A primera hora de la tarde volví a -visitar la calle de la Pelusa.
Nada había cambiado: la basura del callejón, el desolado aspecto de abandono, hasta los alcantarilleros que, lo mismo que la otra vez, introducían tenazmente capachos por la misma boca de acceso. En las proximidades del almacén había tropas, apostadas. El capitán de cara marcada me negó el paso, pero lo hizo con buenos modales, lo que sugería que alguien cuya jerarquía se tomaba en serio le había advertido de mi posible visita.
Me quedaban dos alternativas: podía hacer el ridículo dejando floreros con claveles de color rosa en la puerta de la casa de cierta mujer o ejercitar mi cuerpo en el gimnasio. En lugar de ponerla en aprietos, acudí al gimnasio.
El gimnasio que frecuentaba estaba dirigido por un cilicio llamado Glauco. Estaba adosado a unos baños privados, se encontraba a dos calles del templo de Cástor y gozaba de la distinción de ser respetable. Glauco prohibía la entrada a gladiadores profesionales y a los jovenzuelos aristocráticos de mejillas hundidas que con la garganta reseca van en pos de los chiquillos. También disponía de una zona de ejercicio libre en la que simpáticos ciudadanos ponían sus cuerpos a la altura de sus mentes (que eran, en conjunto, bastante buenas) y luego disfrutaban de una agradable conversación en la casa de baños. Contaba con toallas limpias, una pequeña biblioteca en la columnata y una excelente pastelería en los escalones del pórtico.
La primera persona que vi al franquear la pista de pelota fue a Décimo Camilo Vero, el noble padre de Helena. Había aceptado con sorprendente diligencia mi jocosa propuesta de presentarle La mayor parte de los clientes de Glauco eran hombres más jóvenes que se dedicaban a hacer ejercicio antes de que les saliera tripa y sin sentido de la proporción acerca de cuántas palizas con las bolsas de arena puede soportar un cuerpo entrado en años; Glauco opinaba que la muerte de aristócratas cincuentones y rubicundos en la escalinata de entrada desalentaría a otros clientes. Ya había hablado con él y le había avisado que el ilustre Décimo pagaría bien; en vista de lo cual, si entrenar ocasionalmente al sumiso senador en la esgrima ligera no era una idea sensata, al menos resultaría rentable.
De modo que aquí estaba mi senador. Celebramos un combate con espadas de práctica; noté que se despabilaba, aunque Camilo Vero jamás tendría una visión precisa. De todas maneras, pagaría religiosamente -pero sin prisas, como todo el mundo- y Glauco le sacaría jugo a su dinero con ejercicios simples, al tiempo que se cercioraba de que ningún filo descuidado rasgaba su noble pellejo.
Jugamos a la pelota en lugar de reconocer que estábamos agotados y nos relajamos en los baños. Aquí podíamos reunirnos sin dificultades y, ocurriera lo que ocurriese con el caso, era probable que nuestra amistad perdurara. El gimnasio sería un sitio en el que podríamos ser amigotes pese al abismo de las diferencias sociales. Su familia podría no darse por enterada; la mía ya estaba convencida de que yo no tenía el menor sentido de las conveniencias sociales.
Empezamos a intercambiar noticias. Después de sudar la gorda en las salas de vapor y de zambullirnos en las piscinas de agua tibia nos tendimos sobre las losas y gozamos de las atenciones de las jóvenes manicuras mientras esperábamos a que nos llegara el turno con el descomunal masajista destrozabrazos que Glauco había hurtado de los baños de la ciudad de Tarso. Era competente, lo que significa que sus masajes te dejaban baldado. Más tarde saldríamos como muchachuelos después de su primera visita al burdel, simulando que nos sentíamos maravillosamente bien, sin tener la absoluta certeza de estarlo.
–Señor, usted primero. – Sonreí-. Su tiempo es más valioso que el mío.
Ambos cedimos graciosamente la vez y dejamos pasar a un tercero.
Me percaté de que el senador tenía cara de cansado. Se lo pregunté y me llevé una buena sorpresa cuando replicó sin vacilaciones:
–Esta mañana tuve un encuentro espantoso con la madre de Sosia Camilina… Acababa de regresar del extranjero y de recibir la noticia. Falco, ¿qué tal va la investigación? ¿Existe alguna posibilidad de que pronto pueda decirle que, al menos, hemos identificado a la persona que asestó el golpe? ¿Alguna vez se le pedirán cuentas al hombre que asesinó a Sosia? Su madre estaba muy agitada; incluso quería contratar a alguien para que llevara el caso.
–Con los debidos respetos, ¡mis tarifas son las más bajas del mercado!
–Con los debidos respetos hacia nosotros -dijo el senador con rigidez-, ¡mi familia no es rica pero haremos cuanto haya que hacer!
–Tenía entendido que Sosia no conoció a su madre -lo tanteé.
–No. – Guardó silencio unos segundos y finalmente me dio una explicación-. Fue un asunto lamentable y no pediré disculpas por el comportamiento de mi hermano. La madre de Sosia era una mujer de categoría, casada como sin duda supone, y jamás se planteó la menor sugerencia de que quisiera modificar su estado civil. Actualmente su marido es un ex cónsul, con todo lo que ello entraña; incluso en aquellos tiempos era una figura destacada. La señora y mi hermano trabaron amistad mientras el marido realizaba una gira diplomática que duró tres años; su ausencia supuso que cuando la mujer quedó embarazada resultó imposible simular que el hijo era del matrimonio.
–¿Y lo tuvo?
–Se negó a hacerse un aborto. Adoptó una posición moralista.
–¡Se acordó un poco tarde! – me burlé. El senador pareció desasosegarse-. ¿De modo que usted crió a la niña en el seno de su familia?
