Más tarde la vi sollozar atormentada. Liberó tensiones cuya existencia sólo había percibido a medias mientras la abrazaba.
–¡Marco!
Me quedé dormido, descartando cualquier otra sensación cuando Helena Justina pronunció mi nombre.
La había llamado amor mío. Todo investigador que se respete a sí mismo sabe que es un error. En el momento en que lo dije los dos estábamos muy ocupados y me convencí de que probablemente no me había oído. Pero en el fondo del alma abrigaba la esperanza de que se hubiese enterado.
Cuando por fin abrieron las puertas, caminamos junto a las hileras de acantos que brotaban rígidos, mientras los jardineros nos miraban boquiabiertos, cubiertas sus grandes cabezas de chorlito con sombreros flexibles, y mojados por el rocío sus pies planos y sucios. Me atrevería a decir que no fue la primera vez que encontraron visitantes no invitados que anidaron en su territorio. Antes de devolverla a casa invité a Helena a desayunar algo caliente que compré en una tienda que vendía salchichas. Que la fortuna me proteja, tratáis con un hombre que en una ocasión convidó a la hija de un senador con una empanadilla rellena de carne de ternera muy picante y envuelta en una hoja de laurel. Que la fortuna proteja a mi señora porque se la comió… ¡en plena calle!
Comí mi empanadilla con cautela, porque mi madre fue muy severa a la hora de enseñarme a comer respetuosamente y de puertas para adentro. Alboreaba a orillas del Tíber y relumbraba un tímido sol. Con nuestras galas hechas un estropicio nos sentamos en un embarcadero y observamos a los tranquilos barqueros que surcaban las aguas argentinas. Sostuvimos una prolongada y apacible conversación en la que discutimos si mi afirmación de que todos los jardineros son unos cabeza de chorlito era un ejemplo más de mis prejuicios injustificados. Nos llegaron apetitosos olores a pescado frito y a pan recién salido del horno. Aunque el aire aún pendía frío a la sombra de los tenderetes que daban al río, clareaba un día hermoso. Me pareció que era el comienzo de algo más que un día hermoso.
Parecíamos un par de forajidos; me dio vergüenza llevarla a su casa. Descubrí una pequeña casa de baños privada que ya había abierto sus puertas. Entramos. No había nadie. Compré un frasco de aceite a un precio exorbitante y, dada la ausencia de esclavos, unté a Helena. Pareció disfrutar; sé que a mí me encantó. Helena me restregó con una esponja que tomamos prestada y nos divertimos muchísimo. Sentados uno al lado del otro en la estancia por la que corría aire tibio, Helena se volvió súbitamente hacia mí sin pronunciar palabra. Me abrazó y hundió el rostro en mi hombro. Ninguno habló. Ninguno necesitaba hablar. Ninguno habría podido.
Cuando la dejé en su casa imperaba la tranquilidad. Lo peor fue convencer al imbécil del portero de que despertara y franqueara la entrada a su señoría. Era el mismo esclavo que la noche anterior se había negado a reconocerme. Ahora sí que se acordaría de mí: antes de entrar la hija del senador se volvió deprisa y me besó en la mejilla.
Fui andando desde la Puerta Capena hasta el Aventino.
Caminé sin reparar en lo que hacía. El agotamiento y el júbilo me abrumaban. Tuve la sensación de que en una sola noche había envejecido una generación. Era profundamente feliz… estaba bien dispuesto hacia el mundo. Pese a la fatiga, mi sonrisa de orate resplandecía extática de oreja a oreja.
Petronio rondaba a las puertas de la lavandería de Lenia con la cara sonrosada y el pelo húmedo de quien ha pasado largo rato en una lavandería. Experimenté un profundo afecto hacia él, afecto que no se merecía y que no habría comprendido. Me dio un golpe en el estómago y me observó con interés. Aunque tenía las piernas flojas, encajé el golpe casi sin pestañear.
–¿Marco? – pronunció inseguro.
–Petro. Te agradezco la ayuda prestada.
–Ha sido un placer. Tu madre quiere hablar contigo sobre la saca de oro. Ah, esto es tuyo, ¿no?
