Calentó un mechón de su cabello entre sus manos. Los diminutos cristales de hielo se derritieron mojando las palmas. Fue lamiendo el agua, con deleite.
Apoyó la mejilla contra el borde de la bañera y sintió cómo el frío le mordía la piel. Era tan hermosa. Allí, flotando en la superficie del hielo.
Los lazos que los unían aún seguían vivos. Nada había cambiado. Nada era diferente. Dos de la misma naturaleza.
Tan sólo con un mínimo esfuerzo podía darle la vuelta a su mano para unir las dos palmas. Trenzó sus dedos con los de ella. La sangre estaba reseca y coagulada y se adhirió en pequeños fragmentos a su piel.
El tiempo jamás había sido importante cuando él estaba a su lado. Años, días o semanas, todo se confundía en una mezcolanza en la que sólo importaba aquello: la palma de ella contra la suya. Por eso había sido tan dolorosa la traición. Ella había hecho que el tiempo recobrase su importancia. Y por eso la sangre jamás volvería a correr cálida por sus venas.
Antes de marcharse, volvió a colocar la mano en suposición original, con sumo cuidado.
No se volvió a mirar.
Erica no pudo identificar el sonido que acababa de despertarla de un sueño profundo y sin ensoñaciones. Cuando comprendió que era el timbre estentóreo del teléfono lo que había interrumpido su descanso, ya llevaba bastante rato sonando, por lo que saltó de la cama para descolgar cuanto antes.
—Erica Falck —su voz sonó como un graznido, así que se aclaró sonoramente la garganta con la mano sobre el micrófono, para hacer desaparecer la afonía matutina.
—¡Vaya, perdona! ¿Te he despertado? De verdad que lo siento.
—No, qué va, estaba despierta —la respuesta equivalía a un mensaje automático y la propia Erica oyó lo falsa que sonaba. Era del todo evidente que, simplemente, acababa de despertarse.
—Bueno, de todos modos, disculpa. Soy Henrik Wijkner. Resulta que acaba de llamarme Birgit y me ha pedido que te llame. Al parecer, esta mañana recibió una llamada de un comisario particularmente impertinente de la comisaría de Tanumshede. Y poco más o menos que le ordenó, en términos poco considerados, que se presentase en la comisaría. Parece que también requieren mi presencia. El sujeto no quiso decirle el motivo, pero tenemos nuestras sospechas. Birgit está muy alterada, puesto que ni Karl-Erik ni Julia están ahora en Fjällbacka, por diversas razones, y me preguntaba si no podrías hacerme el gran favor de acercarte a ver a Birgit. Su hermana y su cuñado están en el trabajo, de modo que ella está sola en casa. Yo tardaré un par de horas aún en llegar a Fjällbacka y no quisiera que pasase tanto tiempo sola. Ya sé que es mucho pedir y que, en realidad, tú y yo no nos conocemos tanto, pero no tengo a nadie más a quien pedírselo.
—Por supuesto que iré a ver a Birgit. No hay problema. Lo que tarde en vestirme y estaré con ella dentro de un cuarto de hora.
—Estupendo, te lo agradeceré eternamente. De verdad. Birgit nunca ha sido una mujer muy equilibrada y me tranquiliza saber que estará acompañada hasta que yo esté en Fjällbacka. La llamaré y le diré que no tardarás en llegar. Supongo que estaré allí hacia las doce. Entonces podremos hablar tranquilamente. Gracias, de verdad.
Aún con la arenilla del sueño en los ojos, Erica se apresuró a entrar en el cuarto de baño para darse un rápido lavado de cara. Se puso la misma ropa del día anterior y, tras peinarse a toda prisa y ponerse algo de rimel, en menos de diez minutos se hallaba sentada al volante. En tan sólo cinco minutos más había llegado a Sälvik, a la calle de Tallgatan, de modo que llamó a la puerta al cuarto de hora exacto de haberse despedido de Henrik.
Birgit parecía haber perdido un par de kilos en los días transcurridos desde la última vez que Erica la vio y la ropa le quedaba demasiado ancha. En esta ocasión no fueron a sentarse a la sala de estar, sino que Birgit la condujo directamente a la cocina.
—Gracias por venir. Estoy tan preocupada y sabía que no iba a soportar estar aquí sola dándole vueltas a la cabeza hasta que llegara Henrik.
—Me dijo que te había llamado la policía de Tanumshede.
—Sí, esta mañana, a las ocho, me llamó un tal comisario Mellberg y me dijo que yo, Karl-Erik y Henrik teníamos que presentarnos en su despacho inmediatamente. Le expliqué que Karl-Erik había tenido que salir de viaje inesperado de negocios, pero que volvería mañana y le pregunté si no podíamos posponerlo para entonces. Eso no era aceptable, según sus propias palabras, así que se las arreglaría conmigo y con Henrik. Fue bastante impertinente y, desde luego, llamé a Henrik enseguida. Me dijo que vendría lo antes posible. Supongo que estaba bastante nerviosa, por eso a Henrik se le ocurrió llamarte y preguntarte si podías quedarte conmigo un par de horas. Espero que no pienses que es un abuso. No creo que tengas ningún interés en verte más involucrada de lo que ya lo estás en nuestra tragedia, pero no sabía a quién acudir. Y hubo un tiempo en que tú entrabas y salías de nuestra casa como un miembro más de la familia, así que pensé que tal vez…
—Venga, no pienses en eso ahora. Estoy encantada de poder ayudar. ¿No te dijo la policía para qué os quieren allí?
—No, ese hombre no quería decir una palabra sobre el asunto. Pero yo tengo mis sospechas. ¿No te dije que Alex no se había quitado la vida, no te lo dije?
Erica le tomó la mano a Birgit con gesto impulsivo.
—Por favor, Birgit, no te precipites en tus conclusiones. Puede que tengas razón, pero es mejor no especular hasta que no lo sepamos con certeza.
Fueron dos horas muy largas las que pasaron en la cocina. La conversación se agotó en tan sólo unos minutos y lo único que quebraba el silencio era el tictac del reloj. Erica se dedicó a describir con el índice los círculos que decoraban la brillante superficie del hule que cubría la mesa. Birgit estaba tan exquisitamente vestida y maquillada como en su encuentro anterior con Erica, pero había en ella una marca indefinible de cansancio y agotamiento, como una fotografía cuyos bordes se han desdibujado. El haber perdido peso no le sentaba bien, puesto que ya antes estaba en el límite de la escualidez, y le acentuaba aun más las arrugas en torno a los ojos y la boca. Con tanta fuerza se aferraba a la taza de café que tenía los nudillos blancos. Si aquella interminable espera resultaba aburrida para Erica, para ella debía de estar siendo insoportable.
—No comprendo quién querría matar a Alexandra. No tenía enemigos ni adversarios. Simplemente, vivía una vida normal y corriente con Henrik. —Sus palabras sonaron como disparos tras el largo silencio.
—Aún no sabemos si eso fue lo que sucedió. De nada sirve elucubrar antes de saber qué quiere la policía —insistió Erica, que interpretó la ausencia de respuesta como señal de muda conformidad.
Poco después de las doce entraba Henrik en el pequeño aparcamiento que había frente a la casa. Lo vieron a través de la ventana de la cocina y se levantaron agradecidas para ponerse los abrigos. Cuando el joven llamó a la puerta, las dos lo aguardaban listas para salir. Birgit y Henrik se besaron en las mejillas, aunque sin tocarse, y después le tocó el turno a Erica. Como no estaba acostumbrada a esas formas, se puso nerviosa ante la idea de quedar en evidencia empezando por el lado equivocado. No obstante, logró atravesar el momento sin dificultad y aprovechó para disfrutar, durante un segundo, del masculino aroma de la loción para el afeitado que llevaba Henrik.
—Nos acompañas, ¿verdad?
Erica ya iba camino de su coche.
—Pues no sé si…
—Te lo agradecería mucho.
Por encima de la cabeza de Birgit, Erica se encontró con la mirada de Henrik y, con un mudo suspiro, fue a acomodarse en el asiento trasero del BMW. Presentía que sería un día muy largo.
El viaje hasta Tanumshede no les llevó más de veinte minutos. Fueron hablando de todo un poco, incluso de la despoblación de las zonas rurales. De cualquier cosa, salvo del motivo de la inminente visita a la comisaría.
En el asiento trasero, Erica se preguntaba qué hacía ella allí. ¿No tenía ya bastantes problemas como para no mezclarse en un asesinato, si es que ése era el caso? Aquello implicaba además que la idea de su libro se venía abajo como un castillo de naipes. Ya había preparado un primer borrador y ahora, tal vez, tuviese que tirarlo todo a la papelera. En fin, al menos así no tendría otro remedio que centrarse en la biografía. Aunque, claro está, con las debidas modificaciones, podría valer igual. Tal vez incluso resultase mejor así. Quién sabe si la perspectiva del asesinato no sería más lograda aún.
De repente, tomó conciencia de lo que estaba haciendo. Alex no era un personaje de ficción literaria al que podía traer y llevar a su antojo. Era una persona real que había sido amada por personas reales. Ella misma había sentido un gran afecto por Alex. Observó a Henrik en el espejo retrovisor. Parecía tan imperturbable como siempre, pese a que, dentro de unos minutos, iban a comunicarle que su esposa había sido asesinada. ¿No decían que la mayoría de los asesinatos se cometían a manos de algún miembro del círculo familiar de la víctima? De nuevo se avergonzó de sus reflexiones. Se obligó, apelando a su fuerza de voluntad, a apartarse de esa línea de pensamiento cuando advirtió con alivio que por fin habían llegado. Lo único que quería era terminar cuanto antes para poder volver a ocuparse de sus problemas, tan triviales en comparación con los que allí la habían llevado.
Los montones de papeles habían crecido hasta altitudes imponentes sobre el escritorio. Resultaba asombroso que un municipio tan pequeño como Tanumshede pudiese generar tantas denuncias. Cierto que la mayoría eran pequeñeces, pero cada una de las denuncias debía investigarse, de modo que allí estaba él, inmerso en un trabajo administrativo digno de la burocracia de cualquier Estado del este. Y no habría llegado a tanto si Mellberg ayudase un poco, en lugar de pasarse los días sentado sobre su asqueroso culo. Ahora se veía en la necesidad de hacer también el trabajo del jefe. Patrik Hedström suspiró hastiado. Sin una pizca de humor negro, no habría sobrevivido tanto tiempo, pero últimamente había empezado a preguntarse si aquello era, en verdad, lo que esperaba de la vida.