–Sí. Mi hermano accedió a adoptarla… -Me pregunté cuánta presión había tenido que ejercer Décimo para convencer a Publio de que lo hiciese-. De vez en cuando informaba a la mujer de cómo estaba Sosia y ella insistía en darme dinero para que le comprase regalos a su hija, aunque me pareció más conveniente que no se viesen. ¡Por eso ahora todo es tan difícil!
–¿Y hoy qué pasó?
–Bueno… la pobre mujer dijo un montón de cosas y no se lo reprocho. Lo peor es que nos acusó de negligencia a mi esposa y a mí.
–Señor, sin duda es injusto.
–Me figuro que sí -murmuró inquieto y era evidente que esa posibilidad le preocupaba mucho-. Julia Justa y yo hicimos cuanto pudimos por Sosia. Toda mi familia le tenía un profundo afecto. Después del intento de secuestro, mi esposa prohibió a Sosia que saliera de casa y pensamos que con esa advertencia era suficiente. ¿Qué más podíamos hacer? ¿Nos equivocamos? Ahora la madre de Sosia nos acusa de permitirle rondar por las calles como una buscona del Trastevere…
Estaba acongojado. Como la conversación me resultaba bastante dolorosa, intenté calmarle, y en cuanto pude cambié de tema.
Le pregunté si había tenido más novedades de palacio en torno a la detención de los conspiradores. El senador miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie nos oía (era el modo más seguro de garantizar que aguzaran el oído) y bajó la voz:
–¡Tito César dice que algunos caballeros se han dispersado!
Para Décimo ese comentario furtivo era muy divertido, pero no servía de mucho.
–Señor, debo saber quiénes son y a dónde han ido.
Se mordió el labio y me lo dijo. Fausto Ferentino había embarcado rumbo a Licia; se había marchado sin autorización… cosa que los senadores tienen prohibida porque están obligados a residir en Roma. Cornelio Gracilis pidió audiencia al emperador y los criados lo encontraron tieso como un palo y empuñando la espada con la mano derecha (era zurdo) antes de que pudiera asistir; al parecer fue un suicidio. Curtio Gordiano y su hermano Longino heredaron repentinos cargos sacerdotales en un templo de poca monta situado a orillas del mar Jónico, castigo probablemente más penoso que cualquier exilio al que pudiese condenarlos el afable y viejo tirano de Vespasiano. A Aufidio Crispo se le divisó entre las muchedumbres de la ciudad costera de Oplontis. A mi juicio, nadie que se apoderara de una ceca privada de plata soportaría el bochorno del verano entre la gente guapa que ocupaba las elegantes villas napolitanas.
–¿Qué opina? – inquirió Décimo.
–Tito debería poner bajo vigilancia a Aufidio. Oplontis sólo se encuentra a pocos días de Roma. Si no surge nada más, me desplazaré personalmente, pero soy reacio a abandonar cuando todavía existe alguna posibilidad de localizar los cerdos de plata. ¿Tito ha descubierto algo en la calle de la Pelusa?
El senador negó con la cabeza.
–Muy pronto mi hija tendrá acceso al almacén.
Desde la piscina de la izquierda nos llegó el torpe chapoteo de un compañero obeso que se dejó caer desde el borde porque le faltaba estilo para zambullirse.
–Supongo que impedirá que Helena vaya al almacén -le advertí sin hacer demasiada alharaca. Tendría que haber utilizado su nombre completo, pero ya era demasiado tarde.
–No, no. Mi hermano echará un vistazo al almacén y le aconsejará el mejor modo de vender las especias.
–¿El edificio propiamente dicho aún pertenece al anciano Marcelo?
–Hmmm. Como cortesía hacia él lo vaciaremos inmediatamente, aunque hay que reconocer que Helena y el viejo Marcelo se llevan bien. El hombre todavía la considera su nuera. Helena tiene facilidad para hechizar a los ancianos.
Floté boca arriba e intenté simular que era un hombre que no había reparado en la capacidad de hechizar de Helena.
El padre de Helena también miró pensativamente hacia arriba.
–Estoy preocupado por mi hija -confesó. Fui presa de un ataque de ansiedad y pensé: ¡se ha ido de la lengua!-. Supongo que está enterado de que cometí un error con respecto a Pertinax. Helena jamás me lo reprochó, pero siempre me sentiré responsable.
–Su hija pone el listón muy alto -dije y cerré los ojos como si el baño me hubiera adormecido. Abrí los ojos al oír que Décimo se movía.
Había estudiado tanto a Helena que percibí en el rostro de su padre semejanzas físicas que a otro se le habrían escapado. La espesa mata de pelo le pertenecía exclusivamente, pero su hija también mostraba la expresión directa, el ángulo de los pómulos, la arruguilla en la comisura de los labios como respuesta a la ironía; en ocasiones Helena compartía inflexiones con su padre. El senador me observaba con ese centelleo de regocijo que siempre me había caído bien. Me alegré de que su padre me gustara y de recordar que desde el principio me había parecido simpático.
–Pone el listón muy alto -repitió Décimo Camilo Vero sin dejar de observarme. Suspiró casi imperceptiblemente-. ¡Al parecer, Helena sabe lo que quiere!
El senador estaba preocupado por su hija; supongo que estaba preocupado por mí.
Hay cosas que un ciudadano ordinario no puede decir a los padres de una dama linajuda y respetable. Si le decía al senador que el suelo que su hija pisaba era para mí un lugar consagrado, evidentemente no lo tranquilizaría.
Por fortuna el masajista de Tarso se acercó a nosotros con una toalla en el brazo. Concedí a Décimo el primer masaje, con la esperanza de que su generosa propina lo volviera más amable cuando me tocase el turno. No sirvió de nada: simplemente lo abasteció de renovadas energías.