–¡Hermano, ha tenido que ser una gran contienda!
–No toda la vida es una contienda -replicó Tito sereno.
En el caso de Domiciano el título de cortesía de césar no era más que una endeble ironía. Poseía los cabellos rizados característicos de su familia, el mentón flaviano hendido, el cuello de toro, el cuerpo macizo y la constitución fuerte. Pero no resultaba convincente. Tenía diez años menos que Tito, lo que explicaba su resentimiento y la lealtad protectora de su hermano. Contaba veinte años y su rostro aún era angelical y tierno.
–¡Perdón! – exclamó. Pensé, en primer término, que compartía con su hermano la capacidad de desarmar a la gente y, en segundo, que era un actor consumado-. ¿De qué habláis? ¿De asuntos de estado?
Recordé que su imperial padre había puesto rápidamente fin a la participación de Domiciano en el estado.
–Este hombre es Didio Falco -dijo Tito y habló como un general-. Es pariente de un decurión que estuvo en Judea con mi legión.
Al final me percaté de que debía ese encargo a mi propio hermano. Vespasiano y Tito confiaron en mí porque conocían a Festo. Por enésima vez en mi vida pensé en mi hermano con sentimientos contradictorios. Por enésima vez en este caso me sentí espantosamente desanimado.
Como si todo estuviese acordado de antemano un criado me entregó una saca de monedas que apenas pude levantar. Con expresión comedida Tito dijo:
–Didio Falco, es mi regalo personal para tu madre en tanto comandante de la Decimoquinta Legión Apolinaria. Una modesta compensación por el apoyo que ha perdido. Didio Festo es irreemplazable para los dos.
–¿Conocisteis personalmente a mi hermano? – inquirí, no porque me interesase saberlo, sino porque mi madre me lo preguntaría cuando le hablase de esa basura dorada.
–Era uno de mis soldados. Siempre me esforcé por conocerlos a todos.
Con una carcajada que me pareció auténtica Domiciano intervino y exclamó:
–¡Didio Falco, somos afortunados al tener hermanos de tan merecida fama!
En aquel momento gozaba de todos los favores de la familia Flavio: gracia, inteligencia, respeto por la tarea que estaban realizando, gran ingenio, sensatez. Habría sido tan buen estadista como su padre o su hermano y a ratos lo consiguió. Vespasiano había repartido su talento a parte iguales; la diferencia radicaba en que sólo uno de sus hijos lo utilizó con mano realmente segura.
Tito puso fin al encuentro.
–Falco, dile a tu madre que puede sentirse orgullosa.
Logré mantener el tipo.
Cuando me volví, Domiciano se hizo a un lado.
–¿Quién es esta señora? – me preguntó descaradamente en cuanto Helena Justina se incorporó en una llamarada de oro y el frufrú de la seda. Su mirada desvergonzada la rastreó de la cabeza a los pies, evocando el vagabundeo de sus manos decadentes.
La incomodidad de Helena me puso tan furioso que repliqué vengativo:
–La ex esposa de un edil difunto llamado Atio Pertinax.
Vi que Domiciano pegaba un respingo al oír ese nombre.
Tito nos acompañó a la puerta, y también sometió a prueba a su hermano.
–El edil ha dejado un extraño legado a esta dama. Y ahora este cazafortunas la persigue por todas partes y en todo momento está atento a sus intereses…
Domiciano no dio nuevas muestras de nerviosismo. Besó la mano de Helena con el gesto de ojos entrecerrados de un jovenzuelo que se cree genial en la cama. Ella le miró con frialdad. Tito intervino con una seguridad que le envidié y cuando llegamos a la puerta la besó en la mejilla como si fueran parientes. Se lo permití. Si Helena no hubiera querido, habría sido muy capaz de evitarlo.
Abrigaba la esperanza de que la hija del senador supiera que esos dos procedían de una familia sabina chapada a la antigua. Despojados de la púrpura eran paletos y ordinarios: avaros con el dinero, mandados por sus mujeres y obsesionados con el trabajo. Los dos tenían tripa y ninguno era tan alto como yo.
