3

Vio cómo la sacaban. Sentía deseos de aullar y de arrojarse sobre su cuerpo cubierto por una manta. De quedarse con ella para siempre.

Ahora ya desaparecía de verdad. Gentes extrañas la tocarían y trastearían en su cuerpo. Ninguno de ellos sería capaz de ver su belleza como él lo hacía.

Para ellos sólo sería un trozo de carne. Un número en un documento, sin vida, sin fuego.

Se pasó la palma de la mano derecha por la izquierda. Aquella mano había acariciado ayer el brazo de ella. Se aplicó la palma de la mano en la mejilla, intentando sentir en su rostro la piel fría de ella.

No sintió nada. No quedaba ni rastro de su persona.

Parpadeaba el color azul de las luces. La gente trajinaba presurosa de un lado a otro, entrando y saliendo de la casa. ¿A qué tanta prisa? Ya era demasiado tarde.

A él no lo veía nadie. Era invisible. Él siempre había sido invisible.

Pero no importaba. Ella lo había visto. Ella siempre había sabido verlo. Cuando ella fijaba sobre él sus ojos azules, se sentía «visto».

Ya no quedaba nadie. La lucha se había extinguido hacía tiempo. Y él seguía entre las cenizas observando cómo se llevaban lo que había sido su vida, cubierta con una sábana de hospital amarillenta. Al final del camino, no había más opciones. Él siempre había tenido plena conciencia de ello y ahora, por fin, había llegado el momento. El momento que él había añorado. Y lo abrazó.

Ella ya no estaba.

Nelly le pareció un tanto sorprendida cuando la llamó. Por un instante, Erica se preguntó si no estaría haciendo una montaña de un grano de arena. Aunque había que admitir que era muy raro que Nelly se presentara en el funeral de Alex. Y su manera de dar prioridad a Julia. Cierto que Karl-Erik había trabajado para Fabian Lorentz como jefe de administración de la fábrica hasta que la familia se mudó a Gotemburgo. Pero, por lo que Erica sabía, esa relación jamás trascendió a la vida privada. Los Carlgren estaban muy lejos de satisfacer los requisitos de clase de la familia Lorentz.

La hicieron pasar a un salón de exquisita belleza cuyas vistas se extendían desde el puerto, por un lado, hasta el horizonte, más allá de las islas, por el otro. En un día como aquél, en que el sol se reflejaba sobre la superficie helada y cubierta de nieve, el panorama invernal no desmerecía lo más mínimo en comparación con el más soleado panorama estival.

Se sentaron en un elegante tresillo y enseguida les sirvieron una bandeja de plata llena de deliciosos canapés. Estaban riquísimos, pero Erica intentó contenerse para no parecer poco fina. Nelly sólo se tomó uno, temerosa de añadir un gramo de grasa a su huesudo cuerpo.

La conversación discurría a duras penas, pero con elegancia. Durante las largas pausas que se interponían a sus intervenciones no se oía más que el monótono tic tac de un reloj y los discretos sorbos que ellas dos daban a su té. Los temas de conversación se ciñeron al ámbito neutral. La emigración de los jóvenes de Fjällbacka, la escasez de empleo, lo triste que les parecía que cada vez fuesen más los turistas que compraban las típicas y hermosas casas de la zona para convertirlas en chalets de veraneo… Nelly le habló de cómo era todo antes, cuando ella era joven y llegó a Fjällbacka recién casada. Erica la escuchaba con interés, haciendo alguna que otra pregunta de vez en cuando.

Se diría que las dos iban dando rodeos en torno al tema que ambas sabían debían tratar tarde o temprano.

Y fue Erica la que, finalmente, se armó de valor.

—Pues sí, la última vez que nos vimos no fue en circunstancias muy agradables.

—Desde luego, qué tragedia. Una mujer tan joven.

—No sabía que tuvieseis tanta amistad con la familia Carlgren.

—Bueno, Karl-Erik estuvo trabajando para nosotros durante muchos años y, por supuesto, las dos familias coincidimos en numerosas ocasiones. Creo que hice lo correcto pasándome por allí.

Nelly bajó la mirada y Erica notó que se frotaba las manos con nerviosismo.

—Me dio la sensación de que también conocías a Julia, pero ella no nació hasta después de que se marchasen de Fjällbacka, ¿no?

Tan sólo un imperceptible movimiento de la espalda, un leve gesto de cabeza, dieron a entender que a Nelly le había resultado algo incómoda la pregunta. Pero le quitó importancia con un gesto de su mano cargada de anillos de oro.

—Qué va, a Julia la he conocido no hace mucho. Pero me parece una joven encantadora. Es evidente que no tiene las cualidades externas de Alexandra, pero, a diferencia de ella, tiene una fuerza de voluntad y un coraje que la hacen mucho más interesante a mis ojos que la tontaina de su hermana.

Nelly se llevó la mano a la boca. Además de que parecía haber olvidado por un instante que hablaba de una difunta, acababa de descubrir una grieta en el muro de que se rodeaba. Y lo que Erica vio durante ese instante fue el más puro odio. Pero ¿cómo podía Nelly Lorentz odiar a Alexandra, a la que no había visto más que de niña?

Antes de que Nelly tuviese ocasión de enmendar su torpeza, sonó el teléfono y, claramente aliviada, se disculpó y se levantó para atender la llamada.

Erica aprovechó la circunstancia para husmear por la habitación. Era hermosa, pero impersonal. La mano de un decorador de interiores flotaba invisible en el aire. Todo estaba combinado y coordinado hasta el más mínimo detalle. Erica no pudo por menos de compararlo con la sencilla decoración de la casa de sus padres. En efecto, no había allí nada cuya única función fuese estética; todos los objetos habían llegado, con el paso de los años, a ocupar su lugar en virtud de su utilidad. En opinión de Erica, la belleza de lo desgastado y lo personal superaba con creces la de aquella reluciente sala de exposiciones. El único objeto personal que descubrió fue la hilera de retratos de familia que había en la repisa de la chimenea. Se inclinó para observarlos con más detenimiento. Parecían dispuestos por orden cronológico, de izquierda a derecha. El primero era un retrato en blanco y negro de una elegante pareja de novios. Nelly estaba deslumbrante con un vestido completamente ceñido a su figura, pero Fabian no parecía muy cómodo en el frac.

