XLVI

Aunque Helena Justina rara vez lucía joyas esa noche se había puesto las mejores. Percibí su angustia incluso en la oscuridad.

No se movió. En voz baja me preguntó:

–¿Qué hago?

–Obedezca. No es un hombre muy corpulento pero está armado.

Yo había descubierto una sombra aún más siniestra a mi derecha, a unos dos metros de distancia. La intuición me indicó que llevaba una navaja. Puse a Helena a mi izquierda. Una voz espetó desdeñosa:

–¡Vaya, se deja libre el brazo de la espada… como si llevara una! ¡Señora, entréguenos su botín!

Muy a su pesar Helena se quitó los pendientes centelleantes, de cada brazo un brazalete que representaba una cabeza de pantera y la tiara que adornaba sus cabellos. Con esas joyas en la mano sus dedos tuvieron dificultades para abrir el cierre del collar.

–Permítame que la ayude.

–¿Tiene mucha práctica? – se mofó el ladrón.

El ratero estaba en lo cierto. No era la primera vez que abría el cierre de un collar. Me las apañaría. El collar constaba de dos tiras de metal; las junté y las desenganché; cuando una mujer lo llevaba al cuello, el propio peso de la joya mantenía las tiras de metal en su sitio. El cuello de Helena era terso y estaba tibio de tanto correr. Lo sé porque sólo un imbécil abre el cierre del collar de una dama sin acariciarle el cuello.

–¡El nudo de Hércules! – exclamé suavemente y dejé caer en la mano de Helena la ligera maraña de oro.

Una garra delgada se estiró para tomar posesión de las joyas y a renglón seguido me ordenó:

–¡También quiero su anillo!

Suspiré. Con excepción de deudas, era el único legado que había recibido en mi vida. Entregué al caco el anillo de sello de mi tío abuelo.

–¡Muchas gracias, Falco!

–¡Este hombre le conoce! – exclamó Helena indignada.

Evidentemente el ratero era un depredador del Aventino, pero yo no le conocía. Repliqué bruscamente:

–¡Son muchos los que me conocen, pero no tanto los capaces de birlarme el anillo de sello del tío abuelo Escaro!

Helena se tensó como si esperase que yo sacara un arma oculta y me lanzase al ataque. Como señal de que corrían tiempos tranquilos, Vespasiano había ordenado a los miembros de la guardia pretoriana que dejasen de registrar a las visitas, pero yo no estaba tan loco como para acudir a palacio con una navaja bajo la manga. Por lo tanto, no tenía nada con lo que pudiera plantarles cara.

De pronto el ladrón perdió interés en nosotros. Agucé el oído y me di cuenta a qué se debía. Percibí un silbido que reconocí. El ratero franqueó la entrada de una vivienda y se largó con el botín. Un hombre provisto de una tea apareció en el callejón.

–¿Quién vive?

–¡Soy yo…, Falco! – Otra persona llegó corriendo-. Petro, ¿eres tú?

–¿Falco? Acabamos de cruzarnos con el enano de Melito… ¿Te ha despojado de algo?

–De joyas. Pero por suerte apareciste porque también portaba una saca de oro.

–Le seguiré. ¿Qué has dicho que portabas?

–Una saca de oro.

Mientras hablábamos Petronio Longo se acercó a mí. A la luz de la tea de su ayudante por fin entrevió a mi náyade.

–¡Falco! ¡Eso sí que es perjurio descarado! – estalló.

Sujetó del brazo a su ayudante y alzó la tea como si fuera una baliza. A partir de entonces su mirada me ignoró. Helena Justina relumbraba bajo la luz de la antorcha, brillaba iridiscente como un ópalo, con los ojos encendidos, expresión desafiante y los mejores hombros de la Puerta Capena…

Como la hija del senador era de mi misma estatura, mi corpulento y apacible amigo nos superaba en diez centímetros. Él iba totalmente vestido de marrón, con el bastón de madera de su cargo enganchado en el cinturón. Llevaba muñequeras de cuero, grebas sujetas a la rodilla y un casco anudado en torno a su cabeza rasurada. Yo sabía que cuando Petro estaba en casa jugaba con los gatitos de sus hijas, pero ahora su aspecto era imponente. Helena se acercó a mí y aproveché la oportunidad para rodearla con el brazo. Petronio meneó la cabeza, embelesado aún de incredulidad. Lleno de inocencia, al muy simplón no se le ocurrió nada mejor que preguntar:

–¿He de suponer que ahora me dirás que éste es tu frasco de vinagre?

¡Cabrón envidioso!