–Me entregó el anillo de mi tío abuelo Escaro.
–¿Has logrado encontrar al enano de Melito?
–No ha sido difícil. Conocemos sus guaridas. Recuperamos parte del botín de tu señora, las joyas. Esta mañana las llevé a su casa, pero me dijeron que no estaba… -Su voz se perdió.
–No, no estaba, pero ahora está. Le dije que si lograbas recuperar sus joyas no estaría mal que ofreciera una recompensa. ¡Le sugerí algo bonito para tu esposa!
Petro me miró. Le contemplé con inmensa ternura. ¡Era un amigo excepcional!
–Escucha, Falco, con relación a lo de anoche…
Me reí restándole importancia.
–¡Fue el destino!
–¡El destino! -estalló Petro-. ¿De qué mierda hablas? – ¡Era un alma sencilla dotada de sentido común! Petro se apenaba de mis problemas. Y se dio cuenta por mi ridícula sonrisa de que yo tenía problemas-. Ay, Falco, eres un pobre infeliz que se deja llevar… ¿Qué has hecho?
Lenia salió de la lavandería. Tras ella palpitó el retumbo sordo de las tinas de lavar antes de que tuviera tiempo de mover el trasero para cerrar la puerta. Después de acarrear durante toda la vida brazadas de ropa sucia, lo hacía con la misma habilidad con que abría puertas con el pie. Ahora llevaba los brazos libres, pero su frente fruncida me indicó que le dolía la cabeza porque la noche anterior había libado en exceso con Esmaracto. Su vestido colgaba en pliegues torcidos, eternamente húmedo a causa del vapor. Por algún motivo, en los últimos tiempos le había dado por cubrirse los hombros con finos pañuelos en una parodia de refinamiento. Sopesó mi estado con tanta imparcialidad como si estudiara una mancha en una sábana y decretó burlona:
–Está blando como las natillas. El muy imbécil ha vuelto a enamorarse.
–¿Eso es todo? – Petro intentó tranquilizarse pero, como solía ocurrir cada vez que encaraba alguna de mis extravagantes bufonadas, el robusto Petronio no quedó convencido-. A Falco le pasa tres veces por semana.
Se equivocaba. Ahora yo lo sabía: hasta esa mañana nunca había estado enamorado.
–Ay, mi querido amigo, esto es distinto -afirmé.
–¡Capullito, siempre dices lo mismo! – Petro meneó la cabeza pesaroso.
Pasé la mirada de Petro a Lenia, demasiado cansado y conmovido para hablar, y empecé a subir la escalera.
¡El amor! ¡Qué tremenda sorpresa!
De todos modos, estaba preparado. Y sabía qué podía esperar. Una muchacha hermosa y despiadada. Nadie que me quisiese (me proponía sufrir; al fin y al cabo, era poeta en mi tiempo libre). A todo eso podía hacerle frente (garabatearía torrentes de versos). Una muchacha hermosa y despiadada o toda una serie de muchachas hermosas y despiadadas hasta dar con aquella a cuyo desconfiado padre pudiese persuadir de la boda para caer luego, como un ciudadano que cumple sus deberes, en la comodidad y el hastío…
Conocer a Helena Justina jamás sería cómodo. Era el tipo de persona a la que podía estudiar durante media vida sin correr el riesgo de hastiarme. Si mi posición social hubiese sido otra, tal vez me habría arrepentido de no tener media vida para consagrársela.
No podía permitírmelo. Ni siquiera podía permitirme la muchacha hermosa y despiadada. Un hombre agobiado por una cuenta bancaria con números rojos como la mía tenía que conformarse con perseguir a viudas ricas, entraditas en años y agradecidas…
Subí la escalera convencido de mi razonamiento. Cuando llegué al cuarto piso cambié de idea.
El amor es definitivo. Es absoluto. Produce un alivio horroroso. Volví a bajar y fui a una perfumería.
–¿Cuánto cuesta el Malabatrón?