En el siguiente retrato, la familia ya había aumentado y Nelly aparecía con un bebé en los brazos. A su lado, Fabian mantenía la expresión severa y grave del retrato anterior. Venía después una larga serie de instantáneas de un niño a distintas edades, unas veces solo, otras con Nelly. En la última fotografía de la serie aparentaba unos veinticinco años. Nils Lorentz. El hijo desaparecido. Tras el primer retrato de toda la familia, se diría que los únicos miembros que la componían eran Nils y Nelly. Aunque tal vez fuese porque a Fabian no le gustara demasiado retratarse y prefiriese estar detrás de la cámara. Las fotos de Jan, el hijo adoptivo, brillaban por su ausencia.

Erica dirigió su atención al escritorio que había en un rincón de la habitación. Oscuro, de madera de cerezo con hermosas incrustaciones de marquetería que Erica siguió con los dedos. No tenía ningún adorno y parecía que su única función era la estética. Estuvo tentada de mirar en los cajones, pero no estaba segura de cuánto tardaría Nelly. Era evidente que la conversación se alargaba, pero su anfitriona podía aparecer en la habitación en cualquier momento. De modo que Erica centró su atención en la papelera. Había en ella varios papeles arrugados, sacó la primera bola de papel y la alisó con esmero. Y leyó, con creciente interés. Más desconcertada de lo que ya estaba, volvió a dejar el papel arrugado en la papelera. Nada de lo relacionado con aquella historia era lo que parecía.

Oyó una tosecilla a su espalda. Y vio que Jan Lorentz estaba en el umbral de la puerta alzando las cejas con gesto inquisitivo. Erica ignoraba cuánto tiempo llevaba allí.

—Erica Falck, ¿verdad?

—Así es. Y tú debes de ser Jan, el hijo de Nelly.

—Exacto, así es. Encantado. Has de saber que eres algo así como un tema de conversación en este pueblo.

El joven se le acercó para estrecharle la mano con una amplia sonrisa. Ella correspondió con desagrado. Había algo en aquel hombre que le ponía el vello de punta. Él le retuvo la mano algo más de la cuenta y ella ahogó el impulso de retirarla de golpe.

Jan parecía venir directamente de una reunión de negocios, con el traje bien planchado y el maletín. Erica sabía que era él quien dirigía la empresa familiar. Y, además, con mucho éxito.

Llevaba el pelo repeinado hacia atrás, demasiado engominado. Tenía los labios perfilados y carnosos, no apropiados para un hombre, y los ojos hermosos, con largas pestañas. De no ser por su poderoso mentón y la barbilla partida, su aspecto habría sido muy femenino. Sin embargo, la mezcla de líneas rectas y curvas de su rostro le otorgaba un aspecto un tanto curioso, aunque no era fácil decidir si resultaba o no atractivo. A Erica le infundía cierta repulsión, pero dicha opinión se basaba más bien en la sensación indefinible que el joven le producía en la boca del estómago.

—De modo que mi madre ha conseguido que vengas, por fin. Te diré que llevas bastante tiempo siendo la primera de su lista, desde que se publicó tu primer libro.

—Vaya, sí, ya me ha parecido entender que aquí se ve como el suceso del siglo. Tu madre me había invitado ya un par de veces, pero hasta ahora no me había parecido el momento adecuado.

—Ya, me enteré de lo de tus padres. Una tragedia. Te ruego aceptes mis condolencias.

Sonrió con gesto compasivo, pero sin que se reflejase en sus ojos.

Nelly volvió a la habitación. Jan se inclinó para besar a su madre en la mejilla y Nelly se dejó hacer con una expresión de indiferencia.

—¡Bueno, mamá! Por fin ha podido venir Erica. Tanto como lo deseabas…

—Sí, estoy encantada.

La mujer se sentó en el sofá. Su rostro reflejó un gesto de dolor y se agarró el brazo derecho.

—¡Pero, mamá! ¿Qué te pasa? ¿Te duele? ¿Quieres que vaya a buscar tus pastillas?

Jan se inclinó y posó las manos sobre los hombros de su madre, pero Nelly se los sacudió bruscamente.

—No, no me pasa nada. Achaques de la edad, nada por lo que preocuparse. Por cierto, ¿no deberías estar en la fábrica?

—Sí, sólo vine a recoger unos documentos. En fin, pues nada, dejaré solas a las señoras. No hagas esfuerzos, madre, piensa en lo que te dijo el médico…

Nelly resopló por toda respuesta. El semblante de Jan expresaba preocupación e interés auténticos, pero Erica habría podido jurar que vio una ligera sonrisa en la comisura de sus labios cuando salía de la habitación y, por un instante, volvió el rostro hacia ellas.

—Procura no envejecer. Cada año que pasa, más grata se me hace la idea del precipicio. Lo único que me cabe esperar es que me vuelva tan senil que me sienta otra vez como a los veinte años. No me habría importado volver a vivirlos.

Nelly dibujó una sonrisa amarga.

No parecía un tema de conversación muy agradable, de modo que Erica murmuró algo parecido a una respuesta y cambió de asunto.

—De todos modos, debe de ser un consuelo tener un hijo que se encargue de continuar la empresa familiar. Si no me equivoco, Jan y su esposa viven contigo.

—¿Un consuelo? Sí, puede que sí.

Nelly dirigió una fugaz mirada a las fotografías de la chimenea, pero no añadió ningún otro comentario y Erica no se atrevió a seguir preguntando.

—Bueno, ya está bien de hablar de mí y de mis cosas. ¿Estás escribiendo algún libro en estos momentos? He de decir que me encantó el último, el que trataba sobre Karin Boye. Consigues que las personas que aparecen en la biografía resulten tan vivas… ¿Y cómo es que sólo escribes sobre mujeres?

—Pues empezó un poco por casualidad, creo. Mi memoria de licenciatura trataba sobre las grandes escritoras suecas y quedé tan fascinada, que pensé que me gustaría saber más sobre quiénes eran, cómo eran en realidad. Empecé, como quizá sepas, con Anna Maria Lenngren, puesto que era a la que menos conocía y, después, todo vino un poco rodado. En estos momentos estoy escribiendo sobre Selma Lagerlöf y estoy encontrando buen número de interesantes puntos de vista.

—¿No te has planteado nunca escribir algo, cómo diría…, no biográfico? Tu forma de expresarte es tan rica y fluida que sería interesante leer alguna narración tuya.

—Claro que algo de eso he pensado —admitió Erica esforzándose por no parecer culpable—. Pero en estos momentos estoy totalmente entregada al proyecto de Lagerlöf. Cuando lo termine, ya veremos qué pasa.

Miró el reloj.

—Y, a propósito de escribir, debo disculparme. Aunque en mi profesión no hay que fichar, es necesario tener disciplina y ya es hora de que me vaya a casa para escribir el cupo diario. Muchas gracias por el té, y por las pastas.

