XXXV

–Ahora pensará que soy yo.

–¿Que es usted qué?

Pasas meses dándole vueltas y más vueltas a un problema que se te escapa sin cesar y en menos de un segundo cubres más terreno del que tu cerebro es capaz de asimilar.

Ése era el motivo por el que Décimo se había referido a Pertinax con tanta reticencia: Pertinax era su lamentable yerno. ¡Atio Pertinax! Ahora sí que lo sabía. Sabía cómo llegaban a Italia los cerdos de plata, quién los enviaba y cómo se ocultaban: bajo un cargamento tan modesto que las autoridades aduaneras de Ostia -que se ocupaban de cobrar el impuesto al lujo y que poseían un gusto artístico exquisito- echaban un vistazo a la bodega, ponían cara de asco al ver el desagradable esquisto y ni se molestaban en registrar el barco. ¡En su inocencia la pobre Helena había intentado organizar nuestra travesía en una nave cargada hasta la borda con cerdos de plata!

Pero eso no era todo. Al inicio del caso, en su condición de edil del Sector de la Puerta Capena, Atio Pertinax fue el fisgón de la pretoría que supo en qué lugar Décimo -amigo del pretor- había escondido el lingote perdido en el Foro… y probablemente él mismo organizó el rapto de Sosia Camilina. Cuando agüé la fiesta, Pertinax averiguó que la chica estaba conmigo, se lo dijo a su padre y utilizó a Publio como excusa para detenerme porque me había acercado demasiado. Actuó presa del pánico porque el lingote perdido en la calle apuntaba a él.

Helena era su esposa.

–Seguro que lo primero que piensa es que estoy implicada -dijo la hija del senador.

Helena ya no era su esposa.

–Es usted demasiado recta. – Di expresión a mi segundo pensamiento… que siempre es el más atinado.

Helena Justina me incitó a proseguir.

–¿Está su embotado cerebro en condiciones de desentrañar esta madeja? Los dos nombres que Trifero dio a tío Gayo deben corresponder a Pertinax, mi marido, y a Domiciano, el hijo de Vespasiano.

–Así es -coincidí.

Helena solía tildarme de inútil y así me sentí. Seguramente Gayo se había negado a decirnos a quién correspondían esos nombres porque Pertinax era su ex marido. Hicimos una prolongada pausa. Pregunté con cierta rigidez:

–Señora, dígame, ¿cuánto hace que se dio cuenta?

Helena Justina guardó silencio vinos segundos.

–Cuando el capitán del barco de mi marido se negó a llevarnos. Gneo y yo nos separamos de común acuerdo. Me pareció una actitud rencorosa. ¡De modo que aún lo llamaba Gneo!

–¡El capitán del barco de su ex marido debió de sentirse consternado cuando le pidió que nos llevase! ¿Hasta qué punto su ex marido y su tío Publio son íntimos amigos? – inquirí al entrever otro aspecto del asunto.

–Es imposible que tío Publio esté al tanto de todo esto.

–¿Está segura?

–¡Es del todo imposible!

–¿Qué opina de Vespasiano?

–Tío Publio le apoya. Es un hombre de negocios y prefiere la estabilidad. Vespasiano representa un estado bien administrado: altos impuestos… y también altos beneficios comerciales.

–Creo que su tío proporciona un maravilloso camuflaje a Pertinax en más de un sentido.

–¡Por Juno, mi pobre tío!

–¿Le considera pobre? Dígame, ¿qué posición adoptó Publio en la discusión sobre Domiciano César, aquella que la llevó a discutir con Pertinax?

–Ninguna. No estaba. Sólo iba a casa para celebraciones familiares. ¡Deje de perseguir a mi tío!

–Tengo que hacerlo.

–¡Falco! ¿Por qué? ¡Falco por favor., es el padre de Sosia!

–Precisamente por ese motivo. Sería fácil descartarlo…

–¡Didio Falco, su única certeza debería consistir en que ninguno de los parientes de Sosia, menos aún su padre, puede estar relacionado con algo que le hiciera daño!

–¿Qué me dice del padre de usted?

–¡Falco, ya está bien!

–Pertinax era su yerno, lo que supone un vínculo estrecho.

–En cuanto me divorcié mi padre le tomó una profunda antipatía.

Coincidía con lo que yo había visto. Décimo se había mostrado notoriamente molesto cuando mencioné a Pertinax.

Pregunté a Helena quién había tomado parte en la conversación sobre Domiciano. Mencionó algunos nombres que no me sonaron.

–¿Sabe algo de un callejón llamado calle de la Pelusa? – espeté. Me miró con los ojos desmesuradamente abiertos cuando retomé la palabra-: Sosia Camilina murió en un almacén de ese callejón. Pertenece a un viejo patricio que se aleja de este mundo en su finca de campo… un hombre que responde al nombre de Caprenio Marcelo…

–Le conozco de vista -me interrumpió Helena con voz ecuánime-. He estado con Sosia en ese almacén. Es un anciano arrugado como una pasa, que sufre una dolorosa agonía y que no ha tenido hijos. Adoptó un heredero. Es muy corriente. Adoptó a un joven presentable que no tenía posibilidades de ascender y que se alegró de ser acogido por Marcelo en su noble casa, de honrar a sus esplendorosos antepasados, de comprometerse a enterrarlo con el debido respeto… a cambio de supervisar las considerables propiedades de Marcelo. Si se hubiera tomado la molestia de consultarlo, en la oficina del censor le habrían informado. El nombre legal completo de mi marido… de mi ex marido es Gneo Atio Pertinax Caprenio Marcelo.