El gran acontecimiento del día iba a convertirse en una interrupción, sin duda bienvenida, de las rutinas diarias. Mellberg le había pedido que estuviese presente durante la conversación con la madre y el esposo de la mujer a la que habían hallado asesinada en Fjällbacka. Y claro que él era consciente de la tragedia y lo sentía por la familia de la víctima, pero era tan insólito que sucediese nada interesante en su trabajo, que no podía por menos que sentir el cosquilleo de la expectación por todo el cuerpo.
En la Escuela Superior de Policía había hecho prácticas de interrogatorios, pero hasta la fecha sólo había podido poner a prueba sus habilidades en ese campo en casos de robo de bicicletas y de malos tratos. Patrik miró el reloj. Ya era hora de dirigirse al despacho de Mellberg, donde iba a celebrarse la reunión, pues, desde un punto de vista técnico, aún no había motivo para un interrogatorio, aunque la convocatoria no era, por ello, menos importante. Él había oído decir que la madre de la víctima sostenía en todo momento que era imposible que su hija se hubiese suicidado. Y sentía curiosidad por saber qué había detrás de aquella afirmación que, según habían visto, resultó ser correcta.
Tomó su bloc de notas, un lápiz y la taza de café y cruzó el pasillo. Puesto que tenía las manos ocupadas, tuvo que utilizar los codos y los pies para abrir la puerta, de modo que no la vio hasta que no hubo dejado sus cosas sobre la mesa y se dio la vuelta. Durante una fracción de segundo, se le paró el corazón. Se vio con diez años, tirándole de las trenzas. Al segundo siguiente, tenía quince, e intentaba convencerla de que se subiese con él en la moto para dar una vuelta. Tenía veinte años cuando abandonó toda esperanza, al ver que ella se marchaba a vivir a Gotemburgo. Tras un rápido cálculo mental dedujo que hacía como seis años, cuando menos, que no la veía. Pero seguía siendo la misma. Alta y con curvas. El cabello en rizada melena que le llegaba por los hombros en varios tonos de rubio que se mezclaban configurando un color cálido. Erica siempre había sido algo vanidosa desde niña, y constató que seguía concediéndole la misma importancia a los detalles de su aspecto. La sorpresa le iluminó el rostro al verlo, pero, puesto que Mellberg lo miraba acuciante para que se sentase, no le hizo más que un gesto a modo de saludo.
Todos los que componían el grupo allí congregado parecían serenos. La madre de Alexandra Wijkner era delgada y menuda, demasiado enjoyada para su gusto con gruesas cadenas y alhajas de oro. El peinado era impecable e iba muy bien vestida, pero lucía unas enormes ojeras, claro indicio del cansancio y el sufrimiento de los últimos días. En su yerno, en cambio, no se apreciaba señal alguna de duelo. Patrik ojeó los documentos que tenía con sus datos personales. Henrik Wijkner, empresario de éxito, natural de Gotemburgo, dueño de una considerable fortuna acumulada a lo largo de varias generaciones. Y se notaba. No sólo en la evidente y costosa calidad de su ropa, ni en el perfume propio de las lociones caras que flotaba en el ambiente, sino en algo más difícil de definir. Esa seguridad incuestionable que parecía tener en su derecho a ocupar en el mundo un lugar prominente, consecuencia de no haber tenido que prescindir en su vida de ningún tipo de ventajas. Patrik sentía que, pese a que Henrik parecía tenso, creía tener controlada la situación.
Mellberg se pavoneaba tras su escritorio. A duras penas se había metido el faldón de la camisa en el pantalón, y las manchas de café salpicaban el abigarrado estampado. Mientras observaba a cada uno de los convocados en estudiado silencio, se colocó bien el pelo que se había deslizado ligeramente y le quedaba un poco más largo por un lado. Patrik se esforzaba por no mirar de reojo a Erica y se concentró en una de las manchas de café de Mellberg.
—Bien. Estoy seguro de que se imaginan por qué los he hecho venir —hizo aquí una larga pausa para causar mayor efecto—. Soy el comisario Bertil Mellberg, jefe de la comisaría de Tanumshede y éste es Patrik Hedström, que me ayudará en esta investigación.
Asintiendo, volvió el rostro hacia Patrik, que se había sentado fuera del círculo que, ante el escritorio de Mellberg, formaban las sillas de Erica, Henrik y Birgit.
—¿Ha dicho investigación? ¡Es decir, que fue asesinada!
Birgit se inclinó hacia delante y Henrik la rodeó con el brazo en gesto protector.
—Así es, hemos podido constatar que su hija no se quitó la vida. Según el informe forense, podemos descartar el suicidio sin atisbo de duda. Comprenderán que no puedo entrar en los detalles de la investigación, pero el principal motivo por el que sabemos que no se suicidó es que, en el momento en que le cortaron las venas, ella estaba inconsciente. Y, en efecto, encontramos una gran cantidad de somníferos en su sangre; de modo que, probablemente, una o varias personas la metieron primero en la bañera, abrieron el grifo y, después, le cortaron las venas con una hoja de afeitar, para que pareciese un suicidio.
Las cortinas del despacho estaban echadas para impedir que entrase la luz del sol. Y el ambiente era algo confuso, pues el desaliento se mezcló enseguida con la alegría evidente de Birgit al oír que su hija no se había quitado la vida.
—¿Saben quién lo hizo?
Birgit sacó del bolso un pañuelo diminuto que se aplicó con cuidado a la comisura del ojo, para no malograr su maquillaje.
Mellberg cruzó las manos sobre su voluminoso estómago y clavó la mirada en los presentes.
Se aclaró la garganta para subrayar su autoridad.
—Eso es algo que quizás ustedes puedan decirme.
—¿Nosotros? —Henrik parecía sorprendido de verdad—. ¿Y cómo íbamos a saberlo nosotros? Esto debe de ser obra de un loco. Alexandra no tenía enemigos.
—Sí, eso es lo que tú dices.
Patrik siempre había mantenido una actitud de saludable escepticismo ante hombres que, como Henrik, habían nacido tocados con el laurel del vencedor; que lo tenían todo sin necesidad de mover un dedo. Cierto que parecía tan simpático como agradable, pero, bajo aquella apariencia, Patrik intuía actitudes que apuntaban a una personalidad más compleja. Tras sus hermosos rasgos se entreveía la crueldad y Patrik se preguntaba cuál sería la explicación de la ausencia total de asombro en el rostro de Henrik cuando Mellberg reveló que Alex había sido asesinada. Una cosa es sospecharlo y otra muy distinta oírlo como un hecho comprobado. Eso era algo que había aprendido durante los diez años que llevaba en la Policía.
—¿Somos sospechosos?
Birgit estaba tan atónita como si el comisario se hubiese transformado en una calabaza en sus propias narices.
—Las estadísticas de los casos de asesinato hablan muy claro. La mayor parte de los criminales suelen encontrarse en el círculo familiar más próximo. No quiero decir con esto que, en este caso, también sea así. Pero comprenderéis que hemos de comprobarlo. Y os garantizo que lo removeremos todo. Dada mi larga experiencia en casos de asesinato —hizo aquí una nueva pausa—, esto estará resuelto en breve. Pero quisiera que dejarais una declaración escrita de lo que hicisteis durante los días anteriores y posteriores al momento en que sospechamos que murió Alexandra.
—¿Y cuál es ese momento? —quiso saber Henrik—. Birgit fue la última que habló con ella, pero después ninguno de nosotros la llamó hasta el domingo. Así que también pudo suceder el sábado, ¿no? Bueno, yo la llamé el viernes por la noche, hacia las nueve y media, pero ella solía salir a dar un paseo por la noche, antes de acostarse, así que me imagino que estaría fuera.
—El forense no puede precisar más que llevaba muerta aproximadamente una semana. Ni que decir tiene que comprobaremos la información que nos facilitéis con las horas de las llamadas, pero tenemos un dato que apunta a que murió antes de las nueve de la noche del viernes. Hacia las seis, es decir, casi inmediatamente después de haber llegado a Fjällbacka, llamó a un tal Lars Thelander, porque no le funcionaba la caldera. El hombre no podía acudir a mirarla enseguida, pero le prometió que iría a las nueve de aquella misma noche, a más tardar. Según su testimonio, eran exactamente las nueve cuando llamó a su puerta y estuvo esperando un rato, pero, como no le abrió, se marchó a casa. Nuestra hipótesis de trabajo es, pues, que murió en algún momento de la tarde, después de haber llegado a Fjällbacka, pues con el frío que hacía en la casa no parece verosímil que hubiese olvidado que el técnico de la caldera había quedado en ir a repararla.
El cabello del comisario empezaba a reemprender el descenso por uno de los lados y Patrik vio que Erica apenas si podía apartar la vista del espectáculo. Con toda probabilidad, estaría conteniendo el impulso de levantarse y colocárselo ella misma: todos los empleados de la comisaría habían pasado ya por esa fase.
—¿A qué hora habló usted con ella?
La pregunta de Mellberg iba dirigida a Birgit.
—Pues no estoy segura —admitió mientras intentaba recordar—. Después de las siete, a eso de las siete y cuarto, siete y media, creo. No hablamos mucho rato, porque Alex me dijo que tenía visita —al decir esto, Birgit palideció—. ¿Es posible que se tratara de…?
Mellberg asintió solemne.
—No es del todo imposible, señora Carlgren, no es del todo imposible. Pero en eso consiste nuestro trabajo, en averiguarlo y le aseguro que pondremos todos nuestros recursos al servicio de esta investigación. Sin embargo, una de las tareas más importantes de nuestro trabajo consiste en eliminar sospechosos, de modo que les ruego que redacten el informe relativo a la tarde del viernes.
—¿Quiere que yo también deje un informe con mi coartada? —preguntó Erica.
—No creo que sea necesario. Pero sí que dejes una declaración de todo lo que hiciste mientras estuviste en la casa el día que la encontraste muerta. Pueden dejarle sus declaraciones al agente Hedström.
Todos se volvieron a mirar a Patrik, que asintió sin pronunciar palabra, y empezaron a levantarse.
—Trágico suceso éste. En especial, por el bebé.
Todas las miradas se clavaron enseguida en Mellberg.
—¿El bebé? —Birgit miraba inquisitiva ya a Mellberg, ya a Henrik.
—Sí, según el forense, estaba embarazada de tres meses. Pero eso no puede ser ninguna novedad.
Mellberg miró a Henrik con una sonrisa socarrona en los labios. Patrik sintió una vergüenza indecible ante la falta de tacto de su jefe.
El rostro de Henrik fue palideciendo hasta adquirir un tono marmóreo bajo la mirada expectante de Birgit. Erica se quedó de piedra.
