XXXIV

–El año de los cuatro emperadores mi familia, es decir, mi padre, tío Gayo y yo apoyamos a Vespasiano -comenzó a explicar Helena-. Hacía años que tío Gayo le conocía. Todos le admirábamos. Mi marido no tenia una opinión definida. Es comerciante, importa especias árabes, marfil, pórfido de la India, perlas. Cierto día se encontraban en casa algunas personas que hablaban de Domiciano, el segundo hijo de Vespasiano. Corrían los tiempos en que intentó involucrarse en la rebelión germana, poco antes de que su padre regresase a Roma. Esas personas estaban convencidas de que el joven inmaduro sería el emperador ideal: lo bastante atractivo para ser popular y fácil de manipular. ¡Me puse frenética! En cuanto se fueron abordé a mi marido… -Helena vaciló.

La miré de reojo y decidí que era mejor no interrumpirla. Bajo el crepúsculo sus ojos habían adquirido el color de la miel vieja: los últimos restos que se esconden fuera del alcance de los dedos en el fondo del tarro, razón por la cual no te decides a tirarlo.

–Ay, Didio Falco, ¿qué quiere que le diga? Esa disputa no fue el fin de nuestro matrimonio, pero me permitió ver la distancia que había entre nosotros. Mi marido no quería confiar en mí y yo no pude apoyarle como debía. ¡Lo peor de todo es que nunca estuvo dispuesto ni siquiera a escuchar mis opiniones!

Ni un toro bravo cretense me habría obligado a declarar que el hombre sospechaba que Helena tenía razón.

–Debía de estar en buena posición si comerciaba en especias y pórfido -comenté-. Usted podría haber llevado una vida tranquila, sin interferencias…

–¡Ya lo creo! – coincidió colérica.

Algunas mujeres se habrían considerado afortunadas y habrían tomado uno o varios amantes y se habrían quejado a sus madres al tiempo que gastaban el dinero de sus maridos. Admiré a regañadientes la rectitud de Helena.

–¿Por qué se casó con usted ese hombre?

–La vida pública le obligó a tornar esposa. Y al elegirme a mí se vinculó con tío Publio.

–¿Su padre estuvo de acuerdo?

–Ya sabe cómo son las familias. La resaca de las presiones se acrecentó con los años. Mi padre tiene por costumbre hacer lo que su hermano quiere. De todas maneras, mi marido parecía un hombre totalmente normal: sentido del propio interés altamente desarrollado, sentido del humor casi inexistente

¡No muy halagador para un hombre! Para serenarla, hice un comentario pragmático:

–Tenía entendido que los senadores no están autorizados a dedicarse al comercio.

–Precisamente por eso mi marido se asoció con tío Publio. Él ponía las inversiones, y todos los documentos iban a nombre de mi tío.

–¿Su marido es rico?

–Su padre lo fue. Aunque en el año de los cuatro emperadores sufrieron…

–¿Qué pasó entonces?

–Falco, ¿me está sometiendo a un interrogatorio? – Repentinamente rió. Era la primera vez que oía ese gorjeo de diversión, una nota inesperadamente atractiva que, sin querer, me hizo reír también a mí-. ¡Está bien! Cuando Vespasiano dio a conocer sus pretensiones y bloqueó las provisiones de granos en Alejandría a fin de presionar al Senado para que tomara partido por él surgieron dificultades en el comercio con el este. Mi marido y mi tío exploraron nuevos mercados europeos… ¡Tío Publio llegó a visitar Britania a fin de analizar exportaciones de las tribus celtas! Tío Gayo no se mostró muy contento que digamos -apostilló Helena.

–¿Por qué?

–Porque no se entienden.

–Pero, ¿por qué no se entienden?

–Porque son distintos.

–¿Qué opina Elia Camila? ¿Tomó partido por su marido o por su hermano Publio?

–Bueno, tiene debilidad por tío Publio… por las mismas razones por las que éste irrita a tío Gayo.

Su señoría seguía sonriente. Poseía ese tipo de risa que me apetecía volver a oír. La provoqué:

–¿Qué tiene de divertido? ¿Cuáles son esas razones?

–No se las diré. Bueno, si me asegura que no se burlará… ¡Hace años vivieron en Bitinia, en los tiempos en que mi tía era una niña y tío Publio le enseñó a conducir su cuadriga! – Me resultó imposible imaginarlo. Elia Camila me había parecido una mujer muy solemne-. Ya conoce a tío Gayo… es simpatiquísimo y a menudo audaz, pero también puede mostrarse muy formal. – Me lo sospechaba-. ¡Tío Gayo se queja de que tía Elia conduce demasiado rápido! Y es ella quien me enseñó a conducir -confesó Helena.

Eché la cabeza hacia atrás y contemplé el cielo con expresión sombría.

–¡Mi buen amigo, su tío, tiene toda la razón del mundo!

–Didio Falco, no sea desagradecido. Estaba tan enfermo que tuvimos que viajar a toda velocidad… ¡pero en ningún momento corrió peligro!