—Si no es nada. Estoy encantada de que hayas venido.

Nelly se levantó del sofá con graciosa agilidad. Y ya no se le notaban los achaques.

—Te acompañaré hasta la puerta. En otra época lo habría hecho nuestra interna Vera, pero los tiempos cambian. Ya no se lleva tener interna y tampoco creo que haya quien pueda permitírselo. A mí me habría gustado conservarla, pues podemos pagarla, pero Jan se niega. Dice que no quiere tener extraños en casa. Pero que venga a limpiar una vez a la semana sí que lo admite. En fin, no siempre es fácil entenderos a los jóvenes.

Era evidente que habían alcanzado un grado superior en la relación, pues cuando Erica le tendió la mano para despedirse, Nelly ignoró el gesto y le besó la mejilla. Erica sabía ya, instintivamente, por qué lado tenía que empezar y se sintió más mujer de mundo. Comenzaba a estar como en casa en los elegantes salones de la gente fina.

Se apresuró para llegar cuanto antes. No quiso contarle a Nelly la verdadera razón de que tuviese que irse. Miró el reloj. Eran las dos menos veinte. A las dos de la tarde llegaría un agente inmobiliario que tenía un cliente. La sola idea de que un desconocido recorriese su casa para inspeccionarla le ponía los pelos de punta, pero no cabía hacer otra cosa más que dejar que los acontecimientos siguiesen su curso.

Había dejado el coche en casa y apremió el paso para llegar puntual. Aunque, por otro lado, el sujeto bien podía esperar un rato, se dijo al tiempo que aminoraba la marcha. ¿Por qué iba a tener que apurarse ella?

Se entregó, pues, a pensamientos más gratos. La cena en casa de Patrik la noche anterior había superado con creces sus expectativas. Para Erica, él siempre había sido como un hermano pequeño, encantador pero algo irritante, aunque los dos tenían la misma edad. Y esperaba encontrarse al mismo joven quisquilloso de siempre. En cambio, vio en él a un hombre maduro, cálido y con sentido del humor. Mucho mejor que la media, se vio obligada a admitir. Y se preguntaba en qué plazo razonable podría ella invitarlo a cenar a su casa, para corresponder a su iniciativa, claro.

La última cuesta hacia el camping de Sälvik tenía un aspecto engañosamente plano, pero era larga y dura de subir y Erica jadeaba sin resuello cuando giró a la derecha y recorrió la última pendiente, más corta, que desembocaba en la casa. Cuando llegó al final, se paró en seco. En efecto, ante la puerta, había aparcado un gran Mercedes; y ella sabía perfectamente a nombre de quién estaba registrado. Se había figurado que las actividades de aquel día no podían ser más agotadoras de lo que ya sabía, pero se equivocó.

—¡Hola Erica!

Lucas estaba apoyado en la puerta, con los brazos cruzados.

—¿Qué haces tú aquí?

—¿Es ésa forma de recibir a tu cuñado?

Su sueco era, pese al ligero acento, perfecto desde el punto de vista gramatical.

Lucas abrió los brazos burlón, como para darle un abrazo. Erica ignoró la invitación y notó que eso era, precisamente, lo que él se esperaba. Ella jamás había cometido el error de subestimar a Lucas. De ahí que siempre actuase con la mayor cautela posible en su presencia. En realidad le habría gustado adelantarse y estamparle una bofetada para borrar su estúpida sonrisa, pero tenía la certeza de que, si lo hacía, pondría en marcha algo cuyo desenlace no sabía si deseaba ver.

—Contesta a mi pregunta, dime ¿qué haces aquí?

—Si no me equivoco…, eh…, veamos, soy dueño de exactamente una cuarta parte de esto.

Señaló la casa con la mano, pero como si estuviese señalando el mundo entero: tan seguro estaba de sí mismo.

—La mitad es mía y la otra mitad de Anna. Tú no tienes nada que ver con esta casa.

—Es posible que no estés muy familiarizada con la regulación de las sociedades matrimoniales, quiero decir, puesto que no has sido capaz de encontrar a nadie lo suficientemente imbécil como para enrollarse contigo, pero, según esa regulación, tan hermosa y justa, los cónyuges lo comparten todo, ¿comprendes? Incluidas las partes proporcionales de las casas en la costa.

Erica sabía que así era y por un instante, lamentó que sus padres hubiesen sido tan poco previsores y no hubiesen dejado la casa exclusivamente a las dos hijas. Ellos sabían, además, el tipo de persona que era Lucas, pero seguramente no habrían contado con que les quedase tan poco tiempo. A nadie le gusta que le recuerden que es mortal y, como tantas otras personas, habían postergado ese tipo de decisiones.

Optó por no caer en la trampa del humillante comentario sobre su estado civil. Antes se retiraría a una montaña de hielo para el resto de su vida que cometer el error de casarse con alguien como Lucas.

El cuñado prosiguió:

—Quería estar aquí cuando llegase el agente inmobiliario. Nunca está de más saber lo que uno vale. Queremos que todo salga bien, ¿no es cierto?

Lucas volvió a sonreír con esa sonrisa suya infernal. Erica abrió la puerta y lo apartó para entrar primero. El agente inmobiliario se retrasaba, pero ella tenía la esperanza de que no tardase mucho en llegar. No le gustaba la idea de quedarse sola con Lucas mucho rato.

Él entró detrás. Erica se quitó el chaquetón y se puso a trajinar en la cocina. El único modo en que lograba tratar a Lucas era ignorándolo. Lo oyó dar vueltas por la casa, inspeccionándola. No era más que la tercera o la cuarta vez que venía. La belleza de la sencillez no era algo que Lucas supiese apreciar y tampoco había mostrado mayor interés en relacionarse con la familia de Anna. Su padre no soportaba al yerno y el sentimiento era mutuo. Cuando Anna venía a verlos con los niños, lo hacía sola.

No le gustaba el modo en que Lucas campeaba por las habitaciones tocándolo todo. Cómo pasaba la mano por los muebles y los objetos de decoración. Erica tuvo que reprimir su deseo de seguirlo con una bayeta e ir limpiando lo que tocaba. De modo que se sintió aliviada cuando vio a un hombre de pelo cano girar hacia la casa en un Volvo y acudió enseguida a abrirle. Después, entró en su estudio y cerró la puerta: no quería ver a aquel hombre estudiando su casa de la infancia para calcular su peso en oro. O el precio por metro cuadrado.