—¿Ibais a tener un hijo? ¿Por qué no dijisteis nada? ¡Dios mío!
Birgit se aplicó el pañuelo a la boca y rompió a llorar sin contención y sin dedicar ya un solo pensamiento al rimel que discurría a torrentes por sus mejillas. Henrik volvió a pasarle el brazo por los hombros, pero, sin que Birgit se percatase, su mirada se cruzó con la de Patrik. Era evidente que Henrik no tenía la menor idea de que Alexandra estuviese embarazada. En cambio, y a juzgar por la mirada desesperada de Erica, era igualmente evidente que ella sí lo sabía.
—Hablaremos de ello cuando lleguemos a casa, Birgit —dijo y, volviéndose a Patrik, añadió—: Me encargaré de que recibas nuestras declaraciones escritas sobre lo que hicimos el viernes por la tarde. Me imagino que querrás volver a hablar con nosotros de nuevo cuando las hayas leído, ¿no?
Patrik asintió y alzó las cejas en gesto inquisitivo mirando a Erica.
—Henrik, ahora mismo voy. Sólo voy a saludar a Patrik, nos conocemos de hace ya tiempo.
Se quedó rezagada en el pasillo mientras Henrik llevaba a Birgit al coche.
—¡Vaya, mira que encontrarme contigo aquí! ¡Qué sorpresa! —exclamó Patrik, balanceándose nervioso sobre las plantas de los pies.
—Sí, si yo hubiera reflexionado un instante, me habría acordado de que trabajabas aquí, claro.
Erica jugueteaba con el asa del bolso entre los dedos y lo miraba con la cabeza ligeramente inclinada a un lado. Todos los gestos de Erica, por pequeños que fuesen, le resultaban familiares.
—Hacía tanto tiempo… Siento no haber podido asistir al funeral. ¿Cómo os las habéis arreglado Anna y tú?
A pesar de su estatura, la vio pequeña de repente y Patrik tuvo que esforzarse para vencer la tentación de acariciarle la mejilla.
—Bueno, más o menos. Anna se fue a casa justo después del entierro, así que yo llevo aquí ya un par de semanas intentando hacer limpieza en ella. Pero no es fácil.
—Ya. Oí que fue una mujer de Fjällbacka quien había encontrado el cadáver, pero no me imaginé que fueras tú. Debió de ser muy desagradable. Además, vosotras erais amigas de pequeñas.
—Sí. Tengo la sensación de que su imagen nunca se borrará de mi retina. Bueno, tengo que irme, me están esperando en el coche. Pero podríamos vernos en otro momento, ¿no? Yo voy a quedarme en Fjällbacka todavía algún tiempo.
Erica estaba ya alejándose por el pasillo.
—¿Qué te parece el sábado por la noche, para cenar? ¿En mi casa, a las ocho? La dirección está en la guía.
—Estupendo. Nos vemos a las ocho, pues.
Cruzó la puerta reculando.
Tan pronto como ella hubo desaparecido de su vista, Patrik improvisó una especie de danza india en el pasillo, para regocijo de sus colegas. La alegría se enfrió algo, no obstante, cuando cayó en la cuenta de la cantidad de trabajo que le exigiría dejar su casa presentable. Desde que Karin lo había abandonado, no se había sentido con ánimo de encargarse de las tareas domésticas.
Erica y él se conocían desde que nacieron. Sus madres respectivas habían sido muy buenas amigas desde la niñez y habían estado unidas como dos hermanas. Patrik y Erica jugaban mucho juntos y no era exagerado decir que Erica había sido su primer gran amor. De hecho, él creía que había nacido ya enamorado de ella. Había algo obvio y natural en su modo de quererla y ella, por su parte, que no se había parado a pensar en ello siquiera, había dado por supuesta su incondicional admiración. Cuando Erica se trasladó a Gotemburgo, él comprendió que había llegado la hora de abandonar su sueño. Y claro que había estado enamorado de otras desde entonces y cuando se casó con Karin, lo hizo convencido de que envejecerían juntos; pero Erica siempre había estado ahí, como una idea de su subconsciente. A veces, pasaba meses enteros sin pensar en ella; en cambio otras, le venía a la mente en varias ocasiones el mismo día.
El montón de papeles no se había reducido como por milagro mientras estuvo fuera de su despacho. Y con un hondo suspiro, se sentó ante el escritorio y tomó el primero de todos. El trabajo era tan monótono, que le permitiría reflexionar sobre el menú del sábado. En cualquier caso, el postre no era ningún problema: a Erica le encantaba el helado.
Despertó con un regusto desagradable en la boca. Lo de ayer había sido, sin duda, una fiesta por todo lo alto. Los colegas se habían presentado en su casa a primeras horas de la tarde y habían estado bebiendo hasta la madrugada. El vago recuerdo de que la policía los había visitado en algún momento de la tarde sobrevolaba su conciencia a la distancia justa. Intentó sentarse, pero la habitación daba vueltas a su alrededor y decidió quedarse tumbado un rato más.
Le escocía la mano derecha, que alzó hacia el techo de modo que quedase dentro de su campo de visión. Tenía los nudillos llenos de arañazos y de sangre reseca. Claro, joder, ayer hubo una pelea y por eso vino la poli. El recuerdo iba completándose poco a poco. Los chicos habían empezado a hablar del suicidio y alguno de ellos empezó a decir un montón de basura sobre Alex, que era una sinvergüenza con dinero, una puta fina. A Anders se le cruzaron los cables. Y, a partir de ahí, sólo recordaba la roja bruma de ira que le estalló dentro cuando se lio a puñetazos en plena borrachera. Claro que también él había dicho de ella alguna que otra cosa, cuando más despechado estuvo. Pero eso no era lo mismo. Los otros no la conocían. Sólo él tenía derecho a juzgar.
El teléfono empezó a sonar con su timbre estridente. Intentó ignorarlo, pero al final resolvió que sería menos doloroso levantarse y responder que dejar que el sonido siguiera incrustándosele en el cerebro.
—Hola —balbució más que dijo.
—Hola, soy mamá. ¿Cómo estás?
—Como una mierda. —Se arrastró hasta quedar sentado con la espalda apoyada contra la pared—. ¿Qué hora es, coño?
—Son casi las cuatro de la tarde. ¿Te he despertado?
—Qué va —sentía como si su cabeza tuviese unas dimensiones desproporcionadas y amenazase con caérsele entre las piernas.
—Fui a comprar al centro, hace un rato. Y todo el mundo hablaba de algo que quiero que sepas. ¿Me estás escuchando?
—Que sí joder, que te sigo.
—Pues parece que Alex no se suicidó. La asesinaron. Sólo quería que lo supieses.
Silencio.
—¿Anders? ¿Hola? ¿Me has oído?
—Sí, sí, claro. ¿Qué has dicho? Que a Alex…, ¿la asesinaron?
—Sí, eso es, al menos, lo que dicen en el pueblo. Dicen que a Birgit le dieron la noticia en la comisaría de Tanumshede.
—Joder. Bueno, mamá, que tengo cosas que hacer. Luego hablamos.
—¡Anders! ¿Anders?
Él ya había colgado.
Se duchó y se vistió haciendo un esfuerzo ingente. Después de tomarse dos pastillas de Panodil, volvió a sentirse de nuevo como un ser humano. La botella de vodka lo miraba tentadora desde la cocina, pero se negó a sucumbir a su atracción. Ahora tenía que estar sobrio. Bueno, al menos, en términos relativos.
El teléfono volvió a sonar. Pero él no contestó, sino que fue a buscar una guía telefónica que tenía en un armario del vestíbulo, donde no tardó en encontrar el número que buscaba. Mientras lo marcaba, le temblaban las manos y después oyó un número infinito de señales de llamada.
—Hola, soy Anders —saludó cuando por fin alguien levantó el auricular.
»No, coño, no cuelgues. Tenemos que hablar.
»Oye, que sepas que no tienes elección.
»Me paso por tu casa dentro de un cuarto de hora. Así que procura estar ahí.
»Paso de quién esté contigo, ¿comprendes?
»No olvides quién tiene más que perder.
»Bueno, a la mierda, salgo ahora mismo. Nos vemos en quince minutos.
Anders colgó el auricular. Respiró hondo varías veces, se puso el chaquetón y salió. Ni siquiera se molestó en cerrar con llave. En el apartamento, el teléfono sonaba a toda máquina.
Cuando llegó a su casa, Erica estaba agotada. Todos guardaron un tenso silencio durante el viaje de regreso. Comprendía que Henrik se enfrentaba a una difícil elección. ¿Debía contarle a Birgit que no era padre del hijo de Alex, o debía callar y confiar en que no saliese a relucir durante la investigación? Desde luego, no lo envidiaba y tampoco sabía cómo habría reaccionado ella de encontrarse en la misma situación. La verdad no siempre era la mejor alternativa.
Ya había oscurecido y se alegró de que su padre hubiese mandado instalar en la fachada unos focos que se encendían automáticamente cuando alguien se acercaba por la noche. Siempre le había dado un miedo terrible la oscuridad. Cuando era pequeña, creía que se le pasaría con la edad porque, ¿cómo iban a tener miedo a la oscuridad los mayores? Y ahora, allí estaba, treinta y cinco años y aún miraba debajo de la cama para asegurarse de que no hubiese nadie allí escondido. Patético.
Cuando hubo encendido todas las luces, se sirvió una gran copa de vino y se acurrucó en el sofá de mimbre del porche. La oscuridad era impenetrable y, aun así, se quedó un buen rato mirándola fijamente, sin ver nada. Se sentía sola. ¡Eran tantas las personas que lamentaban la pérdida de Alex, tantas las personas que se veían afectadas por su muerte! A ella, por su parte, sólo le quedaba Anna. A veces se preguntaba si Anna la echaría de menos.
Alex y ella habían sido muy amigas de niñas. Cuando Alex empezó a apartarse para, finalmente, desaparecer por completo cuando se mudó, Erica sintió que el mundo se hundía. Alex era lo único que había sentido como verdaderamente propio y, aparte de su padre, la única persona que se había preocupado por ella de verdad.
Erica dejó la copa de vino en la mesa con tanto brío que estuvo a punto de romperla. Se sentía demasiado inquieta como para quedarse sentada. Tenía que hacer algo. De nada servía fingir que la muerte de Alex no la hubiese alterado tanto como lo había hecho. Lo que más desasosiego le producía era el hecho de que la imagen que la familia y los amigos le habían pintado de Alex difiriese tanto de la Alex que ella misma había conocido. Aunque era cierto que la gente cambiaba de la infancia a la edad adulta, existía, pese a todo, un núcleo invariable. Y la Alex que le habían descrito era una auténtica desconocida para ella.