Sin darme tiempo a salir del brete, Helena se zafó de mi brazo y espetó con voz aguda:

–¡Oh, sí, se trata de mí! Suele decirme que me las ingenio para que las serpientes de Medusa parezcan un bote de gusanos para pescar.

–¡Petronio Longo, pese a ser un hombre de pocas palabras, haces un montón de ruidos innecesarios! – chillé.

Más me valía no hablar con Helena, de modo que me dirigí a Petro:

–Es la hija de un senador…

–¿De dónde la has sacado?

–La gané a los dados.

–¡Por Júpiter tonante! ¿Dónde está el garito? – inquirió Petronio, tomó a Helena de la mano y la levantó.

–¡Venga ya, suéltala! Esta noche tanto Tito como Domiciano César han lanzado sus flechas envenenadas sobre esta pobre mujer… -Con la mirada encendida al saber que un amigo se encontraba en aprietos, Petro sonrió desafiante y besó la mano de la hija del senador con el respeto exagerado que habitualmente reserva para las vestales que recorren la vía de Ostia. Hice lo imposible por frenarlo-. ¡Mars Ultor, Petro! Es la hija de Camilo…

–¡Ya me había dado cuenta! ¡Si fuera una de las bailarinas libias ya la tendrías boca arriba en algún saloncito!

Petronio estaba convencido de que yo le había mentido a sabiendas y se sentía furioso.

–Está bien, acepto lo del saloncito… -repliqué apretando los dientes-, pero no necesariamente boca arriba.

Petronio se ruborizó. Lo sabía: para él los comentarios obscenos eran algo privado que tenía lugar entre hombres. Soltó tan bruscamente a Helena que ésta alzó el mentón. Estaba espantosamente pálida. Se me cayó el alma a los pies.

–Capitán de la guardia, le agradecería que me aconsejara. Me gustaría regresar a casa de mi padre. ¿Puede hacer algo?

–Yo la acompañaré -la interrumpí y advertí a Petro que no interviniera.

Al oírme, Helena me lanzó de sopetón:

–¡No, gracias! Ya he oído su opinión. ¡Ahora le daré la mía! – A pesar de que Helena bajó la voz, tanto Petro como yo reculamos-. Bajó a los infiernos y estuvo en Britania, me salvó la vida y es la única persona de Roma que tiene encendida una lámpara en recuerdo de mi prima. Hace todo eso y, sin embargo, sigue siendo malhablado, está lleno de prejuicios y sus bromas son muy ofensivas… amén de que carece de buenos modales y buena voluntad. La mayoría de las cosas de las que me responsabiliza en realidad no son culpa mía…

–Yo no la culpo de nada…

–¡Usted me culpa de todo! – Era maravillosa. Me costó creer que alguna vez hubiese pensado lo contrario. Cualquiera puede cometer un error-. ¡Didio Falco, si de algo me arrepentiré el resto de mi vida es de no haberle dejado caer en las aguas del Ródano!

Los halagos de Helena podían despellejar al más pintado. Estaba tan furiosa que me recosté en la pared y me puse a reír.

En medio de su incomodidad, Petronio Longo siguió mirando la pared por encima de nuestras cabezas y dijo secamente:

–¡Señora, ya puede seguir arrepintiéndose porque Falco ni siquiera aprendió a nadar en el ejército!

Helena Justina se puso aún más pálida.

* * *

Oímos gritos y pisadas. El ayudante que montaba guardia en el extremo del callejón lanzó un aviso en voz baja. Petronio se adelantó preocupado.

–Petro, ¿nos ayudarás a salir de aquí?

–¿Por qué no? – Se encogió de hombros-. Pongámonos en marcha… -Se interrumpió-. Señoría, puedo llevarla…

–Atrás, Petro -Intervine agriamente-. La princesa está conmigo.

–Señora, confíe en él -se dignó decir amablemente a Helena-. ¡En los momentos de crisis es genial!

–Siempre es genial -capituló a regañadientes Helena Justina-. ¡Al menos según él mismo!

Esa frase salida de los labios de la hija de un senador sorprendió a Petro tanto como a mí.

Abandonamos el callejón sin salida y nos internamos en la ruidosa arteria. El ayudante de Petro masculló algo. Nos pusimos nuevamente a cubierto. Petronio me dijo por encima del hombro:

–Se han apiñado como abejas en Hibla. Si tratamos de despistarlos…

–Hay que mantenerlos alejados del río -coincidí en seguida.

–¡Si la señora te arroja al Tíber pega un grito para que podamos ver cómo te ahogas! Con su permiso…

Petronio esbozó una fugaz sonrisa y despojó a Helena Justina de su manto blanco. Envolvió con éste al más menudo de sus compañeros, que se internó en medio del tráfico, seguido por los silbidos de los demás.