El ordenador ya estaba encendido y en la pantalla aparecía el texto, listo para seguir trabajando. Aquella mañana se había levantado temprano, para variar, y había conseguido avanzar bastante. De hecho, había dejado escritas cuatro páginas del libro sobre Alex, que ahora releyó. Seguía teniendo bastantes problemas con la forma del libro. Cuando, al principio, creía que Alex se había suicidado, había pensado escribir un relato cuyo objetivo fuese responder a la pregunta de «¿por qué?», más bien de estilo documental. Ahora, en cambio, el material empezaba a adoptar cada vez más la forma de una novela policíaca, un género por el que jamás se había sentido atraída. A ella lo que le interesaba eran las personas, sus relaciones y su fondo psicológico y, en su opinión, todo aquello quedaba, en la mayoría de las novelas de ese tipo, supeditado a sangrientos asesinatos y fríos cadáveres. Le disgustaban todos los clichés que se usaban en el género y sentía que aquello sobre lo que ella quería escribir era auténtico. Un intento de describir por qué una persona podía llegar a cometer el peor de todos los pecados: quitarle la vida a otra persona. Hasta el momento lo había anotado todo en orden cronológico, reproduciendo exactamente lo que le habían dicho, mezclado con sus propias observaciones y conclusiones. Tendría que cercenar aquel material, reducirlo para llegar tan cerca de la verdad como fuese posible. Aún no había querido pararse a pensar en cómo reaccionarían los familiares de Alex.

Lamentó no haberle contado a Patrik todo lo relacionado con su visita a la casa en la que murió Alex. Debería haberle hablado del misterioso visitante y del cuadro que había oculto en el armario. Y sobre la sensación de que, después, faltase algo en la habitación. Y ahora no podía llamar y confesar que había más que contar, pero, si se presentaba la ocasión, se prometió a sí misma que lo haría.

Oyó cómo Lucas y el agente inmobiliario recorrían la casa. Al hombre debió de parecerle extraña su actitud. Apenas si saludó y, después, se encerró en su despacho. Él no era responsable de su situación, así que decidió comportarse y dar muestra de la buena educación que de hecho había recibido.

Cuando entró en la sala de estar, Lucas estaba deshaciéndose en elogios sobre el torrente de luz que entraba a raudales por las altísimas ventanas. Extraordinario, se decía Erica, ignoraba que los seres que reptan bajo las piedras sean capaces de apreciar la luz del sol. Se imaginó a Lucas como un gran escarabajo de brillante caparazón y deseó poder erradicarlo de su vida de tan sólo un taconazo.

—Disculpe mi falta de cortesía. Tenía unos asuntos urgentes que atender…

Erica le sonrió y le tendió la mano al agente inmobiliario, que se presentó como Kjell Ekh y le aseguró que no se lo había tomado a mal. Que la venta de una casa era algo muy personal y emotivo y que si ella supiera la de historias que él le podría contar… Erica volvió a sonreír y se permitió incluso un leve parpadeo lleno de picardía. Lucas la observaba con desconfianza, pero ella simplemente ignoró su presencia.

—Bueno, no quiero interrumpir, ¿por dónde iban?

—Su cuñado estaba mostrándome esta preciosa sala de estar. He de decir que está decorada con mucho estilo. Y muy bien orientada, pues permite que entre la luz por las ventanas.

—Sí, desde luego, es muy hermoso. Lástima que haya tanta corriente.

—¿Corriente?

—Así es, por desgracia, el aislamiento de las ventanas no es muy bueno, así que con poco viento que sople, más vale ponerse unos buenos calcetines de lana. Claro que eso se arregla con sustituir todas las ventanas por otras nuevas.

Lucas habría querido matarla con la mirada, pero Erica fingió no verlo, sino que tomó del brazo al agente Kjell que, de haber sido un perro, la habría seguido moviendo la cola lleno de satisfacción.

—Ya habrán visto la planta alta, supongo, así que podemos seguir por el sótano. Y no se preocupe por el olor a moho, pues no hay peligro, a menos que seas alérgico. Se puede decir que yo he vivido ahí abajo toda mi vida y no me ha pasado nada nunca. Los médicos dicen que mi asma nada tiene que ver con el moho.

Dicho esto, estalló en un violento ataque de tos que la hizo doblarse. Por el rabillo del ojo, vio que el rostro de Lucas adoptaba un color rojo cada vez más vivo. Ya sabía ella que, si inspeccionaban la casa con detenimiento, se descubriría su engaño, pero se consolaba viendo a Lucas irritado.

El agente inmobiliario Kjell pareció muy aliviado cuando por fin se vio fuera, respirando al aire libre, después de haber comprobado todas las ventajas del sótano, guiado con gran entusiasmo por Erica. Lucas estuvo callado y pasivo durante el resto de la visita y, con un atisbo de inquietud, Erica se preguntó si no habría llevado su broma infantil demasiado lejos. Su cuñado sabía, además, que ninguna de las «pegas» que ella había «desvelado» se sostendría en una revisión a fondo del estado de la casa; lo único que había perseguido con ello era dejarlo a él en ridículo. Y eso era algo que Lucas Maxwell no toleraba. Presa de cierta angustia, vio partir el coche del agente inmobiliario que, saludando con la mano, les aseguró que se pondría en contacto con ellos para la inspección del tasador autorizado, que revisaría la casa de arriba abajo.

Erica entró en el vestíbulo seguida de Lucas. Un segundo después, se encontró como estampada contra la pared, con el puño de él oprimiéndole el gaznate y su rostro a poco más de un centímetro del suyo. La ira que rezumaba la hizo comprender por primera vez por qué a Anna le resultaba tan difícil liberarse de su relación con Lucas. Erica tenía ante sí a un hombre que no permitía que nadie ni nada se interpusiera en su camino y se quedó inmóvil, tan asustada que no podía ni moverse.

—Es la última vez que haces algo así, ¿entendido? A mí nadie me pone en ridículo impunemente, así que ten mucho cuidado.

Escupió aquellas palabras con tanta rabia que le salpicó el rostro de saliva. Erica tuvo que reprimir su deseo de limpiárselo enseguida, pero permaneció inmóvil como una estatua rogando con todas sus fuerzas que se marchase, que desapareciese de su casa. Ante su asombro, Lucas hizo precisamente eso. Le soltó el cuello y se dio media vuelta en dirección a la puerta. Pero, justo cuando ella ya empezaba a lanzar un suspiro de alivio, él se volvió otra vez y, de un solo paso, se colocó de nuevo ante ella. Antes de que Erica pudiese reaccionar, él la agarró del pelo y pegó su boca a la de ella. Le metió la lengua y le agarró un pecho con tal fuerza, que Erica sintió cómo se le clavaba en la piel el aro del sujetador. Con una sonrisa, volvió a encaminarse a la puerta y desapareció en el frío invernal de la calle. Erica no se atrevió a moverse hasta que no oyó el motor del coche alejándose. Se agachó con la espalda aún contra la pared y, asqueada, se frotó la mano contra la boca. No sabía cómo explicarlo, pero el beso de Lucas le había resultado más amenazador que cuando la tenía agarrada por la garganta y, con sólo pensarlo, empezó a temblar. Se abrazó las piernas, apoyó la cabeza en las rodillas y empezó a llorar; pero no por ella misma, sino por Anna.

