Gayo me acompañó a su casa de campo porque quería podar las vides. Eran unos ejemplares que daban pena. El procurador había vivido tanto tiempo en Britania que ya no recordaba el auténtico aspecto de una vid.
La casa de campo del procurador era una ubérrima granja situada en el valle de un río poco torrentoso y con vistas a colinas bajas y verdes. Ese clima benigno parecía adecuado para un hombre al que le dolían las costillas. La casa estaba llena de libros y de juguetes. Aunque su esposa y sus hijos habían regresado a Londinio después de las bacanales, me imaginé cómo discurría la vida durante el verano, cuando todos se trasladaban al campo. Era el tipo de morada con la que yo soñaba desde siempre, como la que me gustaría tener algún día.
Gayo se entretuvo acercándose a Durnovaria para ejercer las funciones de magistrado local. Su desagradable sobrina estaba en la casa de campo, pero se mantuvo apartada. Si Helena Justina me hubiese caído bien la habría considerado tímida; como me caía mal la califiqué de poco sociable. Como no había regresado a las comodidades de Londinio junto a Elia Camila, probablemente se proponía volver a Roma, pero los planes del viaje siguieron siendo felizmente imprecisos.
Lo pasé bien en esa casa hospitalaria. Durante el día leía, escribía cartas o cojeaba por los campos. El personal era amable y el hecho de que me mimaran me resultó muy estimulante. Por las tardes conversaba animadamente con mi anfitrión. Era la vida romana ideal incluso para Britania. No quería recobrar las energías y partir.
Cierto día en que llovía demasiado para salir a cobrar multas a los celtas que robaban ganado, Gayo se me acercó y dijo:
–Rufrio Vitalis me ha pedido que hable con usted. Tengo entendido que había acordado llevarle a Roma como encargado del equipaje de Helena.
–Déjeme adivinarlo… ¿ya no le interesa?
–En parte es culpa mía. – Gayo sonrió-. Ese hombre me causó una profunda impresión. Le he ofrecido un contrato en la mina de plomo, quiero que actúe como interventor de cuentas y que aclare los abusos en los procedimientos.
–Es una buena elección. Le será muy útil. Además, sospecho que Rufrio Vitalis y cierto buñuelo llamado Truforna no soportan la idea de separarse. – Reí entre dientes.
El procurador sonrió remilgado Y evitó comentar la vida privada de otros. Luego señaló que, si Vitalis se quedaba, otra persona tendría que cuidar de Helena…
–Falco, ¿mi sobrina ha hablado con usted?
–No nos dirigimos la palabra. Me considera un mal bicho.
Gayo adoptó una expresión dolida.
–Me parece que lo que dice no es justo. Helena Justina aprecia todo lo que usted ha hecho. Quedó profundamente impresionada al ver el estado en que usted se encontraba cuando fue a buscarle a la mina…
–¡Es algo que puedo soportar! – Estaba tendido en un diván y me zampaba un cuenco con peras de invierno que el mayoral había seleccionado especialmente para mí en el depósito de la granja. Aproveché la oportunidad para sondear al procurador-. Por decirlo con delicadeza, me parece que su sobrina está muy perturbada. – Flavio Hilaris me dirigió una severa mirada. Añadí con tono sensato-: No es que pretenda chismorrear. Si la escolto, me ayudará saber cuál es su problema.
–Me parece justo. – Mi nuevo amigo Gayo también era un hombre sensato-. ¡De acuerdo! Cuando vino a visitarnos después del divorcio, Helena estaba deprimida y confundida. Creo que aún lo está… pero ahora lo disimula mejor.
–¿Por qué no me dice qué salió mal?
–Sólo lo sé de oídas. Por lo que sé, nunca se llevaron bien. Publio, tío de Helena y hermano de mi esposa, conocía al joven. Y fue Publio quien propuso al padre de Helena esos esponsales. En aquel momento, en una carta a mi esposa, Helena describió a su futuro marido como un senador bien situado que no tiene costumbres indecentes.
–¡Qué frialdad!
–Exactamente. A Elia Camila no le pareció bien.
–De todos modos, es mejor que empezar con el cerebro lleno de fantasías.
–Tal vez. Sea como fuere, Helena jamás esperó un encuentro apasionado entre dos mentes, aunque a la larga descubrió que, para ella, no bastaba con una posición elevada y con buenos modales. Me lo confesó hace poco. Habría preferido que su marido se hurgara la nariz y persiguiera a las pinches de cocina… ¡y que por lo menos le dirigiese la palabra!
Los dos nos reímos solidariamente. Si me hubieran gustado las mujeres con sentido del humor, una moza capaz de hacer ese comentario me habría atraído.
–Gayo, ¿estoy equivocado y él se divorció de ella?
–No. En cuanto comprobó que eran incompatibles, la propia Helena Justina redactó la notificación del divorcio.
–¡Ah! ¡No cree en las simulaciones!
–No, pero es sensible… ¡ya ha visto los resultados!
Para entonces era evidente que al procurador le remordía la conciencia por haber hablado con tanta libertad. Por eso abandoné el tema.
Acompañé a Gavo cuando volvió a ir a la ciudad. Aproveché la oportunidad para comprar veinte copas de peltre, productos locales fabricados con una aleación de plomo y estaño.
–¡Recuerdos para mis sobrinos! Y unas cuantas cucharas «de plata» para gachas para los nuevos miembros de la familia que sin duda mis hermanas me mostrarán muy ufanas en cuanto regrese.
–¡Los galos le oirán llegar! – se burló Gavo porque las veinte copas tintineaban a gusto.
Todavía me costaba pensar fríamente en el retorno a Roma.
