–¿Qué pretendes hacer? – preguntó Camilo Meto con cautela a su sobrina.
–Si puedo, arreglar las cosas -replicó tajantemente, sin pensárselo dos veces.
¡Ésa era mi Helena! ¡Adoré a esa pobre ilusa por su sinceridad!
Un cosquilleo recorrió mi pie con tanta insistencia que levanté la pierna y la sacudí pese a que sabía que no era probable que en esas áridas honduras morara ser alguno. La oscuridad presionó fríamente sobre mi piel hormigueante. El pasadizo estaba inmerso en un profundo silencio, si bien a lo lejos oí el distante sonsonete de los aplausos a medida que la celebración discurría por el Capitolio.
A la débil luz de media docena de pequeñas lámparas de aceite Helena Justina medio de espaldas, pero yo la conocía tan bien que podía deducir su estado de ánimo por las inflexiones de su voz. Y sonaba triste, como siempre que se sentía perturbada y sola. No pude dilucidar si le había dicho la verdad a su tío o si le ponía a prueba. En cuanto a él, parecía un hombre cuyas emociones eran tan superficiales o tan profundas que resultaba imposible desentrañarlas.
–Me figuraba que supondrías que tu padre era demasiado respetable -dijo Camilo Meto.
Helena suspiró.
–¿Y no es eso la clave de todo? La familia confía en él para todas las cosas nobles. Durante mi estancia en Britania tuve una larga charla con mi tía. Ella Camila me contó muchas cosas que aclaran la situación actual. Me explicó que el abuelo Camilo fue a vivir a Bitinia, en parte para ahorrar dinero cuando escasearon los recursos económicos de la familia. Me contó que durante veinticinco años cuidó la dote de su esposa a fin de reunir fondos y cumplir con los requisitos para que papá ingresase en el Senado…
–¿De qué forma la hermana Elia y tú explicáis esto? – preguntó Publio, intrigado pero sin perder su sarcasmo habitual.
–Ya conoces a papá -declaró Helena seriamente-. ¡No es precisamente una lumbrera! Quizás el esfuerzo de cargar con responsabilidades que estaban por encima de su inteligencia le llevó a hacer un disparatado gesto político. Papá podría ser vulnerable si Gneo le presionó aprovechando su condición de yerno. Hasta es posible que Gneo apelara al chantaje. Mi padre luchó por evitar una desgracia familiar… y así quedó del todo involucrado. Mientras estuve casada quizás abrigó la esperanza de protegerme. Como diría Falco, cada hombre tiene sus debilidades.
–¡Otra vez Falco! – Publio adoptó el tono de desdén apenas disimulado que solía emplear cada vez que trataba conmigo-. Falco se ha acercado peligrosamente. Si queremos salvar algo de todo esto tendremos que alejar a ese individuo.
–¡Pero si ya lo he intentado!
Helena Justina esbozó una extraña sonrisa. Sentí una especie de frío puñetazo en la boca del estómago y un temblor involuntario estremeció mis muslos.
–¡Me lo sospechaba! – se burló ingenuamente Publio-. Para ti esta herencia es una gratificación inesperada. ¿Qué harás con ella? ¿Te escaparás con tu amiguito Falco?
–¡Te aseguro que a Didio Falco no le gustaría nada lo que acabas de insinuar! – espetó Helena impetuosamente, recobrando dentro de sí a la muchacha de los días de Britania-. Su único objetivo en la vida es sacárseme de encima cuanto antes.
–¿De veras? Mis espías dicen que te mira como si tuviese celos del aire que respiras.
–¿De veras? -repitió Helena, sarcástica. En seguida inquirió con energía-: Tío, ¿quiénes son esos espías?
Su tío no respondió. En ese momento pensé en lo que Helena podía estar a punto de revelar sobre sus sentimientos íntimos hacia mí y el miedo y el deseo me desgarraron hasta el punto de que fui víctima de un estornudo catastrófico.
Como no tenía tiempo de retroceder por el pasadizo, adopté una expresión indiferente y entré en la bóveda.
–¡Sus granos de pimienta verde son de primera calidad! – felicité a Helena para disimular las causas del estornudo.