En el mundo de Patrik, las mañanas de los lunes no iban asociadas a ninguna sensación agradable. De hecho, no empezaba a ser persona hasta que no daban las once del día. De ahí que despertase como de un duermevela cuando alguien dejó caer de golpe un imponente montón de papeles sobre su escritorio. Aparte de lo brutal de semejante despertar, se lamentó al ver duplicada de un golpe la cantidad de papeles que ya se apilaban en su mesa. Annika Jansson sonrió provocadora, al tiempo que preguntaba con expresión inocente:

—¿No decías que querías tener sobre tu mesa todo lo que se hubiese escrito sobre la familia Lorentz a lo largo de los años? De modo que una va y hace un trabajo brillante, recopila cada sílaba impresa sobre esa familia y, ¿qué recibe a cambio de tanto esfuerzo? Un largo suspiro. ¿Qué tal si me lo agradecieras eternamente?

Patrik respondió con una sonrisa.

—No sólo te mereces gratitud eterna, Annika. Si no fuera porque ya estás casada, yo me habría casado contigo y te habría cubierto de visones y diamantes. Pero puesto que te empeñas en romperme el corazón y seguir con ese granuja que tienes por marido, tendrás que darte por satisfecha con un simple «gracias». Y mi gratitud eterna, por supuesto.

Muy complacido, vio que en esta ocasión había estado a punto de conseguir que se ruborizase.

—Bueno, ahora ya tienes trabajo para un rato. ¿Por qué quieres revisar todo eso? ¿Qué relación guarda con el asesinato de Fjällbacka?

—Si quieres que te diga la verdad, no tengo ni idea. Digamos que es intuición femenina.

Annika alzó las cejas en gesto inquisitivo, pero pensó que no lograría sacarle más información por el momento. Por mucha que fuese su curiosidad. Todo el mundo conocía a la familia Lorentz en Tanumshede y sería una noticia sensacional si se los pudiese relacionar de algún modo con un asesinato.

Patrik siguió a Annika con la mirada hasta que ésta cerró la puerta. Una mujer extraordinariamente eficaz. El agente deseaba que la joven fuese capaz de aguantar bajo la jefatura de Mellberg. Para la comisaría sería una gran pérdida que ella se hartase y se marchase un día. Se obligó a centrarse en el montón de papeles que Annika le había puesto delante y, tras una rápida ojeada, constató que le llevaría el resto del día leer todo aquel material, de modo que se retrepó en la silla, colocó los pies sobre la mesa y tomó el primer artículo.

Seis horas más tarde, ya cansado, empezó a masajearse el cuello y notó que le escocían los ojos. Había leído los artículos por orden cronológico, de modo que había empezado por el más antiguo. Una lectura fascinante. No era poco lo que se había escrito sobre Fabian Lorentz a través de los años. La mayor parte de los artículos emitían juicios positivos y la vida parecía haberle mostrado a Fabian su lado más favorable durante mucho tiempo. Su empresa empezó a remontar con asombrosa rapidez, pues Fabian parecía un hombre de negocios de gran talento, por no decir genial. Su matrimonio con Nelly aparecía en las notas de sociedad, con las correspondientes fotografías de la hermosa pareja en traje de novios. Venían después instantáneas de Nelly con su hijo Nils. Nelly debió de ser incansable en su trabajo en todo tipo de acontecimientos sociales y de beneficencia, y Nils aparecía siempre a su lado, por lo general con una expresión de temor y la mano bien aferrada a la de su madre.

Incluso de adolescente, cuando debería haberse mostrado más reacio a aparecer junto a su madre en actos públicos, allí estaba, siempre a su lado, pero ya tomándola del brazo y con una expresión de orgullo que a Patrik le pareció fruto de la conciencia de la propiedad privada. Fabian aparecía cada vez menos y su nombre sólo se mencionaba cuando se daba a conocer algún negocio suyo de mayor envergadura.

Uno de los artículos sobresalía un poco de entre los demás y llamó la atención de Patrik. El diario Allers dedicaba una página entera a la noticia del apadrinamiento de un niño por parte de Nelly, un niño rescatado de una «tragedia familiar», según afirmaba el periodista del Allers. El artículo incluía una fotografía de Nelly, maquillada y engalanada hasta los dientes en su elegante salón, rodeando con su brazo los hombros de un niño de unos doce años de aspecto rebelde y contrariado. En el momento en que tomaron la instantánea, parecía que estaba a punto de zafarse del brazo huesudo de su madre. Nils, ya un joven que había pasado la veintena, estaba detrás de ella, pero tampoco sonreía. Con expresión grave y severa, enfundado en un traje oscuro y con el cabello peinado hacia atrás parecía fundirse con el elegante entorno, mientras que la presencia del pequeño destacaba como la de un pájaro fuera de su nido.

El artículo estaba plagado de encomiosas palabras al sacrificio y la gran aportación social de Nelly Lorentz al hacerse cargo de aquel muchacho. Se dejaba entrever que el pobre había vivido una gran tragedia en su niñez, un trauma del que, según palabras textuales de Nelly, intentaban ayudarle a recuperarse. Tenía el firme convencimiento de que el entorno saludable y afectuoso que le brindaban lo convertiría en un ser humano productivo y sin carencias. Patrik se sorprendió al advertir que sentía lástima por el niño. ¡Qué ingenuidad!

Algún año después, las glamourosas fotografías de actos sociales y de los reportajes en casa de los Lorentz se sustituyeron por negros titulares: «El heredero de la fortuna de los Lorentz, desaparecido». La prensa local pregonó durante semanas la noticia, que se consideró de tal relieve que incluso mereció unas páginas en el Göteborgs Posten. La espectacularidad de los titulares iba aderezada con un rico manojo de especulaciones más o menos bien elaboradas sobre lo que podía haberle ocurrido al joven Lorentz. Todas las alternativas posibles e imposibles se sacaron a relucir, desde que se había hecho con toda la fortuna de su padre y que se encontraba en paradero desconocido viviendo una vida de lujo, hasta que se había quitado la vida porque había descubierto que, en realidad, no era hijo de Fabian Lorentz, que le había explicado que no pensaba permitir que un bastardo heredase su considerable fortuna. La mayor parte de estas interpretaciones no se expresaban claramente, sino que se sugerían en términos más o menos encubiertos. Pero cualquiera con dos dedos de frente podía leer entre líneas las insinuaciones de los periodistas.

