XXXVII

Por la mañana me vestí, preparé el equipaje y al pasar llamé a la puerta de la habitación de su señoría. Apareció cuando yo ya me había sentado en el umbral del mansio y daba brillo a las botas con grasa de oca. Helena Justina permaneció de pie ligeramente detrás de mi. Me calcé despacio para no tener que alzar la mirada. En mi vida me había sentido tan cohibido.

–Los dos nos sentiremos mejor si ahora mismo damos por cancelado el contrato -dijo Helena Justina con tono tajante.

–Señora, siempre acabo lo que empiezo.

–Pues no le pagaré -añadió.

–¡En ese caso, dé por finiquitado el contrato!

No fui capaz de abandonarla. Le gustara o no, cogí su equipaje y eché a andar. Un marinero la ayudó a su subir a bordo; nadie se preocupó por mí. Helena Justina se alejó y permaneció sola en la proa. Me repantigué en cubierta y puse los pies sobre su equipaje.

Helena Justina se mareó. Yo no. Me acerqué a ella.

–¿Puedo ayudarla?

–Lárguese.

Me largué. Eso pareció ayudarla.

Aquéllas fueron las únicas palabras que cruzamos entre la Galia e Italia. Llegamos a Ostia en plena aglomeración matinal y se puso a mi lado mientras esperábamos para desembarcar. Ninguno abrió la boca. Dejé que los restantes pasajeros la empujaran una o dos veces, pero luego la puse delante de mí y fui yo el que recibió los empellones. Helena Justina miró fijamente hacia adelante. La imité.

Fui el primero en descender por la plancha y me apoderé de una silla de manos. Helena Justina bajó en seguida y se instaló en la silla. Arrojé mi equipaje en el asiento de enfrente al que Helena ocupaba y viajé en otra silla con el de ella.

Entramos en Roma al caer la tarde. Era primavera y abundaba el tráfico en las calzadas. En la Puerta de Ostia nos retuvo un atasco, así que pagué a un chiquillo para que corriera a avisar a la familia que Helena Justina estaba al caer. Caminé unos metros e intenté echar una ojeada al atasco que nos impedía avanzar. Cuando pasé junto a su silla de manos, Helena Justina asomó la cabeza por la ventanilla. Me detuve.

Seguí mirando calle arriba. Segundos después me preguntó en voz baja:

–¿Sabe qué pasa?

Me apoyé amistosamente en la ventana de la silla de manos en que viajaba Helena.

–Son carros de reparto -respondí sin dejar de mirar hacia adelante-. Esperan para entrar en cuanto suene el toque de queda. Parece que un carro repleto de toneles de vino ha derramado su pegajosa carga. – Giré la cabeza y la miré a la cara-. También hay una especie de jaleo oficial con soldados y estandartes. Parece que un personaje todopoderoso y su importante escolta entran en la ciudad con bombo y platillo…

La hija del senador sostuvo mi mirada. Nunca fui hábil para deshacer entuertos y noté cómo se tensaban los tendones de mi cuello.

–Didio Falco, por si no lo sabe mi padre y tío Gayo hicieron una apuesta -dijo Helena a modo de tregua y esbozó una débil sonrisa-. Tío Gayo opina que yo le despediré amoscada y papá dice que usted me abandonará antes.

–¡Qué par de bellacos! – comenté sin tenerlas todas conmigo.

–Falco, podríamos demostrarles que se equivocan.

Se me demudó la expresión.

–Sería desperdiciar las apuestas.

Helena Justina pensó que hablaba en serio y desvió bruscamente la mirada.

Experimenté un agudo dolor en la boca del estómago y diagnostiqué que era culpa. Le acaricié la mejilla con un solo dedo como si fuera Marcia, mi sobrinita. Cerró los ojos, posiblemente por desagrado. El tráfico volvió a ponerse en marcha y Helena susurró angustiada:

–¡No quiero volver a casa!

Mi corazón se enterneció.

Comprendía qué sentía Helena. Había dejado su casa como novia, madurado como esposa y administrado su propia casa… Probablemente la había administrado bien. Ahora no había sitio para ella. No le interesaba volver a casarse, según me había comentado su hermano en Germania. No le quedaba más remedio que volver con su padre. Roma no permitía otra vida a las mujeres. Helena quedaría atrapada en la existencia inútil de una jovencita, en una vida que ya había superado. La visita a Britania había sido una escapada fugaz. Ahora estaba de regreso.

Fui consciente de que sentía verdadero pánico. De lo contrario Jamás habría hecho esa confesión, al menos a mí.

Me sentí responsable y dije:

–Aún parece marcada. Prefiero cumplir mis misiones y entregar a las personas en un estado saludable. Salgamos a echar un vistazo. ¡La llevaré al terraplén y le mostraré Roma!

