Me dirigí al terraplén. Pasé delante de los postigos cerrados de los tenderetes de los titiriteros y me dirigí al paseo en el que no había nadie.
Era el mismo sitio por el que en una ocasión caminé junto a Helena Justina. Era un sitio al que a veces iba solo. Ahora estaba oscuro… y yo buscaba la oscuridad. Me arrebujé con la toga, agucé el oído en la noche romana y combatí el pánico ante lo que había hecho.
Me encontraba totalmente solo en ese sitio elevado desde el que se divisaba toda Roma. Soplaba un viento frío. En lontananza sonaban intermitentes compases musicales, el taconeo de los centinelas, desaforadas ráfagas de carcajadas Y ocasionales gritos siniestros.
Descendí cuando recobré la calma, es decir, cuando el frío me hizo tiritar.
Regresé a palacio. Pedí por Tito. Era muy tarde. En los pasillos se movían altas sombras y los contados asistentes con que me crucé cotilleaban y alzaron sorprendidos sus miradas cuando los perturbó mi espectro de rostro lívido.
Mi presencia no llamó la atención de nadie. Nadie se preocupó. Es lo que suele ocurrir en los lugares oficiales cuando la brigada nocturna entra en servicio; habitualmente ocurren tan pocas cosas que se alegran del cambio de rutina.
Me hicieron pasar por diversas estancias cargadas de colgaduras hasta una antesala bastante sencilla en la que no había estado. Alguien entró en una habitación interior y oí que pronunciaban mi nombre en voz baja e indiferente. Minutos después un sujeto viejo y dicharachero se asomó en zapatillas, seguido por el paso plácido del hombre que me había hecho pasar y que se retiró. El viejo me examinó de la cabeza a los pies.
–Los césares jóvenes se han ido a la cama. ¿Puedo ayudarte?
Llevaba una túnica púrpura arrugada y no se había puesto el cinturón. Era un hombre grande, sólido, de unos sesenta años, de constitución fornida y saludable, con la frente muy arrugada y la mirada franca. Por alguna razón su falta de formalidad realzaba su presencia: con el correr de los años se había acostumbrado a fascinar a la gente con su sola presencia. Y lo hacía muy bien. Maldito sea el bastardo desde los dedos gordos del pie hasta el último pelo de su cabeza. Me cayó bien en cuanto le vi.
Supe de quién se trataba: era el emperador Vespasiano.
Pensé que lo mejor era responder amablemente que sí, que él podía ayudarme.
Me contempló con divertida indulgencia y me invitó a pasar. Estaba trabajando en un pequeño recinto, que habían vuelto cómodo mediante la instalación estratégica de lámparas. Dos ordenadas pilas de cartas ocupaban su atención. Era un escenario bien ordenado: el tipo de despacho en el que me encantaría trabajar.
–De modo que eres Falco. Te noto un poco paliducho. ¿Te apetece una copa de vino?
–No, gracias. He pasado frío. Por favor, no os molestéis.
–¡Pero si no es ninguna molestia! – chilló con entusiasmo-. En el pasillo espera un número ilimitado de coperos y de escanciadores de vino deseosos de que catemos sus productos… -Negué con la cabeza. Para gran sorpresa mía, Vespasiano insistió-: Lo entran y lo sacan. Todos son una suerte de especialistas exaltados. ¡Si quieres algo, probablemente encontrarán un esclavo que te quite las pelotillas del ombligo, incluido el delantal de quitapelotillas y el plumero con mango de perlas del quitapelotillas! – Parecía haberse serenado.
–¡Señor, tendría un retiro muy agradable y relajante si dispusiera de todo eso! – bromeé con respeto.
–Pues yo dejé de estar relajado cuando vi la factura -comentó Vespasiano con acritud.
Clavó en mí sus ojos profundos y me di cuenta de que podría haber controlado a Tito, pero no al emperador.
–¡Me han hablado de tus payasadas por los honorarios!
–Señor, no pretendía ofenderos.
Vespasiano guardó silencio. Me pareció que la expresión tensa que le había dado tanta fama tal vez se debía al cúmulo de años pasados en lugares públicos haciendo un esfuerzo por disimular la risa. De todos modos, ahora no reía.
