XXXVI

Helena Justina debió de notar mi vacilación.

–¡Lo siento muchísimo! – exclamó.

Tendría que haberse retirado presurosamente. Habríamos dejado estar las cosas. De verdad que no me habría molestado: su gesto había sido muy civilizado.

Pero la condenada no sabía qué hacer.

–Lo siento tanto…

–¡No vuelva a disculparse nunca más! – chirrió mi voz. Desde la muerte de Sosia me había replegado sobre mí mismo. No estaba en condiciones de hacer frente a las mujeres-. ¡Señora, no es ninguna novedad! ¡Un bonito trozo de carne en busca de una salsa espesa… a los gladiadores les pasa todos los días! ¡Si hubiese sido eso lo que yo quería, se habría enterado mucho antes!

Helena Justina tendría que haber entrado inmediatamente en su habitación pero, preocupada, se quedó en la puerta.

–¡Ya está bien! – gemí afligido-. ¡Deje de mirarme así!

Sus ojazos cansados parecían océanos de tristeza.

Hacía dos horas que yo pensaba qué sentiría al besarla. Por eso la besé. Profundamente exasperado franqueé el umbral y la sujeté con los codos mientras mis manos se deslizaban a ambos lados de su rostro blanco como los huesos. Fue un beso fugaz, tan carente de gozo que debió de ser el gesto más gratuito de mi vida.

Helena Justina se zafó bruscamente. Temblaba a causa del frío que había cogido en el jardín. Su cara estaba helada y aún tenía las pestañas húmedas de llanto. La besé, pero seguí sin saber qué es lo que realmente sentí. Conozco hombres que dicen que ese tipo de mujeres buscan un trato recio. Son unos botarates. Helena estaba muy perturbada. Y, si he de ser sincero, yo también.

Helena podría haber afrontado la situación, pero no le di tiempo. Fui yo el que salió disparado.

Regresé. ¿Por quién me tomáis?

Deambulé por el pasillo a oscuras con tanta discreción como un criado al que se le ha olvidado dar un mensaje. Llamé a su puerta con mi llamada especial: tres golpecitos sucesivos con los nudillos. No habíamos establecido un acuerdo formal, esa llamada se convirtió, simplemente, en mi contraseña. Habitualmente me abría en el acto.

Volví a llamar. Accioné el picaporte sabiendo que no cedería (le había enseñado a afianzar el picaporte cuando se hospedaba en una posada). Apoyé la cabeza en la madera de la puerta y pronuncié su nombre completo en voz baja. No respondió.

Entonces me di cuenta de que Helena suponía que por fin habíamos arribado a un tipo de acuerdo. Me había ofrecido una tregua que, dada mi estupidez, ni siquiera pude reconocer, no hablemos de aceptarla. Era tan generosa como yo cateto. Me habría gustado tener la oportunidad de decirle que lo lamentaba. Pero Helena no quiso o no pudo dármela.

Llegó el momento en que seguir esperando a su puerta la habría expuesto al escándalo. Y me había contratado para que la protegiese de él. Lo único que pude hacer por ella fue alejarme.