¿Por qué se me ocurren ideas tan descabelladas? Al este de Roma, a varios kilómetros de distancia de la casa de su padre, se puede trepar por los elevados diques de contención de la muralla original de la ciudad. Pasados los chirriantes tenderetes de los titiriteros, los hombres con los titis amaestrados y los trabajadores autónomos de telares que están a la espera de clientes, las antiguas murallas serbias forman un paseo ventoso. Para llegar había que abrirse paso por el centro de la ciudad, atravesar el Foro principal y salir al monte Esquilino. La mayoría de las personas giran al norte en dirección a la Puerta de Colline; yo tuve la sensatez de caminar con ella en dirección contraria y bajar a mitad de camino por la vía Sagrada.

Sabrá Júpiter qué pensaron los porteadores. Me figuro qué pensaron porque sé lo que habitualmente suelen ver.

Trepamos y caminamos uno al lado del otro. Como abril acababa de empezar y era la hora que antecede a la cena estábamos prácticamente solos. Todo se extendía a nuestros pies. En el mundo no existe nada semejante. En las estrechas callejas se alzaban bloques de apartamentos de seis plantas, frente a palacios y casas particulares que mostraban una fraternal desconsideración hacia el refinamiento social. Una luz de color champiñón cubría de copos los tejados de los templos o titilaba en los surtidores de las fuentes. Hasta en abril el aire estaba tibio después del frío y la humedad de Britania. Helena y yo caminamos en paz y contamos las Siete Colinas. Mientras nos dirigíamos al oeste siguiendo la loma esquilina el viento de la tarde nos dio de lleno en el rostro. Acarreaba atormentadores aromas de deliciosas croquetas de carne que borboteaban en salsas oscuras en quinientos comedores de aspecto dudoso, ostras con cilantro que bullían a fuego lento en salsa de vino blanco, cerdo asado con hinojo, granos de pimienta y piñones en la ajetreada cocina de una mansión. Hasta nuestro sitio elevado llegaba el murmullo lejano de la constante algarabía urbana: corredores y oradores, cargas estrepitosas, burros y campanillas, el taconeo de un destacamento de la guardia pretoriana en plena marcha, los gritos pululantes de una humanidad más densamente arracimada que en cualquier otro lugar del imperio o del mundo conocido.

Me detuve. Volví sonriente la mirada hacia el Capitolio, y Helena estaba tan cerca que su largo manto me rozó. Tuve una sensación de clímax inminente. En algún punto de esa metrópoli acechaban los hombres que yo buscaba. Sólo me faltaba encontrar pruebas que satisficieran al emperador y descubrir el paradero de los cerdos de plata robados. Estaba a mitad de camino de la solución, el desenlace se encontraba próximo… y había recuperado la confianza. A medida que asimilaba la familiar escena de un ciudad, sabiendo que en Britania había hecho todo lo que cualquiera podía hacer, me liberé definitivamente de la desolación que me había constreñido desde la muerte de Sosia.

Giré hacia Helena Justina y descubrí que me observaba. Ella también había logrado controlar su desdicha personal. En realidad, era una bella persona: una chica que durante una temporada se las había ingeniado para ser desgraciada. Muchos lo hacen. Algunas personas lo practican toda la vida, otras parecen disfrutar con la infelicidad. Pero Helena era diferente. Era demasiado sincera y honrada consigo misma. Cuando se sentía en paz mostraba una expresión profundamente serena y era un alma cordial. Tuve la certeza de que recobraría la paciencia consigo misma. Quizá no conmigo, aunque si me odiaba no podía reprochárselo porque cuando nos conocimos yo me aborrecía a mí mismo.

–Le echaré de menos -se burló.

–¡Como a una ampolla cuando deja de doler!

–Sí. Reímos.

–¡Algunas señoras quieren volver a verme! – bromeé de manera sugerente.

–¿Por qué? – espetó Helena con su actitud impetuosa y de mirada brillante-. ¿Las tima tan descaradamente cuando envía la factura?

Aunque últimamente había perdido peso, su figura seguía siendo atractiva y todavía me gustaba cómo se recogía el pelo. Por eso sonreí y repliqué:

–¡Sólo si quiero volver a verlas!

–Avisaré a mi contable que no deje pasar ni un solo error! – dijo sin perder el tono burlón.

Su padre y su tío habían perdido la apuesta. Sabía que no duraría, pero en aquel instante fuimos amigos.

Estaba atractivamente desaliñada y ruborizada. Con ese aspecto podía entregarla a su familia. Sus parientes pensarían pestes de mí, lo cual era mejor que la verdad.

Existen dos motivos para ir con una chica al terraplén. La primera consiste en tomar el fresco. Ya lo habíamos hecho. Pensé en el otro motivo y cambié de idea. Nuestro largo viaje había tocado a su término. La devolví a casa.