Por muy extraño que parezca, Helena alzó el brazo y simuló darme una bofetada. Intercepté su movimiento y la sujeté indiferentemente de la muñeca. Entonces me detuve.

Volví la palma de la mano de Helena Justina hacia arriba, fruncí la nariz y aspiré el perfume en el que ya había reparado. Tenía una muñeca firme y esa noche no llevaba joyas. Sus manos estaban frías, como las mías, pero el aroma persistía: algo parecido a la canela, pero mucho más intensamente evocador. Me recordó a los reyes partos.

–¡Pues sí que lleva una esencia exótica!

–Es Malabatrón -me informó e intentó zafarse, pero sin exagerar-. Viene de la India. Es una atención desaforadamente cara del que fue mi marido…

–¡Qué generosidad!

–No fue más que una pérdida de dinero porque el muy cretino jamás lo notó.

–Tal vez sufría un resfriado que no podía quitarse de encima -ironicé.

–¿Durante cuatro años?

Nos reímos. Tendría que soltarla. Como no habría más oportunidades, incliné la cabeza y volví a aspirar su perfume.

¡Malabatrón! Es fantástico. ¡Mi favorito! ¿Procede de los dioses?

–No, se extrae de un árbol.

Noté que Helena Justina se inquietaba, pero era demasiado orgullosa para pedirme que le soltara la muñeca.

–Cuatro años. Por lo tanto se casó a los… a los diecinueve.

–A los dieciocho- Ya era mayorcita. Como el resfriado de mi marido. ¡igualmente difícil de superar!

–¡Lo dudo! – exclamé galante. Cuando las señoras me obsequian con sus historias maritales les doy siempre el mismo consejo-: Debería tomárselo a risa con más frecuencia.

–Tal vez debería tomarme a risa a mí misma.

Solo un loco habría intentado besarle la mano. Como un caballero la deposité en el regazo de Helena Justina.

–Gracias -dijo en voz baja y, demudada.

–¿Por qué me da las gracias?

–Por algo que hizo en cierta ocasión.

Permanecimos sentados en silencio. Me recosté, estiré la pierna y me tapé con una mano las doloridas costillas. Me pregunté cómo había sido Helena antes de que el rico tonto y resfriado la volviera tan ponzoñosa con los demás y tan desdichada para sí misma.

Mientras meditaba, el lucero de la tarde asomó en medio de altos jirones de nubes que se desplazaban velozmente. La batahola de la posada amainó a medida que los clientes contaban chistes soeces en doce idiomas en esa tregua que tiene lugar entre la pura gula y el momento en que se emborrachan hasta perder el sentido. Las carpas del estanque asomaron a la superficie con apremio. Era un buen momento para pensar, allí, al final de un largo viaje, con nada que hacer salvo aguardar la llegada del barco. Allí, en aquel jardín. Allí, hablando con una mujer sensata con la cual un hombre que se tomara las más mínimas molestias podría intercambiar opiniones fácilmente.

Mars Ultor, estuve tan cerca… ¡ojalá hubiese averiguado cómo embarcan los lingotes!

Me lamentaba en voz alta, de modo que no esperaba respuestas. Helena tomó serenamente la palabra:

–Falco, supongo que recuerda que bajé a la costa aquel día que regresé furiosa…

–¡Un día como cualquier otro! – Reí entre dientes.

–¡Escúcheme! Hay algo que no le dije. Estaban cargando esquisto. Artículos para la casa de pésima calidad: copas, cuencos, candelabros, patas para mesas como leones marinos que sonríen afectadamente. Es un material horrible. Realmente no se sabe quién lo compra. Hay que aceitarlo constantemente o se desintegra…

Me revolví con culpa al recordar la bandeja que le había regalado a mi madre.

–¡Oh, señora! Ésa podría ser la tapadera que utilizan. ¿Se le ocurrió preguntar…?

–Por supuesto. Falco, el hombre que dirige este mercado exportador de baratijas es… es Atio Pertinax.

¡Pertinax! Era el único nombre que no esperaba oír. ¡Pertinax comerciaba con artículos de cocina de ínfima calidad! Atio Pertinax: el edil de nariz puntiaguda que cuando yo buscaba a Sosia me hizo detener, me dio una paliza y destrozó mis muebles. Lancé una palabra que los esclavos utilizaban en las minas de plomo y abrigué la esperanza de que Helena no me entendiera.

–No es necesario ser desagradable -puntualizó con calma.

–¡Señora, es imprescindible! ¿Conoce a ese mal bicho lleno de remilgos?

Helena Justina, la hija del senador, la que constantemente me provocaba sorpresas, recitó con un tono de voz extraordinariamente sereno:

–Didio Falco, me parece que usted no es tan inteligente. Pues sí, conozco a ese bicho. Ya lo creo que le conozco, estuve casada con él.

Tanto viaje pudo conmigo. Me sentí sofocado y nauseabundo.