Se levantó y volvió a ponerse el abrigo. Tenía las llaves del coche en uno de los bolsillos y, en el último momento, tomó una linterna que se guardó en el otro.
La casa, que estaba al final de la pendiente, se veía abandonada a la luz violácea de la farola. Erica dejó el coche en el aparcamiento que había detrás de la escuela. No quería que nadie la viese entrar.
Los arbustos del jardín le brindaron la cobertura necesaria mientras, a hurtadillas, se acercaba al porche. Miró debajo de la alfombra, con la esperanza de que Alex hubiese conservado aquella vieja costumbre y, en efecto, allí estaba la llave de la casa, escondida en el mismo lugar de hacía veinticinco años. La puerta chirrió ligeramente al abrirse, pero confió en que ninguno de los vecinos lo hubiese oído.
Fue terrible entrar en la casa a oscuras. El miedo a la oscuridad le dificultaba la respiración y se obligó a respirar hondo varias veces para calmar sus nervios. De repente recordó aliviada la linterna y rezó una plegaria por que la batería estuviese cargada. Y lo estaba. El resplandor de la linterna la tranquilizó un poco.
Recorrió con ella la sala de estar de la planta baja. En realidad, ni ella misma sabía qué había ido a buscar allí. Esperaba que ningún vecino, o alguien que pasara por allí, viese la luz y llamase a la policía.
Era una habitación muy hermosa y amplia, pero Erica se dio cuenta de que la decoración en tonos marrones y naranjas típica de los setenta, que ella tan bien recordaba de la niñez, había sido sustituida por otra más clara, de diseño nórdico, en muebles de roble y líneas rectas. Y comprendió que Alex había dejado su sello en ella. Todo estaba en perfecto orden y el sofá sin una arruga y la mesa limpia, sin un periódico siquiera, le daban un aspecto de casa deshabitada. No vio nada allí que le pareciese digno de atención.
Recordó que la cocina estaba al otro lado de la sala de estar. Era grande y espaciosa y lo único que perturbaba el orden era la taza de café que había sucia en el fregadero. Volvió a cruzar la sala de estar en dirección a la escalera que subía a la planta alta. Cuando subió el último peldaño, giró directamente a la derecha y entró en el gran dormitorio. Erica recordaba que había sido el dormitorio de los padres de Alex, pero ahora era evidente que había pasado a ser el de Alex y Henrik. También esta habitación estaba decorada con mucho estilo, aunque con un tono más exótico gracias a los tejidos en color chocolate y magenta y a las máscaras africanas que había en las paredes. La habitación era espaciosa y de techo alto lo que, entre otras cosas, permitía que se luciese una araña imponente. Era evidente que Alexandra había sabido sustraerse a la tentación de decorar su casa de arriba abajo con detalles marinos, algo muy frecuente en los chalets de los veraneantes. Todo, desde las cortinas con estampado de conchas hasta los cuadros con nudos marineros, se vendía como rosquillas en los pequeños comercios de Fjällbacka.
A diferencia de las demás habitaciones a las que se había asomado Erica, el dormitorio sí parecía haber sido utilizado. Había pequeños objetos personales aquí y allá. Sobre la mesilla de noche se veía un par de gafas y un libro de poemas de Gustaf Fröding. Había un par de calcetines en el suelo y varios jerséis sobre la colcha. Fue la primera vez que Erica sintió de verdad que Alexandra había vivido en aquella casa.
Con todo el sigilo posible, empezó a mirar en cajones y armarios. Seguía sin saber qué buscaba y empezaba a sentirse como un merodeador mientras rebuscaba entre la atractiva ropa interior de seda que tenía su amiga. Y, justo cuando pensaba pasar al siguiente cajón, detectó algo que crujía al tocarlo.
De repente, se quedó helada, con la mano llena de braguitas y sujetadores de encaje. Un sonido le llegó claramente de la planta baja, en medio del silencio que inundaba la casa. Una puerta que se abría y se cerraba despacio. Erica miró a su alrededor, presa del pánico. Sólo podía esconderse bajo la cama o en alguno de los armarios que cubrían una de las paredes del dormitorio. Por suerte, la puerta se abrió sin hacer ruido y ella se ocultó rápida entre la ropa antes de cerrarla. No tenía la menor posibilidad de ver quién había entrado en la casa, pero sí oía los pasos que se acercaban cada vez más, cómo la persona en cuestión dudaba un instante ante la puerta del dormitorio para después entrar, por fin. De repente, cayó en la cuenta de que tenía algo en la mano. Sin darse cuenta, se había llevado consigo lo que había en el cajón. Con mucho cuidado, para que no volviese a crujir, se lo guardó en el bolsillo.
Apenas se atrevía a respirar. Empezó a sentir un cosquilleo en la nariz, que movió desesperada para remediar el problema y tuvo suerte, porque se le pasó.
La persona que estaba en el dormitorio empezó a recorrerlo como buscando algo. Sonaba como si él o ella estuviese haciendo exactamente lo mismo que Erica hasta hacía un momento, antes de verse interrumpida. Se oía cómo abrían los cajones y Erica comprendió que pronto le tocaría el turno a los armarios. Un miedo pánico empezó a invadirla gradualmente, llenando su frente de diminutas gotas de sudor. ¿Qué podía hacer? La única salida que se le ocurría era la de apretujarse lo más posible detrás de la ropa. Había tenido suerte, pues se había metido en un armario lleno de abrigos, de modo que se arrebujó despacio entre ellos y los colocó de modo que la cubriesen. Y esperaba que no se le viesen los tobillos apuntando por fuera de sus zapatones.
Al parecer, la persona en cuestión tardó un buen rato en revisar la cómoda. Erica respiraba el rancio olor a antipolillas y deseó con todo su corazón que el artilugio hubiese hecho bien su trabajo y que los insectos no estuviesen recorriendo su cuerpo en la oscuridad. Con la misma intensidad, deseaba también que no fuese el asesino de Alex el que estaba en la habitación a tan sólo unos metros de donde ella se encontraba. Pero ¿qué otra persona podía tener motivos para entrar a hurtadillas en su casa?, se preguntaba Erica, sin pararse a pensar que ella misma tampoco tenía, precisamente, ninguna invitación por escrito para entrar allí.
De pronto se abrió la puerta del armario y Erica sintió una corriente de aire fresco sobre la piel desnuda de los tobillos. Y contuvo la respiración.
El armario no parecía contener ningún secreto ni objetos preciosos, según quien estuviese buscando, y la puerta se cerró casi de inmediato. Otro tanto ocurrió con las demás puertas hasta que, un minuto después, oyó que los pasos se alejaban y bajaban por la escalera. No se atrevió a abrir el armario hasta mucho después de haber oído cerrarse la puerta de la casa. ¡Qué sensación la de poder respirar sin tener que ser consciente de cada movimiento!
La habitación estaba igual que cuando entró Erica. Quien quiera que hubiese sido el visitante, había puesto sumo cuidado en no dejar nada desordenado. Echó otra ojeada al armario en el que se había escondido. Mientras se apretujaba contra la pared del fondo, notó algo duro contra la pierna. Apartó la ropa que había delante y vio que se trataba de un gran cuadro. Estaba de cara a la pared, de modo que lo sacó con cuidado y le dio la vuelta. Era un cuadro de una belleza extraordinaria. Incluso Erica veía que había sido pintado por un buen artista. El cuadro era un desnudo de Alexandra, que aparecía tumbada de costado con la cabeza apoyada en la mano. El artista había elegido sólo colores cálidos, lo que imprimía una gran paz al rostro de Alexandra. Erica se preguntó por qué habrían escondido en un armario un cuadro tan hermoso. A juzgar por la pintura, Alexandra no habría tenido por qué avergonzarse de exhibirlo. Ella era, de hecho, tan hermosa como en el cuadro. Tampoco podía librarse de la sensación de que había en el retrato algo que le resultaba familiar. Algo que, claramente, ya había visto antes. Sabía que no había contemplado nunca aquel cuadro precisamente, de modo que tenía que ser otra cosa. No había firma en la esquina inferior derecha y, cuando le dio la vuelta, lo único que se leía era una fecha, la de 1999, que debía de ser en la que se pintó. Con mucho miramiento, lo devolvió a su lugar en el fondo del armario y cerró la puerta.
Echó una última ojeada a su alrededor. Había algo que no era capaz de precisar, algo faltaba, pero, por más que lo intentaba, era incapaz de caer en la cuenta de qué podía ser. En fin, ya se aclararía más tarde. Ahora no se atrevía a permanecer allí por más tiempo. Volvió a dejar la llave en su lugar y no se sintió del todo segura hasta que estuvo en el coche con el motor en marcha. Ya había tenido bastantes emociones aquella noche. Un buen coñac le tranquilizaría los ánimos y ahuyentaría parte de sus temores. ¿Cómo se le habría ocurrido ir allí a olisquear? Ganas le daban de darse de tortas por su estupidez.
Ya en la entrada del garaje de su casa comprobó que no había estado fuera más de una hora. Se sorprendió. A ella le había parecido una eternidad.
Estocolmo mostraba su mejor cara. Pese a que se sentía como si un velo de melancolía se hubiese extendido sobre su frente. En condiciones normales se habría alegrado al ver el sol relumbrando sobre Riddarfjärden mientras cruzaba el puente de Västerbron. Pero hoy no. La reunión era a las dos y, durante todo el trayecto desde Fjällbacka, había ido pensando, en vano, en una solución. Por desgracia, Marianne le había explicado su situación jurídica de forma bien clara. Si Anna y Lucas seguían insistiendo en vender, ella terminaría por verse obligada a consentir. Su única alternativa era comprarles la mitad de la casa, según el precio de mercado y, con los precios que solían tener las casas en Fjällbacka, no podría pagarles ni una mínima parte. Cierto que, en caso de que se vendiese, ella no saldría mal parada. Su mitad de la casa le reportaría probablemente hasta un par de millones, pero el dinero no significaba nada para ella. No había dinero suficiente en el mundo que compensase la pérdida de la casa. La idea de que algún palurdo capitalino, convencido de que su nueva gorra marinera lo convertía en auténtico habitante de la costa, derribase el hermoso porche de la parte delantera para hacerse una ventana con vista panorámica, la ponía enferma. Y nadie podía tacharla de exagerada, pues lo había visto muchas veces.
