LXIII

En cuanto me lancé sobre él, comprendí que Publio sabía luchar. En algún ambiente sospechoso del imperio había aprendido tretas que un caballero de clase media no debería saber. Felizmente yo no formaba parte de la clase media.

Fue una lucha violenta, aún más encarnizada porque Meto era de los que creen en distraer al adversario pegando alaridos y chocando armas siempre que se puede, sirvan o no sus golpes a algún propósito. Me daba igual. Pronto lancé bufidos mientras recorríamos los pasillos de pimienta y otras especias, chocando con barriles y fardos hasta que ambos quedamos sin aliento. Me alegré de que Helena Justina tuviera la sensatez de mantenerse al margen.

Durante media hora combatí con el díscolo hermano menor del senador en ese sitio oscuro y plagado de aromas. Al aplastar a saltos el rico contenido de la herencia de Helena se nos llenaron los ojos de lágrimas. A pesar de que Publio rondaba la cincuentena, poseía la estatura que caracterizaba a su familia. Su falta de expresividad desconcertaba: no tenía en qué basarme, nada a lo que oponerme ni la posibilidad de provocar respuestas espontáneas para engañarle a continuación.

Publio Camilo Meto disponía de un arma mejor y de mayor alcance, pero no me preocupaba; durante años había practicado esa combinación en el gimnasio de Glauco. Meto también tenía esa experiencia. Dondequiera que hubiese aprendido, le habían enseñado a cortar los tendones de las corvas y a clavar los pulgares en los ojos. Por suerte me había preparado para mantenerlo a distancia lanzando latigazos con el cinturón desenrollado y cuando se acercaba demasiado me lo enroscaba en el antebrazo como hacen los gladiadores y rechazaba esa espada que iba a por todas.

Meto estaba en forma. Yo me encontraba fatigado. Pasamos delante de Helena por tercera vez y me las ingenié para evitar el riesgo de cruzarme con su mirada angustiada. Sé que debí de dar la sensación de que estaba en dificultades -a los ojos de Helena una visión muy normal-, pero entonces su tío se relajó, perdí la concentración… y repentinamente me arrancó la navaja de la mano. Me lancé como loco tras el arma, me arrojé de cabeza y me deslicé de lado mientras la arenisca arañaba mis manos y mis rodillas hasta caer cuan largo era sobre la navaja.

Seguía en el suelo, a punto de rodar con el brazo en alto, aunque sabía que probablemente ya era demasiado tarde. Helena Justina había permanecido tan quieta que los dos la olvidamos. Su tío echó a correr con la espada en alto y lanzó un chillido aterrador. A pesar de que estaba atada, mientras su tío se abalanzaba, Helena se lanzó contra un barril detrás del cual la había situado un rato antes. El barril cayó. El contenido se derramó y se deslizó varios metros por el suelo reseco del almacén.

No tuve tiempo de darle las gracias. Me arrodillé y me incorporé. Separé las piernas y pasé por encima del barril. Meto lanzó una maldición. Titubeó cuando las pequeñas y férreas eminencias metatarsianas de los sensibles arcos de sus pies tan cuidados le obligaron a balancearse sobre los empeines. Mis pies callosos estaban cubiertos por botas de triple suela que alcanzaban los tres centímetros de espesor. Di patadas para dispersar las nueces moscadas y, avancé; antes de que Meto se recuperara, esquivé su brazo en alto y le golpeé la muñeca con el mango de la navaja. Soltó la espada. A fin de no correr riesgos le golpeé con el hombro para distanciarlo.

Helena Justina se apoderó instantáneamente de la espada.

–¡Quieto! – El cabrón se había movido-. ¡Ni se mueva! – me atraganté-. Permanezca inmóvil. Todo ha terminado…

–¡No está mal… para un pícaro desgreñado de los barrios bajos de Subura! – Jadeó.

–No tengo nada que perder… ¡no se mueva! -Ya conocía este tipo de individuos. Este me crearía problemas hasta el momento mismo en que se cerrara la puerta de la celda-. ¡Camilo, no me provoque!

–Falco, ¿qué hacemos ahora? – preguntó Helena.

–A palacio y que Vespasiano decida.

–¡Falco, no sea idiota! – exclamó Publio-. Comparta conmigo la plata, las especias… y la chica, por supuesto, Falco…

Entonces estalló toda mi rabia acumulada. Antaño Meto había manipulado a Helena para satisfacer sus viles propósitos y la había obligado a casarse con Pertinax. No volvería a ocurrir.

–¡Su sobrina tiene un gusto espantoso… pero no tanto! Se acabó el juego. La guardia del Aventino ha bloqueado la carretera de Ostia y registra todo lo que se mueve, desde la cesta de la compra de la abuela hasta la joroba de un dromedario. A Petronio Longo no se le pasará por alto una procesión de carretas ilegales. Esa plata se convertirá en su sentencia de muerte…

–¡Falco, no mienta!

–No me juzgue con sus patrones. Ha llegado la hora de partir.