–¡Me parece que su ex marido tiene varios nombres más, todos muy desagradables! – comenté con tono aciago.

Consideré más prudente guardar silencio un rato.

–Falco, supongo que registró el almacén.

–¡Ya lo creo!

–¿Estaba vacío?

–Cuando lo registramos estaba vacío.

Saltaron más ranas. Algunas croaron. Saltaron varios peces. Arrojé una piedra al estanque y también saltó. Carraspeé y croé.

–En mi opinión, los patanes de la pretoría y los mocosos de palacio no están en condiciones de organizar los acontecimientos del mundo -dictaminó la hija del senador y habló como si fuera su tía de Britania.

–¡Nada de eso, hay un buen administrador que dirige esta compañía de monos!

–No creo que Atio Pertinax sea capaz de asesinar -añadió con expresión mucho menos segura.

–Si usted lo dice…

–¡Lo digo yo! Si no le queda más remedio, apele al cinismo. Tal vez la gente nunca conoce realmente a los demás. Pero tenemos que intentarlo. En su oficio ha de confiar en sus propios juicios…

–Confío en los suyos -reconocí llanamente porque era verdad además de un cumplido.

–¡Pero no confía en mí!

Las costillas me producían una profunda agonía y me dolía la pierna.

–Necesito su opinión. La valoro. Por el bien de ella… por el bien de Sosia en este caso no podemos andarnos con remilgos. Ni lealtades ni confianzas… y así, con un poco de suerte, no habrá errores.

Me puse en pie cojeando y me alejé al pronunciar ese nombre. Hacía mucho que no pensaba tan directamente en Sosia porque el recuerdo todavía me resultaba insoportable. Prefería estar solo para pensar en Sosia Camilina.

Me acerqué al estanque envuelto en la capa. Helena continuó en el banco. Debió de dirigirse a una sombra gris cuya capa aleteaba ocasionalmente a causa del viento nocturno que llegaba del mar. La oí decir en voz muy baja:

–Antes de ver a mi familia me sería muy útil saber cómo murió mi prima.

Gayo, que debió de ser quien le dio la noticia, suprimió todos los detalles que pudo. Como yo respetaba a Helena Justina le conté la verdad descarnada.

–Y usted, ¿dónde estaba? – preguntó con voz queda.

–Desmayado en una lavandería.

–¿Tenía algo que ver?

–No.

–¿Era su amante? – logró inquirir con gran esfuerzo. Guardé silencio-. ¡Respóndame! ¡Falco, para eso le pago!

Como conocía su obstinación finalmente repliqué:

–No.

–¿Le habría gustado serlo?

Me mantuve callado el tiempo suficiente para que mi silencio se convirtiese, por sí mismo, en una respuesta.

–¡Pudo serlo! Sé que tuvo la oportunidad… ¿Por qué no lo fue?

–Por clase -afirmé-. Por edad. Por experiencia. – Segundos después añadí-: ¡Por estupidez!

Entonces Helena me habló de ética. A mi juicio, mi moral era patente. Aunque no le incumbía, al final le dije que un hombre no debe aprovecharse de la impaciencia de una jovencita que ha descubierto lo que quiere y que tiene instinto para conseguirlo, pero carece de valor para hacer frente al inevitable sufrimiento posterior.

–De haber vivido, otro habría desilusionado a Sosia. No quería ser yo quien la decepcionara.

El viento arreció y me agitó la capa. Mi corazón era de color gris plomo. Necesitaba poner fin a esa conversación.

–Voy a entrar.

No tenía la menor intención de dejar sola y a oscuras a mi clienta; si la justicia existía, a esta altura Helena tenía que saberlo. Del mansio llegó una jarana estridente. Helena se sentía incómoda en lugares públicos y Massilia a la hora de beber no es sitio para una señora. No es sitio para nadie. Yo mismo empezaba a sentirme desdichado ahí afuera, al raso. Esperé sin impaciencia.

–Será mejor que la acompañe a su cuarto.

La llevé hasta la puerta de su habitación, como siempre había hecho. Probablemente no se enteró de la cantidad de indeseables que espanté durante el viaje. Una noche, en un sitio donde las cerraduras aún no se habían inventado y cuya clientela era especialmente infame, dormí en el umbral de su puerta, con el puñal al lado. Como nunca se lo dije no tuvo oportunidad de agradecérmelo. Preferí que fuese así. Al fin y al cabo, era mi trabajo. Aunque Helena Justina no habría sido capaz de incluirlo en el contrato, me pagaba para eso.

Lloraba la muerte de Sosia más hondamente de lo que yo había imaginado. Me volví en el pasillo a oscuras para darle las buenas noches, la miré y sólo entonces me percaté de que había llorado, a pesar de que en el jardín yo no había oído nada.

Ese insólito espectáculo me dejó inerme. Helena Justina dijo con su actitud habitual:

–Falco, muchas gracias.

Puse mi cara de circunstancias, aunque me sentía demasiado humilde para que resultara convincente. Para variar, Helena Justina ignoró mi expresión. Antes de alejarse murmuró:

–¡Feliz cumpleaños!

Inmediatamente después me besó en la mejilla porque era mi cumpleaños.