Cuando subí hacia palacio estaba tan alterado que pensé que la guardia pretoriana me arrestaría apenas verme. Me resultó reconfortante comprobar que, evidentemente, los guardias imperiales distinguían entre un auténtico asesino y un hombre ardiente pero honrado. Cuando rogué que me permitieran ver a Tito, me derivaron a diversos funcionarios de creciente refinamiento hasta que un secretario de elevada estatura -que daba la sensación de que ni siquiera movería sus largas pestañas si su suegra lo pescaba sodomizando al carnicero en el patio- me escuchó y me dejó instalado en un taburete con la toga recogida sobre las rodillas mientras se dirigía a una habitación interior.
Tito salió.
Era todo un espectáculo. Se había puesto el uniforme militar de comandante en jefe de Judea, haciéndolo coincidir con una actitud de seguridad en sí mismo. Lucía un peto decorativo con el torso moldeado en proporciones heroicas, una capa totalmente circular y teñida en un rico tono púrpura y una túnica fruncida y decorada con trenza rígida en forma de hoja de palma. Compensaba con su constitución muscular la altura que le faltaba para portar esos atributos. Estaba a punto para acudir al templo de Isis, donde pasaría solemnemente la noche con su padre y su hermano para entrar al día siguiente en la ciudad como triunfales generales romanos que retornan con los cautivos y los rutilantes botines.
Me asediaron las dudas. Mi cliente estaba vestido como si posara para las estatuas formales que durante varios miles de años dorarían su reputación. Aunque yo no creía en el poder del ceremonial, me percaté de que no me había presentado en el mejor momento.
Me puse de pie. Entregué a Tito la tablilla escrita por Sosia y percibí la fuerza de su mano cuando la sujetó. En medio de un tenso silencio leyó el nombre de Domiciano y luego paseó la mirada por el resto.
–Falco, muchas gracias. Me parece útil, pero no es ninguna novedad… -Su mirada parecía lejana y su mente sumida en los honores del día venidero. A pesar de todo, al final reparó en mi febril agitación-. ¿Qué…? En tu opinión, ¿qué significa? Señalé el espacio en blanco.
–Señor, la hija de Camilo Meto no era escriba. Escribía como una estudiante, presionando con el estilete. Yo tenía que mostraros esta lista, pero si estáis de acuerdo, aun a costa de destruir la tablilla… -Tragué saliva porque no me resultaba fácil desprenderme de algo que Sosia Camilina me había dado-. Si derretimos totalmente la cera del soporte quizá veamos en la madera lo que la muchacha escribió.
La mirada de Tito se cruzó con la mía. Era un hombre tan afilado como una espada de Hispania.
–¿Crees que el nombre que falta será visible? – Tito César tomaba decisiones como el general que en realidad era-. ¡No perdamos más tiempo!
Llamó al delgado secretario. De hombros hundidos y presumido, el fantasmón acercó rápidamente la tablilla a una llama y dobló su muñeca huesuda para que las gotas cayesen en un cuenco de plata con grabados. La devolvió con ademán profesional.
Tito miró la superficie arañada e hizo señas al secretario para que se perdiera. Durante unos instantes insoportables nos observamos y Tito dijo en voz baja:
–Dime, Didio Falco, ¿eres un investigador competente? ¿Por qué no me dices de quién sospechas antes de que te muestre la tablilla?
Un tribuno militar con las delgadas rayas púrpuras de los de segunda categoría entró en la antesala para asistir a una cita oficial relacionada con el Triunfo: ojos brillantes, las mejores botas, la armadura damasquinada limpia como una patena y fregado desde la punta de las uñas de los pies cortadas rectas hasta los bordes enrojecidos de sus orejas adolescentes. Tito ni se dignó mirarle.
–¡Fuera! -ordenó casi amablemente y el tribuno salió disparado sin mirarle dos veces.
El silencio volvió a reinar en la estancia. Tito y yo… Tito aún esgrimía la tablilla que todavía yo no había visto.
Se me secó la boca. En tanto investigador sólo era regularcillo (demasiado soñador y demasiado cauto ante los encargos dudosos, que son los que producen buenos beneficios); de todas maneras, era lo suficientemente capaz. Aunque había jurado no volver a alinearme con la clase dominante, prestaba mis propios servicios a mi ciudad y al imperio. Jamás aceptaría la divinidad del emperador, pero creía en mi propia dignidad y en asegurarme el cobro de mis honorarios.
Por eso le dije a Tito de quién sospechaba:
–César, tiene que ser uno de los hermanos Camilo, pero no sé cuál.