Tuvimos una larga travesía hasta Gesoriaco, en la Galia, en una nave que se balanceaba bajo un cargamento de mármol britano de color gris azulado. Luego viajamos por tierra hasta Durocortoro, punto desde el cual atravesamos la Galia Belgica para llegar a Germania y bajar por el pasillo militar del Rin.
El uso del servicio de correos imperial es un privilegio lúgubre. Los mensajeros especiales a caballo cubren ochenta kilómetros diarios. Nos consideramos un despacho menos urgente y viajamos en un carruaje oficial: cuatro ruedas sobre ejes sólidos, asientos altos, cambio de mulas cada veinte kilómetros y después de recorrer dos veces esa distancia, alimento y alojamiento… todo a cargo de los lugareños gracias a nuestros pases. Pasamos un frío espantoso a lo largo de todo el trayecto.
Llegamos a un acuerdo profesional: no nos quedaba otra opción. La distancia era demasiado grande para seguir discutiendo. Yo era competente y Helena lo sabía; podía portarse bien cuando le daba la gana. Cada vez que hacíamos un alto se quedaba dentro del radio de mi mirada y, pese a que apenas me di rigió la palabra, no se buscó problemas con ladrones, libertinos o pesados posaderos que intentaban hablarle. Los tontos de los pueblos y los mendicantes de los puentes vieron su expresión y se escabulleron.
Los correos y los conductores pensaron que me acostaba con ella, lo cual era de esperar. Por la tensa expresión que adoptaba al hablarles me percaté de que Helena sabía lo que ellos pensaban. Entre nosotros evitamos el tema. El hecho de que me consideraran amante de Helena Justina era algo que me costaba aceptar como broma.
En la gran base militar de Argentorato, a orillas del Rin, nos vimos con el hermano pequeño de Helena, allí estacionado. Me entendí bien con él: los que tenemos hermanas como fieras compartimos territorio común. El joven Camilo organizó una cena que fue el único momento digno de recordar de nuestro espeluznante viaje. Después me llevó a un aparte y, preocupado, me preguntó si a alguien se le había ocurrido pagarme por escoltar a su señoría. Reconocí que estaba contratado por partida doble. Cuando nos hartamos de reír salimos a dar un paseo para disfrutar de la vida nocturna de la ciudad. El benjamín de los Camilo me contó en confianza que su hermana había sobrellevado una vida trágica. No me reí. Era un chaval, tenía buenos sentimientos y, por añadidura, el muy imbécil estaba trompa.
Helena parecía sentir afecto por su hermano. Me pareció justo. Lo que me encantó fue el cariño del muchacho hacia ella.
En Lugduno, donde embarcamos Ródano abajo, me salvé por los pelos de caer al agua. Estuvimos a punto de perder el barco: ya habían recogido la plancha y desamarrado, pero la tripulación sujetó la barca con rezones a fin de que, si queríamos, subiéramos de un salto. Lancé nuestro equipaje por encima de la barandilla y como ninguno de los barqueros daba señales de estar dispuesto a ayudarnos, puse un pie en cubierta y dejé el otro en tierra para servir de cuerda humana mientras su señoría subía a bordo.
Helena no era de las que dejan entrever sus dudas. Le ofrecí ambas manos. Mientras la barca se mecía casi fuera de nuestro alcance, la mujer se aferró valientemente a mí y la crucé. Los barqueros recogieron inmediatamente los rezones. Quedé colgado. A medida que la brecha se ampliaba me preparé para al chapuzón en el gélido Ródano, pero su señoría se volvió, vio qué ocurría y me agarró del brazo. Durante un segundo pendí despatarrado. Helena atenazó su sujeción, perdí pie en tierra y me aferré como una ladilla a la cubierta de la barca.
Me sentía muy avergonzado. La mayoría de los mortales habrían intercambiado una sonrisa. Helena Justina se alejó sin decir esta boca es mía.
Dos mil doscientos cincuenta kilómetros: días largos y agotadores, noches en albergues extranjeros y exactamente iguales, repletos de hombres que, no sin razón, Helena consideró espantosos. Jamás se quejó. Mal tiempo, riadas primaverales, el grupo despreciable formado por los correos, yo: de sus labios no escapó ni una queja. Cuando llegamos a Massilia yo estaba impresionado.
Y preocupado. Helena Justina parecía cansada y hablaba con voz átona. El albergue estaba lleno a rebosar y para entonces yo ya sabía cuánto detestaba las aglomeraciones. A la hora de cenar fui a buscarla a su habitación por si estaba nerviosa. Remoloneó reticente y simuló no tener apetito, pero mi cara de bufón la convenció y salió.
–¿Se encuentra bien?
–Sí, Falco, no se preocupe.
–No tiene muy buen aspecto.
–Estoy bien.
Seguro que estaba en uno de esos días. Al fin y al cabo era humana.
La cubrí con un mantón; sería capaz de abrazar a un puerco espín a cambio de la paga doble.
–Gracias.
–Forma parte del servicio -añadí y la llevé a cenar.
Me alegré de que me acompañase. No quería comer solo. Era mi cumpleaños. Nadie lo sabía. Aquel día cumplí treinta años.