Tuve que dejar sola a Helena mientras daba con alguien que fuese a buscar su silla. El atrio vacío parecía tan inmenso que me daba vueltas la cabeza de intentar abarcarlo todo con la mirada, pero la divisé en cuanto volví: una flecha de color verde mar oscuro sentada en el borde de una fuente. Sombreada por la estatua de treinta metros que representaba a Nerón como dios del sol, Helena parecía ansiosa y cohibida.
Un hombre que llevaba las anchas rayas púrpuras de senador hablaba con ella; era el tipo de persona que se echa hacia atrás y cuya barriga sobresale por encima del cinturón. Las respuestas de Helena eran parcas. En cuanto me acerqué Helena me miró agradecida.
–¿En qué sitio debía buscar una náyade si no delante de un surtidor? Hay cierto retraso con nuestra silla de manos, pero en seguida la traerán…
Me aposté a su lado. El señor de las rayas no pudo disimular su malestar y yo me animé. Helena no nos presentó. Noté que se relajaba en cuanto el monigote se largó.
–¿Es un amigo?
–No. Por extraño que parezca, soy amiga de su esposa.
–Bastará con que me haga una señal cuando quiera que me esfume.
–¡Muchas gracias! – espetó sombría.
Me senté a su lado en el cuenco del surtidor y, musité:
–El divorcio es algo peculiar. Parece colgar en torno al cuello de la mujer un letrero que dice «vulnerable».
Compartimos uno de los contados momentos en que Helena me permitió verla sometida a una tensión personal.
–¿Es tan corriente? ¡Empezaba a sospechar que la rara era yo! – Vi que se aproximaba su silla y me limité a sonreír-. Didio Falco, ¿me acompañará sana y salva a casa?
–¡Por todos los dioses, qué duda cabe! ¡Estamos en Roma y es de noche! ¿Su silla resistirá mi peso y el de la saca de oro?
La cena con los césares había fomentado ideas dispendiosas en mí. Helena asintió con la cabeza e informó fríamente a los porteadores que yo también viajaba.
Subimos a la silla de manos y nos colocamos en diagonal para no golpearnos las rodillas. Los porteadores echaron a andar por el lado norte del Palatino y avanzaron lentamente a causa del peso adicional. Aún no había anochecido del todo.
Helena Justina parecía tan acongojada que me sentí obligado a decir:
–No piense en lo que le sucedió a Pertinax.
–No.
–Y no intente convencerse de que él lo lamentó cuando se divorciaron…
–¡No, Falco! – Me recliné en un costado de la silla y me mordí los labios. Helena se disculpó en la oscuridad casi total-: ¡Es tan apasionado cuando da consejos! ¿Su hermano el héroe tenía esposa?
–Tuvo una chica… y una hija de cuya existencia no llegó a enterarse.
–¡Marcia! – exclamó y cambió de tono-. Supuse que era hija suya..
–¡Le dije que no lo era!
–Sí.
–¡A usted no le miento!
–No me miente. Le pido disculpas… Y ahora, ¿quién cuida de ellas?
–Yo.
Fui tajante y no dejé de revolverme, pero eso no tenía nada que ver con lo que acabábamos de hablar. Tuvimos que descender hasta el Foro para que yo quedase convencido: a nuestro lado se oían pisadas furtivas, acompasadas y muy próximas.
–Falco, ¿qué pasa?
–Nos siguen. Desde palacio…
Di un golpe en el lecho y me apeé de un salto cuando la silla se detuvo. Helena Justina se deslizó detrás de mí sin darme tiempo a ofrecerle la mano. Aferré la saca de oro de mi madre, crucé con su señoría la calle y la metí en el umbral iluminado de la tasca más cercana y tétrica, como si ella fuese una mujer mundana y aburrida que me pagaba para que le mostrase la infame vida nocturna de Roma.
Bajo la lívida luz de la entrada del tugurio Helena parecía tan tensa que casi me pregunté si no desearía ser una de esas mujeres…