Giró hacia el despacho del abogado, situado en la calle de Runebergsgatan, en la plaza de Östermalm. Era una fachada suntuosa, toda de mármol y cubierta de columnas. Comprobó su aspecto en el espejo del ascensor una última vez. La indumentaria la había elegido con esmero para no desentonar en aquel entorno. Era la primera vez que iba a aquel despacho, pero no le había costado adivinar a qué tipo de abogados se confiaba Lucas. Con un gesto de fingida amabilidad, le había advertido que, por supuesto, ella podía ir acompañada de su propio abogado. Erica había preferido, no obstante, presentarse allí sola. Sencillamente, no podía permitirse pagar ningún abogado.
En realidad le habría gustado ver a Anna y a los niños un rato, antes de la reunión. Tal vez incluso tomarse un café en su casa. Pese a la amargura que le causaba la actitud de Anna, ella estaba decidida a hacer cuanto estuviese en su mano para mantener viva su relación.
La postura de Anna no parecía coincidir con la suya y se había excusado aduciendo que resultaría demasiado estresante. Era mejor que se viesen directamente en el despacho del abogado. Y antes de que Erica tuviese tiempo de proponer que se viesen después, Anna se le había adelantado explicándole que había quedado con una amiga justo después de la reunión. Pero Erica no creía que fuese casualidad. Era evidente que Anna quería evitarla. La cuestión era si se trataba de una decisión propia o si Lucas, sencillamente, le había prohibido verla mientras él estaba en el trabajo y no tenía posibilidad de vigilarla.
Todos habían llegado ya cuando entró en el despacho. La observaron con gesto grave, en tanto que ella, con una falsa sonrisa, le estrechaba la mano a los dos abogados de Lucas, que no hizo más que un gesto de asentimiento a modo de saludo. Anna, por su parte, se dejó caer con un vago movimiento de la mano, a espaldas de Lucas. Tomaron asiento y comenzaron las negociaciones.
No les llevó demasiado. Los abogados le explicaron con aridez y objetividad lo que ella ya sabía. Que Anna y Lucas tenían perfecto derecho a proponer la venta de la casa. Si Erica podía pagarles la mitad de su valor en el mercado, tenía también derecho a hacerlo. Si, por el contrario, no podía o no quería, la casa se pondría en venta tan pronto como tuviesen la valoración de un tasador independiente.
Erica miró a Anna con firmeza.
—¿De verdad que quieres hacerlo? ¿La casa no significa nada para ti? Piensa en lo que papá y mamá habrían dicho si hubieran sabido que íbamos a venderla tan pronto como ellos desaparecieran. ¿De verdad que esto es lo que tú quieres hacer, Anna?
Acentuó el «tú» y, de reojo, vio cómo Lucas, irritado, fruncía el entrecejo.
Anna bajó la mirada y se sacudió unas motas de polvo invisibles de su elegante traje. Llevaba la rubia melena peinada hacia atrás y recogida en una cola de caballo.
—¿Y qué íbamos a hacer nosotras con esa casa? Las casas viejas no dan más que un montón de trabajo y piensa en todo el dinero que podemos sacar. Estoy segura de que papá y mamá habrían apreciado que alguna de las dos lo entienda desde un punto de vista más práctico. Quiero decir, ¿cuándo vamos a usar esa casa? En todo caso, Lucas y yo compraríamos un chalet en el archipiélago de Estocolmo, que nos queda más cerca y tú, ¿qué ibas a hacer tú allí sola?
Lucas le sonrió a Erica con ironía al tiempo que le daba a Anna una palmadita de fingido apoyo. Su hermana seguía sin atreverse a mirarla a los ojos.
Erica volvió a sorprenderse al ver el aspecto tan cansado que tenía su hermana menor. Estaba más delgada que de costumbre y el traje negro que vestía le quedaba ancho de pecho y de cintura. Tenía ojeras y creyó adivinar un moretón bajo el maquillaje en el pómulo derecho. La ira y la impotencia de la situación la golpearon con toda su fuerza y miró a Lucas con encono. Él respondió tranquilo a su mirada. Había llegado directamente del trabajo y llevaba su uniforme habitual, traje gris grafito, camisa de un blanco reluciente y una corbata en brillante gris oscuro. Tenía aspecto de elegante hombre de mundo. Erica estaba segura de que habría muchas mujeres que lo encontrarían atractivo. Ella, en cambio, le veía un rasgo de crueldad que se extendía sobre las facciones como un filtro. Tenía el rostro anguloso, los pómulos y las mandíbulas salientes, acentuados por el cabello, siempre peinado hacia atrás desde la amplia frente. No se ajustaba al modelo típico de inglés rubicundo, sino más bien al del auténtico nórdico con el cabello muy rubio y los ojos de un azul frío. El labio superior era carnoso y perfilado como el de una mujer, lo que le confería una expresión de indolente decadencia. Erica se percató de que su mirada bajaba buscando su escote y se cruzó instintivamente la chaqueta. Él registró su movimiento y esto la irritó: no deseaba que Lucas notase que su presencia le afectaba de ningún modo.
Una vez que la reunión hubo concluido por fin, Erica se dio la vuelta y se marchó sin más, sin molestarse en despedirse educadamente. Por lo que a ella se refería, todo estaba dicho. El tasador se pondría en contacto con ella y, después, la casa se pondría en venta a la mayor brevedad posible. De nada habrían servido las palabras de súplica. Erica había perdido.
Le había realquilado su apartamento de Vasastan a una simpática pareja de licenciados, de modo que no podía quedarse allí, pero, puesto que no le apetecía reemprender enseguida las cinco horas de viaje hasta Fjällbacka, aparcó el coche en el aparcamiento de la plaza de Stureplan y fue a sentarse un rato en los jardines de Humlegårdsparken. Necesitaba ordenar sus ideas y la tranquilidad que reinaba en aquel hermoso parque le ofrecía el entorno idóneo para la meditación.
La nieve debía de haber caído sobre la ciudad recientemente, pues aún se veía blanca sobre el césped. En Estocolmo bastaba con un día o dos para que la nieve se transformase en una fangosa masa gris. Se sentó en uno de los bancos del parque no sin antes haber colocado los guantes encima para proteger el trasero del frío. Las dolencias de vejiga no eran ninguna tontería y, desde luego, lo último que necesitaba en aquellos momentos.
Mientras observaba el flujo incesante de personas que, apuradas, cruzaban ante ella el sendero que atravesaba el parque, dejó vagar su pensamiento. Era la hora del almuerzo. Casi había olvidado lo estresante que era el ambiente en Estocolmo. Todos corrían sin cesar como en pos de algo que nunca llegaban a alcanzar. De repente, sintió añoranza de Fjällbacka. No se había dado cuenta de hasta qué punto se había acomodado, en pocas semanas, al sosiego de la pequeña ciudad. Cierto que había tenido mucho de lo que ocuparse, pero al mismo tiempo había encontrado allí una paz interior que jamás había experimentado en Estocolmo. Aquél que estaba solo en la capital se encontraba totalmente aislado. En Fjällbacka, en cambio, uno no estaba nunca solo, para bien y para mal. La gente se preocupaba y se ocupaba de sus vecinos y de su prójimo. A veces se extralimitaban, a Erica no le gustaban las habladurías, pero ahora, mientras observaba allí sentada las prisas de la gran ciudad, comprendió que no podría volver a vivir aquello.
Como en tantas ocasiones anteriores, sobre todo últimamente, pensó en Alex. ¿Por qué habría ido su amiga a Fjällbacka todos los fines de semana? ¿Con quién se veía allí? Y, además, la pregunta del millón: ¿quién era el padre del bebé que esperaba?
Erica recordó de pronto el papel que se había guardado en el bolsillo del chaquetón cuando se escondió en el armario. No se explicaba cómo había podido olvidarse de mirarlo al llegar a casa anteayer. Se metió la mano en el bolsillo derecho y sacó un folio de papel arrugado. Con los dedos, ya congelados, pues no tenía puestos los guantes, lo desplegó y lo alisó despacio.
Era una copia de un artículo publicado en el diario Bohusläningen. No tenía fecha, pero, por el tipo de letra y la fotografía en blanco y negro, supuso que no se trataba de una noticia reciente. A juzgar por la imagen, era de los años setenta y recordaba sin problemas tanto al hombre como la historia referida. ¿Por qué habría escondido Alex aquel artículo en el fondo de un cajón?
Erica se levantó y volvió a guardarse el artículo en el bolsillo. Aquí no estaban las respuestas. Había llegado la hora de volver a casa.
El funeral fue hermoso y solemne. La iglesia de Fjällbacka no llegó a llenarse en absoluto. La mayoría de la gente no conocía a Alexandra y habían acudido sólo para satisfacer su curiosidad. La familia y los amigos ocupaban los primeros bancos. Aparte de los padres y de Henrik, Erica sólo conocía a Francine. Junto a ella, en el banco, había un hombre alto y rubio. Erica adivinó que sería su marido. Por lo demás, los amigos no eran tantos y cabían perfectamente en un par de bancos, lo que confirmó la imagen que Erica tenía de Alex: sus conocidos eran incontables pero pocos los amigos de verdad. En los demás bancos de la iglesia no había más que algún que otro curioso.
Ella se había sentado arriba en el coro. Birgit, que la había visto a la entrada, le pidió que se sentara con ellos, pero declinó la invitación. Se habría sentido como una hipócrita entre la familia y los amigos. En realidad, Alex era una extraña para ella.
El banco de la iglesia era muy incómodo y Erica cambiaba constantemente de postura. Anna y ella habían sido arrastradas a la iglesia sin miramientos todos los domingos. Para un niño era terriblemente aburrido aguantar sentado las largas homilías y salmos cuyas melodías eran imposibles de aprender. Para entretenerse, Erica imaginaba historias, cuentos de dragones y princesas que ella había inventado entre aquellos muros sin jamás ponerlos sobre el papel. Durante la adolescencia, las visitas fueron mucho menos frecuentes a causa de las encendidas protestas de Erica, pero en las ocasiones en que, pese a todo, acudió al oficio dominical, sustituía los cuentos por relatos de tono más romántico. Así, por irónico que pudiese parecer, tal vez fuesen aquellas visitas a la iglesia las que, por suerte o por desgracia, habían decidido su elección posterior de profesión.
Erica aún no había encontrado la fe y, para ella, una iglesia, no era más que un edificio hermoso envuelto en tradiciones. Los sermones de la infancia no habían sembrado en ella ningún deseo de refugiarse en la fe. A menudo versaban sobre el infierno y los pecados y carecían de la alegría de la fe divina que, en cambio, sentía como una realidad aunque no la hubiese vivido. Eran muchos los cambios que se habían producido. Ahora, por ejemplo, era una mujer con sotana la que oficiaba la misa ante el altar y, en lugar de eterna maldición, hablaba de luz, de amor y de esperanza. Erica habría preferido que, durante su infancia, le hubiesen transmitido esa visión de Dios.
