XLI

El azar quiso que al día siguiente me cruzara con Petro. Lanzó un silbido y me contempló a corta distancia:

–¡Caray! ¿A dónde vas tan deslumbrante?

En honor a que cenaría con el patrón del mundo civilizado me había puesto mi mejor túnica, pulida en la lavandería hasta que las añejas manchas de vino quedaron casi invisibles. Llevaba sandalias (lustradas), un cinto nuevo (punzante) y la sortija de sello de obsidiana del tío abuelo Escaro. Había pasado toda la tarde en los baños y en la barbería, no sólo para intercambiar novedades (cosa que también hice hasta que la cabeza me dio vueltas). Me habían esquilado, así que me sentía tan alegre como un cordero. Petronio a las insólitas bocanadas de aceite para baño, loción para el afeitado, relajante para la piel y pomada para el pelo, en medio de las cuales me abría paso fragantemente, y con dedo cuidadoso alzó un centímetro dos tablas de la toga, a la altura del hombro izquierdo, con la intención de mejorar mi elegante aspecto. Esa toga había pertenecido a mi hermano que, como todo militar que se precie, se había provisto de lo mejor, lo necesitara o no. Sudaba bajo el peso de la lana y de la incomodidad.

Por temor a que mi escéptico camarada dedujese algo extraño, dije:

–Sólo llevo a un viejo y rancio frasco de vinagre a una fiesta en palacio.

Petro se sobresaltó.

–¿Ahora te dedicas a misiones nocturnas? ¡Capullito, ten cuidado! ¡Estas cosas pueden meter en líos a un chico apuesto!

No tenía tiempo para discutir. Había pasado tantas horas en la barbería que ya estaba retrasado.

* * *

El portero de la casa de la familia Camilo se negó a reconocerme; estuve a punto de pegarle, lo que habría echado a perder mi buen humor y mi elegante atuendo. El senador y Julia Justa ya habían salido. Por suerte Helena Justina me esperaba tranquilamente en la entrada, de modo que salió al oír mi acalorado intercambio con el portero. Ya se había instalado en la silla de manos. Me echó un vistazo por la ventanilla y yo sólo tuve ocasión de inspeccionarla a fondo cuando llegamos al Palatino. Me llevé una soberana sorpresa.

Supongo que el dinero lo puede todo. En cuanto la ayudé a apearse, envuelta en una elegante capa con un ligero velo que la cubría recatadamente de oreja a oreja, experimenté esa sensación de inquietud que se tiene cuando alguien que conoces va vestido de tal manera que parece un extraño. Cuando se descubrió comprobé que las malditas criadas de su madre habían cumplido realmente con sus deberes. Después de trabajarla con las tijeras de manicura y las pinzas de depilar cejas, las tenacillas de rizar y las cucharillas para quitar el cerumen, de hacerla pasar toda la tarde fermentando en una máscara facial de harina y de rematarla con una delicada pincelada de ocre rojizo en los pómulos y una fina capa de antimonio en los párpados, Helena Justina no tuvo más remedio que quedar presentable, incluso ante mí. De hecho, parecía bruñida desde el brillo de la tiara afiligranada sujeta a su rebuscado peinado hasta las zapatillas adornadas con abalorios que resplandecían en medio del volante del bajo de su vestido. Llevaba los brazos desnudos en seda color verdemar. Daba la impresión de ser una náyade fresca, alta y claramente superior.

Aparté la mirada. Volví a observarla y carraspeé.

Reconocí con voz ronca que nunca había estado en la ciudad con una náyade.

–¡Si estuviera en la playa surgiría el peligro de que un viejo y salobre dios del mar la arrojase boca arriba sobre un lecho de algas para hacerle el amor!

Helena replicó que le clavaría el tridente en las aletas; sostuve que, de todos modos, el intento valdría la pena para el dios.

Nos sumamos a la lenta comitiva que se abría paso hacia el comedor. La procesión atravesó los grotescos pasillos de Nerón, en los que el oro adornaba las pilastras, los arcos y los techos con tal profusión que se convertía en una cegadora capa de pintura. Faunos y querubines remilgados hacían cabriolas bajo pérgolas en las que las rosas se desmandaban todos los meses del año, con detalles tan delicados que, una vez retirados los andamiajes de los pintores, los frescos de las altas paredes sólo eran apreciados por moscas y polillas. Se me empañaron los ojos de tanto lujo, como alguien que pierde la visión por contemplar el sol.

–¡Se ha cortado el pelo! – me acusó Helena Justina, hablando en voz baja a medida que avanzábamos.

–¿Le gusta?

–No -respondió sinceramente-. Le prefería con rizos.

Alabado sea Júpiter, la chica no había perdido su personalidad. A modo de respuesta miré furibundo su moño rizado a la última moda.

–¡Bien, señora, puesto que de rizos hablamos, usted me gustaba más sin ellos!

Los banquetes de Vespasiano eran realmente chapados a la antigua. Las camareras se dejaban la ropa puesta y el emperador jamás envenenaba los alimentos.

Pese a que regularmente ofrecía banquetes, Vespasiano no era un buen anfitrión; los daba para animar a sus invitados y para proporcionar fondos a los proveedores. En mi condición de republicano no me dejé impresionar. Asistir a una de las cenas bien provistas del emperador me llevó a sentirme taciturno. Niego tener el menor recuerdo de los platos que sirvieron y sigo sumando lo que debió de costar. Afortunadamente Vespasiano se encontraba demasiado lejos para expresarle mis opiniones. Estaba bastante callado. Conociéndole, sé que también sumó los costes a su asignación para gastos personales.

Estaba en plena negativa a disfrutar cuando un ujier me palmeó el hombro. Helena Justina y yo fuimos retirados tan hábilmente de la mesa que yo aún sostenía una pinza de cangrejo y ella tenía la mejilla hinchada por un calamar en su tinta a medio masticar. Un esclavo del guardarropa me ayudó a ponerme la toga y logró en cinco segundos una caída digna que en casa me había llevado una hora; el chico encargado de los zapatos volvió a calzarnos; un escolta nos acompañó hasta una lujosa antecámara, dos lanceros guardaban una puerta interior de bronce, un portero la abrió, el escolta dio nuestros nombres al chambelán, éste los repitió a su ayudante y el chico volvió a recitarlos en voz clara pero se equivocó ligeramente, con lo cual echó a perder un efecto por lo demás prodigioso. Pasamos al interior. Un esclavo que hasta entonces no había hecho nada concreto aceptó lo que me quedaba de la pinza de cangrejo.

Cayó una cortina que amortiguó los ruidos del exterior. Un joven -un hombre de mi edad, no muy alto, con mentón saliente cuyas copias en mármol inundaban Roma- se incorporó de un sillón forrado en púrpura y avanzó a grandes zancadas. Su cuerpo era firme y su energía me llevó a refunfuñar. La trenza de oro en forma de hojas de acanto que adornaba el bajo de su túnica se deslizaba en ondulaciones acolchadas de tres centímetros alrededor de una banda de diez centímetros de ancho. Despidió con un ademán a los sirvientes y se acercó a saludarnos.

–¡Pasad, por favor! ¿Eres Didio Falco? ¡Quería felicitarte por los esfuerzos que has hecho en el norte!

No era necesario que Helena me tocara el brazo a modo de advertencia. Supe en el acto quién era ese joven y en el acto me percaté de quiénes eran mis dos empleadores. Tal como había supuesto hasta entonces, yo no trabajaba a las órdenes de un quisquilloso secretariado de libertos orientales que acechaban en los escalones más bajos del protocolo de palacio.

El joven era Tito César en persona.