–¡Falco, qué sorpresa! – Creí percibir que su expresión se iluminaba, como si me diera la bienvenida, aunque parecía muy enfadada-. ¿Qué hace aquí?
–Creí que me había invitado.
–Y yo creí que había rechazado mi invitación.
–Por suerte para usted, cuando el tercer mocoso de cinco años me pateó las espinillas con sus botitas reforzadas con hierro las obligaciones familiares dejaron de interesarme. ¿Es éste el sitio donde Atio Pertinax guardaba la calderilla?
–Falco, es una bóveda para guardar azafrán.
–¡Debería tomar notas para construir una igual cuando haga los planos de mi finca! ¿Tengo alguna posibilidad de hacerme con un cuarto litro de Malabatrón? Me gustaría regalárselo a una amiga muy querida.
–¡Sólo usted es capaz de lisonjear a una mujer con un regalo que antes le ha robado! – exclamó Helena.
–Eso espero -coincidí animado-. Con un poco de suerte soy el único que realmente sabe qué es lo que mejor le queda.
Su tío socarrón no había dejado de observarnos y no me hice la ilusión de que pretendía aprender mis técnicas de seducción.
–Jovencito -me abordó con su voz meliflua-, tenga la amabilidad de decirme exactamente por qué ha entrado aquí.
Le sonreí con la candidez del tonto del pueblo.
–¡Estoy buscando los cerdos de plata!
Como los había encontrado, me acerqué a examinarlos y me presenté, como haría cualquier esclavo minero que se precie, asestándoles un amistoso puntapié. Me hice daño en el dedo gordo pero no me importó; al menos sabía con certeza que esa masa fantasmagórica era real. Al agacharme para frotarme el pie, mi mano golpeó un objeto pequeño apoyado en la pila de plomo. Lo levanté: era un modesto tintero de bronce cuyo contenido se había secado hacía mucho tiempo. Los tres lo miramos, pero ninguno habló. Lo guardé lentamente en el bolsillo de la túnica y me estremecí.
Helena Justina habló con un deje de apremio dramático:
–Falco, ha irrumpido en una propiedad privada. Quiero que se vaya.
Me volví. Cuando nuestras miradas se cruzaron, súbitamente mis ánimos se inflamaron. También tuve la certeza de que Helena y yo éramos compañeros que compartían una farsa.
A causa de la presencia de los tres, en la bóveda surgió una nueva tensión. Era como formar parte de un problema geométrico en el que ciertos elementos fijos nos permitirían dibujar la figura siempre y cuando respetásemos las reglas de Euclides. Sonreí a su señoría.
–Finalmente me di cuenta de que no bastaba con unos pocos barriles de nuez moscada para que el techo de la Cloaca Máxima se hundiera una y otra vez. ¡Algo que sí ocurriría si se tratara de lingotes de plomo! La conspiración ha fracasado y lo más probable es que el cabecilla pretenda quedarse con los lingotes. También me he percatado de que se apoderará de los lingotes y se largará. En el patio hay una bonita hilera de carretas para cargas pesadas que, si mis suposiciones son correctas, partirán esta noche después del toque de queda, llenas de plata hasta los topes. Cuando el cabecilla se presente a recoger el botín, aquí me encontrará.
–¡Falco! – gritó Helena ofendida-. Se trata de mi padre… ¡no puede detener a papá!
–Tito podría detenerle. Sin embargo, en casos de traición evitamos a los senadores los inconvenientes de un juicio público -dije con sequedad-. El ilustre senador podría recibir justo a tiempo una nota de advertencia y caer limpiamente sobre su espada en la intimidad de su selecto hogar…
–No hay pruebas -insistió Helena.
Me vi en la lamentable obligación de disentir.