Desde su discreta posición en el coro, vio a una mujer joven sentada junto a Birgit en el primer banco. Birgit se aferraba a su mano con gesto convulso y, de vez en cuando, apoyaba la cabeza sobre su hombro. A Erica le resultaba familiar su rostro y llegó a la conclusión de que la joven debía de ser Julia, la hermana menor de Alex. Estaba demasiado lejos como para que Erica pudiese ver sus facciones, pero sí notó que Julia se apartaba cuando Birgit la tocaba. De hecho, retiraba la mano cada vez que Birgit la tomaba entre las suyas, pero su madre fingía que no se daba cuenta o, tal vez, no se daba realmente cuenta, dado el estado en que se encontraba.
El sol se filtraba por las coloridas vitrinas. Los bancos eran duros e incómodos y Erica sintió un incipiente dolor en la parte inferior de la espalda. Se alegró de que la ceremonia fuese relativamente corta. Una vez concluida, permaneció sentada observando desde arriba cómo la gente abandonaba sin prisas el templo.
El sol brillaba con intensidad casi insoportable desde un cielo limpio de nubes. La gente caminaba en procesión por la pendiente que desembocaba en el camposanto, donde estaba la tumba, recién cavada, en la que depositarían el féretro de Alex.
Hasta el entierro de sus padres, no se había detenido a pensar cómo cavarían las tumbas en invierno, cuando la helada ya había profundizado en la tierra. Ahora ya sabía que la calentaban para poder excavar. Calentaban una porción cuadrada lo suficientemente grande como para albergar tantos féretros como fuese necesario enterrar.
Camino del lugar elegido para dar sepultura a Alex, pasó junto a la lápida de sus padres. Erica era la última de la procesión y se detuvo un instante ante ella. Una gruesa hilera de nieve se había acumulado en el borde y Erica la retiró suavemente. Miró una última vez la tumba antes de apresurarse a unirse al pequeño grupo que se había congregado a unos metros. Los curiosos se habían abstenido al menos de acercarse al lugar de la inhumación y no quedaban ya más que la familia y los amigos. Erica no estaba segura de si debía o no unirse a ellos. Pero en el último instante decidió que deseaba acompañar a Alex hasta el lugar de su último descanso.
Henrik estaba en primer lugar, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Cabizbajo. Los ojos fijos en el féretro que, poco a poco, iba quedando cubierto de flores. Rosas rojas, en su mayoría.
Erica se preguntaba si también él estaría mirando a su alrededor, pensando si el padre del niño se encontraría entre los que se arracimaban en torno a la tumba.
Birgit dejó oír un largo y hondo suspiro de dolor cuando por fin colocaron el ataúd. Karl-Erik estaba sereno y sus ojos sin una lágrima. Concentraba toda su fortaleza en apoyar a Birgit, tanto física como psíquicamente. Julia estaba a unos pasos de distancia de ellos dos. Henrik tenía razón al describirla como el patito feo de la familia. A diferencia de su hermana llevaba el cabello, oscuro y lacio, en distintos largos y sin un corte definido. Tenía las facciones rudas y unos ojos hundidos que miraban desde detrás de un flequillo excesivo. No llevaba maquillaje y tenía la piel visiblemente marcada por el abundante acné de la adolescencia. A su lado, Birgit parecía más menuda y frágil de lo habitual. Su hija menor la sobrepasaba en más de diez centímetros y era corpulenta y ancha, sin formas. Erica observaba con fascinación la serie de sentimientos encontrados que, como torbellinos, hallaban expresión en el rostro de Julia. El dolor y la ira se sucedían con la rapidez del rayo. Ni una sola lágrima. Ella fue la única que no depositó una flor sobre el ataúd y, cuando la ceremonia hubo concluido, le dio la espalda al hoyo cavado en la tierra y empezó a caminar en dirección a la iglesia.
Erica se preguntaba qué tipo de relación habrían tenido las dos hermanas. A Julia no debía de resultarle fácil que siempre la comparasen con Alex. Sacar siempre la paja más corta. La espalda de Julia invitaba al alejamiento mientras ella misma acrecentaba, a buen paso, la distancia entre sí misma y el resto del grupo. Tenía los hombros encogidos hasta las orejas, en un gesto de rechazo.
De pronto, Henrik apareció al lado de Erica.
—Vamos a celebrar una pequeña ceremonia conmemorativa. Nos gustaría mucho que participases.
—Pues… no sé, no estoy segura —dijo Erica.
—Bueno, podrías quedarte un rato al menos.
Ella seguía dudando.
—Bueno, vale. ¿Dónde será? ¿En casa de Ulla?
—No, estuvimos dándole vueltas y, al final, decidimos que lo mejor sería celebrarlo en casa de Birgit y Karl-Erik. Pese a lo que ocurrió allí, yo sé que Alex adoraba esa casa. Y conservamos muchos buenos recuerdos de ella, así que dudo que podamos encontrar un lugar mejor para hacerlo. Aunque comprendo que a ti puede costarte ir allí. Me refiero a que tú no tienes ningún buen recuerdo de tu última visita.
Erica se ruborizó ante la idea de cuál había sido, en realidad, su última visita a aquella casa y bajó la mirada.
—Bueno, no pasa nada.
Acudió allí en su propio coche y aparcó nuevamente detrás de la escuela de Håkebackenskolan. Al cruzar la puerta se dio cuenta de que la casa estaba llena de gente, por lo que se preguntó si no sería mejor marcharse. Pero perdió la oportunidad, pues cuando Henrik se le acercó para ayudarle a quitarse el chaquetón, ya era demasiado tarde para cambiar de idea.
La gente se agolpaba en torno a la mesa, donde habían servido un bufé de pasteles salados. Erica tomó un gran trozo de pastel de gambas y se apartó enseguida, retirándose a una esquina de la sala en la que podría tanto comer como observar tranquilamente al resto de los invitados.
Dominaba la reunión un desenfado inusual para las circunstancias; latía en el ambiente un tono exageradamente jovial y, al mirar a las personas que tenía a su alrededor, descubría en todas ellas una máscara de forzada conversación. La causa de la muerte de Alex estaba latente.
Erica paseó la mirada por la sala, de un rostro a otro. Birgit estaba sentada sobre el borde de un sofá, enjugándose las lágrimas con un pañuelo. Karl-Erik estaba en pie, detrás de ella, con una mano aferrada a su hombro y la otra ocupada con un plato lleno de comida. Henrik se movía por la habitación con ademán profesional, yendo de un grupo a otro, estrechando manos, asintiendo cuando le daban el pésame, recordándoles a todos que después habría café y bizcocho. Era el anfitrión perfecto de pies a cabeza. Como si estuviese en un cóctel cualquiera, en lugar de en el funeral de su esposa. Lo único que delataba el esfuerzo que aquello suponía para él era el largo suspiro y la ligera vacilación en la que, como para recuperar fuerzas, se detenía antes de pasar a saludar al grupo siguiente.
Sólo había una persona cuyo comportamiento desentonaba del cuadro: Julia. Se había sentado en el alféizar de la ventana del porche, con una pierna flexionada y la mirada perdida en el horizonte. Cuantos se acercaban a ella con la intención de mostrarse amables y de participarle su pesar, no tardaban en marcharse de su lado sin haber conseguido nada. Julia despreciaba todos los intentos de acercamiento sin dejar de mirar la gran blancura de afuera.
Erica sintió que le rozaban levemente el brazo, dio un respingo involuntario y derramó un poco de café en el plato.
—Perdona, no era mi intención darte un susto.
Francine sonrió.
—No, no te preocupes. Es que estaba absorta pensando…
—En Julia —adivinó Francine al tiempo que señalaba con un gesto la figura de la ventana—. Ya me he dado cuenta de que la observabas.
—Sí, he de admitir que me interesa su persona. ¡Está tan aislada del resto de la familia! No termino de aclararme, no sé si está triste por la muerte de Alex o si está indignada por alguna razón que no alcanzo a comprender.
—Yo creo que nadie entiende a Julia. Pero no creo que haya sido fácil para ella. El patito feo criado entre hermosos cisnes. Siempre rechazada e ignorada. Y no digo que hayan sido abiertamente malvados con ella en ningún momento; simplemente, era molesta. Por ejemplo, Alex nunca la mencionó siquiera cuando vivíamos en Francia. Cuando yo me vine a vivir a Suecia, me sorprendió saber que tenía una hermana menor. Hablaba de ti más que de su hermana. Vuestra relación debió de ser muy especial.
—A decir verdad, no lo sé. Éramos niñas y, en aquel entonces, éramos hermanas de sangre, no pensábamos separarnos nunca y todo eso. Pero, si Alex no se hubiese marchado del pueblo, supongo que habría ocurrido con nosotras como con el resto de las niñas que crecieron juntas hasta la adolescencia. Habríamos discutido por el mismo chico, nos habrían gustado estilos de ropa distintos, habríamos acabado en distintos círculos sociales y nos habríamos apartado la una de la otra por otras amistades más acordes con la fase en que nos encontráramos o queríamos encontrarnos en un momento determinado. Pero, naturalmente, Alex ejerció bastante influencia en mi vida, incluso en mi vida adulta. Por ejemplo, nunca supe deshacerme de la sensación de decepción. Me pregunto quién de las dos hizo algo mal. Simplemente, ella empezó a apartarse cada vez más hasta que un día, de repente, ya no estaba. Cuando nos veíamos después, de mayores, era para mí como una desconocida. Por extraño que parezca, ahora tengo la impresión de que estoy conociéndola otra vez.
Erica pensó en las páginas cada vez más numerosas del libro. Por ahora no contenían más que una serie de impresiones y descripciones mezcladas con sus ideas y reflexiones. Ni siquiera sabía cómo iba a conformar aquel material, sólo que tenía que hacerlo. Su instinto de escritora le decía que aquélla era su oportunidad de crear algo auténtico, aunque no tenía la menor idea de dónde trazar la frontera entre sus necesidades como creadora y su relación personal con Alex. La curiosidad inherente a la creación literaria la impulsaba además a indagar en el misterio de la muerte de Alex en un plano mucho más personal. Habría podido optar por ignorar todo lo relativo a Alex y su destino, darle la espalda al lamentable clan que rodeaba a Alex y dedicarse a sí misma y a sus asuntos. Y en cambio, allí estaba, en una habitación llena de personas a las que en realidad no conocía.
Un pensamiento le vino a la mente. Casi había olvidado el cuadro que vio en el armario de Alex. Pero ahora cayó de pronto en la cuenta de por qué los cálidos tonos que habían capturado en el lienzo el cuerpo desnudo de Alex le resultaron tan familiares. Se dirigió a Francine y le preguntó:
—¿Recuerdas cuando nos vimos en la galería…?