–¡No haces más que ofender a tu probada inteligencia! – Me gustan los hombres sinceros. El emperador preguntó con más parsimonia-: ¿En qué consiste este último acto de la pantomima?
En ese momento expliqué a Vespasiano qué era lo que pretendía con mi retorno a palacio.
Le conté toda la historia y le dije que me había arrepentido: le supliqué que me diese una segunda oportunidad como funcionario. Me preguntó por qué; le dije que por ella; me la negó.
Dije ¿qué? Vespasiano volvió a negarme la segunda oportunidad.
No era lo que esperaba, en absoluto.
Vespasiano dejó transcurrir vinos instantes Y cuando tomó la palabra me ofreció trabajo. Esta vez me tocó a mí decir que no. Dije que a él le desagradaban los informadores y a mí los emperadores: no estábamos hechos el uno para el otro. Vespasiano me explicó que no le desagradaban los informadores en cuanto tales, sino el trabajo que realizaban. Le confesé que sentía prácticamente lo mismo con respecto a los emperadores.
Me contempló largo rato, aunque no parecía muy enfadado.
–¿De modo que tu visita se relaciona con la joven Camila? – Guardé silencio-. Falco, no me gusta que las clases se mezclen. La hija de un senador está obligada a respetar la dignidad de su familia. Todos me consideran chapado a la antigua -comentó el emperador.
Como era la comidilla de toda Roma, yo no podía ignorar que durante años Vespasiano había convivido con una liberta que hacía cuatro décadas había sido su amante. Aunque me pareció improbable, también corría la voz de que había llevado a palacio ese cuerpo leal ahora envejecido.
–Señor, con los debidos respetos, no os interrogaré sobre estas cuestiones, así que no espero tener que responder de ellas.
Pensé que esta vez le había ofendido, pero segundos después Vespasiano sonrió.
–Tito dice que parece una moza sensata.
–¡Yo pensaba lo mismo hasta que se lió conmigo! – espeté.
–Mi viejo amigo Hilaris estaría totalmente en desacuerdo -dijo Vespasiano y refutó mis palabras-. Jamás discuto con Gayo porque provoca demasiado papeleo. Tiene muy buena opinión de ti. ¿Y qué le diré ahora?
Miré al emperador y éste me observó atentamente. Llegamos a un acuerdo basado en una idea mía. Vespasiano se quedó cruzado de brazos hasta que se la expuse: me incluiría en la lista de los de segunda categoría, lo haría en cuanto yo presentase el dinero exigido.
Me había comprometido a ganar -y a ahorrar- cuatrocientas mil monedas de oro.
Antes de partir insistí en otro asunto.
–Quiero que veáis esto.
Saqué el tintero que había encontrado en la bóveda del azafrán; salió de mi bolsillo mezclado con granos de pimienta. El emperador lo giró sobre la palma de su manaza. Se trataba de un tintero vulgar, de formas sencillas con un saliente para impedir que la tinta se derramara. En la base estaban claramente grabadas T FL DOM, las iniciales del benjamín de Vespasiano.
Recuperé el tintero antes de que el emperador tomara la palabra y dije:
–Puesto que no hará falta ante los tribunales me lo quedaré como recuerdo del caso.
Si he de ser justo con el emperador, tengo que decir que permitió que me lo llevara.
Fui a casa.
Al bajar del Palatino, a mi alrededor se extendía Roma en medio de la noche, como una sucesión de charcas profundas y negras entre las tenues luces de las lomas de las siete colinas. Dirigí mis pasos por las calles dormidas, llegué por fin a la proverbial miseria de mi barrio y al severo apartamento en el que moraba y al que una vez había llevado a un muchacha llamada Sosia Camilina.
Aquél fue el peor día de mi vida y cuanto entré en el despacho me di cuenta de que aún no había acabado. La puerta de fuelle estaba abierta. Entré y una ráfaga de aire frío se desplazó sutilmente por la habitación. En el balcón había alguien que esperaba al acecho.