Al perfumista debieron de parirlo con una mueca insultante. Me dijo el precio. Apenas podía permitirme que mi amada oliera el tapón del frasco. Con mirada orgullosa comuniqué al perfumista que me lo pensaría y regresé a casa.
Lenia me vio. Le sonreí con esa actitud distante que indicaba que no pensaba responder a ninguna pregunta y, una vez más, emprendí el ascenso por la escalera.
Cuando arribé al apartamento, permanecí en pie hasta que la inspiración llegó. Fui al dormitorio y revolví el rollo del equipaje hasta encontrar la pepita de plata de la mina de Vebioduno. Bajé nuevamente los seis pisos hasta llegar a la calle. En esta ocasión me dirigí a un platero. El orgullo de su colección era un collar afiligranado y torneado, del que pendían minúsculas bellotas. Se ajustaba a la perfección al gusto morigerado de las joyas que la había visto lucir. Lo admiré profusamente, pregunté el precio y simulé preferir unos pendientes. Fruncí la nariz ante todo lo que tenía, saqué mi tesoro y le expliqué qué quería que hiciese con él.
–Supongo que se molestará si le pregunto de dónde ha sacado esta pepita -comentó el platero.
–En absoluto -afirmé jovialmente-. La conseguí trabajando como esclavo en una mina de plata de Britania.
–¡Qué gracioso! – se burló el platero.
Regresé andando a casa.
Lenia volvió a verme. No se molestó en hacerme preguntas y yo no me tomé la molestia de sonreír.
Mis problemas aún no habían acabado. Había expulsado al escanciador de vino caliente y mi madre había venido a limpiar el balcón. Hizo amago de pegarme con la fregona y su gesto fue muy poco amistoso.
Le sonreí. Acababa de cometer un grave error.
–¡Has estado con una de esas bailarinas tuyas!
–No es verdad. – Me apoderé de la fregona-. Siéntate, tomaremos una copa de vino y te contaré lo que el célebre Tito César dice de tu glorioso hijo.
Aunque rechazó el vino, se sentó. Le dije que Tito había ensalzado a Festo y se había prodigado en elogios. Mamá me escuchó sin cambios perceptibles y a continuación aceptó sombríamente una copa de vino. Se la serví. Brindamos a la memoria de mi hermano. Como de costumbre, mamá bebió a sorbitos y sentada muy tiesa, como si sólo empinara el codo para ser sociable.
El rostro de mi madre jamás envejecerá. En los últimos años su piel se había cansado, de modo que ya no encajaba correctamente sobre los huesos. Cuando retorné de Britania me pareció más encogida que cuando partí. Sus ojos ojerosos, brillantes y perspicaces seguirían iguales hasta el día de su muerte. Algún día eso ocurriría y, a pesar de que ahora yo hacía tantos esfuerzos por defenderme de sus invasiones, cuando ya no estuviese me sentiría desolado.
Permanecí en silencio y dejé que asimilara cuanto le había contado.
Nadie, ni siquiera su amiga, había criticado los actos de Festo. Mi madre había recibido la noticia, había oído cómo era aclamado por su abnegación y había tomado las disposiciones pertinentes (de las que yo me ocupé) para asegurar la subsistencia de Marina y de la niña. La gente hablaba de Festo y mamá jamás pronunciaba una sola palabra. Todos nos hicimos cargo de que la pérdida de ese personaje grandioso, llamativo y generoso había socavado los cimientos de su vida.
A solas conmigo, de sopetón mamá me dio su opinión. Cuando cometí el error de llamarle héroe su rostro se tornó todavía más rígido. Vació la copa y la depositó violentamente sobre la mesa.
–¡No, Marco, no es así! – afirmó ásperamente mi madre-. ¡Tu hermano era un gilipollas!
Por fin mamá pudo llorar por Festo y su insensatez, cobijada por mis brazos, sabiendo que yo siempre había pensado lo mismo.
Desde ese día quedó establecido que, dada la ausencia presumiblemente definitiva de mi padre, yo asumía todos los poderes en tanto cabeza de familia. Y para hacerle frente a la nueva situación, envejecer una generación era una buena idea.