—Sí.
—Había un cuadro, justo junto a la puerta. Un lienzo enorme que sólo tenía colores cálidos, amarillo, rojo, naranja…
—Sí, ya sé a cuál te refieres. ¿Qué pasa con ese cuadro? ¿No me digas que te interesa comprarlo? —bromeó sonriendo.
—No, me preguntaba quién lo pintó.
—Bueno, ésa es una historia muy triste, la verdad. El artista se llama Anders Nilsson y precisamente, es de aquí, de Fjällbacka. Fue Alex quien lo descubrió. Tiene un talento insólito. Por desgracia, también está extremadamente alcoholizado, lo que destruirá sin duda sus posibilidades como artista. Hoy en día no basta con dejar tus cuadros en una galería y sentarse a esperar el éxito. Además, un pintor debe ser el promotor de su obra, presentarse en las inauguraciones, acudir a recepciones y responder a la imagen del «artista» de pies a cabeza. Anders Nilsson es un borracho al que no se puede invitar a sitios normales. De vez en cuando lo vendemos porque algún cliente capaz de reconocer el talento nos compra un cuadro suyo, pero Anders nunca llegará a ser una estrella permanente en el cielo de los artistas. Aunque suene un tanto crudo, sus posibilidades se multiplicarán si se mata bebiendo. Los artistas muertos siempre tienen más éxito entre el gran público.
Erica miró perpleja a aquella persona de aspecto tan delicado. Francine se dio cuenta y añadió:
—No era mi intención ser cínica. Es sólo que me pone furiosa que alguien con tanto talento lo eche a perder por una botella de alcohol. Si digo que es trágico me quedo corta. Tuvo suerte de que Alex viese sus cuadros. De lo contrario, los únicos que habrían disfrutado de su arte habrían sido los alcohólicos de Fjällbacka. Y me cuesta creer que ellos sean capaces de apreciar los aspectos más intelectuales del arte.
Había colocado una pieza del rompecabezas, pero por más que lo intentaba, Erica no veía cómo encajaba con el resto del dibujo. ¿Por qué tendría Alex un desnudo suyo pintado por Anders Nilsson escondido en el armario? Una posible explicación sería que Alex le hubiese encargado el retrato a un pintor cuyo talento admiraba para después regalárselo a Henrik; o a su amante. Pese a todo, no le sonaba del todo convincente. El desnudo emanaba una sensualidad y una sexualidad impensables en una relación entre extraños. Entre Alex y Anders existía una relación evidente. Aunque, por otro lado, Erica sabía bien que no era una experta en arte y que su intuición bien podía ser equivocada.
Un leve murmullo inundó de improviso la sala. Se originó en el grupo que más cerca estaba de la puerta y se contagió después al resto de los congregados. Todas las miradas se dirigieron hacia la puerta por la que hizo su aparición un huésped totalmente inesperado. Cuando Nelly Lorentz la cruzó, todo el mundo perdió el resuello de pura sorpresa. Erica pensó en el artículo de periódico que había encontrado en el dormitorio de Alex y empezó a ver que todos los datos en apariencia aislados daban vueltas en su cabeza sin lograr conectarse unos con otros.
La supervivencia de Fjällbacka había dependido de los avatares de la fábrica de conservas Lorentz. Casi la mitad de los habitantes en activo trabajaban en la fábrica y los miembros de la familia Lorentz eran los reyes del pueblo. Puesto que Fjällbacka no contaba con ninguna base para la existencia de una alta sociedad, los Lorentz constituían una clase independiente. Desde la elevada posición que les brindaba su gran mansión en la cima de la colina, los Lorentz contemplaban Fjällbacka desde arriba, con altiva soberbia.
La fábrica había sido inaugurada el año 1952 por Fabian Lorentz. Era descendiente de una familia de pescadores con larga tradición y se esperaba que él siguiese los pasos de sus antepasados. Pero la pesca escaseaba cada vez más y el joven Fabian era tan ambicioso como inteligente y no pensaba conformarse con salir adelante con los mismos escasos medios que su padre.
Puso en marcha la fábrica de conservas partiendo de cero y cuando murió, a finales de los setenta, le dejó a su esposa Nelly una considerable fortuna, además de una empresa floreciente. A diferencia de su esposo, que había sido hombre muy querido, Nelly Lorentz tenía fama de ser presuntuosa y fría, y no sólo apenas se dejaba ver en el pueblo sino que, como una reina, no admitía más visitas que las de aquellos a quienes invitaba expresamente. De ahí que verla cruzar la puerta causase una sensación extraordinaria. Aquello sería materia de habladurías suficiente para varios meses.
Era tal el silencio que reinaba en la habitación que habría podido oírse la caída de un alfiler. Lorentz le hizo a Henrik el honor de dejarse ayudar con las pieles y de entrar de su brazo en la sala de estar. Él la fue guiando hasta el sofá del centro, donde estaban Birgit y Karl-Erik mientras que, a modo de saludo, iba agraciando con su asentimiento a varios escogidos de entre los invitados. Cuando llegó hasta donde estaban los padres de Alex, la conversación se reanudó de nuevo. Vana charla sobre esto y aquello, cuando lo que todos pretendían era enterarse de lo que se decía en la zona del sofá.
Erica fue uno de los afortunados en recibir el gesto de aceptación de Nelly. Por su condición asimilable a la de celebridad, había sido hallada digna y, desde que sus padres murieron, había recibido una invitación de Nelly Lorentz para tomar el té. Ella la declinó educada, aduciendo que aún estaba recuperándose de la pérdida.
Observó con curiosidad a Nelly, que ya transmitía sus más sentidas simpatías a Birgit y a Karl-Erik. Erica dudaba mucho de que su huesudo cuerpo abrigase ningún tipo de simpatías. Era de una delgadez extrema y sus muñecas sobresalían por la bocamanga de su traje, de factura perfecta. Lo más probable era que llevase toda la vida pasando hambre para poder lucir una escualidez tan a la moda, pero sin comprender que lo que podía sentar bien a las curvas naturales de la juventud no resultaba igual de hermoso cuando la vejez empezaba a dejar su huella. Tenía el rostro afilado y anguloso, pero extraordinariamente liso y sin arrugas, lo que llevó a Erica a sospechar que la naturaleza había recibido ayuda del bisturí. El cabello era su atributo más hermoso. Era abundante y de un gris plateado, recogido en una elegante trenza de espiga, pero peinado hacia atrás tan tirante que la piel de la frente también se había tensado un tanto, confiriéndole al rostro una expresión de ligera sorpresa. Erica calculó que tendría algo más de ochenta años. Se rumoreaba que, en su juventud, había sido bailarina y que había conocido a Fabian Lorentz un día en que actuaba en el ballet de un establecimiento de Gotemburgo al que ninguna joven de bien se atrevería a entrar y, de hecho, Erica pensó que en efecto podía detectarse su formación de bailarina en los graciosos movimientos que aún conservaba. Según la versión oficial, no obstante, jamás había pisado una sala de fiestas, sino que era hija de un cónsul de Estocolmo.
Tras unos minutos de discreta conversación, Nelly dejó a los dolientes padres para ir a sentarse con Julia en el porche. Nadie dejó ver con un solo gesto lo extraordinario que les resultaba aquello y todos prosiguieron con su charla con un ojo puesto en la singular pareja.
Erica había vuelto a quedarse sola en un rincón, puesto que Francine la dejó para seguir abriéndose paso entre los invitados. Así que ya podía dedicarse a observar a Julia y a Nelly sin que nadie la distrajese. Por primera vez en todo el día, vio una sonrisa en el rostro de Julia. La joven bajó de un salto del alféizar y se sentó junto a Nelly en el sofá de mimbre, donde permanecieron las dos, hablándose casi al oído, entre susurros.
¿Qué podía tener en común una pareja tan dispar? Erica echó una ojeada al sofá donde estaba Birgit. Las lágrimas habían dejado de correr a mares por sus mejillas y ahora fijaba en su hija y en Nelly Lorentz una mirada limpia y llena de temor. Erica resolvió de pronto que aceptaría la invitación de la señora Lorentz. Podía resultar interesante mantener una conversación a solas con ella.
Cuando abandonó la casa de las alturas y pudo respirar de nuevo el aire libre, sintió un gran alivio.
Patrik estaba un poco nervioso. Hacía mucho que no cocinaba para una mujer. Y, por si fuera poco, para una mujer ante la que no se sentía indiferente. Todo tenía que salir perfecto.
Fue canturreando mientras cortaba en rodajas el pepino para la ensalada. Tras muchos apuros y no menos meditación, se decidió por solomillo de ternera, que ahora tenía condimentado y listo en el horno, a pocos minutos de estar en su punto. La salsa hervía en el fogón y con sólo olerla se le hacía la boca agua.
Había tenido una tarde estresante. No pudo irse del trabajo algo más temprano, como esperaba, por lo que se vio obligado a limpiar la casa en tiempo récord. No era consciente de hasta qué punto había abandonado el hogar desde que Karin lo dejó, pero, cuando lo vio con los ojos con que lo vería Erica, comprendió que la situación requería una intervención importante.
Le avergonzaba haber caído en la típica trampa del soltero, con la casa sucia y el frigorífico vacío. No se había dado cuenta de la gran carga que Karin había llevado con la casa, sino que dio por supuesto que ésta debía estar limpia y ordenada, sin dedicar un instante a pensar cuánto trabajo requería mantenerla en orden. Fueron muchas las cosas que dio por supuestas.
Cuando Erica llamó a la puerta, se quitó enseguida el delantal y echó una ojeada al espejo para comprobar su peinado. Pese a que se había tomado la molestia de ponerse espuma, aparecía ahora tan indomable como siempre.
Erica estaba, como era habitual en ella, fantástica. Traía las mejillas sonrosadas por el frío y el rubio y abundante cabello ensortijado por debajo del cuello del anorak. Le dio un leve abrazo de bienvenida, aunque se permitió el lujo de cerrar los ojos un segundo y de aspirar el aroma de su perfume, antes de apartarse para que entrase al calor de la casa.
La mesa ya estaba puesta y empezaron con los entremeses mientras esperaban que el primer plato estuviese listo. Patrik la observaba a hurtadillas mientras ella saboreaba el aguacate con relleno de gambas. Cierto que no era un plato sofisticado, pero resultaba difícil fracasar con él.
—Jamás me habría imaginado que te las arreglarías para componer una cena de tres platos —dijo Erica mientras tomaba una cucharada de su aguacate.
