LIX

Publio y Helena portaban sendas lámparas. Tras esos orbes minúsculos que dotaban a sus rostros de una transparencia enfermiza acechaba una masa oscura y rectangular.

–¡De modo que estás aquí! – exclamó Camilo Meto con la ligera sorpresa de quien supone que la joven querría asistir al desfile del Triunfo. Por la acústica deduje que se encontraban en una cámara pequeña y llena a rebosar-. ¿Te he asustado?

Ninguno de los dos estaba alarmado, pero yo sí. Mi corazón latía como una exclusa de aire en una delgada tubería de bronce.

Helena Justina había permanecido inmóvil en la cámara subterránea, como si estuviese ensimismada. Sin duda había oído las pisadas de su tío y no se sobresaltó. Le dirigió la palabra animada, como a cualquier otro pariente.

–¡Mira esto! La bóveda del azafrán guarda un buen secreto. Supuse que los soldados lo habrían encontrado, pero es evidente que no.

–¿Conocías este lugar? ¿Te trajo Pertinax?

–Me trajo varias veces para mostrarme los perfumes. Claro que entonces estábamos casados. Era su depósito de artículos secos y tenía una puerta secreta, el sitio donde guardaba bajo llave las especias más caras. Poner la entrada en la calle, en el exterior, fue un truco realmente sencillo… no le creí cuando afirmó que era un lugar seguro… he encontrado más lámparas… -Helena empezó a encenderlas con una pajuela y a renglón seguido los dos se quedaron alelados.

Se trataba de una bóveda de poca altura, con losas de piedra toscamente labradas en las que reposaban botes de cerámica y recipientes de cristal como elixires en los estantes de una botica. Además de las hebras de azafrán seco de los coloridos crocus bitinios que daban su nombre a la caverna, Pertinax y Publio Meto habían protegido aquí sus aceites preciosos, a salvo del fisco y de cualquier guardalmacén de dedos ágiles. El olor a azafrán no se percibía a causa de los perfumes mucho más concentrados que poblaban la cueva con su cerrado aroma a ambrosía. Helena y su tío no repararon en ninguna de estas cosas. Casi todo el suelo estaba ocupado por un siniestro bloque que llegaba a la altura del pecho y que congeló la memoria de un antiguo esclavo de las minas de plomo: veintenas de lingotes de plata se apilaban en la penumbra, tan semejantes y apretados como los tepes de una muralla militar.

Vi que Camilo Meto observaba a su sobrina.

–¿Falco está contigo?

–No.

–La voz de Helena sonó dura.

El joven Camilo emitió una risilla cuyas implicaciones no me gustaron nada. – ¿Te ha abandonado?

Helena pasó por alto ese comentario.

–¡Un rescate para un imperio! – Se maravilló en su viejo estilo amargo-. A Falco le habría encantado ver esto. Es una pena que descubriese que las tres cuartas partes de este misterioso botín ya no contienen ni un ápice de plata.

–¡Bravo por el inteligente Falco! – dijo Publio sin demasiado entusiasmo-. ¡Me imagino a los guardias pretorianos llamando a las villas costeras de Pompeya y Oplontis para vender tuberías de plomo a precio de saldo! – Me pareció que Publio estaba más animado de lo que yo recordaba-. ¿Qué hacías sola aquí cuando yo entré?

–Pensaba. – Su voz sonó apenada-. Pensaba en Sosia. Me preguntaba si murió en esta bóveda. Conocía su existencia, en una ocasión la visitó con Gneo y conmigo. Tal vez vino porque sabía que era un lugar secreto…

Con un movimiento brusco el padre de Sosia dejó la lámpara en un estante, se cruzó de brazos y miró tristemente a su alrededor mientras las arrugas surcaban su rostro.

–¡Ya es demasiado tarde! – aseguró con voz forzada.

Camilo Meto quería impedir que Helena siguiera hablando. Yo también, por el bien del hermano pequeño. No podía permanecer allí y afrontar la realidad. Su voz tenía el severo tono que había empleado durante el funeral de Sosia, como si todavía se esforzara por eludir la realidad de su muerte y rechazara tajantemente a cuantos se la recordaran.

Helena suspiró.

Justa, reverente y obediente… Papá me leyó tu panegírico. Estaba tan afectado.

–¡Se recuperará! – espetó Publio.

–No tan bien como parece. Recientemente me comentó que sentía que se ahogaba en una vorágine… ¡y ahora que veo esto lo entiendo!

–¿Qué es lo que ves?

Vi que Publio alzaba la cabeza.

Casi impacientemente y con un deje de amargura Helena Justina inquirió:

–¿No te parece obvio? – Cuadró los hombros y añadió con el tono tenso que sólo le había oído cuando me lanzaba insultos que deseaba me llegasen al alma-: Es posible que Pertinax proporcionara el almacén y la bóveda secreta, pero no era tan inteligente para crear una trama tan tortuosa. Supongo que es mi padre quien montó todo esto.

Camilo Meto la miró atentamente mientras Helena señalaba colérica la pila de lingotes. Ellos y yo evaluamos las consecuencias de lo que Helena acababa de decir. Ningún miembro de la familia se salva de un escándalo romano. Y las generaciones no nacidas, juzgadas por el honor de sus antepasados, ya estaban condenadas por esa acción contra el estado. La infamia del senador arrastraría en su caída a todos sus parientes. La pérdida del honor afectaba por igual a respetables y a inocentes, incluidos su hermano y sus hijos. Publio quedaría definitivamente mancillado. El chico de buen corazón al que había conocido en Germania mientras escoltaba a Helena vería cómo quedaba truncada su carrera antes de que echara a andar y lo mismo le pasaría al hermano de Hispania. En la lejana Britania esa maldición caería infaustamente sobre Elia Camila y, por su matrimonio, incluso sobre Gayo. Y en Roma… caería sobre Helena.

El tío echó hacia atrás su cabeza sorprendentemente vulgar y comentó con voz grave:

–¡Ay, Helena, Helena! Ya lo sabía, hace mucho tiempo que lo sé. ¡Pero no tenía la certeza de que te hubieses percatado!

Pensé que si ese hombre formaba parte de la conspiración, su interpretación era extraordinaria. En el caso de que así fuera, Helena debía saberlo. Y, en ese caso, la chica podía considerarse afortunada de que yo estuviera allí. Hacer frente a solas a Camilo Meto era desaforadamente peligroso…