LXIV

Estábamos en Roma y había que cumplir ciertas formalidades.

Esa misma noche, mientras Vespasiano recibía a los favoritos y a los afortunados en el banquete que dio en palacio y toda Roma cenaba con familias y tribus electoras de otras partes, fui trasladado al Palatino para celebrar una entrevista con su hijo. Tito César, que era célebre por su benevolencia, nos felicitó a Camilo Vero, a Petronio Longo y a mí. El senador estaba demasiado conmocionado para poner reparos. Helena Justina permaneció en silencio junto a su madre; las dos llevaban gruesos velos. A pesar de las gasas, me di cuenta de que Helena estaba tan taciturna como una medusa.

La especialidad del día era la concesión del anillo de oro a M. Didio Falco: cuatrocientos mil sestercios y el ascenso a la clase media. Fue un gesto generoso de un césar joven deseoso de realizar buenas acciones.

M. Didio Falco, célebre por su comportamiento descortés, fue fiel a su reputación con descuidada naturalidad. Pensé en lo que supondría: no sólo tierras y rango, sino el tipo de vida que me permitiría llevar. A semejanza de Flavio Hilaris, araría apasionadamente un surco útil a su manera y disfrutaría de casas tranquilas y cómodas con una esposa a la que amar con toda el alma; sería una vida elegida entre personas que me gustaran, una vida en la que sabía que prosperaría.

Entonces me acordé de Sosia. De Sosia, que estaba muerta y que ahora ni siquiera tenía un padre que le pidiera a los dioses que la tratasen con indulgencia. Repliqué a Tito César:

–¡De modo que ésa es la bonificación del contrato! Quedáosla, César. No la he ganado, me contratasteis para descubrir al asesino de Sosia Camilina…

Aquel día Tito estaba de un humor estupendo porque aún resonaban en sus oídos los vítores de toda Roma, pero reculó ligeramente. Aunque había muy pocos funcionarios presentes, le hice el favor de no mencionar el nombre de Domiciano. No era un nombre que yo deseara pronunciar.

–¡Didio Falco, Vespasiano en persona ha cerrado esa cuenta! – dijo Tito con tino.

–Para mí nunca se cerrará -respondí fríamente a su metáfora.

–¡Es probable! Lo comprendo. Te aseguro que todos lloramos a esa infortunada joven. Falco, intenta ser comprensivo. En este momento Roma necesita creer en su principal familia. Lo emperadores deben establecer sus propias reglas…

–¡Señor, precisamente por ese motivo soy, republicano!

Percibí ademanes de sorpresa, aunque Tito ni se inmutó. Me miró pensativo y apeló al senador. Décimo lo intentó haciendo un esfuerzo claramente debido al dolor y al agotamiento más que a cualquier antipatía hacia mí:

–Marco, en bien de mi hija…

Respondí secamente al senador que su aguerrida hija merecía algo mejor que un revisor de cuentas ascendido a tumbos, comprado y prácticamente sobornado para que guardase silencio.

Lo encajó. Probablemente estaba de acuerdo; estoy convencido de que su esposa lo comprendió. Si el senador no había compartido esa opinión cuando empecé a insultarle, ahora debía de tenerla. Y lo rematé con la siguiente frase:

–¡Senador, no permita que un instante de insensatez desvirtúe su sentido común! – Le di la espalda. Caminé directamente hacia su hija por la sala de audiencias. Agradezco a los dioses que Helena llevara velo. Si hubiese tenido que mirarla a la cara me habría resultado imposible hacerlo- Señoría, ya sabe cómo son las cosas: ¡cada caso una chica, cada nuevo caso una chica nueva! De todas maneras, le he traído un recuerdo para que el dedo se le quede verde: Ex Argentiis Britanniae. Se trata del agradecido obsequio de un esclavo de las minas de plomo.

Entregué a Helena Justina un anillo de plata. Como no tendría más oportunidades de verla, esa misma noche había ido a recogerlo a la platería. En el interior estaba grabado uno de esos lemas baratos de los joyeros que, según tu estado de ánimo, no significan nada o lo significan todo: Anima Mea.

Supe que todo estaba perdido. La rechacé en público y luego deposité esa carga en su soledad. No fue culpa mía. Como el platero no había recibido instrucciones, grabó lo que se le ocurrió y cuando lo vi no fui capaz de decirle que lo cambiara.

Al fin y al cabo, el lema no faltaba a la verdad: Anima Mea, alma mía. Alcé la mano de Helena Justina y cerré fuertemente sus dedos sobre mi regalo. Me fui sin mirar a nadie.