Patrik se rascó la cabeza. Por más que lo intentaba, no podía comprender cómo relacionar una desaparición de hacía veinticinco años con el reciente asesinato de una mujer, pero intuía claramente que había una conexión.

Se frotó los ojos, agotado, y siguió hojeando los papeles del montón, de los que ya empezaba a ver su fin. Después de transcurrido un tiempo sin más noticias del destino de Nils, el interés empezó a disiparse y las menciones a su desaparición a ser cada vez menos frecuentes. También la presencia de Nelly en las notas de sociedad decreció con los años y, ya en 1978, no apareció ni una sola vez en la prensa. La muerte de Fabian, ese mismo año, produjo una gran necrológica en el Bohusläningen, con la habitual retórica sobre el pilar de la sociedad, etcétera, y aquélla fue la última vez que se lo mencionó.

El nombre del hijo adoptivo, en cambio, empezaba a aparecer con creciente frecuencia. Tras la desaparición de Nils, él era el único heredero del negocio familiar y, tan pronto como cumplió la mayoría de edad, se convirtió en director general de la sociedad. La empresa había seguido floreciendo bajo su dirección y ahora eran él y su mujer, Lisa, los que aparecían constantemente en las notas de sociedad de la prensa.

Patrik se detuvo de pronto. Uno de los recortes había caído al suelo. Se inclinó para recogerlo y empezó a leer con sumo interés. Se trataba de un artículo de hacía más de veinte años, que le proporcionó a Patrik bastante información sobre Jan y su vida anterior a su llegada al seno de la familia Lorentz. Inquietante información, pero interesante. La vida de Jan debió de sufrir un cambio radical al ser adoptado por los Lorentz. La cuestión era si él había cambiado de la misma forma radical.

Con gesto resuelto, volvió a juntar los papeles dando un golpe con el canto inferior del montón contra la mesa. Pensaba en cómo debía conducirse ahora. Por el momento, no tenía otro argumento que aducir que su intuición (y la de Erica). Se retrepó en la silla, volvió a colocar los pies sobre la mesa y apoyó las manos cruzadas en la nuca. Con los ojos cerrados, se esforzó por estructurar sus pensamientos de algún modo, con el fin de poder sopesar y comparar las diversas alternativas. Cerrar los ojos era, no obstante, un error: desde la cena del sábado, sólo veía a Erica.

Se obligó a abrirlos, pues, y a centrar su atención en el hormigón de color verde claro de la pared. La comisaría de policía había sido construida a principios de los setenta y, probablemente, la había diseñado algún arquitecto especializado en instituciones estatales, con su predilección por las formas cuadradas, el hormigón y los diversos tonos verdosos. Él había intentado animar un poco su despacho poniendo un par de macetas en la ventana y un par de láminas enmarcadas en las paredes. Y, mientras estuvieron casados, tuvo una fotografía de Karin sobre la mesa; pese a que le habían quitado el polvo muchas veces desde entonces, aún creía ver en la superficie la huella del portarretratos. En un acto de rebeldía, colocó encima el lapicero y, decidido, volvió a considerar las alternativas de actuación sobre el material que tenía ante sí.

En realidad, no existían más que dos modos de actuar. La primera opción era seguir investigando esa pista por cuenta propia, lo que significaba que tendría que hacerlo durante su tiempo libre, puesto que Mellberg se encargaba de que tuviera una sobrecarga de trabajo tal que se veía obligado a correr como alma que lleva el diablo. En realidad, no le habría dado tiempo de leer los artículos en su jornada laboral, aunque lo hizo en un arranque de rebeldía, que tendría que pagar quedándose a trabajar la mayor parte de la tarde. Y la verdad es que no le atraía lo más mínimo tener que dedicar el escaso tiempo libre con que contaba en hacer el trabajo de Mellberg, de modo que valía la pena probar la alternativa número dos.

Si iba a ver a Mellberg y le exponía el asunto sin rodeos, tal vez le diese permiso para seguir esa línea de investigación en su horario laboral. La vanidad era el punto más débil de Mellberg y, si se apelaba a ella adecuadamente, tal vez pudiese obtener su aprobación. Patrik era consciente de que el comisario veía en el caso de Alex Wijkner un billete de vuelta seguro al grupo de Gotemburgo. Aunque, a juzgar por los rumores que corrían, sospechaba que todos los puentes de Mellberg en ese sentido estaban quemados, él podría aprovechar la circunstancia para sus propios fines. Si lograse exagerar ligeramente la conexión con la familia Lorentz, tal vez dando a entender que había recibido un soplo de que Jan era el padre del niño, cabía la posibilidad de que Mellberg aceptase esa línea de investigación. No podía decirse que fuese demasiado ético, quizá, pero él tenía la sensación indiscutible de que en aquel montón de artículos se ocultaba una conexión con la muerte de Alex.

De un solo movimiento, bajó los pies de la mesa y le dio un empujón tal a la silla que ésta siguió rodando hasta dar contra la pared que tenía detrás. Patrik tomó todas las copias y atravesó el pasillo, que más parecía el de un bunker. Y aporreó la puerta de Mellberg antes de darse tiempo de cambiar de opinión. Enseguida creyó oír un sordo «adelante».

Como de costumbre, le sorprendió que un hombre que no hacía absolutamente nada, lograse acumular tan ingente cantidad de papeles. Mellberg tenía montañas de documentos en todas las superficies libres de su despacho. En la ventana, en todas las sillas y, ante todo, encima de la mesa, se alzaban grandes pilas de papeles que no hacían más que acumular polvo. Las baldas de la estantería que tenía a su espalda estaban arqueadas bajo el peso de tanto archivador y Patrik se preguntó cuánto tiempo haría que aquellos papeles no veían la luz del día. Mellberg estaba hablando por teléfono, pero le indicó a Patrik que entrase. Éste se preguntaba perplejo qué estaría pasando: Mellberg parecía radiante como una estrella navideña en Nochebuena y lucía en su semblante una amplia sonrisa como contrahecha. Suerte que las orejas se interponían en el camino, se dijo Patrik, de lo contrario, la sonrisa le habría dado la vuelta a la cabeza.

