Oímos que afuera se reunía un grupo de escoltas. Tito se asomó a la puerta y habló con alguien. La agitación cesó y un guardia recibió la orden de vigilar la entrada. Me dolía el estómago. Tito regresó, me indicó que me sentara, volvió a ocupar su sitio en el mismo sofá, a mi lado, y dejó la tablilla entre los dos, boca abajo.
–¡Esa pobre chiquilla! ¡Ay, Falco… esa pobre familia! Tendremos que tomar medidas. Por favor, explícame tu razonamiento.
–Señor, basta pensarlo para darse cuenta de que es espantosamente obvio. Comenzaré por el principio. Cuando en Roma apareció el primer cerdo de plata, lo que le ocurrió a Sosia Camilina fue sumamente significativo. Siempre lo he pensado. Es posible que, en su condición de edil del pretor, Atio Pertinax estuviera en condiciones de informar a los conspiradores dónde estaba oculto el lingote. Ahora creo que ya lo sabían… y sin duda alguien próximo a Sosia se dio cuenta de que ella conocía el número de la caja del banco. Por eso el modo más rápido de recuperarlo consistía en llevar a la muchacha al banco… utilizando rufianes para crear confusión e impedir que ella reconociese a los autores. Tito asintió con la cabeza.
–¿Eso es todo?
–No. Antes de morir, Sosia envió una carta a su prima en la que le decía que había identificado la casa del hombre relacionado con quienes la raptaron. Estoy convencido de que allí encontró esta lista. Lo significativo es que, en ese momento y por su propia seguridad, después del intento de secuestro quedó confinada en su hogar, es decir, en casa del senador, aunque no me caben dudas de que siempre que quiso tuvo acceso a la casa de su padre, situada al lado. – Tito meneó la cabeza y aceptó a regañadientes mis deducciones-. César, a partir del momento en que acepté este caso en su nombre, alguien muy próximo ha vigilado mis progresos y desbaratado cada paso que di. Cuando Helena Justina y yo regresamos de Britania, luego de estar varios meses fuera, alguien que sabía lo suficiente nos tendió una emboscada ese mismo día. A decir verdad, envié un mensaje desde la Puerta de Ostia… un mensaje dirigido a su familia.
–¿Y así fue como perdiste la carta del amigo Hilaris?
Tito sonrió afectuosamente: el honrado Gayo, con su pedantesca dedicación al trabajo duro, despertaba esos sentimientos. Yo también sonreí, simplemente porque el hombre me caía bien.
–Ni más ni menos. Siempre supuse que los dos nombres que Flavio Hilaris envió a Vespasiano eran los de Domiciano y Pertinax. No quiso decírmelo. Cometí un error. Es altamente improbable que Trifero, el contratista de minas, estuviese enterado de que su hermano estaba involucrado… Pertinax, el transportista, debía de ser uno de los conspiradores, pese a que había estado casado con la sobrina de Gayo. ¡Supongamos que el otro era un pariente aún más directo de su esposa! Debió de resultarle doloroso. No me extraña que Flavio Hilaris prefiriera mantenerse al margen y dejar que Vespasiano decidiese el camino a seguir.
Sin hacer comentarios sobre lo que acababa de decir, Tito sugirió con cautela:
–¿En algún momento se te pasó por la cabeza que Hilaris podía tener algo que ver?
–No, desde el momento en que le conocí.
Le conté el chiste según el cual éste era un caso en el que los únicos honrados eran los funcionarios públicos. Tito rió.
–¡Honrados sean los caballeros! – exclamó y aplaudió a la clase media. A renglón seguido apostilló, a mi juicio con absoluta seriedad-: Deberías apuntar a una categoría superior. Mi padre está deseoso de contar con hombres que juegan limpio.
Los requisitos en propiedades para los de segunda categoría ascienden a tierras por valor de cuatrocientos mil sestercios; Tito César no tenía ni la más remota idea de que acababa de hacer una observación ridícula. Algunos años los ingresos de Falco era tan reducidos que yo estaba en condiciones de ponerme en la cola de reparto de vales para el trigo que el imperio distribuía entre los menesterosos.
Pasé por alto la broma imperial y señalé que hacía veinte años que Flavio Hilaris era amigo de Vespasiano.
–Falco, es penoso tener que reconocer que cuando un hombre se convierte en emperador ha de escoger minuciosamente a sus amigos.
–Señor, cuando un hombre se convierte en emperador sus amigos también se lo piensan dos veces.
Tito volvió a reír.
Al otro lado de la puerta, voces amortiguadas murmuraban con insistencia. Tito miraba el techo.
–¿Se le ha pedido a Flavio Hilaris que vuelva a escribir?
–Enviamos un mensaje urgente mediante bengalas, pero hay mucho movimiento a causa del desfile del Triunfo. La respuesta llegará pasado mañana.
–¿Todavía la necesitáis?
Finalmente dio la vuelta a la tablilla de Sosia para que yo leyese el nombre que la joven había apuntado.
–Temo que sí -replicó Tito.
En la madera clara de la tablilla se veían diversos arañazos. Mi corazonada había dado en el blanco: la escritura de Sosia dejaba mucho que desear. Distinguí tachones, trazos e incluso letras a lo largo y a lo ancho de la superficie.
Pero me resultó imposible desentrañar el nombre que faltaba.