El padre de Sosia -y era el padre de Sosia, supongo que sabía que jamás podría olvidarlo- torció el gesto y me mostró las palmas de las manos como un gladiador que ha perdido las armas y reconoce la derrota.

–Permítame que decida cómo he de morir.

–¿Qué…? ¿La muerte con ese elevado tono moral que tanto despreció en vida? – me burlé-. ¿Acaso un traidor de clase media… es demasiado ilustre para la horca?

–Vamos, Marco… -murmuró Helena. En ese instante oí por primera vez el crujido de la gran puerta. La mujer suplicó-: Dé sus derechos cívicos a este hombre. Ofrézcale la oportunidad y ya veremos qué hace. Permítame que le entregue la espada…

Helena se la entregó antes de que pudiera impedírselo, con su rostro de mirada transparente diáfano como el día. Como cabía esperar, Meto la acercó en el acto a su precioso cuello.

Camilo Meto tenía tanto honor como una ortiga y su sobrina se había acercado demasiado. Hundió una mano en la sedosa maraña de sus cabellos y la obligó a ponerse de rodillas. Helena se puso muy pálida. Bastaría con que cualquiera de los dos hiciese un movimiento para que Camilo Meto la rebanara como a un jamón hispano.

–Suéltela… -le ordené serenamente sin quitarle ojo de en cima.

–¡Falco, he dado con su auténtico punto débil!

–No, señor…, es mi punto fuerte.

Helena no forcejeó ni habló. Su mirada me quemaba. Di un paso

–¡No se acerque!

Camilo Meto estaba entre la puerta y yo. Él tenía mejor luz, pero yo veía mejor.

–¡Camilo, mire detrás!

–¡Por todos los dioses,, no me venga con trucos tan trillados! – se mofó.

Alcé la voz:

–¡Compañero, cuánto has tardado!

Helena gimió porque su tío le hizo daño cuando le tiró implacablemente del pelo en su pretensión de inquietarme. Fue su gran error. Por Helena no dejé de mirarle, pero al final el traidor oyó las furiosas y veloces pisadas. Intentó volverse y yo grite:

–¡Todo tuyo!

Publio se movió. Yo di un salto y aparté a Helena.

Abracé su rostro, la giré y la obligué a hundir su cabeza en mi pecho.

Antes de que todo terminara Helena dejó de forcejear porque comprendió qué ocurría. La solté lentamente, la abracé mientras cortaba sus ataduras y le permití mirar.

Su tío estaba muerto. A su lado, en un charco de sangre, yacía una espada que no era la propia. Junto a ésta se encontraba su verdugo.

El senador Décimo Camilo se arrodilló. Durante unos instantes permaneció con los ojos cerrados. Sin mirar hacia arriba me preguntó embotado, con el tono que utilizaba cuando éramos amigotes en el gimnasio de Glauco:

–Marco, ¿qué es lo que dice el entrenador? ¡Matar a un hombre con la espada requiere fuerza, velocidad… y el auténtico deseo de verle muerto! -Ciertamente, era lo que solía decir el honrado Glauco. Le había asestado un golpe certero y potente con toda el alma, pero yo nunca se lo diría-. ¡Ay, hermano mío, hola y adiós!

Sujeté a su hija con un brazo, me acerqué y le ofrecí el otro para ayudarle a ponerse en pie. Aunque no se apartó de mí, Helena se colgó del cuello de su padre. Los abracé. En aquel instante los tres fuimos pares y compartimos un alivio y un dolor profundos.

Seguíamos abrazados cuando llegó la guardia pretoriana. Petronio Longo apareció en la puerta, pálido como la leche. Por detrás me llegó el traqueteo de las carretas que regresaban.

Había un ruido infernal. Funcionarios de alto rango se hicieron cargo de la situación y todo se tornó confuso. Aquellos que no habían tenido que ver con los acontecimientos de la tarde se felicitaron por la resolución del caso. Salí lentamente y sentí que mis cuencas oculares estaban tan vacías como la máscara de un actor.

Precintaron el almacén con el cadáver en el interior. Cerraron con cadena la puerta del patio. Décimo fue escoltado a palacio para dar explicaciones; vi cómo introducían a su hija en una silla de manos. No hablamos. Los pretorianos sabían que un investigador -por mucho que sea un investigador imperial- no tiene nada que hacer con la hija de un senador. Meto me había herido; Helena tenía manchas de mi sangre en su rostro. Me deseaba, sé que me deseaba. Estaba golpeada y conmocionada y vi que temblaba, pero no fui capaz de acercarme.

Si Helena hubiese hecho la más mínima señal, habría apartado a la guardia pretoriana al completo. Pero no la hizo. Me quedé sin saber qué hacer. Los guardias la llevaron a su casa.

Era de noche. Roma bullía con malos actos y gritos profanos. Un búho ululó en lo alto del Capitolio. Oí la sórdida cadencia de una flauta melancólica que traspasaba las calles de la ciudad con la injusticia del hombre hacia la mujer y la injusticia de los dioses hacia la humanidad.

Petronio Longo permaneció a mi lado sin pronunciar palabra. Los dos sabíamos que el caso de los cerdos de plata estaba definitivamente resuelto.