis hijos, que cumplía cuarenta, así que acudí a su casa el jueves por la noche.

—¿Cómo viste la casa? ¿Notaste algo en particular?

Patrik apenas podía contener su ansiedad.

—¿Algo en particular?

Eilert chupaba despacio de su pipa mientras hacía memoria.

—No, todo estaba en orden. Me di una vuelta por la casa y por el sótano, pero todo estaba bien. Y cerré con llave antes de marcharme. Ella me había dejado una llave.

Patrik se vio obligado a preguntar directamente aquello a lo que no paraba de darle vueltas.

—¿Y la caldera? ¿Funcionaba bien? ¿Había calefacción en la casa?

—Desde luego que sí. La caldera funcionaba entonces de maravilla. Debió de estropearse después de que yo estuviese allí. Pero la verdad es que no comprendo qué puede importar cuándo se estropeó la caldera.

Eilert se sacó la pipa de la boca un momento.

—Si he de ser sincero, yo tampoco sé si tiene o no importancia. Pero te agradezco tu ayuda. Puede ser significativo para la investigación.

—Dime, por pura curiosidad, ¿por qué no me lo preguntaste por teléfono?

Patrik sonrió.

—Supongo que soy algo anticuado. Me parece que no le saco el mismo partido a la información por teléfono que hablando cara a cara con la gente. A veces me pregunto si no debería haber nacido hace cien años, antes de que llegasen todos los inventos modernos.

—Tonterías, muchacho. No te creas esa monserga de que antes todo era mejor. Frío, pobreza y trabajo del alba al anochecer no es un sueño, precisamente. Qué va. Yo, de lo moderno, utilizo todo lo que puedo. Incluso tengo un ordenador con conexión a Internet. ¿A que no te lo esperabas de un viejo como yo, eh? —dijo señalando a Patrik con la pipa.

—Bueno, tampoco puedo decir que me haya sorprendido del todo. En fin, tengo que irme.

—Espero que te sea de utilidad y que no hayas venido hasta aquí para nada.

—No, en absoluto. Me he enterado de lo que quería. Y, además, he tenido la oportunidad de probar los dulces de su esposa.

Eilert sonrió a regañadientes.

—Sí, eso sí que es verdad, buena repostera sí que es.

Se sumió luego en un silencio que parecía contener cincuenta años de privaciones. Svea que, con toda seguridad, había estado escuchando detrás de la puerta, no pudo aguantarse más y entró en la sala de estar.

—Bien, ¿habéis podido aclarar lo que necesitabais aclarar?

—Sí, gracias. Su marido se ha mostrado muy colaborador. Gracias por el café y los bollos, que estaban riquísimos.

—No hay de qué. Me alegro de que le hayan gustado. Venga, Eilert, empieza a quitar la mesa mientras yo acompaño al agente hasta la puerta.

Eilert comenzó a recoger las tazas y los platos mientras que Svea, sin parar de hablar incansablemente, acompañaba a Patrik a la salida.

—Cierre bien la puerta al salir. Es que no soporto las corrientes, ¿sabe?

Patrik lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró y perdió de vista a la mujer. ¡Qué maruja tan horrible! Pero había conseguido la confirmación que buscaba. Ahora estaba prácticamente seguro de saber quién era el asesino de Alex Wijkner.

En el funeral de Anders no hizo tan buen tiempo como en el de Alex. El viento castigaba las partes del cuerpo que no estaban protegidas por prendas de abrigo y sonrojaba las mejillas de los asistentes. Patrik se había puesto tanta ropa como pudo, pero no fue suficiente contra el implacable frío, así que, mientras bajaban el ataúd, temblaba aterido junto a la tumba. El entierro en sí fue breve y desolador. Tan sólo habían acudido a la iglesia unas cuantas personas y Patrik se sentó discretamente algo apartado en el último banco. Vera estaba en el primero.

Incluso había dudado de si debía o no acudir al entierro, pero se decidió en el último minuto, pues pensó que era lo menos que podía hacer por Anders. Vera no había parpadeado durante todo el tiempo que él la estuvo observando, pero no por ello pensó que su dolor fuese menos intenso. Simplemente, se trataba de una mujer a la que no le gustaba mostrar públicamente sus sentimientos. Patrik la comprendía e incluso compartía su postura. En cierto modo, la admiraba. Era una mujer fuerte.