–En todo momento muchas pruebas indirectas apuntaron directamente a Décimo. Desde el momento en que se ofreció voluntario para ayudar a su amigo el pretor, pasando por la forma en que a usted y a mí nos tendieron una emboscada, hasta el desagradable hombre que colocaron en mi apartamento en el mismo período en que su padre tuvo la amabilidad de pagarme el alquiler… Sólo por curiosidad, su señoría, ¿por qué nunca mencionó la existencia de esta bóveda? ¿Qué pretende? ¿Permitirá que su padre escape con la plata que queda? ¡Qué lealtad! ¡Le aseguro que estoy profundamente impresionado! – Como Helena guardó silencio, me dirigí a su tío sin dejar de interpretar el papel de simplón-. Señor, ¿es una sorpresa para usted? Su hermano tan bien situado aparece como pagador de Domiciano…
–Falco, cállese -dijo Helena.
A mí ya no había quien pudiera frenarme:
–Y la señora aquí presente, que tanto admira a un emperador capaz de ocuparse del papeleo, está mágicamente dispuesta a permitir que su ilustre padre sangre la casa de la moneda… ¡Helena Justina, no lo conseguirá!
–Falco, usted no sabe nada de mí -masculló en voz baja.
Espeté quizá con más brío del que pretendía dar a mis palabras:
–¡Por mi alma que intenté averiguarlo!
Estaba desesperado por obligarla a salir antes de que las cosas se pusieran mal… como sin duda ocurriría muy pronto. Decidí apelar a su tío:
–Señor, éste no es sitio para una dama. ¿Por qué no le pide a su sobrina que se retire?
–Falco, la decisión depende de ella.
La boca de Camilo Meto se torció en una mueca forzada e indiferente. Poseía un rostro extrañamente estático; deduje que siempre había sido un hombre independiente, autónomo hasta el extremo de resultar raro.
Me encontraba de pie, de espaldas a la fría mole de los lingotes de plomo apilados, con Helena a la izquierda y su tío a la derecha. Se dio cuenta de que, dijera lo que le dijese Helena, yo no dejaba de observarle. Volví a la carga.
–Su señoría, le ruego que me escuche. Durante nuestra estancia en Britania me dijo que Sosia me había comunicado quiénes eran los conspiradores. Y así fue.
–¡Falco, me ha mentido!
–No lo hice adrede. Ahora tengo la certeza de que, antes de morir, Sosia identificó a los implicados. Tito César tiene las pruebas en su poder. Helena, por eso le suplico que haga lo que le digo. Lo que ha ocurrido y lo que hoy pueda ocurrir no tiene por qué involucrarla… Por fin Publio Camilo Meto estalló:
–Falco, se equivoca.
Helena Justina se arropaba con la capa ligera para protegerse del frío que lamía nuestros cuerpos. Ataviado con la toga como hace todo hombre de categoría durante una celebración pública, Publio tenía los brazos cruzados encima de la cintura, lo mismo que un soldado durante una misión, para asegurarse inconscientemente de que aún tiene a mano la daga y la espada. No dejaba de mirarme a los ojos mientras me escudriñaba en su afán de desentrañar la verdad de lo que yo realmente sabía. Alcé una ceja y le alenté a seguir hablando. Exclamó con un tono cargado de rencor:
–¡Si estuviera correctamente informado se daría cuenta de que Helena Justina ha estado en el centro de la trama desde el día en que se casó con Pertinax!
A veces nuestras mentes siguen derroteros extraños. Antes de darme la vuelta para mirar a Helena, ya había dado por cierto lo que su tío decía. Mi cabeza era un torbellino. Nuestras miradas se cruzaron. Helena no hizo el menor intento de negar las palabras de su tío. Tendría que haberlo sabido. ¡Con mi mala suerte, me había vinculado incondicionalmente a la señora y hasta entonces ni siquiera se me había ocurrido dudar de su sinceridad!
Mientras Helena me veía aceptar la veracidad de esa afirmación noté su expresión de desprecio. Había aprendido a no dejar traslucir mis reacciones, pero me di cuenta de que cuanto sentía por ella estaba escrito en mi rostro. No pude cambiar de expresión. La pura congoja me dejó clavado donde estaba, junto a los lingotes, incapaz de acusarla, incapaz incluso de articular palabra.
Entonces se hizo la oscuridad en la parte posterior de mi cráneo y en medio de aquélla distinguí luces penetrantes.