—No, la verdad, ni yo tampoco. Pero en fin, ¡salud y bienvenida al restaurante Casa Hedström, pues!
Brindaron y probaron el vino blanco, que estaba bien frío, y siguieron comiendo un rato en silencio.
—¿Qué tal te ha ido?
Patrik observaba a Erica bajo el flequillo.
—Pues gracias por preguntarlo, pero he tenido semanas mejores.
—¿Cómo fue que estuviste en el interrogatorio? Debe de hacer una barbaridad de años que no tenías contacto ni con Alex ni con su familia.
—Sí, redondeando, unos veinticinco años. La verdad es que no lo sé. Me siento como si me hubiese absorbido un torbellino del que ni puedo ni sé si quiero salir. Creo que a Birgit mi persona le recuerda que hubo tiempos mejores. Además, yo estoy fuera de todo el asunto y, precisamente por eso, no puedo funcionar como un factor de seguridad.
Erica vaciló un instante.
—¿Algún progreso?
—No puedo hablar del caso, lo siento.
—No, claro, perdona, no había caído.
—No pasa nada. En cambio, tú sí que quizá puedas ayudarme. A estas alturas, has hablado con toda la familia y, además, ya los conocías de antes. ¿No podrías hablarme de tus impresiones acerca de la familia y de lo que sabes de Alex?
Erica dejó los cubiertos e intentó clasificar sus propias impresiones y buscar el modo en que le gustaría exponérselas a Patrik. Y le contó todo lo que había averiguado, así como la impresión que le habían causado las personas que había en la vida de Alex. Patrik escuchaba atento, aunque se levantó para retirar los platos de los entremeses y llevó a la mesa el primer plato mientras ella hablaba. De vez en cuando intervenía con una pregunta. Estaba sorprendido ante la gran cantidad de información que Erica había recabado durante relativamente poco tiempo; eso, unido a todo lo que Erica ya sabía de Alex, convirtió a una mujer que, hasta entonces, sólo había sido una víctima de asesinato, en una persona con un rostro y una personalidad concretos.
—Patrik, ya sé que no puedes hablar del caso, pero ¿no puedes decirme si tenéis alguna pista de quién pudo matarla?
—No, yo diría que no hemos avanzado especialmente en la investigación. Una sugerencia, cualquier cosa, sería muy bienvenida en estos momentos.
Suspiró mientras describía círculos con la yema del dedo en el borde de la copa. Erica dudaba.
—Yo tengo algo que puede ser interesante.
Tomó el bolso y empezó a rebuscar en él. Sacó un papel doblado que le tendió a Patrik, que lo desdobló y empezó a leer con interés aunque, al final, alzó una ceja en gesto inquisitivo.
—¿Y qué tiene esto que ver con Alex?
—Eso es precisamente lo que yo me pregunto. Encontré ese artículo en un cajón de la cómoda de Alex, entre su ropa interior.
—¿Cómo que lo «encontraste»? ¿Cuándo has tenido tú oportunidad de mirar en los cajones de su cómoda?
Patrik vio que ella se ruborizaba y se preguntó qué sería lo que estaba ocultándole.
—Pues… fui a la casa una noche a mirar un poco.
—¡Que hiciste ¿qué?!
—Sí, ya lo sé. No digas nada. Sé que fue una estupidez, pero ya sabes cómo soy, primero actúo y luego pienso —Erica siguió hablando sin parar, con la intención de evitar más reproches—. En cualquier caso, encontré este papel en el cajón de Alex y me lo llevé por casualidad.
Patrik se abstuvo de preguntar cómo había podido llevárselo «por casualidad». Lo mejor era no saberlo.
—¿Qué crees que puede significar? —preguntó Erica—. Un artículo sobre una desaparición de hace veinticinco años. ¿Qué relación puede guardar eso con Alex?
—¿Qué sabes tú de esto? —preguntó Patrik moviendo el papel de un lado a otro.
—Sobre los hechos, no más de lo que dice el artículo. Que Nils Lorentz, hijo de Nelly y Fabian Lorentz, desapareció sin dejar rastro en enero de 1977. Jamás encontraron su cuerpo. Pero sí se ha especulado mucho a lo largo de los años. Hay quien cree que se ahogó y que el cuerpo desapareció hacia alta mar y que por eso nunca se encontró. Según otro rumor, le birló a su padre una gran cantidad de dinero y se marchó al extranjero. Por lo que he oído, Nils Lorentz no era un personaje especialmente simpático y la mayoría de la gente se ha inclinado por la segunda versión. Era hijo único y dicen que Nelly lo mimó al máximo. Quedó inconsolable tras su desaparición y Fabian Lorentz jamás se recuperó de la pérdida. Murió de un ataque al corazón un par de años más tarde. El único heredero de toda la fortuna es un niño al que apadrinaron un año antes de que Nils desapareciera y al que Nelly adoptó después de la muerte de su esposo. Bueno, esto es un resumen de los chismorreos locales. Pero sigo sin comprender qué relación puede guardar todo esto con Alex. El único contacto entre las dos familias se dio porque Karl-Erik trabajó en las oficinas de la fábrica de conservas Lorentz cuando Alex y yo éramos pequeñas, antes de que se mudasen a Gotemburgo. Pero de eso hace ya más de veinticinco años.
Erica recordó de pronto otra conexión. Y le contó a Patrik la aparición de Nelly en la recepción tras el funeral, donde dedicó a Julia casi toda su atención.
—Aunque no veo qué relación hay entre todo eso y este artículo, parece que algo hay, desde luego. Francine, copropietaria de la galería de arte junto con Alex, mencionó además que creía que Alex quería terminar con el pasado. No supo explicarse mejor, pero yo creo que ahí está la conexión. Llámalo intuición femenina si quieres, pero tengo el presentimiento de que ahí lo tenemos.
Se sentía algo culpable, pues no le había contado a Patrik toda la verdad. Aún había una pieza, diminuta y extraordinaria, que se había abstenido de revelarle. Y de la que no le hablaría hasta que no supiese algo más.
—Ya, claro, no puedo esgrimir ningún argumento contra la intuición femenina. ¿Un poco más de vino?
—Sí, gracias. —Erica echó una ojeada a la cocina—. ¡Qué bonita tienes la casa! ¿La has decorado tú?
—No, ése no es mérito mío. Sino de Karin, que tiene buen gusto para esas cosas.
—Ah, sí, Karin. ¿Qué pasó?
—Bah, lo de siempre, ya sabes. Chica conoce cantante de música pop vestido a la última. Chica se enamora. Chica se separa de su esposo y se va a vivir con el cantante de música pop.
—¡Estás de broma!
—Por desgracia, no. No sólo me dejó, sino que me dejó por Leif Larsson, admirado y famoso vocalista del grupo más célebre de Bohuslän, Leffes. El hombre con el peinado más atractivo de la costa oeste, a lo jugador de hockey. Así que, no tenía yo mucho con lo que oponerme a un hombre que calza mocasines.
Erica lo miraba con los ojos de par en par.
Patrik sonrió.
—Bueno, quizá te haya dado la versión exagerada, pero algo así.
—Pero, Patrik, ¡debió de ser horrible! Imagino que no lo has pasado muy bien.
—Bueno, estuve compadeciéndome de mí mismo bastante tiempo. Pero ahora estoy más o menos. No bien, pero sí más o menos.
Erica cambió de tema.
—La noticia del embarazo cayó como una bomba.
Clavó en Patrik una mirada inquisitiva y éste tuvo la sensación de que había algo más tras la aparente inocencia de su constatación.
—Sí, parece ser que no le había participado a su esposo la buena noticia.
Patrik esperó a que Erica continuase y, tras un instante, pareció resuelta a seguir abundando en el tema, aunque lo hizo en voz muy baja y muy despacio, como vacilando aún.
—Según su mejor amiga, Henrik no era el padre de la criatura.
Patrik alzó una ceja, gesto que acompañó de un silbido, pero no dijo nada, pues deseaba oír más.
—Francine me contó que Alex había conocido a un hombre en Fjällbacka y que venía aquí todos los fines de semana para encontrarse con él. Según Francine, Alex no quiso nunca tener hijos con Henrik, pero con ese hombre era distinto. Estaba muy ilusionada con el bebé y por eso Francine era una de las personas del entorno de Alex que insistía en que no podía haberse suicidado. Según ella, Alex estaba feliz, por primera vez en su vida.
—¿Tenía ella alguna idea de quién podía ser ese hombre?
—No, ni remota. Alex mantuvo su identidad en el más profundo secreto.
—Pero ¿cómo es posible que su marido aceptase que Alex viniese sola a Fjällbacka todos los fines de semana? ¿Sabría que mantenía aquí una relación?
Otro trago de vino descendió por la garganta de Patrik, que empezaba a notar cómo enrojecían sus mejillas, aunque ignoraba si era por el vino o por la presencia de Erica.
—Al parecer, su relación no era nada convencional. Yo conocí a Henrik en Gotemburgo y tuve la sensación de que sus vidas discurrían por caminos paralelos que rara vez se entrecruzaban. Por otro lado, es imposible adivinar lo que él sabe o deja de saber, por lo poco que he visto de él. Ese hombre tiene el rostro de piedra y creo que pone bastante cuidado en preservar lo que sabe o lo que siente.
—Ese tipo de personas pueden funcionar a veces como una olla a presión. Acumulan sentimientos hasta que, un día, explotan. Tú qué crees, ¿será eso lo que le ha ocurrido a él? ¿Que el marido ignorado se haya hartado de su situación y asesinase a su esposa? —se animó a especular Patrik.
—No lo sé, Patrik. Lo cierto es que no lo sé. Pero creo que lo que debemos hacer es seguir bebiendo más vino de lo que es recomendable y hablar de todo lo habido y por haber, siempre que dejemos a un lado todo lo que tenga que ver con asesinatos y muertes repentinas de mal presagio.
Patrik aceptó su propuesta y alzó su copa en un brindis.
Se trasladaron al sofá y pasaron el resto de la noche conversando alegremente de cualquier cosa sin tocar más el tema. Ella le contó su vida, sus preocupaciones por el asunto de la casa y del dolor que le había causado la muerte de sus padres. Y él, por su parte, le confesó la ira y la sensación de fracaso después de la separación y la frustración de encontrarse de nuevo en el punto de partida, justo cuando empezaba a sentirse preparado para tener hijos. Cuando empezaba a creer que él y su esposa envejecerían juntos.
Ninguno de los dos se sentía presionado ni agobiado cuando se hacía el silencio. En esos instantes, Patrik se veía obligado a contenerse para no caer en la tentación de acercarse a besarla. Se abstuvo; y pasó el momento.