Después de finalizado el entierro, los pocos asistentes se dispersaron y se fueron cada uno en una dirección. Vera empezó a caminar despacio, con la cabeza gacha, sobre el paseo de gravilla que conducía hasta la iglesia. El gélido viento la azotaba sin piedad y la mujer se había anudado la bufanda como un pañuelo sobre la cabeza. Patrik vaciló un instante. Después de una breve lucha interna durante la que se incrementó la distancia entre los dos, tomó una decisión y se apresuró a alcanzar a Vera.

—Bonita ceremonia.

Ella sonrió con amargura.

—Sabes tan bien como yo que el entierro de Anders ha sido tan patético como la mayor parte de su vida. Pero gracias de todos modos. Has sido muy amable.

La voz de Vera desvelaba años de cansancio.

—Tal vez incluso deba estar agradecida. No hace tantos años, ni siquiera habría podido recibir sepultura en el cementerio. Le habrían asignado una porción de tierra fuera del camposanto, un lugar especial para los suicidas. Aún hay mucha gente mayor que cree que los que se quitan la vida no van al cielo.

Vera calló unos minutos y Patrik esperó a que siguiese hablando.

—Lo que hice con el suicidio de Anders, ¿tendrá consecuencias legales?

—No, creo poder garantizarte que no será así. Lo que hiciste fue lamentable y, desde luego, que hay leyes para castigarlo, pero no, no creo que te acarree consecuencias.

Dejaron atrás la casa de los feligreses y continuaron caminando despacio en dirección a la de Vera, que estaba a unos doscientos metros de la iglesia. Patrik había estado cavilando toda la noche sobre cómo proceder, hasta que se le ocurrió una solución algo cruel, aunque esperaba que diese buen resultado. Así que, en tono negligente, comentó:

—Bueno, lo más trágico de toda la historia de las muertes de Anders y de Alex es, en mi opinión, que el bebé tuviese que morir.

—¿Qué bebé? ¿De qué hablas?

Patrik se alegraba de, contra todo pronóstico, haber podido mantener aquella información en secreto.

—El hijo de Alexandra. Estaba embarazada de tres meses cuando la asesinaron.

—Su marido…

Vera balbucía, pero Patrik prosiguió, con forzada frialdad.

—Su marido no tenía nada que ver. Al parecer, hacía ya varios años que no mantenían ningún tipo de relación íntima. No, parece ser que el padre era alguien con quien ella se veía aquí, en Fjällbacka.

Vera se aferró con tal fuerza a la manga de su abrigo, que los nudillos se le quedaron blancos.

—¡Dios bendito! ¡Por Dios bendito!

—Sí, claro, algo terrible. Matar a un bebé que estaba por nacer. Según el protocolo de la autopsia, era un varón.

Se reprochaba interiormente su frialdad, pero se obligó a no decir una palabra más por el momento, sino aguardar la reacción que había calculado que se produciría.

Estaban bajo el gran castaño, a cincuenta metros de la casa de Vera. Cuando, de repente, la mujer empezó a moverse, lo pilló totalmente desprevenido. Echó a correr con una rapidez sorprendente para su edad y a Patrik le llevó varios minutos reaccionar y salir corriendo tras ella. Una vez ante su casa, encontró la puerta abierta de par en par, así que entró con sumo cuidado. Desde el vestíbulo se oían sollozos procedentes del baño y, al cabo de un rato, la oyó vomitar.

Le resultaba violento esperar en el vestíbulo con la gorra en la mano, mientras ella vomitaba, así que se quitó los zapatos mojados y el abrigo y se fue a la cocina. Cuando, después de un rato, Vera salió del baño y entró en la cocina, el café empezaba a salir y había dos tazas en la mesa. Estaba pálida y por primera vez, se veían lágrimas en su rostro. Tan sólo un amago de llanto, como un brillo más intenso en la comisura de los ojos, pero era suficiente. Vera se sentó muy tensa en una de las sillas.

En escasos minutos, parecía haber envejecido varios años y se movía muy despacio, como si tuviese mucha más edad. Patrik le concedió unos minutos más de respiro, mientras servía el café para los dos, pero en cuanto se sentó le dio a entender con una mirada imperiosa que había llegado el momento de la verdad. Vera sabía que él lo sabía y que no había vuelta atrás.