Como estábamos en Britania, la mayor parte del tiempo que pasamos en Durnovaria, Helena Justina tuvo un resfriado pertinaz. Mientras permaneció en sus aposentos con la cabeza inclinada sobre una jarra de humeante esencia de pino no fue difícil olvidar su presencia. Pero despertó mi curiosidad cuando salió y se alejó deprisa en un carro tirado por un poni. Pasó fuera todo el día. No era posible que hubiese salido de compras…, sabía por experiencia propia que no había mucho que comprar. Cuando mi amigo el mayoral me trajo puerros con salsa de vino para despertar el apetito (que había mejorado notoriamente; adoro los puerros porque procedo de una familia de hortelanos), le pregunté a dónde había ido la joven señora. No lo sabía y me tomó el pelo por mi célebre reticencia a viajar con ella.
–¡No es posible que sea tan temible! – me amonestó.
–¡La ilustre Helena Justina se las ingeniaría para que las serpientes de Medusa parecieran tan inofensivas como un pote de gusanos para pescar! – repliqué insensiblemente y devoré los puerros como el digno nieto de un hortelano.
En ese momento apareció Helena Justina.
Me ignoró, lo cual era normal. Estaba muy alterada. Eso ya no era tan normal. Tuve la certeza de que me había oído.
El mayoral huyó a toda velocidad, que era cuanto yo podía esperar. Me dejé caer en un nido de cojines adornados con borlas en medio de mi diván de inválido. Esperé a que la tormenta se desencadenara.
Helena había escogido un asiento elegante. Puso los pies en un escabel y las manos sobre el regazo. Llevaba un vestido gris y un collar de caro buen gusto de cuentas de ágata tubulares, de color rojo y marrón. Durante unos segundos pareció perderse en un estado de ánimo serio e introspectivo. Me percaté de algo: cuando no me regañaba, la expresión del rostro de la hija del senador cambiaba. A cualquier otro le habría parecido una joven serena, competente y reflexiva cuyo origen noble la llevaba a ruborizarse al hacer negocios con hombres, si bien era totalmente accesible.
Helena Justina abandonó su ensimismamiento.
–Falco, ¿se encuentra mejor? – preguntó con tono burlón. Seguí recostado y pálido-. ¿Qué escribe?
Me pescó con la guardia baja al cambiar de tema con tanta frialdad.
–Nada.
–¡No sea pueril, ya sé que escribe poemas!
Abrí la tablilla de cera con un ademán grandilocuente. Helena se incorporó de un salto Y se acercó a mirar. La tablilla estaba en blanco. Yo ya no escribía poemas y no me sentí obligado a darle una explicación.
Desconcertado ante mi propia actitud arremetí:
–Su tío me ha dicho que muy pronto abandonará Britania.
–¡Ni lo sueñe! – exclamó secamente-. Tío Gayo quiere que viaje con usted en el correo imperial.
–Haga lo que haga, viaje con el correo -aconsejé.
–¿Está diciendo que no obrará en representación de mi persona?
Esbocé una sonrisa.
–Señora, no me lo ha pedido.
Helena se mordió el labio.
–¿Tiene que ver con las minas?
Aunque mi expresión pertenecía a una cadena de esclavos respondí:
–No. Helena Justina, estoy abierto a todo tipo de ofertas… pero no quiero que suponga que aceptaré lo que me dicte.
–¡Didio Falco, ya no supongo absolutamente nada sobre usted! – Nos hicimos fintas, pero sin el regodeo de costumbre; Helena parecía incapaz de concentrarse-. Si pudiera elegir… y la paga fuese razonable, ¿consentiría en acompañarme de regreso a Roma?
Me había propuesto rechazar esa oferta. Helena Justina m miró impávida y reconoció la situación. Tenía ojos despejados, comprensivos y persuasivos de un peculiar tono pardo…
–Si puedo elegir, por supuesto -me oí decir.
–¡Bien, Falco! Dígame cuál es su tarifa.
–Me paga su padre.
–Olvídese de mi padre. Le pagaré de mi peculio… y así, si quiero, podré poner fin a nuestro contrato.
Todo contrato debería incluir una cláusula de escape. Le di mis tarifas.
Evidentemente, Helena Justina seguía enojada.
–Su señoría, ¿hay algún problema?
–Estuve en la costa e intenté organizar nuestra travesía hasta Galia -respondió con el ceño fruncido.
–¡Lo podría haber hecho yo!
–Pues ya está hecho. – Noté que vacilaba. Helena necesitaba a alguien con quien compartir un problema y sólo contaba conmigo-. Lo he hecho, pero con grandes dificultades. Encontré una embarcación. Sin embargo, Falco, en los almacenes de esquisto había una nave que me habría gustado que nos llevara… pero el capitán se negó. El barco pertenece a mi ex marido -se obligó a decir. Guardé silencio. Helena añadió reflexiva-: ¡Qué mezquino! ¡Qué mezquino, gratuito, rencoroso y ruin!
Su deje histérico me inquietó. De todas maneras, tengo por costumbre no intervenir jamás en una disputa matrimonial… aunque los integrantes ya no estén unidos.
Fuimos hasta la costa y cuando llegamos al muelle Flavio Hilaris me abrazó como a un amigo.
De todos los hombres que traté en este caso, Gayo fue quien más me gustó. Nunca se lo dije. (Sé que se dio cuenta.) Pero le dije que nadie salvo yo podía tropezar con un caso en el que sólo los funcionarios eran honrados. Ambos reímos al tiempo que esbozábamos una mueca de pesar.
–Cuide de nuestra joven -me ordenó Gayo mientras daba un abrazo de despedida a Helena. Luego se dirigió a su sobrina-: ¡Y tú cuida de él!
Supuse que se refería a la posibilidad de que yo me mareara. Y me mareé, aunque huelga decir que cuidé de mí mismo.