En la encrucijada de la vía de Ostia, Petro apostó a varios hombres para que dirigiesen el tráfico. Yo sabía lo que cabía esperar: en cuestión de segundos todo quedó paralizado. Entreví un brazo en alto mientras el manto de Helena se agitaba en toda su blancura en medio de los conductores que gritaban de pie en los pescantes y que insultaban a los guardias. Escapamos en medio del caos. Para librarme del peso mientras cuidaba de Helena, encomendé a Petronio la saca de oro y le pedí que se la entregara a mamá de mi parte… recordándole que era de ella, de modo que más le valía no exprimir el contenido en beneficio propio. Emprendimos velozmente el regreso por el mismo camino por el que habíamos llegado. En seguida nos encontramos en el oeste y en calles más tranquilas, a este lado del río del Aventino, cerca del puente Probo. Nos dirigimos al sur, más allá del Atrio de la Libertad e hicimos un alto en la Biblioteca de Polión para beber rápidamente de una fuente. Una vez allí limpié mis zapatos y mis piernas cubiertos de barro. Helena Justina intentó hacer lo propio, de modo que me apoderé de sus tacones y le lavé los pies como el solícito esclavo de un banquete.

–Muchas gracias -murmuró. Concedí la más seria de las atenciones a sus zapatos adornados con abalorios-. ¿Por fin estamos a salvo?

–No, señora. Estamos en Roma y es de noche. Si alguien nos aborda probablemente nos pegará un navajazo de decepción al ver que ya no queda nada que robarnos.

–¡Bueno, no nos resistamos! – me engatusó.

No respondí.

Intentaba decidir qué camino tomar. Calculé que tanto su casa como la mía estarían vigiladas. Helena Justina no tenía amigos en las cercanías; toda la gente que conocía vivía más al norte. Decidí llevarla a casa de mi madre.

–Señoría, ¿se ha dado cuenta de en qué consiste todo esto?

Helena Justina me adivinó el pensamiento.

–¡Los cerdos de plata están en la calle de la Pelusa! – Era la única explicación del legado de última hora de su desagradable marido-. Su nombre figuraba en la carta que nos robaron y se dio cuenta de que estaba proscrito. Creó ese codicilo por si sus colaboradores los traicionaban, para vengarse dejándolos sin fondos… ¿Y qué pensó que haría yo con los lingotes en el caso de que los encontrase?

–Devolverlos al emperador. Usted juega limpio, ¿verdad? – pregunté con tono tajante. Introduje sus pies en los zapatos y reanudamos la marcha.

–Falco, ¿por qué nos persiguen?

–¿Por un exceso de celo por parte de Domiciano? Tito dio a entender que éramos sospechosos en virtud de su legado. Y quizá Domiciano estuvo escuchando al otro lado de la puerta antes de presentarse. ¿Qué ha sido eso?

Percibí un sonido que me llamó la atención. De la nada surgió un grupo de jinetes. Un carro que transportaba basura de jardín, de lados altos y en ese momento vacío, pasó a nuestro lado. Subí a Helena, enganché la tabla trasera y nos tendimos petrificados mientras los jinetes nos adelantaban al galope. Tal vez fue una coincidencia, quizá no.

Habían transcurrido dos horas desde que dejamos palacio y la tensión empezaba a notarse. Me asomé, vi a un hombre montado y me agaché tan rápido que me golpeé casi hasta perder el conocimiento antes de percatarme de que acababa de vislumbrar la estatua de un antiguo general cuya corona empezaba a verdear. Algo se quebró.

–Parece que este carro sabe a dónde va -murmuré-. ¡Agachémonos para que no puedan vernos!

Era un carro artrítico tirado por un jamelgo asmático y volublemente conducido por el jardinero más viejo del mundo. Deduje que no iban muy lejos.

Permanecimos ocultos hasta llegar al establo. El viejo desenganchó el caballo y echó a andar hacia su casa. Pese al peligro de incendio dejó una vela encendida, de modo que estaba muy borracho o el equino tenía miedo de la oscuridad.

Estábamos solos y a salvo. Sólo había un problemilla: al asomarnos vimos que nos encontrábamos en un jardín público. La verja tenía dos metros y medio de altura… y al marcharse el anciano había echado el cerrojo a las puertas.

–Gritaré para llamar a mi mamá -informé a Helena-. ¡Usted escalará la verja e irá a buscar ayuda!

–El hecho de que no podamos salir significa que nadie puede entrar…

–¡No pienso acostarme con un caballo!

–Vamos, Falco, ¿qué se ha hecho de su sentido de la aventura?

–¿Dónde está su sensatez?

Nos acostamos con el caballo.