—Es decir, que maté a mi nieto.

Patrik lo interpretó como una pregunta retórica y no se molestó en contestar. Si lo hacía, se vería obligado a mentir, por el momento. Y no podía echarse atrás, ahora que había llegado tan lejos. Vera sabría la verdad en su momento. Pero ahora era su turno.

—Supe que tú habías matado a Alex cuando me mentiste diciendo que habías estado en su casa la semana anterior. Dijiste que habías pasado frío el rato que estuviste sentada en la cocina. Pero la caldera no se estropeó hasta la semana siguiente, la semana en que murió.

Vera tenía la mirada perdida y ausente y ni siquiera parecía oír a Patrik.

—Es curioso. Hasta ahora no me había dado cuenta de que, de hecho, le he quitado la vida a otro ser humano. La muerte de Alexandra nunca me pareció algo real, pero el hijo de Anders… Casi puedo verlo ante mí…

—¿Por qué tenía que morir Alex?

Vera alzó una mano para detenerlo. Se lo contaría, pero a su ritmo.

—Se habría desatado el escándalo. Todo el mundo lo habría señalado con el dedo y lo habrían ido criticando. Hice lo que creí que era correcto. No sabía que iba a convertirse en el blanco de las burlas del pueblo de todos modos. Que mi silencio iba a devorarlo por dentro y que le arrebataría todo lo que tenía valor en su vida. Era tan sencillo. Karl-Erik vino y me contó lo ocurrido, pero, antes, había estado hablando con Nelly, y los dos estaban de acuerdo. Ningún bien nos reportaría el que se enterase todo el pueblo. Sería nuestro secreto y, si yo sabía qué era lo mejor para Anders, mantendría la boca cerrada. Así que callé. Callé durante años. Y cada año que pasaba, Anders se hundía más y más. Con cada año se consumía en su propio infierno y yo opté por no ver mi parte de culpa. Limpiaba lo que él ensuciaba y lo mantenía en pie como podía, pero me era imposible deshacer lo ya hecho. El daño del silencio no se puede reparar.

Apuró el café de varios tragos ansiosos y alzó su taza ante Patrik con gesto inquisitivo. Él se levantó, fue a buscar la cafetera y sirvió un poco más. Le dio la sensación de que lo cotidiano del hecho de tomar café le ayudaba a atenerse a la realidad.

—A veces creo que el silencio fue peor que los abusos. Jamás hablamos de ello, ni siquiera entre estas cuatro paredes. Y ahora comprendo las consecuencias que ese silencio debieron de acarrearle a él. Tal vez interpretó mi silencio como un reproche. Y eso es lo único que no puedo soportar. Que él creyese que lo culpaba de lo ocurrido. Jamás se me pasó por la cabeza, ni por un segundo, pero ahora nunca sabré si él lo sabía.

Por un instante, la fachada dio la impresión de ir a quebrarse, pero Vera se enderezó en su asiento y se obligó a proseguir. Patrik apenas podía imaginarse el enorme esfuerzo que estaba haciendo.

—Con los años, encontramos una especie de equilibrio. Aunque los dos llevábamos una vida miserable, ambos sabíamos con qué y con quién contábamos. Claro que yo sabía que, de vez en cuando, aún se veía con Alex y que los dos sentían una especie de extraña atracción. Pero creía que podríamos continuar como siempre. Hasta que un día Anders me dijo que Alex quería contar lo que les había sucedido. Que quería sacar los trapos sucios del armario, creo que fue lo que dijo. Él parecía indiferente cuando lo comentó, pero para mí fue como una descarga eléctrica. Eso lo cambiaría todo. Nada seguiría igual si Alex desvelaba los viejos secretos después de tantos años. ¿Y de qué iba a servir? ¿Y qué iba a decir la gente? Además, aunque Anders intentaba darme a entender que no le afectaba lo más mínimo, yo lo conocía bien y creo que a él le gustaba la idea tan poco como a mí. Yo conozco, o conocía, a mi hijo.

—Así que fuiste a visitarla.

—Sí. Fui a su casa aquel viernes por la tarde para ver si podía hacerla entrar en razón. Hacerle comprender que no podía tomar ella sola una decisión que nos afectaba a todos.

—Pero ella no lo comprendió.