Mellberg respondía al teléfono casi con monosílabos.

—Sí.

—Claro.

—En absoluto.

—Por supuesto.

—Ha hecho lo correcto.

—No, no.

—Bien, señora, muchas gracias. Le prometo que la llamaré para informarla.

Colgó el auricular con un golpe triunfal que hizo saltar de la silla a Patrik.

—¡Así es como se hacen las cosas!

Sonreía como un jovial papá Noel. De repente, se dio cuenta de que era la primera vez que le veía los dientes al comisario. Eran de una blancura extraordinaria, y prácticamente homogéneos; casi demasiado perfectos.

Mellberg lo miraba expectante y Patrik comprendió que deseaba que le preguntase por la llamada. Y así hizo, obediente, aunque no se esperaba la respuesta que recibió.

—¡Ya lo tengo! ¡Tengo al asesino de Alex Wijkner!

Estaba tan emocionado que, en su excitación, no se dio cuenta de que el arreglo capilar se le había desmoronado sobre la oreja. Por una vez, Patrik no sintió ganas de echarse a reír ante el espectáculo. Obvió el hecho de que, al decir «lo tengo», el comisario declaraba no tener intención de compartir el éxito con sus colaboradores y, en cambio, se inclinó apoyando los codos sobre las rodillas y le preguntó en tono serio:

—¿Qué quieres decir? ¿Nos ha llegado algún descubrimiento decisivo para el caso? ¿Con quién estabas hablando?

Mellberg alzó la mano para detener el tiroteo de preguntas, se retrepó en la silla y cruzó las manos sobre el estómago. Aquél era un placer cuyo disfrute pensaba alargar lo más posible.

—Pues verás, Patrik. Cuando uno lleva en esta profesión tanto tiempo como yo, sabe que los descubrimientos decisivos no son algo que llega, sino algo que uno obtiene por su esfuerzo. Gracias a la combinación de mi larga experiencia y amplia competencia y de trabajar duro, ha llegado el momento decisivo para la resolución del caso, así es. Una tal Dagmar Petrén me llamó hace un instante para referirme ciertas observaciones interesantes que tuvo ocasión de hacer justo antes de que encontrasen el cuerpo. Incluso me atrevería a decir que se trata de observaciones significativas que, a la larga, nos llevarán a poner entre rejas a un asesino socialmente peligroso.

La impaciencia carcomía a Patrik, pero sabía por experiencia que no cabía más que esperar a que Mellberg terminase el preámbulo. En su momento, llegaría al meollo de la cuestión. Lo único que pedía era que lo hiciese antes de su jubilación.

—Verás, recuerdo un caso que tuvimos en Gotemburgo el otoño de 1967…

Patrik suspiró mentalmente y se preparó para una larga espera.

Encontró a Dan donde sabía que estaría, trajinando con el equipamiento del barco, trasladándolo de un lado a otro con la misma facilidad que si fuesen sacos de algodón. Grandes rollos de cabos, maromas y andullos. Erica disfrutaba viéndolo trabajar. Con su jersey de lana, el gorro y los guantes y el aliento surgiendo en blancas vaharadas de su boca parecía un elemento más del paisaje marino que tenía detrás. El sol estaba alto en el cielo y se reflejaba en la nieve que alfombraba la cubierta. La calma era ensordecedora. Trabajaba con ahínco y eficacia y Erica vio que a Dan le gustaba todo lo que hacía. Aquél era su elemento. El barco, el mar, las islas al fondo. Y sabía que él veía ya cómo el hielo empezaría a resquebrajarse y cómo la embarcación Veronica podría poner rumbo al horizonte a toda velocidad. El invierno no era más que una larga espera. Siempre, en todas las épocas, había sido difícil para los habitantes de la costa. En otro tiempo, si tenían un buen verano, podían salar la cantidad suficiente de arenque para sobrevivir durante el invierno. De lo contrario, tenían que buscar otros recursos. Dan, como tantos otros pescadores de la costa, no podía sobrevivir sólo de ese trabajo, así que había estado estudiando por las noches y ahora trabajaba un par de días a la semana como profesor de sueco de secundaria en Tanumshede. Erica estaba segura de que era un buen profesor, pero su corazón estaba allí, no en el aula.

Permanecía totalmente concentrado en las tareas del barco y ella se había acercado sin hacer ruido, de modo que pudo observarlo sin problemas un buen rato, hasta que él se dio cuenta de que ella estaba en el embarcadero. Erica no pudo evitar compararlo con Patrik. En el físico eran totalmente distintos. El cabello de Dan era tan claro que, en el verano, se volvía casi blanco. El cabello oscuro de Patrik tenía el mismo tono que sus ojos. Dan era musculoso y Patrik más bien larguirucho. En cambio, por su forma de ser, podrían haber sido hermanos. Ambos tenían el mismo carácter tranquilo, dulce, con un humor contenido que siempre surgía en los momentos oportunos. Curiosamente, nunca antes se le había ocurrido pensar lo mucho que se parecían en este sentido. En cierto modo, se alegró. Desde que terminó con Dan, jamás había sido realmente feliz en ninguna relación; claro que siempre había buscado relaciones con hombres de un tipo muy distinto. «Inmaduros», solía decir Anna. «Lo que quieres hacer es educar niños, en lugar de dar con un hombre adulto, así que no es tan raro que tus relaciones no funcionen», observaba Marianne. Y tal vez fuese cierto. Pero los años pasaban y no podía por menos de admitir que empezaba a sentir cierto pánico. La muerte de sus padres también había sido un modo brutal de hacerle ver qué era lo que le faltaba en la vida. Y desde el sábado anterior, todas sus reflexiones sobre el tema la habían llevado sin querer a pensar en Patrik Hedström. La voz de Dan interrumpió sus cavilaciones.

—¡Pero bueno! ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—Bah, un rato. Pensé que podía resultar interesante ver cómo es eso de trabajar.

—Ya, desde luego, trabajar: no eso con lo que tú te ganas la vida. Que te paguen por pasar el día sentada inventando cosas… ¡Es ridículo!

Ambos rieron de buena gana. Aquélla era una vieja broma con la que solían provocarse.

—Te he traído algo con lo que puedas calentarte y saciar tu hambre —le dijo Erica, al tiempo que le mostraba la cesta que llevaba en la mano.

—¡Oh! ¿Y a qué viene semejante trato de lujo? ¿Qué es lo que quieres? ¿Mi cuerpo? ¿Mi alma?

—No, gracias, puedes quedártelos los dos. Aunque tu alusión a la segunda la llamaría yo más bien una vanidad por tu parte.