En Massilia nos hospedamos en una posada cercana al puerto. No era ni mejor ni peor que el resto de Massilia, sino terrible. Un exceso de extranjeros no es bueno para ninguna ciudad. Yo estaba tieso a causa del viaje por carretera y preocupado porque las costillas seguían doliéndome. Experimentaba un escozor constante, como si nos vigilaran. La comida me pareció repugnante.
La acústica del comedor era insoportable y ensordecedora. En cierto momento me llamó el capitán de nuestra nave porque quería organizarlo todo para nuestro embarco. Más claro que el agua: pago por adelantado, sin alharaca, salida al alba, traiga el equipaje, encuentre el camino hasta el muelle o quédese en tierra. Muchas gracias. ¡Qué ciudad tan maravillosa!
Cuando volví a la mesa Helena intentaba espantar al chucho de la posada, que había metido los morros en mi cuenco. Como estábamos en la Galia del sur, donde saben hacer sufrir a los forasteros, comíamos guiso de pescado: una cosa granular teñida de rojo y llena de fragmentos de conchas. Puse mi cuenco en el suelo para el perro. Pocos castigos son equiparables a cumplir años en Massilia, muerto de hambre y en compañía de una chica que te mira como si olieras mal.
Convencí a Helena de que saliera al jardín. Lo que quería decir que yo también salí, razón por la cual me tomé la molestia de proponerlo: necesitaba aire fresco. Anochecía. A lo lejos se oían los sonidos del puerto y en el jardín había agua corriente y un estanque con ranas que se zambullían pesadamente. Nadie más andaba por allí. Aunque hacía frío nos sentamos en un banco de piedra. Los dos estábamos cansados y ambos nos dimos el lujo de relajarnos ligeramente ahora que Roma sólo estaba al final de otro viaje en barco.
–¡Aquí se está mucho más tranquilo! ¿Se siente mejor?
–No me ponga nerviosa -protestó Helena y aproveché reprocharle que era mi cumpleaños.
–Peor para usted -comentó lacónica.
–¡Bravo, Marco! – me felicité-. Celebras tu cumpleaños a ochocientos kilómetros de Roma con un arenoso guiso de pescado, repugnante vino galo, dolor en las costillas y a tu lado una clienta insensible… -Seguí desvariando amablemente hasta que por fin Helena Justina me sonrió.
–Deje de quejarse. La culpa es suya. Si hubiera sabido que era su cumpleaños le habría comprado un pastel borracho. ¿Cuántos cumple?
–Treinta. Cuesta abajo hasta la sombría embarcación que cruza la Estigia. Es probable que también vomite por la borda del transbordador de Caronte… Y usted, ¿qué edad tiene?
Era una osadía, pero me pareció que Helena lamentaba haberse perdido el pastel.
–¿Yo? Veintitrés…
Lance una carcajada.
–Aún está a tiempo de enganchar a un nuevo marido… -Me atreví a añadir con tono indiferente-: Por regla general a las señoras les gusta hablarme de sus divorcios.
–Es su cumpleaños -se mofó Helena Justina.
–Hágame ese regalo… ¿En qué se equivocó?
–¡Me equivoqué al fornicar en las cuadras!
–¡Mentirosa! – Una cosa era que Helena Justina no me gustara y otra muy distinta que lo que acababa de decir fuese cierto. Era una mujer severa, lo cual probablemente era el motivo por el cual creía que no me caía bien-. Entonces la culpa fue de él. ¿Qué hizo? ¿Se mostró demasiado tacaño con los pendientes de ópalo o demasiado libre con las flautistas sirias?
–No -dijo Helena Justina por toda respuesta.
–¿Le pegaba? – osé preguntar porque mi curiosidad se había vuelto insaciable.
–No. Si realmente quiere saberlo, mi marido no estaba lo bastante interesado en nada que tuviera que ver conmigo como para hacer el esfuerzo de pegarme -replicó Helena con gran des esfuerzos-. Nuestro matrimonio duró cuatro años. No tuvimos hijos. Ninguno fue infiel… -Hizo una pausa. Probablemente sabía que era así, pero nunca se puede estar seguro-. Me gustó administrar mi propia casa pero, ¿de qué me sirvió? Por eso me divorcié.
Helena era una persona reservada y me arrepentí de haberle hecho esas preguntas. Generalmente a esa altura las mujeres lloran, pero Helena no lo hizo.
–¿Quiere que hablemos del tema? ¿Discutían?
–Sólo una vez.
–¿Por qué?
–Bueno… por cuestiones políticas.
Era lo último que cabía esperar y, al mismo tiempo, resultaba típico. Me reí.
–¡Lo siento! Espero que no se detenga en este punto… ¡cuénteme a qué se debió la discusión!
Empezaba a entrever qué había pasado. Helena Justina era lo bastante valiente no sólo para buscar su propio desasosiego sino para saber hasta qué punto su actual estado de desesperación afectaba negativamente su alma. Era muy probable que esa vida mejor con la que soñaba ni siquiera existiese.
Sentí deseos de acercarme y apretarle la mano, pero no era ese tipo de mujer. Quizá su marido había sentido lo mismo. Helena decidió contarme la discusión. Me dispuse a sorprenderme porque nunca decía nada convencional. Empezó a hablar con tono cauto y la escuché con suma seriedad. Me explicó qué la había impulsado a divorciarse.
A medida que hablaba mi mente retornó con azorada incredulidad a los cerdos de plata.