Vera sonrió amargamente.

—No, no lo comprendió.

La mujer se había tomado ya el segundo café cuando Patrik aún no iba por la mitad del suyo, pero ahora apartó la taza, cruzó las manos y las apoyó sobre la mesa.

—Le supliqué que no lo hiciera. Le expliqué hasta qué punto le complicaría la vida a Anders que contase lo ocurrido, pero ella me miró a los ojos y aseguró que yo sólo pensaba en mí misma, no en Anders. Que para él sería un alivio que todo se supiese por fin. Que él nunca había pedido nuestro silencio y, además, me dijo que yo, Nelly, Karl-Erik y Birgit no habíamos pensado en ellos dos, cuando decidimos mantenerlo en secreto, sino que sólo nos interesaba mantener nuestra imagen inmaculada. ¡Puedes imaginar mayor desfachatez!

La cólera que encendió la mirada de Vera por un instante se extinguió con la misma rapidez con que había surgido, y dio paso a una expresión indiferente, casi cadavérica. Luego, continuó con voz monótona:

—Algo se quebró en mi interior ante aquella afirmación suya tan insólita. Que yo no hubiese hecho todo aquello por el bien de Anders. Casi pude oír el clic en mi corazón y empecé a actuar sin pensar. Llevaba en el bolso mis somníferos y, cuando Alex fue a la cocina, deshice un par de pastillas en su bebida. Me había ofrecido una copa de vino a mi llegada y, cuando volvió de la cocina, fingí que aceptaba lo que acababa de decirme y le pregunté si no podíamos apurar nuestras copas como amigas antes de que me marchase. Alex pareció alegrarse de ello y bebió conmigo. Tras unos minutos, se durmió en el sofá. En realidad, no había planeado el siguiente paso, lo de los somníferos fue una inspiración repentina, pero se me ocurrió hacer que pareciese un suicidio. No tenía pastillas suficientes como para administrarle una dosis mortal, lo único que se me ocurrió fue cortarle las venas. Sabía que la gente solía hacerlo en la bañera, así que se me antojó una idea buena y viable.

Su voz sonaba monótona, como si estuviese contando una historia normal y corriente, no un asesinato.

—Le quité toda la ropa. Creía que iba a poder con ella, tengo mucha fuerza en los brazos, después de tantos años trabajando, pero comprobé que era imposible. Así que tuve que arrastrarla hasta el cuarto de baño y meterla como pude en la bañera. Luego le corté las venas de las dos muñecas con una cuchilla que había en el armario del baño. Después de haberle limpiado la casa una vez a la semana durante varios años, sabía dónde encontrar lo que necesitaba. Fregué la copa de la que había bebido, apagué la luz y cerré la puerta con la llave, que luego dejé en el lugar de siempre.

Patrik estaba conmocionado, pero se obligó a hablar con calma.

—Comprenderás que tienes que venir conmigo. No creo que tenga que llamar a la comisaría para pedir refuerzos, ¿verdad?

—No, no es necesario. ¿Puedo recoger unas cosas que quiero llevarme?

Patrik asintió.

—Sí, claro.

La mujer se levantó. En el umbral de la puerta, se volvió hacia él.

—¿Cómo iba yo a saber que estaba embarazada? Cierto que no bebió alcohol, la verdad es que no caí en ese detalle, pero no tenía ni idea de que fuera por eso. Tal vez no fuese muy dada a la bebida, o pensaba conducir después. ¿Cómo iba yo a saberlo? Era imposible, ¿verdad?

Su voz tenía ahora un timbre suplicante y Patrik no pudo por menos de asentir sin pronunciar palabra. Llegado el momento, le contaría que el niño no era de Anders, pero por ahora no quería arruinar el equilibrio logrado con su confesión. Vera tendría que contarles su historia a más personas, antes de que ellos pudieran cerrar definitivamente el caso del asesinato de Alexandra Wijkner. Pero había algo que lo inquietaba. Su intuición le decía que Vera no se lo había contado todo aún.

Cuando se sentó en el coche, tomó la copia de la carta de despedida que había dejado Anders como su último mensaje destinado al mundo. Muy despacio, Patrik fue leyendo lo que Anders había escrito y, una vez más, sintió el dolor que emanaban aquellas palabras plasmadas en un trozo de papel.