Dan tomó el cesto que ella le tendía y le ayudó con mano firme a saltar la falca. Estaba resbaladizo y Erica estuvo a punto de caer boca arriba, pero Dan la salvó tomándola de la cintura. Ambos limpiaron de nieve la tapa de una de las grandes cajas para guardar pescado y, con los guantes bien colocados bajo sus respectivos traseros, empezaron a vaciar la cesta. Dan rio entusiasmado cuando sacó el termo de chocolate caliente y los bocadillos de mortadela envueltos en papel de aluminio.

—Eres una joya —dijo con la boca llena.

Estuvieron sentados y en silencio un rato comiendo, emocionados por la calma. Era tal el sosiego que sentía allí sentada al sol de la mañana que Erica desechó los remordimientos que le inspiraba su falta de disciplina para el trabajo. Había trabajado bastante con su texto la semana anterior, por lo que creía haberse merecido un descanso.

—¿Has oído algo más sobre Alex Wijkner?

—No, la investigación no parece haber avanzado mucho por ahora.

—Ya, según he oído, tienes acceso a cierta inside information de la comisaría.

Los dos rieron con mirada cómplice. A Erica siempre la dejaba estupefacta la rapidez y eficacia de los servicios de información del pueblo. No tenía la menor idea de cómo se habría difundido tan rápido el rumor de su encuentro con Patrik.

—No sé de qué me hablas.

—Ya, me imagino. En fin, ¿hasta dónde habéis llegado? ¿Habéis probado o qué?

Erica le dio un codazo en el pecho, pero no pudo evitar una carcajada.

—No, no he «probado» nada. En realidad, ni siquiera sé si me interesa. O, más bien, me interesa, pero no sé si quiero que vaya a más. Siempre y cuando a él le interese. Lo que no tiene por qué ser así.

—En otras palabras, eres una cobarde.

Erica odiaba que Dan tuviese razón la mayoría de las veces. En ciertas ocasiones, pensaba que la conocía demasiado bien.

—Sí, he de admitir que estoy un poco insegura.

—Bueno, sólo tú puedes decidir si te atreves o no. ¿Has pensado cómo te sentirías si resultara bien?

Sí, Erica lo había pensado. Muchas veces, durante los últimos días. Pero la cuestión era, por el momento, hipotética. Después de todo, sólo habían cenado una vez.

—Bueno, de todos modos, yo creo que debes ir por ello al cien por cien. Mejor aprender del pasado y seguir adelante.

—A propósito de Alex, resulta que encontré algo muy curioso.

Erica cambió radicalmente el tema de la conversación.

—¿Ah, sí? ¿El qué?

La voz de Dan sonaba expectante y como alerta a un tiempo.

—Pues verás, estuve en su casa hace un par de días y encontré un papel muy interesante.

—¿Qué dices que has hecho?

Erica no se molestó en contestar y desechó su explosión con un gesto indolente de la mano.

—Encontré una copia de un viejo artículo sobre la desaparición de Nils Lorentz. ¿Tú entiendes por qué Alex habría escondido entre su ropa interior un artículo de hace veinticinco años?

—¿Entre su ropa interior? ¿Pero Erica, qué coño dices?

Ella alzó la mano para detener sus protestas y prosiguió tranquilamente.

—Mi intuición me dice que tiene algo que ver con que la asesinaran. No sé cómo, pero ahí hay un auténtico gato encerrado. Además, alguien entró en la casa y anduvo rebuscando mientras yo estaba allí. Y es posible que lo que buscaba ese alguien fuera el artículo.

—¡Estás loca! —Dan la miraba atónito—. Y, además, ¿por qué coño tienes que mezclarte tú en todo eso? Buscar al asesino de Alex es trabajo de la policía.

Su voz había empezado a sonar chillona.

—Sí, ya lo sé. No tienes que gritarme, que no estoy sorda. Soy consciente de que, en realidad, no tengo nada que ver con el asunto. Pero, en primer lugar, la familia ya me ha involucrado, en segundo lugar, Alex y yo fuimos muy amigas en su día, y en tercer lugar, me cuesta olvidarme de ello, puesto que fui yo quien encontró su cadáver.

Erica se abstuvo de hablarle del libro. En cierto modo, siempre sonaba más sucio y frío cuando lo decía en voz alta. Además, tenía la impresión de que Dan había reaccionado de forma un tanto desmedida, aunque él siempre se había preocupado mucho por ella. Tenía que reconocer que, dadas las circunstancias, no era muy inteligente andar husmeando en la casa de Alex.

—Erica, prométeme que dejarás esto.

Le puso las manos sobre los hombros y la obligó a volverse hacia él. Su mirada era limpia, pero demasiado dura para ser de Dan.

—No quiero que te ocurra nada y, si sigues metiéndote en esto, será como ponerte la soga al cuello. Déjalo.

Dan la agarraba con más fuerza sin dejar de mirarla fijamente. Erica abrió la boca para responder, estupefacta ante su reacción, pero antes de que lograse pronunciar una sola palabra, se oyó la voz de Pernilla desde el embarcadero.

—¡Vaya, aquí estáis! Y pasándolo bien, según veo.

Había una frialdad en su voz que Erica jamás había oído con anterioridad. Tenía la mirada sombría y abría y cerraba las manos nerviosamente. Los dos se quedaron helados al oírla y las manos de Dan seguían sobre los hombros de Erica. Dan las retiró como un rayo, como si se hubiese quemado, y se levantó.

—Hola cariño. ¿Has salido antes del trabajo? Erica sólo venía a charlar un rato y ha traído unos bocadillos.

Dan hablaba sin parar mientras Erica los miraba atónita. Le costaba reconocer a Pernilla, que le lanzó una mirada llena de odio. Tenía los puños fuertemente cerrados y, por un instante, Erica pensó que iba a pegarle. No comprendía nada. Hacía años y años desde que habían aclarado las cosas en lo que a Dan y ella se refería. Pernilla sabía que no quedaba ya ningún sentimiento entre ellos. O, al menos, ella creía que lo sabía. Ya no estaba tan segura. La cuestión era, pues, qué habría provocado aquella reacción. Ella seguía mirándolos a los dos. Dan parecía el perdedor de la lucha sin palabras que daban la sensación de estar librando él y Pernilla. Erica no tenía nada que decir y decidió que lo mejor sería marcharse en silencio y dejar que ellos dos aclarasen la situación.

De modo que recogió los platos y el termo en el cesto. Mientras se alejaba del embarcadero, oyó las voces de Dan y Pernilla cada vez más alteradas en el silencio.